Los dioses de la Pampa: 31
Las deidades campestres enseñaron al pastor pampeano a traducir del canto de los pájaros, fieles compañeros de su soledad, el anuncio de los fenómenos de la atmósfera.
Se complacieron en hacerle notar las diversas modulaciones de sus gritos y su significación, enseñándole también las variaciones de su vuelo y el motivo de ellas. Le nombraron las estrellas más notables, infundiéndole, de padre en hijo, la ciencia de la orientación, hasta hacer de ella, para él, un verdadero instinto.
Le explicaron los misterios del sol y de la luna y le divulgaron los secretos del humor caprichoso del viento.
Le enseñaron a cuidar sus rebaños, a luchar contra las alimañas nocivas y los insectos que perjudican, y en esa obra desinteresada trabajaron todos los dioses propicios, dándole toda su ciencia al pastor pampeano, sin nunca pedirle nada.
Pero cuando supieron ciertos dioses de otra laya, que prosperaban en la Pampa las deidades de las antiguas fábulas paganas, también quisieron tratar ellos de sacar provecho de esas regiones nuevas y mandaron a sus augures y sus arúspices a estudiar el terreno y conocer a la gente. Estos acudieron en tropel y se difundieron por todas partes, a ver si establecían templos para colocar sus ídolos de palo pintado y de yeso, enseñando a los pastores que para hacerse propicios a esos dioses había que darles plata y regalos. Pero los pastores son pobres y viven diseminados; y bien poco producían o nada, a pesar de las promesas y de las amenazas de los augures, de modo que estos pronto redujeron su propaganda a los pueblos y ciudades, donde la gente es más numerosa y más rica, llevándose allá el tabernáculo en el cual aseguraban que tenían a Dios encerrado.
Los pastores preguntaron a Pan por qué no tenía, él también, un tabernáculo para el mismo objeto, y él les contestó con su habitual sonrisa sardónica y con un gesto circular que les hizo comprender que la Naturaleza toda es Dios, y no necesita augures para instruir al hombre, pues ella sola es la verdad y todo lo demás es mentira.
¿Qué más que ella podrían enseñar esos augures al pastor pampeano? Si se retiran a las ciudades, es que bien entienden que, al lado de su portentoso templo, parecen los de ellos por demás pequeños y que todos sus libros y sus enfáticas predicaciones no valen una sonrisa de la primavera, para convencer a aquel del único y sagrado deber que le dicta la Naturaleza: enriquecer por su trabajo a la llanura pampeana con todos los dones que todavía le faltan, y poblarla con una raza de sangre generosa.