Los dioses de la Pampa: 14



Desaparecidos de la Pampa los monstruos primitivos y sus nefandos guardianes; mezcladas en la tierra, para enseñanza de los siglos venideros, sus últimas osamentas, con las primeras de los animales útiles al Hombre, las deidades campestres, protectoras de los rebaños, se esparcieron por las soledades y las empezaron a poblar.

Pero la tarea que parecía fácil a estos dioses -seguramente oriundos de Grecia, aunque ni las más remotas leyendas expliquen su inmigración, ni que los hombres eruditos hayan podido hacer más que hipótesis al respecto-, les resultó lo más ardua. Acostumbrados al clima primaveral de sus campiñas nativas, a la poética mansedumbre de sus habitantes dedicados a hacer correr en ánforas fabricadas por ellos mismos y bellamente adornadas de artísticas pinturas, la espumosa leche de sus ovejas, a recoger la miel de las abejas del Himeto, a prensar las uvas hinchadas en las cubas rebosantes, a sacar del árbol favorito de Minerva el untuoso aceite, a encerrar en los graneros las doradas mieses, acompañando todos los trabajos con himnos y bailes sagrados, y celebrando con alegre fervor su agradecimiento por la generosidad inagotable de sus dioses, sorprendidos, chocaron éstos, en la soledad pampeana, con hombres insumisos, errantes, belicosos y brutales, sin arte ni poesía, groseros y sin disciplina.

No por esto se desanimaron; con paciencia divina, poco a poco les sugirieron la idea que los animales de rebaño no eran animales de caza; les hicieron comprender que más fácil era cuidarlos juntos y tenerlos bien seguros que irlos persiguiendo por los campos, para sacar de ellos, con mucho trabajo y grandes peligros, producto precario e insuficiente.

Pocos fueron, al principio, los que consintieron en renunciar a su modo salvaje de vivir; pues para ellos, un toro flaco y arisco, robado con las armas en la mano, era de más sabor que cien vacas domesticadas. Hacían alarde de desdeñar a los dioses protectores de los rebaños, y de ser, ellos solos, dueños por la fuerza de los animales domésticos, pacientemente criados por los que obedecían a las inspiraciones divinas.

Pero estos mismos que, aprovechando de su fiereza nativa, sólo los dones de valor y de sufrimiento a ella inherentes, habían logrado asegurarse la vida relativamente fácil y holgada, con domesticar, mejorar y aumentar sus rebaños, empezaron a juntarse contra los rebeldes que trataban de inutilizar sus nobles esfuerzos. Protegidos por sus dioses, los destruyeron o los sometieron, y los obligaron por las armas a ayudarles en sus trabajos campestres.

Y en la Edad Moderna, si bien vagan por la llanura algunos matreros todavía refractarios al culto de los dioses protectores de los rebaños, van, poco a poco, desapareciendo y dejando en la tierra, mezclados con los de las nuevas generaciones, para enseñanza de los siglos venideros, sus huesos, últimos rastros de la existencia de su raza inferior y condenada.

Los dioses, mientras tanto, siguen su tarea y enseñan sin cesar a los habitantes de la Pampa, hoy dóciles y sumisos, que los rebaños siempre se deben mejorar; que para hacerse la vida más llevadera, el Hombre debe pedir a la Tierra, su madre santa, las mieses doradas, el vino bermejo, el untuoso aceite, la dulce miel, y la seda lustrosa, y la fina ropa de lino, y las frutas sabrosas, y la madera abundante; y que de los bienes de la Tierra conseguidos por el trabajo, nace el bienestar, y del bienestar, el amor a las artes que embellecen la vida.