Los dioses de la Pampa: 18



El hijo de Cipris, con su carita rosada y perversa, su cuerpo gentil, sus alitas delicadas de angelito y su sonrisa tan apetitosa de querubín pícaro, nunca pensó siquiera en desperdiciar sus flechas en ninguno de los corazones rústicos que pueblan las miserables chozas de la Pampa, ni quiso reivindicar como suyo ese dominio áspero y rudo, donde los cantos de amor no son más que gruñidos de deseo.

Pero, si la primavera ahí, es corta; si el viento en la llanura, esparce violentamente los gérmenes, en vez de depositarlos con suavidad en el seno de las flores, no por esto dejan de flotar en ella efluvios amorosos, lo mismo que en los bosquecillos más floridos de esas campiñas descriptas por los poetas, tan bellas que parecen sueño; y de lo que desdeñó Cupido, se apoderaron los Sátiros, dioses atrevidos del procreo brutal.

Atropelladores sin vergüenza, recorren la Pampa, ligeros en sus pies de cabra; se mezclan con los rebaños, y por donde han pasado, surge el prurito bestial.

Los toros en el rodeo, escarban con furor el suelo, hacen volar la tierra y mugen desesperadamente. En los corrales, suenan las topadas de los carneros y no hay padrillo que no relinche en las manadas por donde cruzaron los Sátiros.

Y por toda la Pampa, bien dormida y bien comida, ociosa y perezosa, reina el único afán de procrear, de engendrar, de multiplicar, para poblar pronto ese desierto fértil.

Pero no existen bosques donde puedan esconderse estos dioses silvestres de la fecundación; donde se puedan juntar para contarse sus proezas, sin correr el peligro de ser sorprendidos por los mortales.

Y tienen que acudir a disfraces para no quedar expuestos, en los pajonales, a la intemperie y para conseguir en las habitaciones humanas hospitalidades que, a menudo, facilitan su misión.

¿Quién entonces los conocería, sin estar en el secreto de los dioses?

De chiripá amplio, los cuernitos encerrados en el sombrero gacho, de pie muy pequeño, como que es de cabra, su bota fina y de taco alto, el Sátiro, hecho todo un gaucho, se presenta tan bien que nadie podría pensar en rechazarlo.

Y sin embargo ¡qué poca confianza deberían inspirar a la dueña de casa los labios rojos que relumbran como sangre, entre la espesa barba renegrida, dejando ver en cruel y sarcástica sonrisa, los dientes blancos y amenazadores, mientras que en los ojos irónicamente relucientes traslucen el invencible deseo!

¡Cuidado! ¡cuidado! ¡jóvenes y viejas! Para semejantes sembradores, toda tierra es buena; ni hay carne cansada para tamaños apetitos.