Los derechos de la salud: 17
Escena VI
editar- (LUISA y RENATA)
RENATA.- (Después de una larga pausa, a la expectativa de un pretexto para entablar el diálogo se aproxima a LUISA que ha permanecido absorta en sus meditaciones con la vista fija en el techo.) Luisa. Yo me voy.
LUISA.- (Incorporándose, iluminada por una esperanza, sin disimular su impresión.) ¡Cómo! ¿Qué dices? ¿Tú, tú te vas?
RENATA.- Sí. Me voy.
LUISA.- ¡Tú!... ¡No puede ser! Aguarda un instante... Estoy todavía perturbada.
RENATA.- ¡No, hermana mía, no intentes disimular o disfrazar tus impresiones!... Le he prometido a tu esposo que te curaría y aquí me tienes de médico del alma operando en carne viva... Me voy. He comprendido que el más grave de tus males soy yo.
LUISA.- ¿Por qué, por qué dices eso, Renata?
RENATA.- Tú estás celosa.
LUISA.- ¡Oh!...
RENATA.- No lo niegues. Tienes celos de mí. Escúchame un instante, sin interrumpirme, sin protestar sobre todo, porque además de no ser sinceras tus protestas, perjudicarían la claridad de cuanto pienso decirte y debes oírme. No temas que trate de ensayar mi defensa o de hacerte la caridad de un consuelo. Eso sí, como punto de partida te diré que jamás, jamás cruzó por mi imaginación el pensamiento de disputarte nada de lo que era y es tuyo. Te digo esto porque en otro tiempo hubimos de ser rivales en la conquista de Roberto. Fuiste la preferida, te casaste con él y yo tuve que vivir al amparo de tu hogar porque quedaba sola, pero vine a él sinceramente y sinceramente compartí siempre las alegrías y los dolores de tu vida.
LUISA.- ¡Oh! ¡Sí! Es verdad, Renata.
RENATA.- Bien. Después sobrevino tu enfermedad. De ahí parten todas las contrariedades. Yo cometí entonces el error de abrogarme atribuciones y derechos.
LUISA.- No hables así, Renata.
RENATA.- (Convincente.) Te juro que lo digo sin ironía. Fue un error. En tu reemplazo asumí el gobierno de esta casa, pero con excesivas atribuciones. Estabas grave, te morías, Roberto no atinaba más que a lamentarse y en esas horas de tribulación fuí el espíritu fuerte que lo sostuvo todo. Los médicos aconsejaron el aislamiento de tus hijos y me convertí en la madre de tus hijos. Otro error.
LUISA.- (En tono de reproche.) ¡Renata!
RENATA.- Te sustituí demasiado. Procuré siempre que no echaran de menos el calor de tu afecto; y tus largas ausencias por un lado y la prodigalidad de mis ternuras por el otro, han hecho que las inocentes criaturas se habitúen a mi trato y me prefieran. Luego tu interminable convalecencia, la indecisión, la perpetua inquietud en que hemos estado todos con respecto a tu suerte, es otra causa de que no se te haya permitido intervenir como antes en el gobierno de tu hogar. Tú eras el amanuense de Roberto, copiabas sus escritos, le ayudabas a corregir las pruebas. También te reemplacé. Roberto no podía consentir que te entregaras a una tarea fatigosa.
LUISA.- ¡Y también Roberto se habituó a ti!...
RENATA.- Precisamente. Se ha habituado. Y acabas de sugerirme la síntesis de todo lo que nos pasa. Se trata de una cuestión de costumbre. Nos íbamos acostumbrando al estado de cosas que creara tu enfermedad.
LUISA.- Es decir, anticipando los hechos, descontando mi desaparición, habituándose prematuramente a la idea de mi muerte. ¡Oh! ¡Pero está muy lejano ese día!... ¡Me resta mucha vida aún!...
RENATA.- Por eso es que quiero irme de acá; para que nos desacostumbremos todos. He debido hacerlo mucho antes de que te presentaras a reclamar tus fueros...
LUISA.- ¡Oh! Perdóname, Renata. Si me he rebelado es porque estoy convencida de que voy a curarme pronto. ¿No lo crees así, Renata?
RENATA.- Lo creo, Luisa.
LUISA.- (Con cierto aturdimiento nervioso.) Mira: antes cuando creía estar tuberculosa, antes del fracaso del suero Behring y del viaje al Paraguay que tan bien había de probarme, me había resignado a morir. ¡Imagínate! Me había resignado a mi suerte, y muchas veces a solas con mi tristeza, pensaba en la situación en que quedarían ustedes después que yo muriera; pensaba en mis hijitos, en Roberto, en ti, en el destino de los seres más queridos y hallaba muy lógico todo lo que hoy, sana, me resulta un despojo. ¡Ah! ¡Si Roberto y Renata se casaran!... Y acaricié esa idea, cuya enunciación me hace temblar en este momento, te lo confieso; como una prolongación de mi reinado en el alma de Roberto y una suerte para las pobres criaturas que poco iban a echar de menos el cambio de madre. Pero luego cuando empecé a sentirme fuerte, cuando volvió a mi ánimo esta certidumbre, esta seguridad que tengo de vivir y de curarme, la idea se ha convertido en una dolorosa obsesión. ¡Sí, Renata, tienes razón! ¡Estaba y... estoy celosa!... Nunca sospeché de ti, te lo juro, pero temía por él. Lo veía, lo veía habituarse... acostumbrarse demasiado a tu compañía, a tu contacto, a tu solicitud, miraba en redor mío y me veía tan substituida por ti, que no pude, no tuve fuerzas para dominar mis inquietudes y me dejé arrastrar por el temor y la duda hasta el extremo doloroso en que me has sorprendido, de recibir la noticia de tu partida sin alientos para decirte: ¡Quédate, hermana mía!
RENATA.- Adiós, Luisa. Roberto te quiere, te quiere como antes.
LUISA.- Tú lo crees, tu estás segura, ¿verdad? de que me quiere!
RENATA.- Sí. Estoy segura, así como estoy segura de que muy pronto sanarás de esa...
LUISA.- De esta bronquitis.
RENATA.- De esa bronquitis.
LUISA.- Yo lo siento. Ya la tos no me acosa como antes, respiro más a gusto y estoy de mejor semblante y más gruesa, ¿Verdad? ¡Ah, qué emoción poder pronto, muy pronto, ocupar mi puesto de madre y de esposa, besar a mis hijos como antes... Porque yo ya puedo besarlos sin temor ¿No es cierto?
RENATA.- ¿A los niños?... No. Todavía no sería prudente que te entregaras demasiado a ellos. Pero es cuestión de aguardar unos días más a que estés completamente restablecida.
LUISA.- Tienes razón. Es preferible. ¿Y adónde vas, Renata?
RENATA.- No lo he determinado aún. Pero es muy posible que vaya a refugiarme a casa de los viejos tíos provincianos.
LUISA.- No les serás muy gravosa, porque como tienes tus rentas...
RENATA.- ¿Mis rentas?... Sí... Sí...
LUISA.- Supongo que te pondrás de acuerdo con Roberto.
RENATA.- Ahora no. Roberto debe ignorar, como comprenderás muy bien, las causas de esta determinación. Yo me voy ahora mismo. Tú te encargarás de disculparme, de justificarme ante él. Adiós, Luisa. (Le tiende la mano.)
LUISA.- No, Renata. Así no. (La estrecha y la besa con ternura.) ¡Así!... ¡Así!... ¡Gracias, hermana, gracias!... Cuando esté curada, cuando todo haya vuelto a su quicio, volverás, ¿verdad? Te iremos a buscar con Roberto y con los nenes... Adiós, hermana.
RENATA.- Adiós, Luisa. (Mutis.)