Los hombres de pro/Capítulo XI
Debían los expedicionarios ir a pernoctar a un pueblo que aún distaba tres horas, y a cierto caserón medio feudal, perteneciente a un hidalgo solitario que le habitaba. Era éste persona de bastante prestigio en aquel país, aunque de escasas rentas, y estábale don Simón muy recomendado por algunos amigos de la ciudad. Conocíanle además todos cuantos le acompañaban en la expedición, por otras análogas. Y dicho se está que el tal hidalgo era experto en los intríngulis electorales. Pero era muy diplomático antes de comprometerse con ninguno. En cambio, una vez comprometido, no podía hablársele más del asunto. Esto lo sabía muy bien don Simón; y para mayor pesadumbre, ignoraba, a aquellas horas, la actitud en que el hidalgo se hallaba con respecto a él; pues la única carta en que había contestado a las muchas que se le escribieron desde la ciudad pidiéndole su apoyo, tanto tenía de dulce como de amarga.
Y caminando siempre, y meditando sobre éste y otros puntos, y rara vez hablando, el agua seguía cayendo espesa y muy fría, y el candidato no veía chispa... digo mal, veía las que sacaban las herraduras del caballo que precedía al suyo, al resbalar sobre los morrillos; y esto sucedía frecuentemente al borde de un precipicio, en cuyo fondo se despeñaba rugiendo un torrente, cada vez más impetuoso con el caudal de la lluvia. Veinte años antes, Simón Cerojo no se hubiera fijado siquiera en estos imponentes detalles, y hubiera caminado impávido a la misma hora y por el mismo sendero, entonando unas seguidillas, a pesar de la lluvia y del frío. Pero la vida regalona y el apego a las comodidades del rico Peñascales, habían enervado los bríos y arrugado el corazón del apuesto cortejante de la arisca Juana. Don Simón, pues, era, enfrente de todo peligro serio, tímido como una liebre. Por eso se estremecía de espanto al considerar la facilidad con que él y su apreciable candidatura podían ir en un momento a contar la campaña al otro mundo. Y no bastaban a tranquilizarle las seguridades que le daban sus compañeros, fundándose en el instinto y la firmeza de las cabalgaduras... ¡No era mucho, a la verdad, semejante garantía, única con que, de tejas a bajo, contaban en ciertos pasos peligrosos!
Aterrábale otra vez la tenebrosa soledad de un bosque, impenetrable a la tenue claridad del firmamento, única luz que hasta entonces había visto desde que anocheciera. Asaltábanle allí toda clase de miedos; a los ladrones principalmente; pero de éste se sacudía con alguna facilidad, considerando que hasta para robar era cruel aquella noche, aun en el supuesto de ser creíble que en semejantes soledades habitaran los que viven a expensas de lo que tienen los que jamás pasarían por allí, a no estar tentados del demonio, o del afán de ser diputados a Cortes, que tanto monta. Del miedo a las fieras le curaban sus acompañantes, asegurándole que el lobo y otros animalitos por el estilo, no hacen caso del hombre como tengan bestias en qué cebarse; y los viajeros llevaban, por de pronto, siete caballos que ofrecer a la voracidad del soñado enemigo.
Con éstos y otros consuelos, don Simón hasta se atrevía a toser sin taparse la boca, cuando el frío de la noche le obligaba a ello.
De pronto se encontraba en una poza con el agua hasta las cinchas.
-¡Afloje usted las riendas -le gritaban desde atrás-, y deje al caballo que siga la calzada!
-Es decir -pensaba, aterrado, don Simón-, que este animal sigue, a tientas y por instinto, cierta calzada que está cubierta por el agua. De modo que si se sale de ella, porque el instinto no le alcanza, o si tropieza y cae... ¡Dios eterno!... Y todo, ¿por qué? ¡Por ir a buscar unos cuantos votos que, de fijo, no han de darme, para una elección que, de todos modos, y si no me agarro a otras aldabas, he de perder; y con el fin de ejercer un cargo que maldita la falta me hace!
Y el buen señor, sincero y cuerdo en aquellos instantes, renegaba de la hora en que se resolvió a luchar en semejante terreno, y se acordaba del amor de su familia y de la paz de su hogar.
Pero salía del atolladero por un esfuerzo de su cabalgadura y un milagro de la Providencia; y hasta que se metía en otro más apurado no volvía a ser cuerdo ni razonable... Así nos hizo Dios, y no hay que darle vueltas.
De vez en cuando se distinguía una luz muy a lo lejos.
-¿Es allí? -preguntaba con ansia el candidato, que ya no podía sostenerse en el caballo, de frío, de miedo y de cansancio.
-Un poco más allá -le respondían siempre.
Y para hacer más llevadera su impaciencia, encontrábase de pronto en una hoz, cuyos taludes de escuetos peñascos parecían juntarse sobre la cabeza del aturdido expedicionario, y cerrarle la salida en todas direcciones. Oía los mugidos del río que pasaba a su izquierda; tocaba los jaramagos que brotaban entre las rendijas a su derecha, y sentía en el rostro el fango con que le salpicaban los caballos que le precedían, y el aire sutil y nauseabundo, como el de una caverna, que silbaba al pasar por aquel tubo retorcido y caprichoso. Pero nada veía, si no era la espantosa representación de su cadáver, magullado por las peñas del río y dando tumbos con la corriente.
Salíase también de aquel mal paso; y otra luz se ofrecía a la vista del asendereado candidato... Pero ¡tampoco era allí!
Al cabo, perdiendo en cada luz una esperanza, como Colón antes de ver la tierra que buscaba; salvando nuevos precipicios y lloviendo siempre y haciendo cada vez más frío, llegó la expedición a puerto de seguridad.
Estaban los viajeros delante de la casa del hidalgo... Pero esto lo supo don Simón porque se lo dijeron; pues tal era la oscuridad, que, por no ver nada, ni siquiera veía las orejas de su caballo. Oyó que alguien aporreaba una puerta, o cosa así, con algo tan duro como un morrillo, y que a cada golpe respondía, adentro, un ladrido tremebundo. Estos porrazos duraron cerca de un cuarto de hora, y otro tanto los ladridos. Al cabo de este tiempo percibió un rechinamiento, como el de una gran llave dentro de una inmensa cerradura; después el sonido de un barrote de hierro rebotando por un extremo sobre otro cuerpo menos duro; después el chirrido de unos goznes roñosos... y, por último, vio la luz de un farol muy ahumado, a cuyos débiles resplandores pudo observar que se había abierto enfrente una portalada.
Preguntó el jayán que alumbraba quiénes eran los de afuera; respondieron éstos cumplidamente, y los hizo entrar en una corralada, donde fueron recibidos por un perrazo que se adivinaba por los feroces ladridos, que no cesaban un punto, y por el crujir de la cadena con que estaba amarrado; pues la luz del farol no alcanzaba tres varas más allá del hombre que le sostenía. En esto apareció en el ancho soportal, con otro farol en la mano, una especie de fantasma envuelto en un largo ropón, y cubierta la cabeza con una gorra de pieles. Al ver al aparecido los acompañantes de don Simón, corrieron a él; y con el acento del más afectuoso interés, dijeron a una:
-¡Señor don Recaredo!...
Mirólos éste despacio, arrimando el farol a la cara de cada uno; y cuando los hubo conocido,
-¡Tanto bueno por acá! -exclamó- Ya me esperaba yo la visita.
-¿Se la han anunciado a usted, acaso?
-¡Qué más anuncio que la proximidad de las elecciones!
-¡Je, je, je!... ¡Qué don Recaredo éste!
-¡Siempre el mismo!
-¡Qué célebre!
-Y, a propósito de elecciones -dijo don Celso-: tengo el gusto de presentar a usted a nuestro... ¡Calle! ¿Dónde está don Simón?
-¡Aquí está! -respondió desde el corral una voz débil y enronquecida.
Corrieron allá los seis caciques, y encontraron al candidato haciendo los mayores esfuerzos para apearse, ayudado del jayán.
El pobre hombre estaba entumecido, yerto.
Bajáronle entre todos del caballo, y medio suspendido en el aire le llevaron al portal.
-El señor -dijo don Celso continuando la interrumpida presentación a don Recaredo-, es nuestro candidato; persona ilustradísima y de gran arraigo, y se llama don Simón de los Peñascales.
-¡Conque el señor es don Simón de los!... ¡Hombre, hombre! ¡Pues no me le han recomendado poco mis buenos amigos de la ciudad! ¡Cómo había yo de sospechar que venía entre tanta buena pieza!... Pero, ¿se siente usted mal, señor don Simón?
-Nada de eso, mi señor don Recaredo -respondió con dificultad el interrogado-; sino que con una jornada tan larga a caballo, y la falta de costumbre... y luego el frío... ¿está usted?... Pero, ante todo, le ruego que excuse mi poca cortesía al corresponder a sus atenciones, en vista de la dificultad que...
-¡Pues no faltaba más sino que anduviéramos ahora en cumplidos! Lo que usted necesita es un buen fuego y un regular alimento, y de todo le proveeremos al punto, si Dios quiere. Conque, señores, vamos arriba, que de las cabalgaduras ya cuidará el mozo.
Guió don Recaredo a los expedicionarios por una vieja, ancha y sucia escalera de pocos tramos, y llegaron a un gran pasadizo, cuyo tillado, carcomido a trechos, se cimbreaba al andar sobre él. A uno de sus extremos estaba la cocina, en la cual entraron todos detrás del hidalgo.
Ardía en ella una hoguera enorme, y esta hoguera estaba encerrada por el alto poyo del fondo y tres largos bancos, más un sillón de madera que ocupaba el sitio de preferencia. La cocina era inmensa, y la hacía parecer mayor aún de lo que era, el negro brillante de sus paredes, que no permitía ver líneas ni contornos, ni, por consiguiente, dónde concluían el techo y el pavimento y comenzaba la oscuridad del vacío. ¡Y grande necesitaba ser aquella pieza para contener lo que contenía!
Además de la espetera y medio bosque de leña y otros objetos propios del lugar, se veían allí una montura completa de caballo; dos escopetas, una carabina, un cuchillo de monte y un morral de caza; un banco de carpintero con todas las herramientas; dos ruedas de carro, a medio hacer; madera labrada para otras tantas; tres sacos llenos de grano; una gata con seis hijuelos recién nacidos; varias pieles de oso; una piedra de afilar, de una vara de diámetro, montada sobre un pilón correspondiente... y ¡qué sé yo cuántas cosas más! En ciertos pueblos se vive en la cocina durante el invierno; y el invierno duraba ocho meses en aquel pueblo. No es extraño, pues, que la de don Recaredo fuera tan grande y estuviera tan provista.
Despojado don Simón de cuantas prendas llevaba encima de sí contra la lluvia, sentáronle en el sillón de preferencia, a media vara del fuego. Sus amigos, y el hidalgo después de dar a sus criados algunas órdenes, se colocaron en los bancos. Y bien lo necesitaban los seis caciques; pues, menos provistos de impermeables que don Simón, estaban calados de agua hasta el pellejo.
Era don Recaredo hombre que pasaba ya de los sesenta: alto, musculoso, de rostro atezado, medio cubierto por una barba muy cerrada y fuerte, pero casi blanca, o más bien, amarillenta; el pelo, que conservaba tan espeso como en su juventud, era mucho más blanco que la barba, así como las pestañas y las cejas. Al verle don Simón a la luz de la fogata, con aquella cara, con aquel birrete de piel y envuelto desde el cuello hasta los pies en un capotón de monte, creyó estar contemplando a uno de los magos que él había visto salir alguna vez por escotillón en el teatro, entre llamaradas de resina. Pero, lejos de ser un personaje siniestro, don Recaredo era todo lo contrario: afable, hospitalario y benévolo como pocos.
Único resto de una familia antiquísima del país, y poco aficionado a las delicias matrimoniales, había dejado pasar los mejores años de su vida entre los placeres de la caza y las atenciones de su hacienda, que le daba lo necesario para vivir hecho un señor en aquellas soledades. Respetábanle los campesinos por su carácter... y por sus fuerzas, y también por ciertas convidadas que sabía darles oportunamente. Todo sinceridad y franqueza, no se le conocía vicio ni repliegue que tratase de ocultar a sus vecinos; aunque no faltaba mala lengua que asegurase que el tal hidalgo menudeaba demasiado las visitas a cierta cuba de lo añejo que conservaba en la bodega; pero lo cierto es que nadie pudo probarlo... no el vino, sino el hecho. Sus verdaderas aficiones, bien notorias, eran la carpintería y la caza. Como carpintero, hacía primores; como cazador, no tenía rival en el país. Amaba la garlopa y el escoplo, y se pasaba días enteros sobre el banco; pero amaba mucho más su escopeta y su cuchillo. Ir al monte con sus sabuesos; seguir la pista del oso; llegar a verle, apuntarle, herirle, ¡oh placer!... y, sobre todo, rematarle a puñaladas, luchando con la fiera cuerpo a cuerpo, brazo a brazo, solo, sin más testigos que sus perros, sin otro auxilio que el de su corazón impávido, su puño de bronce y su puñal de acero. ¡Oh embriaguez sublime! Estos lances, de los que contaba muchos en la vida, eran todo su orgullo, toda su gloria...
Por eso creo yo que no debía ser verdad lo del vino... ni lo que también se murmuraba sobre ciertos mocetones del pueblo, que, a más de parecérsele en figura como un huevo a otro, recibían de él frecuentísimos agasajos y deferencias, y le llamaban padrino sin haberlos sacado de pila. ¡Buen caso hacía don Recaredo de esas debilidades de la naturaleza!
Como hombre de rancia progenie, estaba muy relacionado en toda la provincia, aunque se pasaba años y años sin salir de su aldea; y como elector de empuje, era uno de los más mimados del distrito. De aquí la intimidad que parecía haber entre él y los acompañantes de don Simón. Todos eran veteranos del mismo ejército.
Cómo pensaba el hidalgo antes de comprometerse en una elección, jamás se supo; y mal podía saberse cuando él mismo lo ignoraba. Y lo ignoraba, porque no era hombre de inclinaciones políticas. Salvos ciertos resabios de estirpe, cualquier color, y aun forma de gobierno, le eran indiferentes; porque, después de todo, para él no presentaba la historia más que un rey digno de haberlo sido: don Favila; y mientras el tiempo o las circunstancias no trajeran a reinar otro idéntico, y capaz, no sólo de luchar con el oso, sino de vencerle, no pensaba afiliarse en ningún bando.
Por estas y otras razones, o no votaba a nadie cuando de elecciones se trataba, o se iba con el primero que supiera pedirle su apoyo con cierta habilidad.
En el caso de que vamos tratando, ¿se había comprometido con alguno seriamente antes de visitarle don Simón? Esta era la duda.
En vano intentaron aclararla el candidato y sus amigos, confortado ya el primero y secos los segundos al calor de la lumbre. El hidalgo no se franqueaba. Esto era un mal síntoma para ellos.
Mientras los unos persistían en el tema, aunque con ciertos rodeos y miramientos, y el otro escurría el bulto, como decirse suele, una mocetona preparaba al fuego un perol de sopa de ajo, media arroba de lomo y otras menudencias por el estilo, que siempre abundaban en casa de don Recaredo.
Cuando la cena estuvo pronta, condujo éste a los huéspedes a un salón tan grande como la cocina, pero no tan amueblado. Allí estaba preparada la mesa. Era alta, de tijera, y supongo que tallada, porque lo estaban, hasta con escudos y motes, los dos bancos de respaldo a ella adjuntos. Cubríala un mantel blanquísimo y fino, pero demasiado raído por el uso; y se conocía por el tamaño, por el peso y por la forma, que también eran de abolengo los cubiertos y dos cucharones de plata que brillaban sobre el mantel, a la luz de un velón de cuatro mecheros que pendía de una tablilla, clavada por un extremo en una vigueta del techo. Con el auxilio de esta luz, cuyo alcance no pasaba de la mesa, parecía distinguirse allá en lontananza, entre las sombras del fondo, dos grandes cuadros al óleo, un armario y un reloj de caja.
Durante la cena, se habló largamente de las aficiones de don Recaredo, de sus ascendientes, de las peripecias del viaje, del tiempo... de todo, menos de las elecciones.
Concluida la cena, hubo para cada huésped una cama, no muy blanda, pero sí muy limpia, y la mejor para don Simón.
En buena justicia, ¿qué más había de pedir éste al hidalgo, sin ser un grosero? Acostóse, pues, sin saber lo que deseaba; durmióse al cabo... y amaneció el nuevo día, tan frío, tan lluvioso y tan desagradable como el anterior.
¡Y había que continuar el viaje! ¡y cuanto más se anduviera, mayor altura se ganaría, y mayores, por consiguiente, serían los rigores de la intemperie!
Con estas reflexiones, se le erizaban a don Simón los pocos pelos que tenía.
Cuando acabó de vestirse salió en busca de su gente; pero se extravió en un laberinto de salones y pasadizos desmantelados, y sin orden ni concierto. Por casualidad tropezó con la cocina al cabo de un buen rato, y allí encontró a sus amigos calentándose a la lumbre y almorzando sopas en leche, acompañados de don Recaredo, cuyo sitial de preferencia tuvo que aceptar.
Nada se habló tampoco en aquella ocasión de lo que más interesaba al candidato, por mucho que éste y sus acompañantes buscaron la lengua al hidalgo.
Y el tiempo apremiaba, y era preciso dejar sin tardanza el hospitalario albergue.
Y se dio la orden para que se aparejaran los rocines; y llegó el caso de que los expedicionarios bajaran al portal con las espuelas calzadas; y montaron todos... ¡y todavía no se cruzaron entre don Simón y don Recaredo otras palabras que no fueran lisonjas, cumplidos y finezas!
Por fin, al ponerse en marcha la gente en el corral, y teniendo entre las suyas el hidalgo una mano de don Simón, dijo al segundo el primero:
-Crea usted, amigo y señor mío, que mi satisfacción hubiera sido cumplida, si al honor que recibo hospedándole en mi casa, pudiera añadir el placer de servirle en cuanto desea.
-¿Tan invencibles son los obstáculos que se lo impiden a usted, mi señor don Recaredo? -preguntóle don Simón, en tono compungido y casi con lágrimas en los ojos.
-No tanto como de ordinario -respondió el hidalgo-, porque la verdad es que a ninguna elección me he ligado con menos fuerza que a ésta.
-Entonces -repuso don Simón, apretando más y más las manos de don Recaredo-, ¿me será lícito esperar que logre usted romper, o desatar, esos compromisos de tan poca consistencia?
-Para mí señor don Simón -dijo el hidalgo con cierta solemnidad-, tratándose de compromisos de mi palabra, lo mismo son las ligaduras de hierro que las de estambre.
-Entonces no insisto, -replicó don Simón aflojando su mano hasta soltar las de don Recaredo.
-Vaya usted en la inteligencia -díjole éste con cierta sonrisilla y dando dos pasos atrás-, de que para hacer por usted cuanto me fuera posible, bastaban las cartas de sus amigos.
Si esto fue una pulla, jamás se supo, pues don Simón, que era a quien más interesaba averiguarlo, ni lo intentó siquiera; y en cuanto a sus acompañantes, bien cenados, bien dormidos y bien almorzados en casa y a expensas del hidalgo, ¿qué diablo les importaba una frase más o menos, por intencionada que fuese?
Al salir de la corralada tuvo don Simón la curiosidad de fijar la vista en la fachada del caserón. Era de piedra amarillenta, y estaba cubierto de blasones, de musgo... y de rendijas; el alero se caía y los balcones se desmayaban. Allí no se había gastado un real en reparaciones durante muchos años. ¿Estaría don Recaredo decidido a que fenecieran juntos el solar y el solariego? Todo era creíble en su carácter.