XVI.—LA CABAÑA AÉREA

NO había un momento que perder. Los piratas, atraídos por el ruido de los disparos, se habían puesto rápidamente en campaña, para tratar de hacer prisioneros a los náufragos antes de que cayesen en manos de otros. Creían, sin duda, que habían sido atacados por indígenas y venían decididos a disputarles la propiedad sobre aquellos hombres y sobre la chalupa.

Los náufragos, que oían las voces de los que se acercaban y hasta el batir de los remos en el agua, llevaron a tierra la chalupa y la cubrieron con un montón de ramas y de hojas, para no perderla y verse privados de los víveres y mantas que no podían llevarse consigo. Para mayor precaución cargaron con todas las municiones, no queriendo dejarlas en la barca, que, aunque bien escondida, corría el peligro de ser descubierta y saqueada.

—¡A tierra!—exclamó el Capitán.

Por el recodo del río había aparecido una piragua tripulada por muchos hombres, y detrás se veía ya la proa de otra. Los náufragos no podían ya dudar un instante; y se apresuraron a internarse en la selva alejándose del río.

La selva era espesísima y reinaba tal oscuridad en ella que apenas podían distinguirse los troncos de los árboles; pero Cornelio que conocía muy bien los bosques de Timor, por los cuales había andado a menudo, se puso a la cabeza de los expedicionarios y los guió hacia el Oeste.

Había allí árboles innumerables, de infinidad de especies: unos altos, rectos, enormes, que desplegaban su ramaje a doscientos y más pies del suelo; otros, más bajos, nudosos, curvados a derecha o izquierda, y otros, en fin, delgados y raquíticos de tronco, pero de follaje gigantesco, compuesto de hojas de lo menos veinte pies de largo por tres o cuatro de ancho. Bejucos larguísimos y plantas trepadoras se enredaban por todas partes y corrían de un tronco a otro, formando redes inextricables bastantes para detener a elefantes en su marcha, apresándolos entre sus mallas.

Brotaban del suelo monstruosas raíces que serpenteaban acá y allá, como reptiles apocalípticos, haciendo muy difícil el paso en medio de aquella oscuridad. Cornelio avanzaba con muchísimo tiento para no tropezar con cualquiera de aquellos infinitos obstáculos, y sobre todo para no pisar a alguna serpiente pitón, de las innumerables que hay en las selvas de Malasia y Nueva Guinea, y que tienen veinticinco y hasta treinta pies de largas, y están dotadas de tan prodigiosa fuerza, que ahogan a un buey entre sus anillos.

Hacía una hora que caminaban, alejándose siempre del río para hacer perder sus huellas a los piratas, cuando de repente fueron a dar en un pequeño escampado rodeado de árboles.

Vió Cornelio, con gran sorpresa, alzarse casi en medio de aquel espacio descubierto, una masa negra, enorme, que parecía suspendida en el aire, a catorce o dieciséis pies del suelo.

—¡Tío!—exclamó.

—¿Qué has descubierto?—preguntó Van-Stael, saliendo del bosque.

—¡Mira!

—Es una casa de papúes—dijo el Capitán.—¡Mal encuentro, si está habitada!

—¿Una habitación?

—Sí, Cornelio. Los papúes para no dejarse sorprender por sus enemigos o por las fieras, construyen sus cabañas sobre altas estacas.

—Pero esa es inmensa.

—Suelen habitar muchas familias en cada una de esas casas aéreas. Son construcciones curiosas.

—¿Estará habitada?—preguntó Van-Horn.

—Pronto lo sabremos. Por la noche los inquilinos levantan los bambúes con entalles o muescas que les sirven de escaleras para subir. Si a esta cabaña le faltan esas escalas, es que está habitada.

—Si lo estuviera, los papúes habrían oído nuestros disparos y no estarían durmiendo ciertamente—observó Hans.

—Tienes razón—dijo el Capitán—. ¡Qué suerte si estuviera vacía!

—¿La ocuparemos?—preguntó Cornelio.

—Sin perder tiempo. Desde lo alto podremos defendernos de los piratas, en el caso de que vengan a asaltarnos.

—¿Y no se caerá esa choza? Tengo poca fe en la solidez de su construcción.

—Esos edificios son muy resistentes, Cornelio, y desafían a los elementos. Los bambúes en que descansan y de que están construídos son fuertísimos, como sabes, a pesar de su ligereza. Seguidme, amigos, pero sin hacer ruido.

Los náufragos se adelantaron hacia la choza procurando ocultarse entre las yerbas y las plantas trepadoras que había esparcidas por aquella pequeña llanura, y se detuvieron al pie de los horcones del edificio, el cual era de enormes dimensiones. Aquella casa aérea, levantada treinta pies sobre el suelo, estaba admirablemente construída.

Los papúes comienzan, para construir esos edificios, por hincar firmemente en el suelo, a guisa de horcones, gruesas cañas de bambú de cuarenta o más pies de largo fuera de tierra, que han de ser los soportes de toda la máquina, las cuales, para que no se cimbreen y conserven siempre entre sí iguales distancias, van ligadas unas con otras con fibras de rotang y con lianas. Arman después a treinta pies del suelo el primer piso de la casa, formado por bambúes más ligeros, enlazados entre sí y sujetos a los horcones con las mismas fibras. Diez o doce pies más arriba arman una segunda plataforma con los mismos materiales y por iguales procedimientos y sobre ella de igual manera, levantan la habitación, que va cubierta por un techo de dos aguas formado de hojas curiosamente dispuestas para resguardar de la lluvia todo el edificio.

Bájase y súbese a tales casas por pértigas provistas de muescas o entalladuras de trecho en trecho para apoyar los pies. Llegan esas pértigas hasta una altura de veinte pies, donde hay un a modo de andén o descansillo, del cual parten hasta lo alto otras escalas semejantes, pero más ligeras. Por la noche, los habitantes de la casa retiran hacia arriba todas las pértigas, quedando perfectamente seguros en su habitación aérea.

Encastillados en ella no temen ni a las fieras ni a sus enemigos, pues ni cuadrúpedos ni hombres pueden subir a lo alto, mientras no bajen las escalas. Todo asalto practicado con escalas extrañas produciría ruidos que alarmarían a los moradores y les harían ponerse en defensa.

El Capitán, que había visto ya varias de aquellas casas, dió una vuelta alrededor de los horcones que la sostenían, y encontró dos pértigas que llegaban hasta la primera plataforma, desde la cual advirtió que partían otras dos hasta la casa.

—Esta habitación ha sido abandonada—dijo.

—¿Habrán sido muertos los propietarios?—preguntó Cornelio.

—Puede ser. Los papúes de la costa y los del interior se odian ferozmente y se destruyen unos a otros en sangrientas batallas; pero añadiré que los papúes son también muy aficionados a emigrar.

—Pues aprovechemos la ausencia de los propietarios y tomemos posesión de tan segura vivienda.

Iba ya a subir por una de las pértigas, cuando el Capitán le detuvo.

—Aguarda—dijo—. Algunos habitantes pueden haber bajado; pero es posible que haya otros arriba, y te matarían con sus flechas envenenadas. Antes quiero asegurarme de que no hay nadie.

Y, dicho esto, sacudió violentamente dos de los horcones de bambú. Toda la construcción tembló de la base a la cima con gran ruido, pero sin ceder, pues, como hemos dicho, esas edificaciones son solidísimas.

—Si hay arriba alguien durmiendo, ya despertará.

Esperaron con los ojos fijos en la cabaña aérea; pero ningún ser humano apareció en la plataforma; solamente algunas aves que dormían bajo el techo salieron volando y lanzando gritos de terror.

—No hay nadie—dijo Van-Horn—. Podemos subir.

Cornelio comenzó a elevarse por una pértiga, apoyando los pies en los entalles y agarrándose al mismo tiempo a ellos con las manos, mientras el Capitán le imitaba ascendiendo por otra pértiga, hasta que ambos llegaron al primer descansillo.

Ya en él, practicaron una segunda investigación, y como no sintieran ruido alguno ni vieran a nadie, subieron por las otras pértigas, llegando hasta la gran plataforma que sostenía la cabaña.

Allí tuvieron que detenerse, porque aquel piso era impracticable para ellos. Los papúes, que son ágiles como monos, no se cuidan mucho de los suelos de sus habitaciones, y apenas cubren con hojas los espacios hueros que median entre las traviesas de bambúes de que están formados los pisos de sus viviendas; así que cualquiera no acostumbrado a andar por ellos puede dar un traspiés y caerse. Los papúes sólo cubren la parte del suelo de la choza en que suelen estar ordinariamente, y aun ésa muy a la ligera. El piso del corredor exterior sólo tiene las traviesas, habiéndose de andar por él a saltos y con pie seguro para no caer por entre ellas en la plataforma inferior.

—¡Demonio!—exclamó Cornelio—. Este pavimento es para pájaros, tío.

—No es muy cómodo para nosotros, Cornelio; pero a los papúes les basta.

—Pero debe de ser peligroso para los pequeñuelos indígenas.

—Son ágiles como macacos—le contestó el Capitán.

—No quiero correr el peligro de poner el pie en falso y de ir a dar con mis huesos en el suelo, querido tío, cosa muy fácil con esta obscuridad; prefiero andar a gatas.

—Es lo más seguro—dijo el Capitán, riendo.

Y así atravesaron la plataforma y entraron en la casa, cuyo piso estaba cubierto de fuertes y gruesas esteras.

Aquella choza era muy amplia, de forma cuadrilonga y bastante alta de techo. Estaba dividida en cuatro compartimientos o habitaciones cuadradas de veintiocho a treinta y cinco pies de lado cada una, con su puerta a la galería exterior.

El Capitán sacó fuego con el eslabón y el pedernal y encendió una pajuela que se halló en el bolsillo. Reconoció la casa, y la encontró enteramente vacía y desierta.

—Mejor para nosotros—dijo—. Pasaremos aquí el resto de la noche, y dormiremos perfectamente.

—Retiraremos las escalas—dijo Cornelio.

—Ya se lo he prevenido a Horn.

Mientras tanto, Hans y el chino ascendieron por la escala y entraron en la casa, y a poco, en pos de ellos, el piloto, el cual retiró las pértigas para que no pudieran subir los piratas.

—¡Ya tenemos casa!—exclamó Hans.

—Una verdadera fortaleza—añadió Cornelio—. Desafío a los piratas a que nos descubran.

—Si es que no nos han descubierto ya—dijo el piloto entrando—. Me temo que esa canalla sepa más que nosotros.

—¿Has visto algo sospechoso?—preguntó el Capitán con inquietud.

—Quizás me engañe, señor Van-Stael; pero mientras retiraba las pértigas me pareció oir un ligero silbido por el lado de la selva.

—¿Habrán descubierto nuestras huellas?

—No lo sé, Capitán.

—Pero con esta obscuridad, ¿cómo?—preguntó Cornelio.

—Los salvajes tienen mejor vista que nosotros—respondió el viejo piloto—. A veces ven más que los animales nocturnos.

—¿Y para qué querrán hacernos prisioneros?

—Para apoderarse de nuestros fusiles, Cornelio—dijo el Capitán—. Su insistencia no se explica de otro modo.

—¿Aprecian mucho las armas de fuego?

—Naturalmente; porque sólo tienen arcos y cerbatanas. Con fusiles, estos piratas pueden llegar a ser verdaderamente invencibles para los naturales de la costa.

—Pues si quieren subir hasta aquí, ya tienen que hacer.

—No lo creas—dijo Horn—. Con romper los horcones que sostienen la casa nos harán venir al suelo. Con sus parangs, que son unos machetes muy pesados y cortantes, pueden hacerlo facilísimamente.

—¡La caída que daríamos sería buena!

—Mortal, señor Cornelio.

—Salgamos—dijo el Capitán—. No hay que dejar que se acerquen.

Salieron del interior de la choza y se asomaron a la barandilla de bambú del corredor, desde donde podían distinguir todos los alrededores. Sólo se sentía el suave rumor de la brisa al pasar por entre los árboles del bosque. En cuanto a hombres, ni trazas de ellos había. Si hubiera habido alguno, habrían podido divisarlo, aun a larga distancia, a la luz de la luna, que era clarísima y estaba muy alta.

—No hay la menor novedad—dijo Cornelio.

—Yo tampoco veo nada—añadió Hans.

—No hay que fiarse—advirtió Horn—. La explanada está cubierta de matorrales y pudieran muy bien acercársenos sin que los viéramos.

En aquel instante, y como para confirmar sus palabras, algo hendió el aire y vino a clavarse en la pared exterior de la cabaña, a poca altura sobre la cabeza del chino.

—¡Oh!—exclamó el Capitán.

Se dirigió al objeto y lo arrancó.

—Una flecha—dijo examinándola con precaución—. Ha sido disparada probablemente con una cerbatana.

Aquella flecha tenía como un palmo de largo: era una delgada caña de bambú espinoso, con una de sus puntas aguzada y la otra provista de un fleco de algodón. Toda ella parecía recubierta de una tintura vegetal.

—¿Estará envenenada?—preguntó Cornelio.

—Ciertamente, y os ordeno a todos que os retiréis al interior de la choza, porque la más leve herida de estas flechas es mortal. El upas es un veneno terrible.

—¿Serán los piratas quienes nos hayan lanzado esa flecha?

—Sin duda, Cornelio. Apresurémonos a ponernos en sitio seguro.

Abandonaron el corredor y entraron en la cabaña, en el momento en que una segunda flecha iba a clavarse en el techo.