XVII.—ENTRE LAS
FLECHAS Y EL FUEGO

L

os papúes van muy mal armados y son incapaces de resistir un ataque de hombres provistos de armas de fuego. Los arcos que emplean son de poca eficacia, sus mazas de palo valen poco, y sus lanzas tienen la punta de hueso; pero emplean un arma peligrosa: la flecha envenenada, que lanzan con cerbatana; arma que se presta mucho a la guerra de emboscadas, y que causa heridas mortales. No deben de haberla inventado ellos seguramente, sino que la habrán tomado de los malayos y de los naturales de la isla de Borneo; pero son muy hábiles en su uso.

Esa cerbatana, que los malayos llaman sumpitán, consiste en un cañuto de bambú de unos siete palmos de largo, muy bien pulido en su parte interior por medio de un hierro incandescente.

Soplando por ella, disparan hasta a setenta u ochenta pasos de distancia unas flechitas de bambú que llevan en la punta una espina larga y aguda y en el otro lado un taponcito de médula vegetal que ajusta perfectamente en el hueco de la cerbatana. Se sirven de ese artificio para cazar pajarillos, y también en la guerra, impregnando en este último caso la punta de la flecha del zumo del upas, que es una de las plantas más ponzoñosas que se conocen.

A la herida sigue inmediatamente un temblor convulsivo con precipitación del pulso, y a poco extrema debilidad, ansiedad angustiosa, respiración difícil, espasmos, vómitos, diarrea, convulsiones tetánicas, y, por último, la muerte, que suele ocurrir al cuarto de hora a lo más de recibida la herida. También suelen empapar las puntas de las flechas en el zumo del cettins (strichnos tiente), planta trepadora más venenosa aún que el upas, pues la muerte que causa es más rápida, casi fulminante. No podían, pues, los náufragos presentar el cuerpo al descubierto sin gravísimo peligro; pero sí defenderse desde dentro disparando a través de las hendrijas de las paredes y de las puertas.

Distribuyéronse por todos los compartimientos de la casa para vigilar mejor los contornos, y se prepararon a repeler los ataques de aquellos tenaces asaltantes.

No tuvieron que esperar mucho. Al poco rato notaron que se acercaban bultos negros arrastrándose por entre los matorrales. Cornelio disparó contra uno de ellos, que quedó inmóvil sin lanzar un grito.

Aquel tiro, y sobre todo sus efectos, debieron de asustar a los asaltantes, porque se les vió retroceder a toda prisa y esconderse entre los espesos árboles de la selva.

—Lo que es ese no volverá a levantarse—dijo VanHorn—. El confite le ha sabido bien amargo, pero lo tenía bien merecido. ¡Ah, pillos! también nosotros tenemos armas que matan como el rayo.

—Estoy dispuesto a repetir la suerte—dijo Cornelio.—Al primero que se acerque lo dejo seco.

—¡Cuidado!—gritó el Capitán.

Oyéronse los silbidos de siete u ocho flechas; pero, disparadas de muy lejos, sólo dos conservaron fuerza para clavarse en los bambúes del corredor.

—Malos correos—dijo uno de ellos.

—¡Y tan malos!: ¡como que están envenenados!—añadió Van-Horn—. Por fortuna, a esta distancia no pueden herirnos mientras no nos descubramos.

—¿Y cómo nos las vamos a componer si esto dura mucho?—se preguntó el Capitán con cierta inquietud—; porque estos bandidos son capaces de tenernos sitiados sabe Dios hasta cuando.

—No tenemos prisa, tío—replicó Cornelio—: se está muy bien en este nido de cigüeñas.

—Pero ¿y los víveres? ¿y el agua?

—¿Tratarán verdaderamente de sitiarnos?—preguntó Van-Horn.

—Estoy seguro de ello, viejo mío. Tratarán de rendirnos por hambre.

—No, tío—dijo Hans—; no esperarán tanto, pues veo que vuelven a la carga: ¡mira!

Acercáronse todos a la puerta y vieron a los piratas avanzar por la explanada. Se deslizaban como serpientes amparándose en los matorrales.

—¿Tratarán de cortar los horcones?—preguntó Van-Horn, aterrorizado—.

¡A ellos, señor Cornelio!

El joven, que había vuelto a cargar el fusil, disparó apuntando a unas matas que se movían, pero ningún grito siguió a la detonación.

—¿Habréis matado a otro o errado el tiro?—preguntó Van-Horn.

—Veo moverse las matas todavía—dijo Cornelio—. Estos tunantes saben esconderse muy bien.

El Capitán y Hans hicieron fuego apuntando a las ramas que se movían; pero los piratas no se dejaron ver, ni contestaron disparando flechas.

—¿Se habrán ocultado bajo tierra?—exclamó el piloto—. Esto se pone feo.

A poco, quince o veinte hombres salieron de repente de entre las yerbas y en dos o tres saltos llegaron hasta los horcones de la cabaña, que comenzaron a golpear furiosamente con sus parangs. En un momento siete u ocho de los horcones cayeron a tierra. Veíase a los agresores a través de las viguetas del piso.

—¡Fuego!—gritó el Capitán.

Tres disparos resonaron: dos piratas fueron muertos, y un tercero quiso huir lanzando ayes; pero fué a caer entre la yerba. Los demás lograron llegar hasta el bosque, no sin recibir otra rociada de balas.

—¡Es valiente esa canalla!—exclamó Van-Horn—. Si cortan unos cuantos horcones más, dan en tierra con la casa.

—Estoy tranquilo en cuanto a ese punto—dijo el Capitán—. Tenemos municiones para mil disparos por lo menos, y acabaremos con todos antes de que consigan derribar la choza.

—¿Creéis que repetirán el ataque?

—Después de esta segunda lección que han recibido, presumo que no se atreverán a acercarse. Parapetémonos en la plataforma, y estemos dispuestos a hacerles fuego al menor intento de avance.

Todos se colocaron junto a la puerta, con los fusiles preparados.

Los piratas no salían de la selva; pero se alejaban lo menos posible; pues de vez en cuando se oían sus voces, y alguna que otra flecha se acercaba silbando, aunque sin llegar a la cabaña aérea.

Sin duda habían cobrado miedo a las balas de los sitiados, pues se mantenían ocultos tras de los troncos de los árboles; pero parecían decididos a impedir a los náufragos todo intento de fuga. Probablemente contaban con obligarles a rendirse por hambre, recurso menos peligroso para los sitiadores y de más seguro éxito, pues los de la choza no podían resistir mucho tiempo la falta de agua.

La noche pasó sin novedad, y a la salida del sol tampoco cambiaron las cosas. Oíase hablar entre sí a los piratas, pero sin salir de la espesura donde estaban ocultos.

—Esto va tomando muy mal cariz—dijo Van-Horn.—Si la cosa sigue, no sé cómo vamos a componérnosla sin una gota de agua.

—Si hubiera una charca o un arroyo por aquí cerca, probaría a bajar—dijo Cornelio—. Voy aburriéndome de este encierro, Horn.

—¡Pues si no ha comenzado apenas! Tendremos tiempo de aburrirnos, señor Cornelio, pues los piratas no dan señales de irse.

—¿Y si probáramos a asustarlos?

—¿Cómo?

—Dándoles una acometida.

—Nos acribillarían a flechazos, y ya sabéis que sus flechas están emponzoñadas.

—¿Y si se prolonga el asedio?

—Confiamos en que se cansarán, señor Cornelio.

—Pero la sed comienza ya a mortificarnos, Horn.

—Resistiremos lo que se pueda.

—¡Ah, si se dejaran ver!

—Ya saben ellos lo que hacen permaneciendo escondidos.

—Vamos a ver si los obligamos a salir de su escondite, viejo Horn.

Estoy viendo moverse algo en aquel matorral. De seguro hay allí un centinela.

Armó el fusil e hizo fuego; pero los piratas respondieron con una granizada de flechas, sin descubrirse. Sólo algunas llegaron, ya sin fuerza, hasta la casa; las otras se quedaron a medio camino.

—No se mueven, Van-Horn—dijo el joven, irritado.

—Ya lo veo, señor Cornelio. Saben que somos diestros tiradores, y huyen de nuestras balas; así que en vez de desperdiciarlas, creo que debemos almorzar.

—Será muy frugal nuestro almuerzo, Horn.

—Yo tengo tres galletas.

—Y yo dos.

—¿Y vos, Capitán?

—Mi pipa.

—Pues nosotros, ni eso—dijeron Hans y el chino.

—Pues no moriremos de una indigestión, de seguro—dijo el piloto, que no perdía su buen humor.

Se repartieron fraternalmente las cinco galletas, que desaparecieron en dos bocados, y después, tendiéndose sobre las esterillas, se entregaron al sueño bajo la vigilancia del piloto, pues habían pasado la noche en constante alarma.

El día transcurrió lentamente, sin que los piratas intentaran un nuevo ataque. No obstante, seguían tenaces en el bosque, disparando de cuando en cuando alguna que otra flecha. Al caer la tarde, los pobres sitiados experimentaban ya las torturas del hambre y sobre todo de la sed. Desde la mañana sólo habían comido aquellas galletas, y desde la noche anterior no bebían un solo trago de agua. Ninguno de ellos se quejaba, y hasta Hans, que era el más joven de todos, había resistido heroicamente, aunque tenía ya la garganta seca y la lengua hinchada. La brisa de la noche tonificó algo a los sitiados; pero tal consuelo era bien escaso; y si el asedio seguía, no podrían resistir otras veinticuatro horas de ayuno.

—Hay que intentar algo—dijo el Capitán con resolución—. Hans no puede soportar ya tantas privaciones.

—No me quejo, tío—respondió el joven—. Si tú resistes, yo resistiré también.

—No, pobre niño. Tú no tienes aún la resistencia de un hombre hecho.

Esta noche iré a buscar agua.

—Te matarán, tío.

—Trataré de bajar sin que me vean.

—Yo te acompañaré—dijo Cornelio.

—¿Y yo?—exclamó Horn—. Dejad que yo vaya en busca del agua, Capitán.

Tengo sesenta años, y si me matan he vivido ya bastante.

—No, valiente Horn. Tú te quedarás aquí para cuidar de mis sobrinos. No estás tan ágil como en otro tiempo, y la bajada es difícil.

—Mis músculos están aún fuertes, y bajaré como un joven, Capitán. Si os mataran, ¿quién conduciría a vuestros sobrinos a su patria?

—Tú, Horn. Tú puedes conducir muy bien una chalupa hasta más allá del Timor. Pero aún no me han matado esos tunos, ni creo que lo consigan.

—Deja que vaya yo, tío—dijo Cornelio—. Corro como un ciervo, y si los piratas me siguen les haré que revienten antes de alcanzarme.

—No, sobrino mío; no quiero... ¡Ah!

Van-Stael se había vuelto de pronto hacia el sitio que en el bosque ocupaban los piratas, poniéndose pálido.

—¿Qué has visto, tío?—preguntaron con ansiedad Hans y Cornelio, montando los fusiles.

—He visto brillar una llama en las tinieblas.

—¿Dónde?—preguntaron todos.

—Hacia el bosque.

—¿Tratarán los piratas de incendiarnos la casa?—preguntó Van-Horn.

—Me lo temo—respondió el Capitán.

—Veo a los piratas que avanzan hacia nosotros—dijo Cornelio.

—¡Preparad las armas! Si prenden fuego a los horcones de la casa, estamos perdidos: ¿los ves, Cornelio?

—Están ocultos detrás de aquellas matas. ¡Ah!

Una cosa que ardía se elevó del sitio señalado y vino a caer, lanzando chispas, en la parte anterior del corredor. Cornelio, exponiéndose a caerse o a recibir un flechazo, salió al corredor y arrojó todo lo lejos que pudo aquel objeto encendido, antes de que prendiera fuego en las viguetas.

—¡Es una flecha!—gritó.

—¿Una flecha?—repitió el Capitán.

—Sí, una flecha; pero con un algodón ardiendo en la punta.

—¡Ah, pillos!—exclamó Horn—. Quieren quemar la casa sin acercarse.

Otra flecha inflamada partió de entre la maleza y se clavó en la pared de la choza, amenazando incendiar las esterillas de fibras y las hojas resecas. Hans logró arrancarla y apagar el algodón que llevaba en la punta.

—¡Si estimáis en algo la vida y no queréis morir asados, romped el fuego!—ordenó el Capitán—. Hay que espantar de aquí a los piratas, o no tardaremos en vernos envueltos en llamas.

Los náufragos rompieron nutrido fuego, dirigiendo sus tiros a los matorrales en que estaban ocultos sus enemigos; pero los piratas, decididos por lo visto a acabar de una vez con ellos, seguían lanzando flechas encendidas que iban a dar unas en la casa y otras en el corredor que la circundaba.

Hans y Cornelio corrían de un lado a otro para apagarlas, mientras sus compañeros seguían disparando, aunque sin lograr contener a los asaltantes.

Dos veces en el espacio de cinco minutos prendió el fuego en los bambúes y en las esterillas del corredor; pero, aunque con gran trabajo y recibiendo quemaduras, habían logrado los jóvenes apagarlo.

Aquella lucha no podía durar mucho tiempo. Los disparos de fusil no cesaban, pero arreciaba la lluvia de flechas. Veíaselas atravesar los aires y caer en los alrededores de la casa, y algunas de ellas en el techo.

—¡Tío!—exclamó a poco Hans con voz angustiosa—. ¡No podemos resistir más! ¡El techo está ardiendo!

—¡Maldición!—gritó, rabioso, Van-Stael.

—¡Vamos a morir asados!—gritó Cornelio—. ¡Huyamos, o la casa ardiendo se nos caerá encima!