Los dioses de la Pampa: 23
Numerosos grupos de hacienda vacuna ya cubrían la Pampa, cuando Pan, dios de los pastores, visitó por primera vez éstos sus nuevos dominios.
Pidió hospitalidad a sus protegidos y se asombró al ver tanta miseria al lado de tanta riqueza, y que casi reinaba el hambre en medio de la abundancia.
Es que el hombre, salvaje aun, carecía de medios para domesticar estos animales, ebrios de libertad recuperada, y no sacaba más de ellos que el mezquino provecho que le podían dar sus primitivos ardides de caza.
Desnudo, bajo la piel de un ternero cuyo balido imitaba con una perfección que sólo le podía envidiar el zorro, despacio, gateando, se aproximaba el Indio a la vaca alzada y enderezándose como resorte de acero, le hundía en el corazón un hueso largo, afilado en punta.
O bien, cerca de la laguna, en el lugar preferido de las haciendas para tomar agua, a la oración, el hombre, con herramientas primitivas de hueso o de madera, o sino con las uñas, cava, activo y paciente un pozo; lo tapa con brusquillas hábilmente acomodadas y cubiertas don pastos elegidos, desparrama la tierra removida, y espera que algún animal incauto se deje caer en él.
Otras veces, escondido entre el pajonal, con flecha segura, hiere al toro más cercano; pero no siempre lo puede matar, y el animal huye con bramidos de furor, sacudiéndose de tal modo que por la llanura desparrama espantados a todos sus compañeros.
Y Pan, conmovido por la vanidad de tanto esfuerzo humano falto de la ayuda divina, enseñó al cazador pampeano a cortar el Lazo en el cuero de los animales, y a fabricar con piedras y cuero las irresistibles Boleadoras que, con su brutal entrevero, paralizan al avestruz en las furiosas sacudidas de su tranco que casi vuela, y sujetan al bagual en su más loca carrera.
Con sus armas nuevas, el habitante de la Pampa pronto pudo establecer su imperio pacífico sobre los animales y en vez de destruirlos por matanzas sin medida, aprendió el oficio de pastor, aplicando al cuidado y a la mejora de las haciendas su ingeniosidad de cazador, aguzada por siglos de vida silvestre, y esta paciencia casi sobrehumana, prenda de la que espera la vida del continuo acecho.
No faltan hombres sin religión que simulan creer que el Lazo y las Boleadoras son de invención humana. Fácil es conocer, en los trabajos del rodeo, a esos hombres impíos, por las mil chambonadas que se divierte Pan, el más chusco de los dioses, en hacerles cometer.