Los dioses de la Pampa: 10
Despavorida, disparó la diosa de las Praderas, dejando caer su manto de flores, al ver, en los vapores rojizos del horizonte, diseñarse la descarnada cara llena de arrugas apergaminadas, los huesosos miembros y los senos enjutos de la horrible Sequía, hija de las deidades del fuego infernal, escapada de su prisión subterránea, con sus temibles vástagos, la Polvareda y las Quemazones, el Hambre y, la Sed.
¡Oh terror! ¿en castigo de qué crimen habrán permitido los que reinan en los cielos que tan cruel y devastadora plaga azote la Tierra?
Pampa se veló la faz y cerró los ojos, para no ver el desastre de su hermosura. A girones, con sus dedos de esqueleto, la Sequía arranca el vestido modesto que la cubre; le quita de las manos la cornucopia, y la entrega a su hija la Polvareda, para que la esconda y la tape.
Y se sienta perezosamente, en los dominios conquistados, contemplando con sus ojos tristes los juegos de la Polvareda y del Viento en la llanura desolada.
Van, vienen y corren los remolinos ágiles, que rozan apenas el suelo con su pie ligero, manchando el cielo gris, de su nubecilla amarillenta; desapareciendo, volviéndose a elevar, pequeños a veces y creciendo de repente; inmóviles un rato y súbitamente girando sobre sí, recorriendo como relámpagos toda la lomada; atrayendo consigo, en loca carrera, las flores secas de los cardos y la paja voladora, que amontonan en los recovecos, hogueras aprontadas para las venideras quemazones.
El calor es intenso; el sol empañado por la Polvareda gris y triste, ha quemado toda la vegetación que cubría el suelo, y quema ahora la tierra para que no vuelva a salir una hebra de pasto; y cuando, cada tarde, desaparece, amenazador y rojo, deja en el corazón del pastor un invencible desconsuelo.
Los meses pasan; al verano siguió el otoño; la Sequía allí queda siempre. ¿No la vendrán a buscar sus padres para volverla a encerrar?
El sol sigue con su implacable color de sangre, y si ya sus rayos se han vuelto impotentes para quemar, acuden las heladas nocturnas a reemplazarlos en esa tarea. El invierno despliega todo su rigor, y la Sequía empieza su abyecta cosecha de osamentas, volteadas -lastimosos hecatombes- por sus hijos mayores, el Hambre y la Sed. Queda sembrado el campo de cadáveres; y la Polvareda se divierte, ayudada por el Viento, en arrimar en ellos montoncitos de arena, hoy, de un lado, mañana, del otro.
Los arroyos están en seco, y si, en alguna parte, surge todavía débilmente algún manantial empobrecido, se amontonan alrededor las haciendas flacas y sedientas, y se quedan ahí horas, esperando la muerte, único alivio de tantos males.
El viajero, en busca de otros campos, también se aproxima para beber y refrescar sus caballos extenuados por la travesía; al grito que pega para abrirse paso entre la hacienda, las vacas se mueven despacio, cruzándoseles las patas, o se levantan penosamente y se vuelven a derrumbar.
¡Oh, Lluvia divina! madre de la Fertilidad. ¿Dónde estás?, ¿adónde te fuiste?, ven, teniendo de la mano a la Primavera; ven a espantar a esta odiosa, maldita Sequía; ¡mójala, ahogala a chaparrones, echala, perseguila! Devuelve a Pampa su vestido verde y tráete de vuelta la diosa de las Praderas, coronada de flores nuevas.