Los derechos de la salud: 18
Escena VII
editar- (LUISA, después ROBERTO)
LUISA.- ¡Ah!... ¡Era necesario!... (Se deja caer en el diván con laxitud extrema.) Ahora recomencemos a vivir.
ROBERTO.- (Entra. Se dirige al escritorio, y comienza a revolver los papeles buscando algo que no encuentra.)
LUISA.- ¿Qué buscas, Roberto?
ROBERTO.- Unas pruebas que tengo que corregir, Renata sabrá donde están. (Llamando.) ¡Renata! (A LUISA, afectuoso.) Y... ¿Estamos mejor? ¿Te has tranquilizado?
LUISA.- Por completo. Me queda un poquito de laxitud.
Roberto.- Está claro. No se juega impunemente con el temperamento. Ahora tienes que prometerme que no volverás a dejarte arrastrar por esos odiosos nervios. ¡No sabes cuánto nos has mortificado!... (llamando.) ¡Renata!. ¡Hay que tener más formalidad, señora mía!... ¡Renata!
LUISA.- No la llames. Es inútil.
ROBERTO.- ¿Por qué? ¿Ha salido? Yo estaba en el vestíbulo y no la he visto pasar.
LUISA.- Se ha ido.
ROBERTO.- No puede ser. No acostumbra a salir a estas horas.
LUISA.- Se ha marchado para no volver.
ROBERTO.- ¡Qué dices, Luisa! No. No. Es una broma tuya. Eso no puede ser cierto.
LUISA.- Se ha marchado para no volver.. Me encargó que la disculpara contigo.
ROBERTO.- ¡Ah! ¡Luisa! ¡Luisa!
LUISA.- A mí también me pareció extraño...
ROBERTO.- Luisa... ¡Tú la has echado!... ¡Tú la has echado!
LUISA.- Te aseguro que no.
ROBERTO.- (Cada vez más exaltado.) ¡Tú la has echado!... ¡Dime la verdad!... ¡Responde! Tú... Tú has sido... Tú, Luisa. ¿Por qué has hecho semejante cosa? ¿Por qué?
LUISA.- (Severa, reprendiéndolo.) ¡Esos modales, Roberto!...
ROBERTO.- ¡Has cometido un delito, Luisa!...
LUISA.- ¿Por qué supones que la haya echado?...
ROBERTO.- (Sin oírla.) ¡Un delito!... ¡Un delito!... Un delito de lesa gratitud.
LUISA.- Atiende, Roberto. Mira que es muy extraño que te exaltes así...
ROBERTO.- (Como antes.)¡ Tamaña desconsideración con la pobre Renata, tan buena, tan solícita, tan devota, tal fiel!... ¡Oh!... ¡Era deliberada entonces la escena que hiciste hace un momento!
LUISA.- (Con firmeza.) No. No. Roberto. Renata se ha ido por su voluntad.
ROBERTO.- ¡Pero Luisa, si eso no puede ser! Renata es una mujer razonable y de buen sentido. Si hubiera tenido el propósito de abandonarnos, lo habría anunciado previamente, lo habría justificado de alguna manera. Una fuga así, es inconcebible en ella. Veamos, Luisa. Si es verdad cuanto me dices, si es cierto que se ha ido para siempre, su determinación tiene que obedecer a un grave, a un gravísimo motivo, y ese motivo tú no puedes ignorarlo. Acabo de expresarme con alguna intemperancia. No pude disimular la impresión de tu noticia, tan inesperada y tan desagradable. Habla, Luisa, habla. Dime con franqueza lo que ha ocurrido. Comprenderás que es preciso aclarar este misterio para desagraviar cuanto antes a la buena hermana. Yo, por mi parte, no creo haberla dado un solo motivo de resentimiento.
LUISA.- Tampoco yo. Renata hace un instante, cuando tú te alejaste, me comunicó, con su frialdad habitual...
ROBERTO.- ¿Su frialdad?
LUISA.- Sí, con su frialdad habitual, que había determinado irse a vivir con los tíos provincianos.
ROBERTO.- Entonces, estará preparando su equipaje. ¡Felizmente estamos a tiempo de contenerla o de exigirle una explicación de su actitud. ¡Voy a verla! (Llamando.) ¡Renata!
LUISA.- No vayas. ¡Será en vano! Se ha ido ya...
ROBERTO.- ¿Así?
LUISA.- Así.
ROBERTO.- ¿Con lo puesto? ¿Sin llevar equipaje, sin decirme adiós, sin besar a los niños, siquiera?
LUISA.- Así. Me dijo que quería evitarse la mortificación de una despedida.
ROBERTO.- ¿Ella? No puedo creerlo. ¡No, no, y no!... Tampoco puedo creer que su hermana, la compañera afectuosa de tantos años, la haya dejado ir así, como a una criada, sin exigirle una explicación, sin que brotara de tu corazón una frase de protesta o un argumento capaz de retenerla, un día, una hora, un minuto, el tiempo necesario para que entrara en razón o para que se fuera, si es que había de irse, con todos los honores de su dignidad. No. No te creo. Tú me engañas. Tú la has ofendido gravemente, tú la has arrojado de esta casa. ¡Luisa, Luisa! ¡Tú has cometido un crimen!
LUISA.- ¡Roberto! ¡Olvidas que en todo caso habría ejercido un derecho!
ROBERTO.- ¡Ah! ¡Lo confiesas!
LUISA.- No confieso nada. Te recuerdo simplemente que soy tu esposa.
ROBERTO.- ¡Magnífica ocasión de ejercer tus derechos de esposa! ¡Magnífica! Tienes que estar muy perturbada y fuera de ti, Luisa, para que intentes justificar de esa manera tu conducta. ¿Ignoras lo que ha hecho Renata por ti y por todos nosotros?
LUISA.- No lo ignoro, ni pretendo desconocerlo.
ROBERTO.- Ignoras entonces lo que vale el sacrificio de una vida. Te quejabas no hace mucho de un despojo. Ella era el único despojado entre nosotros. Ella. Le hemos arrebatado la juventud, ¿entiendes? Las ilusiones, las esperanzas, la frescura de las alegrías de su juventud, lozana como una primavera.
LUISA.- ¡Roberto, no hables así! Me haces daño.
ROBERTO.- La hemos marchitado, la hemos envejecido de cuerpo y de espíritu, le hemos puesto una toca de monja, avezándola prematuramente en la contemplación del dolor y la miseria.
LUISA.- ¡Roberto, tú la amas!
ROBERTO.- (Sin oírla.) Todo nos lo ha dado, todo nos lo ha sacrificado, con un desinterés supremo, con una abnegación sin límites. ¿Sabes por qué desistió de su enlace? Para ser la madre de nuestros hijos. Sí. Para ser la madre de hijos ajenos, renunció a las emociones de la propia maternidad.
LUISA.- ¡Roberto, tú la amas!...
ROBERTO.- (Como antes.) Renunció a su independencia, a su reposo, al hogar feliz que la aguardaba como una dulce realización de sus más acariciados ensueños, para venir a compartir la miseria de nuestra vida sin sonrisas. Nada le quedaba por entregarnos a esa noble criatura, ni los bienes materiales. Con su fortuna hemos comprado un poco de oxígeno para tus pulmones.
LUISA.- ¡Roberto, tú la amas!
ROBERTO.- ¡Oh! Ese tenía que ser el pago de tanto heroísmo. La injuria de una odiosa, de una abominable sospecha. ¡Oh! ¡No!... ¡No!... ¡No!... ¡No será así! Tú has perdido el dominio de tus sentimientos. La fiebre te ha hecho cometer el crimen. Tenemos que reparar, sí, reparar, la horrenda injusticia. ¡Oh! (Llamando.) ¡Renata!...Tenemos que pedirle perdón de rodillas. ¡Renata!... ¡Corro a buscarla!... (Lo hace.)
LUISA.- ¡No, no la llames!... ¡No la llames, Roberto! ¡Me condenas, me matas!.... ¡Roberto!...
ROBERTO.- (Desapareciendo, alterado y descompuesto.) ¡Renata!... ¡Renata!... ¡Renata!...
LUISA.- (Al mismo tiempo.) ¡Roberto!... ¡Roberto!...¡Roberto!... (Cae de rodillas junto a la puerta, sollozando. Pausa. Luego se incorpora y con gesto de supremo desconsuelo.) ¡Todo, todo ha concluido!... ¡Todo!... (Se desploma en una silla y se entrega a un agitado proceso mental. Se alza después de unos instantes con la seguridad de una resolución enérgica y corre hacia el escritorio, forcejeando por abrir el cajón en que ROBERTO ha guardado el revólver.) ¡La completa liberación!