XXIV.—EL   JEFE   URI-UTANATE

EL Capitán, Hans y el chino habían esperado en vano en el bosquecillo de nueces moscadas la vuelta de los cazadores, que se habían alejado siguiendo al babirussa.

Al principio no se inquietaron, creyendo que el animal los había llevado muy lejos; pero viendo que las horas pasaban sin que Cornelio ni Horn volvieran, comenzaron a recelar que les hubiera podido ocurrir alguna desgracia.

Encontrándose en país salvaje, habitado por tribus hostiles y algunas sospechosas de antropofagia, y poblado además de no pocos animales feroces, sus temores no carecían de fundamento.

El Capitán, cuyos recelos aumentaban a medida que el día iba decayendo, decidió marchar en busca de sus compañeros. Después de haber recomendado a Hans y al chino que no abandonaran el bosquecillo y vigilasen atentamente, se puso en marcha hacia el Sur, siguiendo las huellas del babirussa y teniendo la precaución de señalar los árboles a su derecha, dando en ellos hachazos, a fin de guiarse al regreso.

Se internó mucho en la selva; pero ya iba al acaso, pues había perdido las huellas del animal. De vez en cuando llamaba a gritos a sus compañeros, sin obtener respuesta.

Como el sol iba declinando y temía no poderse guiar al regreso, se vió, a pesar suyo, obligado a volver al campamento, con la esperanza de hallar en él a los cazadores que podían haber vuelto por otro camino.

Su desesperación llegó al colmo, cuando sólo vió a Hans y al chino.

—Se han extraviado—dijo—. ¿Qué será de ellos? Los imprudentes, persiguiendo a la res, se han olvidado de hacer señales en los árboles, y Dios sabe dónde estarán ahora.

—No pueden estar muy lejos, tío—dijo Hans—. El babirussa perdía sangre y no habrá podido correr mucho. De seguro volverán.

—Pero la selva es inmensa, Hans, y muy fácil extraviarse en ella.

—Van-Horn es un marino, y tú sabes que los hombres de mar saben orientarse muy bien.

—En el mar, sí; ¡pero en estos bosques, donde no pueden verse el sol ni las estrellas! Pero tengamos paciencia. No veo otro remedio por ahora.

Construyeron una pequeña choza con hojas y ramas entrelazadas, y se guarecieron en ella para pasar la noche sin atreverse a dormir, por temor de no oir los gritos o señales de sus compañeros.

Las horas pasaban sin que Cornelio ni Van-Horn volviesen. Sólo a media noche creyeron sentir una lejana detonación y gritos; pero no se repitieron.

El Capitán hubiera querido partir al instante; pero la oscuridad era profunda y temía extraviarse. Hubo, pues, de renunciar a su proyecto.

Al alba, vencidos por el cansancio de aquella larga y angustiosa velada, se quedaron dormidos; pero su sueño duró poco, pues fueron bruscamente despertados por unos gritos salvajes.

Iban a ponerse en pie, cuando se precipitaron sobre ellos treinta o cuarenta papúes armados de cerbatanas, mazas y lanzas, y adornados de plumas y collares de dientes de cuadrúpedos y conchas de tortugas.

Hans y el chino fueron en un instante reducidos a la impotencia, antes de que pudieran hacer uso de sus armas. El Capitán, empuñando un hacha, se había lanzado fuera tratando de guarecerse en la selva; pero no pudo lograrlo, porque se vió rodeado por un numeroso grupo de salvajes y hecho prisionero, a pesar de su desesperada defensa.

Un viejo papú, de alta estatura, con la cabeza adornada de plumas de aves del paraíso, y liada a la cintura una banda de tela que le caía por delante, se acercó al Capitán y le dijo en lengua malaya: —¿Dónde está mi hijo?

—¿Tu hijo?—exclamó Van-Stael—. ¡No sé quién es!

—Había venido aquí para matar al jefe de los arfakis.

—No lo he visto.

—¡Mientes!—gritó el papú—. ¡Tú lo has matado!

—Te repito que no lo he visto.

—Los europeos son nuestros enemigos.

—Yo no he sido nunca enemigo tuyo.

—Tú quieres engañarme; pero eres mío, y serás mi esclavo, o te entregaré a mis súbditos para que te coman.

—Estás borracho, papú—dijo el Capitán, que iba perdiendo la calma—.

¿Qué historia es ésa que me cuentas?

—¿Qué hacéis en este bosque?

—Hemos naufragado en estas costas, arrojados por la tempestad, y trataba de llegar al río Durga, para luego ir a las islas Arrú y desde allí volver a mi patria.

—¿Y no has visto a los arfakis?

—Ni a uno siquiera.

—¿Qué es lo que ha ocurrido a mi hijo?

—¿Pero cómo quieres que lo sepa?

—¿Son amigos tuyos los arfakis?

—Si los hubiera encontrado, me habrían comido.

—No te creo: serás mi esclavo, hasta que encuentre a mi hijo.

—Como quieras. ¿Dónde está tu aldea?

—En la orilla del río Durga.

—Es mi camino—murmuró el Capitán—. Cornelio y Van-Horn saben que vamos en busca de ese río, y tal vez nos los encontremos allí. Sin embargo, se lo advertiré, por si vuelven a este sitio.

Arrancó una hoja de un libro de memorias, y escribió en ella las palabras que más tarde debían leer sus compañeros, arrojándola medio arrugada sobre la yerba.

—¿Qué has hecho?—le preguntó el jefe.

—Un voto a mi genio protector—respondió el Capitán—. Te aconsejo que no toques ese papel, si no quieres morir.

El papú, supersticioso como todos sus compatriotas que creen en los genios del mar y de la noche, se guardó muy bien de tocar el papel. Al contrario, temiendo que fuera un poderoso maleficio, apresuróse a dar la orden de marcha.

Convencido de que su hijo había sido muerto por los arfakis o por sus prisioneros, volvía a su aldea.

La marcha a través de aquellos grandes bosques fué penosa, sobre todo para los tres náufragos, a quienes les habían atado las manos a la espalda para impedirles todo intento de rebeldía o de fuga, durante el descanso nocturno.

Al alba del tercer día, los papúes y sus prisioneros llegaron a la orilla del Durga, gran río, de rápida corriente, que surca una gran parte de la vasta isla hacia Occidente, y que desemboca cerca del cabo Valke, en el trozo de mar que baña el archipiélago de las islas Arrú.

Una gran aldea acuática fundada sobre altísimos pilotes ocupaba una enorme extensión de la orilla izquierda. La componían cuarenta espaciosas cabañas rectangulares, con largos corredores provistos de barandas de bambú que las ponían en comunicación unas con otras. Los pilotes que sostenían aquellas construcciones estaban hincados en el fondo del río. Comunicábanse con la orilla por medio de puentes móviles, bajo los cuales, atadas a aquella selva de estacas, se balanceaban en el agua gran número de barcas apareadas hechas de troncos de árboles ahuecados, y provistas de un puente de unión, de palos y de velas.

Los papúes atravesaron los puentes y entraron en la aldea a los gritos de júbilo de sus habitantes. Encerraron a los prisioneros en la habitación del jefe, que era la más vasta de todas, pues no tenía menos de ciento cincuenta pies de largo por la mitad de ancho, y estaba situada en la medianía de aquella larga fila de casas.

El Capitán y sus compañeros tuvieron que hacer peligrosos ejercicios gimnásticos para andar por aquellos puentes y corredores, cuyos pisos eran muy semejantes a los de la casa aérea de que atrás hablamos. Varias veces estuvieron a punto de caerse, pero sus guardianes les ayudaban a seguir, acostumbrados como estaban aquellos salvajes a caminar por tales suelos sin poner jamás el pie en falso. La única ventaja de aquel sistema de pavimentos consiste en que, sin necesidad de escobas, está siempre limpio de inmundicias.

—¿Y ahora, qué vas a hacer de nosotros?—preguntó el Capitán al jefe, cuando se vió dentro de la estancia junto a sus compañeros.

—El consejo de los ancianos de la tribu decidirá de vuestra suerte—respondió el salvaje—. Si habéis matado a mi hijo, moriréis.

—¡Qué testarudo!—exclamó el Capitán, impaciente.—¡Te he dicho que no somos enemigos tuyos!

—Todos los hombres de tu raza son enemigos míos.

—Otros, sí; nosotros, no.

—Es igual; todos sois lo mismo.

—¡Pero si yo no he visto a tu hijo!

—Lo habrán matado los arfakis, tus aliados.

—¡Eres un canalla!

—Soy Uri-Utanate.

—¡Un pillo!—gritó el Capitán exasperado.

—¡Calla, hombre blanco!

—¡No tengo miedo a los tuyos!

—Más tarde me lo dirás.

—Mira, viejo negro, que tengo en la selva compañeros libres, y si nos tocas a mí o a los míos, quemarán tu aldea.

—Mis guerreros me defenderán.

—¡Oh, bandido!

El Capitán, furibundo, se había levantado amenazando con los puños al jefe, cuando de pronto oyó dos disparos de fusil, seguidos de gran gritería.

—¡Dos disparos!—exclamó Hans—. ¡Sin duda son Cornelio y Van-Horn!...

El jefe papú se había precipitado fuera de la habitación empuñando su maza, temeroso de que fuera asaltada la aldea. Poco después dió un grito de alegría.

—¡Uri! ¡Uri!—decía, corriendo a través de las terrazas, donde se había agolpado la población entera.

Un papú, seguido por dos hombres blancos, cruzó el puente y corrió al encuentro del jefe, rápido como una flecha.

—¡Padre!—exclamó.

El jefe, que estaba muy conmovido, lo estrechó contra su pecho, diciendo: —¡Vivo!... ¡Vivo mi hijo!...

—Sí, padre. Los arfakis, como ves, no me pudieron matar.

Luego, dirigiendo una mirada alrededor, preguntó a su padre: —¿Has hecho prisioneros a unos hombres blancos?

—Sí—respondió el jefe.

—¿Dónde están? ¡Quiero verlos!

—En mi cabaña.

El papú corrió por la terraza, y entró en la estancia donde se hallaban el Capitán, Hans y el chino.

Avanzó hacia ellos, y con un gesto que no carecía de nobleza les dijo: —¡Sois libres, y huéspedes gratos del jefe Uri-Utanate!

—Pero ¿quiénes son éstos?—le preguntó el jefe, que lo había seguido—.

¿No son enemigos nuestros?

—No, padre. Son hermanos de los hombres blancos que me arrancaron de las manos de los arfakis, cuando iban a matarme.

En aquel instante Cornelio y Van-Horn se presentaron en la puerta.

—¡Tío!

—¡Sobrino!

—¡Hans!

—¡Van-Horn!

Los cuatro náufragos, que llegaron a temer no volver a verse, se abrazaron estrechamente, mientras el chino, arrebatado de alegría, daba saltos por la estancia, como si estuviera loco.

—Hombres blancos—dijo Uri-Utanate, que ya lo sabía todo—. Mi casa, mis guerreros y mis barcos están a vuestra disposición. Me habéis devuelto a mi hijo, a mi heredero, y yo os devuelvo la libertad.

—Padre—dijo el joven guerrero—. Estos hombres vienen de lejanos países situados al Oeste, y quieren llegar a las islas Arrú para volver a su patria. Yo los guiaré hasta ellas.

—¡Mi hijo es un valiente! Sigue a los hombres blancos, y protégelos hasta las islas.

—Gracias, Uri-Utanate—dijo el Capitán—. Cuando llegue a mi patria diré que en la Papuasia hay hombres malos; pero que tampoco faltan los de corazón generoso.