XXII.—L A   V E N G A N Z A

D E   L O S   P A P Ú E S AUNQUE estaban cansadísimos, no pudieron cerrar los ojos en toda la noche. Sus inquietudes, lejos de calmarse crecían de momento en momento.

Pensaban en el Capitán y en sus compañeros, a quienes suponían buscándolos en aquella inmensa selva.

Daban vueltas intranquilos sobre sus lechos de hojas, aguzaban los oídos y contenían la respiración, creyendo siempre oir algún grito o alguna detonación. De vez en cuando se levantaban, trepaban a algún árbol para escuchar mejor; pero pasaban las horas una tras otra sin que ningún rumor viniera a turbar el silencio.

Hacia media noche, vencidos por el sueño y el cansancio, iban ya a quedarse dormidos, cuando oyeron de pronto gritos lejanos.

Ambos se pusieron en pie con las armas en la mano.

—¿Has oído, Van-Horn?—le preguntó Cornelio con voz reposada.

—Sí, señor Cornelio—contestó, alarmado, el piloto.

—¿Serán nuestros compañeros, mi tío, mi hermano...?

—No lo sé; pero empiezo a tener esperanza.

—Acudamos, Van-Horn, antes de que se alejen.

—¿Con esta oscuridad?

—No importa. Ya trataremos de orientarnos.

Abandonaron el árbol y se pusieron en camino, marchando tan aprisa como les era posible por entre los troncos y las raíces y a través de los bejucos. Los gritos seguían oyéndose cada vez más cercanos.

Haciendo desesperados esfuerzos, cayendo y tropezando acá y allá, siguieron la marcha. Unos mil quinientos pasos llevarían andados, cuando cesaron de pronto los gritos. Cornelio se preparaba ya a descargar el fusil para llamar la atención de sus compañeros, cuando Horn lo detuvo bruscamente, diciéndole: —¡Allá veo brillar un fuego!

Cornelio miró en la dirección indicada, y, en efecto, a distancia de setecientos u ochocientos pasos vió brillar una llama al través del follaje.

—¿Habrán acampado?—preguntó.

—¿Y si no fueran ellos?—dijo Van-Horn—. No cometamos imprudencias, señor Cornelio, sin estar seguros de que sean nuestros compañeros.

—Es verdad; pero no debemos quedarnos aquí.

—No; y avanzaremos; pero con precaución. ¡Silencio y avante!

La llama seguía brillando y era cada vez más fuerte, esparciendo un vivo resplandor a través de los árboles de la selva. Cornelio y el piloto, con los fusiles preparados, se dirigieron hacia aquel sitio, procurando no hacer ruido. A treinta pasos de aquella hoguera se detuvieron de común acuerdo, y muy disgustados, pues habían sufrido un desengaño.

Sentados alrededor de ella, doce papúes discutían animadamente. Otro de ellos atado fuertemente con sólidas lianas, estaba tendido sobre la yerba, haciendo desesperados esfuerzos por librarse de sus ligaduras.

Los primeros eran fuertes, musculosos, de pechos amplios, facciones angulosas y duras como las de la raza malaya, pelo abundante y rizado, dientes agudos y ennegrecidos por el uso del betel[7] y piel cobriza, pero de tonos sucios.

Iban completamente desnudos y llevaban un hueso atravesado por el cartílago de la nariz, consistiendo sus armas en arcos, mazas, y lanzas con la punta de hueso.

El prisionero era de más elevada estatura, rostro ovalado y regular, abundante cabellera lanosa sujeta con un ancho peine de bambú, y tenía la piel del hermoso color negro de las buenas razas africanas.

Llevaba los brazos y el cuello adornados de aros y collares de cobre, y de dientes de animales, y el pecho cubierto con un peto fabricado de un tejido de fibras vegetales. Rodeábale la cintura una especie de faldeta de algodón rojo, más larga por delante que por detrás.

—¿Qué casta de gente es ésa?—preguntó Cornelio al oído a Horn.

—Los que están sentados al fuego son Alfuras o Arfakis montañeses del interior. En cuanto al prisionero, me parece un papú de la costa, en traje de guerra.

—¿Irán a comérselo?

—Quizás, porque los arfakis son antropófagos y odian mortalmente a los papúes de la costa.

—¿Y vamos a dejar que se coman a ese desgraciado?

—No, señor Cornelio; y con tanto mayor motivo cuanto que los papúes de la costa no son malos y tienen frecuente trato con los europeos. Si lo libertamos nos puede prestar muy buenos servicios y hacer que encontremos al capitán Stael, conduciéndonos a las orillas del Durga.

—Vamos a enterarnos antes de lo que va a pasar.

Su espera no fué larga, pues poco después llegaba un salvaje desnudo como los demás arfakis, pero de estatura más alta, adornado de dientes de cuadrúpedos y conchas de tortuga y dos grandes aros de metal pendientes de las orejas. En la cabeza llevaba un gran penacho de plumas de colores.

—Debe de ser un jefe—dijo Horn a Cornelio.

El recién llegado se acercó al prisionero y le interrogó detenidamente.

Después hizo señas a sus compañeros para que se levantaran en seguida, arrojando al fuego ramas resinosas que llevaban consigo.

Cuando hubieron encendido una inmensa hoguera, se arrojaron sobre el prisionero y le ataron las manos a la espalda.

—Van a asarlo—dijo Cornelio.

—No lo creo—respondió Van-Horn—. Creo más bien que se trata de una venganza. Preparémonos a hacer fuego.

Entretanto, los arfakis sujetaban con bejucos a la espalda del desgraciado un haz de hojas secas. El prisionero lanzaba gritos y se revolvía furiosamente.

A poco, los arfakis encendieron el haz de hojas secas que le habían atado a la espalda, y con las lanzas y a mazazos lo arrojaron en la hoguera.

—¡Ah, canallas!—gritó Cornelio—. ¡Fuego, Van-Horn!

Dos disparos resonaron a un tiempo. Cayeron dos de aquellos hombres, y los otros, espantados de aquel ruido, que no habían oído hasta entonces, y de la muerte súbita de sus compañeros, dieron a huir a todo correr lanzando gritos de terror.

Cornelio atravesó de un salto la línea de fuego, arrancó de las espaldas del espantado prisionero, las hojas encendidas, y con sus robustos brazos le sacó de allí colocándole al pie de un árbol.

—No temas—le dijo desatándole las manos.

—No nos detengamos aquí, señor Cornelio—dijo Horn—. Los salvajes pueden tener otros compañeros acampados por estos contornos y volver en mayor número.

—¿Y quieres abandonar a este pobre diablo?

—Si no está reñido con su pellejo, vendrá con nosotros.

—Gracias—dijo el papú en perfecto holandés.

—¡Calla!—exclamó Cornelio, admirado—. ¡Conoce nuestra lengua!

—No me admira—dijo Horn—. Nuestros compatriotas vienen mucho por estas islas.

—¿Quieres seguirnos?—preguntó Cornelio al papú.

Este no respondió, pero le miró como diciéndole: explicaos.

—No puede saber muchas palabras—dijo Horn—. Mejor comprenderá el malayo, idioma que se habla en la costa occidental de la isla.

Repitió la pregunta en dicha lengua, y al punto obtuvo respuesta.

—Soy vuestro esclavo: os seguiré donde queráis.

—Nosotros no tenemos esclavos—respondió Van-Horn—: serás nuestro amigo. Síguenos.

Partieron a la carrera precedidos por el papú, el cual les abría camino apartando con cuidado las ramas y los bejucos que podían molestar a sus salvadores.

Aunque ya no se oían los gritos de los arfakis, siguieron corriendo durante una hora, internándose cada vez más en la tenebrosa selva.

Detuviéronse a descansar en medio de un matorral de plantas trepadoras.

—¿Crees que nos seguirán tus enemigos?—preguntó Horn al papú.

—Están amedrentados por las armas de fuego—contestó el interpelado.

—¿Y qué has hecho? ¿De dónde vienes? ¿Quién eres?

—Soy un papú del Durga, hijo del jefe Uri-Utanate.

—¡Del río Durga!—exclamó el piloto—. ¡Ah, qué suerte! ¿Está muy lejos tu aldea?

—A dos días de marcha.

—Y ¿por qué te has alejado de ella?

—Porque quería matar a Orango-Arfaki, jefe de los montañeses, enemigo de mi padre y de mi tribu.

—Y ha sido él quien ha estado a punto de matarte a ti.

—¿Qué le estás diciendo?—preguntó Cornelio.

—Os lo explicaré. Debéis saber que cuando dos tribus están en guerra, los más valientes juran matar a los jefes enemigos, y procuran hacérselo saber. Los jefes, advertidos, hacen cuanto pueden por apoderarse de esos juramentados, y los hacen perecer quemados entre espinos resinosos. Es una antigua costumbre de estos pueblos.

—Y este papú es hijo de un jefe, por lo que he podido entender.

—Sí, señor Cornelio; y su tribu está en la orilla del Durga.

—Pues entonces nos guiará hasta allí.

—Sí; pero antes trataremos de encontrar a nuestro tío y a nuestro hermano. Los salvajes saben guiarse por los bosques, y seguir una huella, por leve que sea.

—Informa de todo a este hombre.

Van-Horn no se hizo repetir la indicación, y contó al papú las peripecias de su extravío en el bosque.

—Me habéis salvado la vida, y soy vuestro esclavo—respondió el indígena—. Buscaremos a vuestros compañeros, y luego os conduciré a todos ante mi padre, que os entregará una gran piragua para que volváis a vuestro país. Nosotros no amamos a los europeos, de los cuales tenemos grandes motivos de queja; pero mi padre y mi tribu acogerán bien a mis salvadores. Marchemos, que va a ser de día.

—¿Y cómo harás para encontrar a nuestros compañeros?—preguntó Horn.

—Sé dónde está el bosquecillo de nueces moscadas. He cazado allí palomas y aves del paraíso, hace una semana.

—Pero tienes las espaldas llagadas por las quemaduras.

—No importa; no me molestan mucho.

—Vamos, pues—, dijo el piloto.

El sol apuntaba ya, dorando las copas de los árboles gigantes y despertando a las aves, que comenzaban a cantar volando de rama en rama.

El papú, Cornelio y Van-Horn no se detenían a admirar a aquellas aves, entre las cuales las había de los más raros y preciosos plumajes, y apretaban el paso para llegar cuanto antes al bosquecillo de moscadas, esperando encontrar allí al Capitán, Hans y el chino.

Varias veces habían tenido que detenerse para pasar a través de los bejucos, que les impedían avanzar, estorbándoles el paso. Para mayor desgracia, hacia las diez de la mañana llegaban a las márgenes de una verdadera selva de plantas trepadoras, tan espesas, tan enredadas las unas con las otras, que no se podía cruzar por ella, sino con muchísimo trabajo.

—¿Qué plantas son éstas?—preguntó Cornelio a Van-Horn.

—Plantas de pimienta—respondió el piloto—. Ya quisiera yo llenar con ellas la bodega de un buque de cien toneladas.

—Una verdadera fortuna.

—Lo habéis dicho, señor Cornelio; pero inútil para nosotros, y que ahora nos van a dar muchísimo que hacer.