Los pescadores de trépang/Conclusión

CONCLUSIÓN

A

l siguiente día los náufragos del junco dejaban la aldea de Uri-Utanate, y descendían la corriente del río Durga en una de las mayores y mejor provistas embarcaciones de aquellos naturales.

El hijo del jefe y doce de los más hábiles marinos indígenas les acompañaban para defenderlos de los piratas de la costa y guiarlos hasta las islas Arrú.

El jefe, antes de separarse de ellos, les había devuelto las armas, y había hecho cargar en la piragua víveres para muchos días.

La bajada del río se hizo sin incidentes desagradables, pues todas las tribus acampadas en aquellas orillas eran aliadas de Uri-Utanate.

Tres días después llegaron al cabo Valke, pusieron la proa al Sudoeste, y favorecidos por un viento fresco navegaron a la vela hacia Arrú, archipiélago que está en medio del mar de Banda, comprendido entre las islas del mismo nombre, que lo limitan por el Oeste, y la costa de la Papuasia o Nueva Guinea, que lo ciñe por el Noroeste.

A los doce días de navegación dieron vista a aquel importante grupo de islas, compuesto de más de treinta, fertilísimas y cubiertas de exuberante vegetación.

Todas ellas son pequeñas, a excepción de la de Trana, que tiene veinte leguas de largo por tres de ancho, y está poblada por multitud de papúes y malayos, repartidos en veinticuatro aldeas, dieciséis de las cuales son cristianas, cinco mahometanas y tres idólatras.

Aunque no haya en ella ninguna colonia de blancos, pertenece a los holandeses, que la visitan mucho para adquirir conchas de tortugas, trépang y aves del paraíso. Los barcos malayos, llamados paraos, frecuentan aquellas playas para pescar olutarias y traficar con sus naturales.

La piragua, guiada por Uri, llegó al puerto natural de Dabo, formado por las islas Vama y Vacam, que es el más importante de todo el archipiélago, y ancló ante el viejo fuerte holandés.

Los náufragos tuvieron la satisfacción de encontrar allí una goleta holandesa, a cuyo Capitán conocían, y que estaba cargando trépang. Era la Batanta, de Timor, mandada por un antiguo amigo de Van-Stael.

Renunciamos a describir la acogida que tuvieron los náufragos por parte de sus compatriotas: el Capitán puso el buque a su disposición.

El joven Uri se detuvo dos días en Dabo acompañando a sus salvadores, y luego, antes de partir, sacó de un escondite que había en la piragua dos grandes paquetes envueltos en hojas y cuidadosamente atados con bejucos, y, mostrándoselos al Capitán Van-Stael, le dijo: —Este metal amarillo, que abunda en nuestro país entre las arenas del Durga, sé que es muy apreciado por los blancos. Consérvalo como recuerdo mío.

Dicho esto, saltó a la piragua, hizo tender las velas y se dió a la mar saludando por última vez a sus amigos.

El Capitán y sus compañeros, que no habían comprendido el significado de aquellas palabras, creyeron que aquellos paquetes contendrían regalos de poco valor; pero ¡cuál sería su sorpresa cuando, abiertos, vieron que estaban llenos de polvo de oro!

Había, por lo menos, un quintal de tan precioso metal, que tanto abunda entre las arenas de los ríos papúes. Era una verdadera fortuna, que les recompensaba largamente de la pérdida del junco y del trépang.

Cuatro días después la Batanta desplegaba velas, y una semana más tarde llegaba a Timor ante la factoría del armador chino.

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El capitán Van-Stael ha renunciado a navegar: posee una gran factoría; se ocupa en el comercio del trépang y de los productos de su país.

Hans y Cornelio navegan ahora en un buque adquirido con el oro del papú, en compañía del viejo Van-Horn y del pescador chino, que no han querido abandonarlos.

FIN