La marcha de aquel día fue más penosa que la del anterior; pues a los inconvenientes de la víspera hubo que añadir los que ofrecían una capa de nieve de más de media vara de espesor, con que se hallaron a las pocas horas de camino, y la que continuaba cayendo. Frecuentes veces tenían que apearse los viajeros para descender rápidas pendientes. Entonces, sueltos los caballos y buscando los jinetes los pasos menos inseguros, solían rodar unos y otros, y cada cual por su lado, como troncos inertes; lo que no divertía gran cosa a don Simón, aunque hacía reír más de una vez a sus acompañantes.

Estas peripecias y otras análogas, duraron tres días; hasta que, vueltos los expedicionarios al llano, encontraron una regular temperatura, mejores caminos y un sol radiante.

En sus diversos altos y paradas, que disponía siempre aquél de los seis caciques más conocedor del terreno electoral que iba a pisarse, no encontró siempre don Simón un albergue tan placentero como el del hidalgo, ni muchos tipos que se le parecieran en la nobleza del carácter. ¡Cuánto abundaban los traficantes en votos y los especuladores en candidaturas!

Durante el largo trayecto de algún punto a otro, departían calurosamente los expedicionarios sobre los azares de la elección, o discreteaban los acompañantes de nuestro candidato, o le pintaban muy lisonjero el desenlace de la campaña, con el fin de hacerle el viaje más divertido. Pero ¡ni por esas! Don Simón, nuevo en el oficio, hallaba en cada trámite casos y cosas que le aburrían, quizá más que las dificultades materiales del camino.

Tenía encargo especial de su estado mayor, de saludar cortésmente a todo viandante que se cruzara con ellos; y así lo hacía el santo varón, por aquello de que «donde menos se piensa se adquiere un voto».

Una vez se le decía, al pasar junto a una choza miserable y solitaria:

-Es preciso que haga usted una visita a la persona que vive ahí.

-¡Pero si no la conozco, hombres de Dios, ni aunque la conociera valdría el trabajo de detenernos! -observaba don Simón, con repugnancia.

-¡Déjese usted de remilgos, don Simón, y considere que esta choza, entre padres, hijos y allegados, vale más de cinco votos.

¡Y allí tenía usted a todo un capitalista, cargado de oro y diamantes, apeándose entre puercos, terneros y mastines, descubriéndose humildísimo, dando la mano y preguntando por la señora y demás familia, a un rústico destripaterrones que olía a boñiga y aguardiente, y apenas se dignaba responder como sabía a tantas deferencias, no obstante haberle sido presentado el candidato con los títulos consabidos de «persona independiente, con treinta mil duros de renta y mucho talento».

Otra vez se encontraban en el camino con un par de reses y su conductor.

-Es preciso -se le decía entonces-, que pondere usted mucho y muy recio esos animales.

-¿Para qué? -preguntaba asombrado don Simón.

-Para que lo oiga el que va con ellos.

-¿Y qué tengo yo que ver con él?

-¡Friolera!... ¡Es un elector!

-¡Aunque sea el preste Juan de las Indias!... ¡Yo no hago esas tonterías!

-El que algo quiere, señor don Simón, algo tiene que sufrir.

-Ya, ya; ¡pero hay cosas!...

-¡Mire usted que cada uno de nosotros es viejo en el oficio; y cuando le aconsejamos algo, con su cuenta va!

Y el soplado personaje, que se sentía dominado por aquellos seis diablillos en cuanto se relacionara con su empresa electoral, no tenía más remedio que parar su caballo cuando se le acercaban los animales; fijarse en ellos y comenzar a gritar como un energúmeno:

-¡Oh!... ¡Magníficos! ¡Qué gallardía!¡Qué cuarto trasero! ¡Qué anchos! ¡Soberbia raza!¿Son de usted, buen hombre? -preguntaba por remate al conductor.

-Para servir a usted, -respondía el interrogado, con cara de recelo.

Acto continuo le asaltaban los caciques; y después de abrazarle y de sobarle mucho,

-Tenemos el gusto -le decían-, de presentarte a nuestro candidato, el señor don Simón de los Peñascales, «persona independiente, con treinta mil duros de renta y mucho talento».

-Muy señor mío, -añadía don Simón, quitándose los guantes, abriendo las solapas y dando un cigarro al campesino, para lucir tres cosas de un golpe: su rumbo, su cadena y sus diamantes.

Tomaba el buen hombre el cigarro sin hacer gran caso de lo demás; y mientras chupaba para encenderle, decía con mucha calma:

-De la que yo entendí a un señor tan prencipal como éste alabarme tanto las bestias, dije para mí: «¿por qué será?» ¡Mil demonios si me acordaba de las eliciones!

-Pues ya te las han recordado...

-Como si callaran; que nosotros, los pobres, vamos por onde nos llevan; ¡y gracias que así y todo!... Conque, ¡ea! se agradece el osequio y la alabanza; y hasta otra.

-¡Pero oye un momento!...

-No puede ser, que se me van las bestias, y temo que hagan alguna que me cueste los cuartos.

-¡Lo ven ustedes! -decía don Simón, muy amoscado, volviéndose hacia sus consejeros.

Pero éstos se le reían a las barbas por toda respuesta; y llevados del mejor deseo, y fundados en su experiencia, ni se arrepentían ni se enmendaban.