Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1920)/Tomo I/Libro segundo

Los trabajos de Persiles y Sigismunda: Historia setentrional (1920)
de Miguel de Cervantes
Libro segundo




LIBRO SEGUNDO

de los trabajos de Persiles y Sigismunda.





CAPITULO PRIMERO
Donde se cuenta cómo el navío se volcó, con todos los que dentro dél iban.

Parece que el autor desta historia sabía más de enamorado que de historiador, porque casi este primer capítulo de la entrada del segundo libro le gasta todo en una difinición de celos, ocasionados de los que mostró tener Auristela por lo que le contó el capitán del navío; pero en esta traducción, que lo es, se quita por prolija, y por cosa en muchas partes referida y ventilada, y se viene a la verdad del caso, que fué que, cambiándose el viento y enmarañándose las nubes, cerró la noche escura y tenebrosa, y los truenos, dando por mensajeros a los relámpagos, tras quien se siguen, comenzaron a turbar los marineros y a deslumbrar la vista de todos los de la nave, y comenzó la borrasca con tanta furia, que no pudo ser prevenida de la diligencia y arte de los marineros, y así, a un mismo tiempo los cogió la turbación y la tormenta; pero no por esto dejó cada uno de acudir a su oficio y a hacer la faena que vieron ser necesaria, si no para excusar la muerte, para dilatar la vida: que los atrevidos que de unas tablas la fían, la sustentan cuanto pueden, hasta poner su esperanza en un madero que acaso la tormenta desclavó de la nave, con el cual se abrazan, y tienen a gran ventura tan duros abrazos. Mauricio se abrazó con Transila, su hija; Antonio, con Ricla y con Constanza, su madre y hermana; sola la desgraciada Auristela quedó sin arrimo, sino el que le ofrecía su congoja, que era el de la muerte, a quien ella de buena gana se entregara, si lo permitiera la cristiana y católica religión, que con muchas veras procuraba guardar; y así, se recogió entre ellos, y hechos un ñudo, o, por mejor decir, un ovillo, se dejaron calar casi hasta la postrera parte del navío, por excusar el ruido espantoso de los truenos, y la interpolada luz de los relámpagos, y el confuso estruendo de los marineros. Y en aquella semejanza del limbo se excusaron de no verse unas veces tocar el cielo con las manos, levantándose el navío sobre las mismas nubes, y otras veces barrer la gavia las arenas del mar profundo. Esperaban la muerte cerrados los ojos, o, por mejor decir, la temían sin verla; que la figura de la muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa, y la que coge a un desapercibido en todas sus fuerzas y salud, es formidable. La tormenta creció de manera que agotó la ciencia de los marineros, la solicitud del capitán, y, finalmente, la esperanza de remedio en todos. Ya no se oían voces que mandaban hágase esto o aquello; sino gritos de plegarias y votos que se hacían y a los cielos se enviaban; y llegó a tanto esta miseria y estrecheza, que Transila no se acordaba de Ladislao, Auristela de Periandro: que uno de los efetos poderosos de la muerte es borrar de la memoria todas las cosas de la vida, y pues llega a hacer que no se sienta la pasión celosa, téngase por dicho que puede lo imposible. No había allí reloj de arena que distinguiese las horas, ni aguja que señalase el viento, ni buen tino que atinase el lugar donde estaban: todo era confusión, todo era grita, todo suspiros y todo plegarias. Desmayó el capitán, abandonáronse los marineros, rindiéronse las humanas fuerzas, y poco a poco el desmayo llamó al silencio, que ocupó las voces de los más de los míseros que se quejaban. Atrevióse el mar insolente a pasearse por cima de la cubierta del navío, y aun a visitar las más altas gavias, las cuales también ellas, casi como en venganza de su agravio, besaron las arenas de su profundidad. Finalmente, al parecer del día, si se puede llamar día el que no trae consigo claridad alguna, la nave se estuvo queda y estancó, sin moverse a parte alguna, que es uno de los peligros, fuera del de anegarse, que le puede suceder a un bajel; finalmente, combatida de un huracán furioso, como si la volvieran con algún artificio, puso la gavia mayor en la hondura de las aguas, y la quilla descubrió a los cielos, quedando hecha sepultura de cuantos en ella estaban.

¡A Dios, castos pensamientos de Auristela; a Dios, bien fundados disinios; sosegaos, pasos, tan honrados como santos; no esperéis otros mausoleos ni otras pirámides ni agujas que las que os ofrecen esas mal breadas tablas! Y vos, ¡oh Transila!, ejemplo claro de honestidad, en los brazos de vuestro discreto y anciano padre podéis celebrar las bodas, si no con vuestro esposo Ladislao, a lo menos con la esperanza, que ya os habrá conducido a mejor tálamo. Y tú, ¡oh Ricla!, cuyos deseos te llevaban a tu descanso, recoge en tus brazos a Antonio y a Constanza, tus hijos, y ponlos en la presencia del que agora te ha quitado la vida para mejorártela en el cielo.

En resolución: el volcar de la nave y la certeza de la muerte de los que en ella iban, puso las razones referidas en la pluma del autor desta grande y lastimosa historia, y ansimismo puso las que se oirán en el siguiente capítulo.







CAPITULO II
del segundo libro
Donde se cuenta un extraño suceso.

Parece que el volcar de la nave volcó, o, por mejor decir, turbó el juicio del autor de esta historia, porque a este segundo capítulo le dió cuatro o cinco principios, casi como dudando qué fin en él tomaría. En fin: se resolvió diciendo que las dichas y las desdichas suelen andar tan juntas, que tal vez no hay medio que las divida; andan el pesar y el placer tan apareados, que es simple el triste que se desespera y el alegre que se confía, como lo da fácilmente a entender este extraño suceso. Sepultóse la nave, como queda dicho, en las aguas; quedaron los muertos sepultados sin tierra; deshiciéronse sus esperanzas, quedando imposible a todo su remedio; pero los piadosos cielos, que de muy atrás toman la corriente de remediar nuestras desventuras, ordenaron que la nave, llevada poco a poco de las olas, ya mansas y recogidas, a la orilla del mar, diese en una playa que por entonces su apacibilidad y mansedumbre podía servir de seguro puerto; y no lejos estaba un puerto capacísimo de muchos bajeles, en cuyas aguas, como en espejos claros, se estaba mirando una ciudad populosa, que, por una alta loma, sus vistosos edificios levantaba. Vieron los de la ciudad el bulto de la nave, y creyeron ser el de alguna ballena o de otro gran pescado que, con la borrasca pasada, había dado al través. Salió infinita gente a verlo, y, certificándose ser navío, le dijeron al rey Policarpo, que era el señor de aquella ciudad, el cual, acompañado de muchos, y de sus dos hermosas hijas, Policarpa y Sinforosa, salió también, y ordenó que, con cabestrantes, con tornos y con barcas, con que hizo rodear toda la nave, la tirasen y encaminasen al puerto. Saltaron algunos encima del buco, y dijeron al rey que dentro dél sonaban golpes, y aun casi se oían voces de vivos. Un anciano caballero que se halló junto al rey, le dijo:

—Yo me acuerdo, señor, haber visto en el mar Mediterráneo, en la ribera de Génova, una galera de España que, por hacer el cur con la vela, se volcó como está agora este bajel, quedando la gavia en la arena y la quilla al cielo; y, antes que la volviesen o enderezasen, habiendo primero oído rumor, como en éste se oye, aserraron el bajel por la quilla, haciendo un buco capaz de ver lo que dentro estaba; y el entrar la luz dentro, y el salir por él el capitán de la misma galera y otros cuatro compañeros suyos, fué todo uno. Yo vi esto, y está escrito este caso en muchas historias españolas, y aun podría ser viniesen agora las personas que segunda vez nacieron al mundo del vientre desta galera; y si aquí sucediese lo mismo, no se ha de tener a milagro, sino a misterio: que los milagros suceden fuera del orden de la naturaleza, y los misterios son aquellos que parecen milagros y no lo son, sino casos que acontecen raras veces.

—¿Pues a qué aguardamos?—dijo el rey—. Ciérrese luego el buco, y veamos este misterio: que si este vientre vomita vivos, yo lo tendré por milagro.

Grande fué la priesa que se dieron a serrar el bajel, y grande el deseo que todos tenían de ver el parto. Abrióse, en fin, una gran concavidad, que descubrió muertos y vivos que lo parecían; metió uno el brazo, y asió de una doncella, que el palpitarle el corazón daba señales de tener vida; otros hicieron lo mismo, y cada uno sacó su presa, y algunos, pensando sacar vivos, sacaban muertos: que no todas veces los pescadores son dichosos. Finalmente, dándoles el aire y la luz a los medio vivos, respiraron y cobraron aliento; limpiáronse los rostros, fregáronse los ojos, estiraron los brazos, y, como quien despierta de un pesado sueño, miraron a todas partes, y hallóse Auristela en los brazos de Arnaldo, Transila en los de Clodio, Ricla y Constanza en los de Rutilio, Antonio el padre y Antonio el hijo en los de ninguno, porque se salió por sí mismo, y lo mismo hizo Mauricio. Arnaldo quedó más atónito y suspenso que los resucitados, y más muerto que los muertos. Miróle Auristela, y, no conociéndole, la primera palabra que le dijo fué—que ella fué la primera que rompió el silencio de todos—:

—¿Por ventura, hermano, está entre esta gente la bellísima Sinforosa?

—¡Santos cielos, qué es esto!—dijo entre sí Arnaldo—. ¿Qué memorias de Sinforosa son éstas, en tiempo que no es razón que se tenga acuerdo de otra cosa que de dar gracias al cielo por las recebidas mercedes?

Pero, con todo esto, la respondió, y dijo que sí estaba, y le preguntó que cómo la conocía; porque Arnaldo ignoraba lo que Auristela con el capitán de navío, que le contó los triunfos de Periandro, había pasado, y no pudo alcanzar la causa por la cual Auristela preguntaba por Sinforosa; que, si la alcanzara, quizá dijera que la fuerza de los celos es tan poderosa y tan sutil, que se entra y mezcla con el cuchillo de la misma muerte, y va a buscar al alma enamorada en los últimos trances de la vida.

Ya después que pasó algún tanto el pavor en los resucitados, que así pueden llamarse, y la admiración en los vivos que los sacaron, y el discurso en todos dió lugar a la razón, confusamente unos a otros se preguntaban cómo los de la tierra estaban allí y los del navío venían allí. Policarpo, en esto, viendo que el navío, al abrirle la boca, se le había llenado de agua en el lugar del aire que tenía, mandó llevarle a jorro al puerto, y que con artificios le sacasen a tierra, lo cual se hizo con mucha presteza. Salieron asimismo a tierra toda la gente que ocupaba la quilla del navío, que fueron recebidos del rey Policarpo y de sus hijas, y de todos los principales ciudadanos, con tanto gusto como admiración; pero lo que más les puso en ella, principalmente a Sinforosa, fué ver la incomparable hermosura de Auristela; fué también a la parte de esta admiración la belleza de Transila, y el gallardo y nuevo traje, pocos años y gallardía de la bárbara Constanza, de quien no desdecía el buen parecer y donaire de Ricla, su madre; y, por estar la ciudad cerca, sin prevenirse de quien los llevase, fueron todos a pie a ella. Ya en este tiempo había llegado Periandro a hablar a su hermana Auristela, Ladislao a Transila y el bárbaro padre a su mujer y a su hija, y los unos a los otros se fueron dando cuenta de sus sucesos; sola Auristela, ocupada toda en mirar a Sinforosa, callaba; pero en fin habló a Periandro, y le dijo:

—¿Por ventura, hermano, esta hermosísima doncella que aquí va, es Sinforosa, la hija del rey Policarpo?

—Ella es—respondió Periandro—; sujeto donde tienen su asiento la belleza y la cortesía.

—Muy cortés debe de ser—respondió Auristela—, porque es muy hermosa.

—Aunque no lo fuera tanto—respondió Periandro—, las obligaciones que yo le tengo me obligaran, ¡oh querida hermana mía!, a que me lo pareciera.

—Si por obligaciones va, y vos por ellas encarecéis las hermosuras, la mía os ha de parecer la mayor de la tierra, según os tengo obligado.

—Con las cosas divinas—replicó Periandro—no se han de comparar las humanas; las hipérboles alabanzas, por más que lo sean, han de parar en puntos limitados: decir que una mujer es más hermosa que un ángel es encarecimiento de cortesía, pero no de obligación. Sola en ti, dulcísima hermana mía, se quiebran reglas y cobran fuerzas de verdad los encarecimientos que se dan a tu hermosura.

—Si mis trabajos y mis desasosiegos, ¡oh hermano mío!, no turbaran la mía, quizá creyera ser verdaderas las alabanzas que de ella dices; pero yo espero en los piadosos cielos que algún día ha de reducir a sosiego mi desasosiego, y a bonanza mi tormenta, y, en este entretanto, con el encarecimiento que puedo, te suplico que no te quiten ni borren de la memoria lo que me debes otras ajenas hermosuras ni otras obligaciones, que en la mía y en las mías podrás satisfacer el deseo y llenar el vacío de tu voluntad, si miras que, juntando a la belleza de mi cuerpo, tal cual ella es, la de mi alma, hallarás un compuesto de hermosura que te satisfaga.

Confuso iba Periandro oyendo las razones de Auristela; juzgábala celosa, cosa nueva para él, por tener por larga experiencia conocido que la discreción de Auristela jamás se atrevió a salir de los límites de la honestidad; jamás su lengua se movió a declarar sino honestos y castos pensamientos; jamás le dijo palabra que no fuese digna de decirse a un hermano en público y en secreto. Iba Arnaldo envidioso de Periandro; Ladislao, alegre con su esposa Transila; Mauricio, con su hija y yerno; Antonio el grande, con su mujer e hijos; Rutilio, con el hallazgo de todos, y el maldiciente Clodio, con la ocasión que se le ofrecía de contar, dondequiera que se hallase, la grandeza de tan extraño suceso. Llegaron a la ciudad, y el liberal Policarpo honró a sus huéspedes real y magníficamente, y a todos los mandó alojar en su palacio, aventajándose en el tratamiento de Arnaldo, que ya sabía que era el heredero de Dinamarca, y que los amores de Auristela le habían sacado de su reino; y así como vió la belleza de Auristela, halló su peregrinación en el pecho de Policarpo disculpa. Casi en su mismo cuarto, Policarpa y Sinforosa alojaron a Auristela, de la cual no quitaba la vista Sinforosa, dando gracias al cielo de haberla hecho, no amante, sino hermana de Periandro; y ansí por su extremada belleza como por el parentesco tan estrecho que con Periandro tenía, la adoraba, y no sabía un punto desviarse de ella; desmenuzábale sus acciones, notábale las palabras, ponderaba su donaire, hasta el sonido y órgano de la voz le daba gusto. Auristela, casi por el mismo modo y con los mismos afectos, miraba a Sinforosa, aunque en las dos eran diferentes las intenciones: Auristela miraba con celos y Sinforosa con sencilla benevolencia. Algunos días estuvieron en la ciudad, Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/194 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/195 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/196 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/197 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/198 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/199 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/200 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/201 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/202 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/203 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/204 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/205 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/206 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - Tomo I (1920).pdf/207 Página:Los trabajos de Persiles y Sigismunda - 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