Los héroes de la visera : 07
Segunda parte - Capítulo III
Desde que estaban en Madrid la Nati entraba y salía a todas horas, muy puesta de mantilla, y aun a veces, cuando repicaban gordo, de sombrero. La Clotilde se moría, se moría sin remedio de aquella pertinaz fatiga; pero, eso sí, parecía que la cosa iba para largo, y su hermana, sin descuidar a la enferma ni permitir que le faltase nada -hasta se la había llevado a su casa para que estuviese mejor-, volvía a cobrar gusto a la vida madrileña, reanudaba relaciones, hacía visitas, encontrándose en aquel elemento como pez en el agua.
Julián, por el contrario, cada vez se hallaba peor. Desde la primera cuestión con su querida las broncas habían menudeado, siendo cada vez más frecuentes y violentas. Parecía como si ella hiciese al torero responsable de su vejez, de aquellos años perdidos para el goce, consumidos en un altruismo estúpido. En cuanto surgía cualquier menudo rozamiento, venían las palabras fuertes, desagradables, llenas de acritud. La «Rubia» le restregaba por los hocicos cuanto por él hiciera, complaciéndose en humillarle con la ostentación de su inutilidad. Hasta aquella misma renuncia de los toros, por que tanto y con tanta habilidad hiciera ella, se la reprochaba como una abyección más.
Julián nada hacía, nada decía. En el paroxismo de la cobardía moral, cada vez le asustaba más la idea de afrontar la vida. Huía de sus antiguos amigos, de los lugares donde pudiese encontrar gentes que le recordasen sus pasadas luchas, de cuanto evocara el pasado glorioso, y no pensaba sino en correr a refugiarse en el pueblo. Pasaba los días en el gabinete contiguo a la alcoba de la moribunda, aquel gabinete donde, en una vitrina de caoba, lucía el traje que ostentaba el día de la cogida, y allí sentados en los sillones charlaba con Amparito.
Amparito era una chiquilla morena, llena de picardía y travesura. En la carita pálida, los ojazos negros brillaban melancólicos unas veces, risueños y burlones otras. La boca, no muy chica, pero roja y fresca, lucía siempre en una sonrisa la blancura cegadora de los dientes, y la corona de cabellos negros, cortados en pequeños rizos, aumentaba aún el aspecto pueril de la graciosa cabecita. Inquieta, física y espiritualmente, iba y venía, reía y cantaba, y alguna vez se quedaba triste, con las inmensas pupilas fijas en un punto imaginario.
Amparito estaba muy mal educada. Su madre, con aquella debilidad de carácter que la distinguiera siempre de la férrea voluntad de su hermana, no supo oponerse a ninguno de sus caprichos, y dejola rodar por salones y academias de baile. La nena quería ser cupletista.
¡Cupletista! Cuando la Nati se enteró de los desvaríos pecaminosos de su sobrina, creyó que del sofocón se la llevaba pateta. ¡Cupletista! ¡Una sobrina suya arrastrándose por esos cines, rodeada de sinvergüenzas! Y como si realmente ella fuese una gran dama y la chica descendiese del Cid Campeador, bufaba de indignación.
Para Julián, la chavala fue el único encanto de su nueva vida. A su lado, el ensueño revivía como pajarillo aterido de frío que se reanima al calor de un seno amigo. Oíala embelesado sus graciosas divagaciones de mozuela soñadora, y arrobado escuchábala cantar las románticas coplas de amor y muerte. Amparito tenía el don de galvanizar su voluntad, anestesiada por las brujerías de Nati, y hacíale por un momento creerse aún capaz de cosas grandes y heroicas. Sus dos sueños se encontraban: el ensueño que fue de él se apoyaba para volar aún en el ensueño que comenzaba a remontarse de la niña. Ella instábale a contarla las peripecias de los años azarosos de su vida, sus primeros triunfos, y, sobre todo, la tarde gloriosa de la cogida.
Aquel día habían hablado más que nunca; junto a la vitrina en que dormían como una reliquia los jirones de seda, recamados de oro y manchados de sangre, las palabras habían sido más ardientes, más entusiastas, más fogosas. Hablaba ahora ella con volubilidad encantadora:
-¿Por qué no vuelves a torear? ¡Es tan bonito! Ser torero es lo mejor que hay en el mundo. Si yo fuese hombre, sería torero, y daría unas estocadas hasta allí. ¡Iban a volverse loquitos conmigo! ¡Aplausos, puros; ya verías, ya verías...! ¡Y las «gachís» me iban a rifar como si fuese un Niño Jesús!
Julián sonreía.
-No seas malo, y no te burles de mí -prorrumpió la chiquilla, dándole un cachete afectuoso-. Por eso quiero ser cupletista, para salir con traje de luces y bailar tangos y que «toos» pierdan la chaveta.
En aquel momento oyeron un gemido en la alcoba contigua y corrieron allí. La enferma acababa. Sentada en el lecho, la cabeza reposando en la alta pila de almohadas, tenía cerrados los ojos, y de la boca, entreabierta, se escapaba un estertor de agonía. En la cara, lívida, larga, angulosa, se retrataba la muerte. Mientras, la nena le prestaba auxilio. Julián fue a enviar por el médico. Cuando volvió, la enferma había alzado los párpados y fijaba las vidriosas pupilas en su hija, mientras la mano, huesuda y descarnada, se hundía en los endrinos rizos. Hizo un esfuerzo para incorporarse, quiso hablar, y los labios blanquecinos murmuraron solamente:
-¡Julián, mi hija!
Después cayó exánime, muerta.
Amparito, de rodillas, rezaba:
-¡Madre! ¡Madre mía!
Julián, con paternal delicadeza, posó la mano en la cabecita, e inclinándose sobre ella la besó en la frente.