XIX

Que Zoilo estaba en sus glorias con el largo eclipse del caballero de Madrid, y que Churi, por el contrario, se daba a los demonios y habría corrido gozoso en su busca, no hay para qué decirlo. El primero, fiado en su buena estrella, alentado por la fe que le infundía su ardorosa pasión, creía firmemente que el caballero no vendría ya, sin meterse en cálculos y averiguaciones del por qué de tal ausencia; el segundo, nutriendo su credulidad en su malicia y en el odio al primo, siempre esperaba que Madrilgo gizona se aparecería, cuando menos se pensase, a reclamar lo suyo, y esta esperanza era el consuelo picante, amargo, de su existencia silenciosa.

Por fin, a mediados de Agosto, comunicó Ildefonso que estaba libre; pero tan harto de la suspicacia, estrechez de miras e ingratitud de la sociedad del nuevo reino, que no deseaba más que perderla de vista. Como no creía prudente que su escapatoria terminase en Bermeo, ni esta villa era muy segura ya para la familia, por alcanzar también al buen Sabino las malquerencias y desconfianzas de los facciosos, ordenaba que se fuesen todos a la ferrería y en ella permanecieran hasta que otra cosa se determinara. En el acto se dispuso Prudencia a levantar el campo, pues ya le incomodaba la residencia de Bermeo, donde todo se volvía perseguir a la niña mozos y señoretes, y hasta vejestorios, con ridículas manifestaciones de amor, y una mañanita salió para Lupardo con Aura, Sabino y Churi. No se cansaba la buena señora de lamentar la desgracia de su marido en el servicio del Pretendiente, lavándose las manos al tratar de un asunto en que Negretti obró en absoluto desacuerdo con ella. Bien le había dicho y redicho que no accediera a las instancias con que los artilleros de Oñate asediaban su voluntad. Honrado y crédulo en demasía, Ildefonso había tomado en sentido recto las ofertas pomposas de aquellos señores, las cuales no eran más que cantos de sirena. ¿Qué resultó? Que el hombre se había matado a trabajar sin que parecieran por ninguna parte las villas y castillos que se le ofrecieron. Salía de la Corte de Carlos V, como había entrado, desnudo de todo capital, y además perdido en el concepto de los liberales. Bien caro pagaba su obstinación, y el desoír las advertencias de la mujer práctica, que siempre vio un señuelo falaz, una engañifa, en las galanas cuentas que se le ponían ante los ojos para deslumbrarle. ¡Perdido el trabajo de sus manos, perdido el fruto de su mente! Pero el sino de Ildefonso era sucumbir ante la maldad y el egoísmo, por ser excesivamente recto, confiado, esclavo de la conciencia hasta en las cosas nimias. «Es un santo -decía Prudencia, terminando con un gran suspiro-, y yo, por más que he revuelto todo el Año Cristiano, buscando la santidad en la industria, no he podido encontrarla. De los conventos y de las soledades han salido todos aquellos benditos; ninguno de los talleres».

Llegaron a Lupardo con felicidad, lo que no era poca suerte, según estaba el país de soliviantado por la facción, y allí vio Aura escenario bien distinto del de Bermeo. Hecha a los grandiosos espectáculos marítimos, que favorecen las expansiones del alma, y estimulan el atrevido volar del pensamiento, la primera impresión de Aura fue de tristeza, como de caer en honda sima, y sentir sobre sí pesos enormes de tierra y cielo desplomados. La estrechez del valle le oprimía el corazón. ¡Qué diferencia de aquella inmensa lejanía de los horizontes oceánicos, que hacía casi realizable el ensueño de medir lo infinito! ¿Pues y la pureza de los aires, aquella frescura que con la intensidad de la luz inundaba cuerpo y alma? En el valle del Nervión pesaba la atmósfera, y las alturas verdes, las laderas cultivadas eran composturas mal hechas en la Naturaleza por el hombre, y arreglitos que la echaban a perder. Entre las dos vertientes, a la orilla del río entintado por la arcilla ferruginosa, se alzaba el edificio de la ferrería, roja de medio abajo, de medio arriba negra, despidiendo humo denso a todas horas; harto parecida a un monstruo iracundo, por su respiración cadenciosa y los ruidos espantables que acompañaban sus funciones: el bullicio medroso de la turbina en lo más hondo, el martilleo con estridores metálicos arriba, y el soplido ansioso del fuelle. Respiraba la ferrería, latía su sangre, daba puñetazos continuamente sobre la materia indomable. Así lo vio Aura en su viva imaginación.

La casa en que moraban los trabajadores era humilde, también roja y negra, sin más que lo preciso para que tuvieran breve descanso los duros huesos de aquellos atletas. Una alcoba pequeña que ocuparon las dos señoras; una grande, donde dormían todos los hombres; otra pieza donde comían, pagaban los jornales y hacían sus cuentas, eran las piezas altas. En las bajas, tenían la cocina, depósitos de leña y carbón vegetal; del lingote producido, enormes piezas dobladas por la mitad, y algunas formando lazos. Allí encontró Aura al mayor de los primos enteramente transformado, pues las dos veces que le vio en Bermeo iba vestido de señor con bastante desavío, y en Lupardo cubría todo su cuerpo con un largo camisón de lienzo veteado de negro y rojo, mena y humo, los brazos arremangados, los pies en almadreñas, la cabeza descubierta. Era el más alto de la familia, y el menos guapo de rostro, de pocas carnes, seco, acerado. Su rostro revelaba cansancio, resignación honda de todas las facultades ante la pesadumbre del deber, quizás desconfianza del éxito. Se parecía bastante a Zoilo, siendo este hermoso, y José María no. Su actividad no era vertiginosa, como la de Churi y Zoilo, sino reflexiva, paciente, llegando hasta una tensión increíble.

Prefería Sabino el trabajo directivo al material; era menos forzudo que sus hijos, los cuales, a excepción de Martín, habían heredado de su madre Zoila Maruri la constitución hercúlea. De esta señora se decía que si no la hubiera matado el cólera, habría vivido un siglo. Su madre y su abuela vivían aún, en Mundaca; contaba la primera ochenta años, y la segunda ciento dos. Pues sí: Sabino tenía especial acierto para organizar el trabajo de los demás, y daba sus órdenes de un modo paternal, persuasivo, sin gritos ni alboroto alguno. En cambio, Zoilo era todo viveza, todo ruido y alegría; desde el punto y hora en que Aura llegó a la ferrería, se multiplicaba en el trabajo, y redoblaba hasta lo increíble la cháchara y gorjeos de su alborozo juvenil. Coplas castellanas y vascuences salían sin cesar de sus labios; los rizos que ornaban su frente parecían, en manos del viento, aureola de salvajes crines. Su rostro era una paleta en que dominaban el rojo y el negro, mezclados y revueltos por el sudor copioso; la blancura de sus dientes y el carmín de sus labios brillaban con colorido picante en medio de tanta suciedad; sus manos tiznadas eran manos de un diablo que se ocupara en los menesteres más bajos del infierno; su gala era ser negro, y en los febriles accesos de júbilo cogía tizne con los dedos y se pintaba rayas en la frente y brazos. Renunciando a todo calzado, lo mismo chapoteaba en el fango que las lluvias acumulaban junto a los montones de mena, que en las verdosas aguas de la presa. Para secarse restregaba los pies en el polvo de carbón: hacía esto, según decía, para sacarse lustre a las botas. Iba de una parte a otra saltando, aunque transportara grandes pesos. Acudía más pronto que la vista a donde se le llamaba, sin repugnar ninguna faena por difícil y enojosa que fuese; su ardor era el asombro de todos, y no se le reñía más que por lo mucho que alborotaba y por sus expresiones incongruentes, pues no había que chillar tanto para hacer bien las cosas. Al llegar la hora de la comida y tomar su asiento en la humilde mesa sin manteles, hacía, sin melindres, desmedidos honores a la pitanza, con gran contentamiento de Aura, que gozaba y reía viéndole comer, por lo cual extremaba él su apetito sin incurrir en la fea glotonería. Después de la cena, Sabino les convocaba en torno suyo para rezar el rosario y dar gracias a Dios, con jaculatorias de su invención, por la salud que disfrutaba toda la familia, para pedirle que esta recogiese el fruto de tanto trabajo, y que se acabara pronto la guerra. Terminadas las devociones, se acostaban todos. Zoilo tardaba en dormirse, porque su cerebro era una devanadera, en que sin cesar envolvía hilos interminables: amor, esperanzas, proyectos, palabras que pensaba decir a Aura, palabras que, a su parecer, esta le diría. Cuando sentía que su padre y su hermano dormían, se echaba del camastro donde reposaba medio vestido, y se iba al otro lado de la habitación, acurrucándose junto a un tabique desnudo y frío. Allí se pasaba otro rato devanando sus hilos con la más pura espiritualidad, y antes de dormirse daba repetidos besos al tabique. Al otro lado, en la próxima estancia, dormía la niña bonita.

Ningún mal pensamiento obscurecía el cielo purísimo de aquella pasión, toda nobleza y frescura infantil. Era Zoilo un hombre hecho y derecho, pues ya había cumplido veintidós años; pero su pasión le reverdecía la niñez con todas las candideces deliciosas de esta, con sus ensueños y la facilidad increíble para ver trocadas en realidad las cosas más absurdas. No carecía de estudio su candorosa travesura, pues bien seguro estaba de que su ardor infatigable en el trabajo, su ligereza gimnástica, el comer mucho, el hablar cantando, el cantar riendo, y otras extravagancias, agradaban a la señora de sus pensamientos. En esto no se equivocaba. Con penetración de enamorado descubría en los ojos y en la sonrisa de Aura una complacencia y gusto muy singulares al verle hacer cosas tan contrarias a la compostura. Empleaba, pues, el chico un original resorte de agrado que podría muy bien llamarse la contra-coquetería, consistente en aplicar a su persona todas las reglas opuestas a las de la vulgar presunción. Adivinaba, veía, mejor dicho, que era más hermoso cuanto más libre en el vestir, dentro de la decencia, y que no le querían conforme al patrón de los señoritos atildados.

Más elegante sería cuanto más se pareciese al aire, a las olas, a los pájaros. Esto no lo razonaba, lo sentía, acariciando un vago propósito de dejar de ser pájaro y ola cuando las circunstancias le indujeran a ser hombre verdadero, y hasta hombre fino, si fuese menester.

El trabajo de la ferrería era muy duro: lo hacían exclusivamente José María, Zoilo, Churi y dos guipuzcoanos contratados: vestían todos, menos Zoilo, largos camisones de lienzo. El capataz o jefe de la tarea era designado con el nombre vasco de arotza. Llamábanse fundidores los que aplicaban el fuego a la primera materia para obtener el hierro, operación que se hacía en un hoyo revestido de ladrillo, donde metían el mineral y gran cantidad de carbón. Sabino, José María y uno de los guipuzcoanos eran muy expertos en apreciar el grado de ignición y el temple necesario. Cuando estaba el mineral al rojo, formando la pasta o zamarra, comenzaba el trabajo de forja, y allí era de ver el arte combinado de los fundidores y los llamados tiradores, que descargaban los martillazos sobre la pieza candente, puesta sobre un firme o yunque, que tenía por base estacas hincadas a gran profundidad. Un agujero daba entrada al aire que arrojaban pulmones mecánicos, movidos por la turbina. El martillo tenía por cabeza una masa formidable de hierro, y por mango un árbol enorme, horizontal cuando no funcionaba, articulado por su extremo. Un mecanismo rudimentario lo movía, manipulado por los tiradores, mientras los otros manejaban con grandes tenazas la zamarra, dándole las necesarias vueltas para recibir por una cara y otra el golpe... Las tremendas cabezadas del martillo batiendo la masa roja y blanda, iban limpiándola de escoria, y ajustando las moléculas de aquel hierro incomparable para todos los usos de la agricultura y de la industria. Zoilo y un guipuzcoano solían hacer de tiradores, mientras José María y el otro volteaban la pieza con las tenazas. El prestador era el obrero de menor categoría en la forja; sus funciones se concretaban a preparar la comida, amasar la borona y ponerla entre las planchas calientes, y al propio tiempo ayudaba a los demás a cargar el horno, llevando espuertas de mena. De prestador hacía comúnmente Churi, que guisaba muy bien, sin perjuicio de ayudar como el primero en el transporte del material y en dar fuego a la hornilla... Quemar mucha leña, atizar candela era su mayor goce.