Los condenados: 41


Escena VIII

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SANTAMONA, JOSÉ LEÓN, GINÉS; SALOMÉ, que aparece por la puerta de la enfermería. Viste traje monjil de educanda, con toca y rosario al cinto. Unas flores en el pecho. Detiénese en la puerta, mirando la escena, sin demostrar interés alguno por lo que ve. Óyese órgano lejano.


JOSÉ LEÓN.- (Contemplándola desde el proscenio izquierda.) ¡Ah! aquí está la ilusión de mi vida... ¡Qué hermosa en ese traje!

SANTAMONA.- (En el centro de la escena, deteniendo a JOSÉ LEÓN con un gesto e imponiéndole silencio.) ¡Chist!... No te acerques.

JOSÉ LEÓN.- No veo el monstruoso cambio que decías.

GINÉS.- No se fija en ti...

JOSÉ LEÓN.- No me ve. (SALOMÉ continúa en la puerta, como una estatua, la vista vagamente perdida en el espacio.) ¡Salomé, hermosa mía!... (Da algunos pasos hacia ella.) ¿No me ves? (Absorto de su inmovilidad.) ¿Pero eres tú...?

SANTAMONA.- Ella es, sí... pero su espíritu no te pertenece. Desconoce tu voz; ha olvidado tu cara.

JOSÉ LEÓN.- Soy yo, León... ¡Salomé, amor de mi vida! (SALOMÉ avanza despacio hacia el centro de la escena, como si nadie hubiese en ella, los brazos caídos, juntas las manos, la mirada sin fijeza.)

SANTAMONA.- (Conteniendo a JOSÉ LEÓN.) Déjala pasar. Ya ves que no quiere verte ni hablarte. (SALOMÉ mira a JOSÉ LEÓN y a GINÉS sin mostrar enojo ni alegría.)

JOSÉ LEÓN.- (Al verse mirado por SALOMÉ, el asombro le hace enmudecer un momento, después dice:) ¿Tan grande es tu enojo, que ni siquiera me miras con lástima?... (Pausa. Se miran los dos en silencio, a distancia.) ¡Y yo que vengo a pedirte perdón del mal que te hice! Si no quieres que la pena me mate, mírame como me has mirado siempre. (SALOMÉ continúa muda. Deja de oírse el órgano.)

GINÉS.- Ya ves... tan enojada está, que no te perdona, ni siquiera te habla...

JOSÉ LEÓN.- ¿Qué es esto, Dios?

SANTAMONA.- (Cogiendo las manos a SALOMÉ, y acariciándola.) ¡Pobre chiquilla mía, cordera!... háblale. ¿Por qué no le hablas?

SALOMÉ.- (Con trémula voz, dirigiéndose a SANTAMONA.) Me dan miedo sus ojos... Está vivo aún, tan vivo como allá. (Vuelve a mirarle con profunda atención. Domina en su acento el tono místico, hasta que se indique la transición.)

JOSÉ LEÓN.- (Con dolor y efusión, acercándose.) Alma mía, ¿por qué me tratas así? Soy yo, que penaba por verte, y ahora, viéndote, peno más. (Intenta cogerle una mano, que ella retira.)

SALOMÉ.- No, no, no me ves. Es mentira. Ésta y yo somos invisibles. (A SANTAMONA.) ¿Verdad que no nos ve? (A JOSÉ LEÓN.) Vete. No me atormentes. Yo estoy muerta. Yo descanso. Mientras no mueras como yo, no serás conmigo en paz. Tú estás vivo y cargado de culpas.

JOSÉ LEÓN.- ¡Mis culpas, ay! son la cadena que arrastro. Tú me librarás de este horrible peso.

SALOMÉ.- ¿Yo? (Afligida.) ¡No puedo, pobrecita de mí! (Con un poco de familiaridad en el acento.) A los dos, ¿no lo sabes? nos condenó el Señor por nuestras culpas atroces. Condenados fuimos; tú, porque me vendiste; yo, porque te vendí. ¿No te acuerdas? Descubrí tu nombre y te entregué a tus enemigos. Tanto, tanto he llorado, que Dios me ha dicho que me perdonará. Pero entre tanto, aquí me tienes presa. ¿Verdad, santa mía, que estoy presa? (SANTAMONA hace signos afirmativos.) Ésta es una cárcel dulcísima, en la cual los muertos nos alegramos de no vivir.

JOSÉ LEÓN.- (Con vivo dolor.) ¡Oh, Dios mío, su razón perturbada!... Siempre fuiste un ángel. Ahora más.

SALOMÉ.- (Acentuando su enojo.) No me llames ángel. ¿Que sabes tú? ¡He sido mala, muy mala!

JOSÉ LEÓN.- No digas tal.

SALOMÉ.- Lo digo... ¡Maldito sea quien me desmienta! (A SANTAMONA.) Estos necios no saben mis crímenes. (Transición al acento dramático.) Yo no los oculto; yo los saco a la cara para que la vergüenza sea mi expiación. Cuando los celos me abrasaron el alma, antes de venir a esta vida a que nos trae la muerte, tuve un mal pensamiento; ¡pero qué malo! Matar a esa perversa mujer, Feliciana Bellido. Callandito, descalza, sin respirar, entré en su casa. ¡Qué noche tan obscura! Pero los celos alumbran en medio de la mayor obscuridad... Entré... acerqueme pasito a paso a la cama en que dormía. Yo llevaba una aguja muy grande, muy grande, para atravesarle el corazón. Llegué... la vi dormida. (Con saña.) ¡Oh! Qué gusto tan grande clavarle la aguja y decirle: «¡Muere infame, para que no vuelvas a quitarme lo que es mío»! La miré mucho, pensando en la mejor manera de traspasarle el pecho, y dejarla seca de un solo golpe, sin que pudiera ni decir Jesús. Pero ¡ay! en el momento de alzar la mano, vi dos niños que dormían con ella... Me entró lástima... Tiré la aguja. Los chiquitines se despertaron, y me miraban asustadicos, sin poder llorar... Entonces... se me ocurrió cambiar de venganza... se me ocurrió que era más bárbaro, más inhumano robarle los hijitos... y se los robé. (Con nerviosa risa.) ¡Qué gracioso! Fue una gran idea, ¿verdad? Ellos se dejaron coger tan calladitos, y me dijeron que sí, que sí... (Tono infantil.) que querían ser hijos míos. Aquí los tengo, (En las flores que lleva en el pecho.) entre estas flores. (JOSÉ LEÓN hace ademán de coger las flores, pero ella se retira bruscamente.) No, no; Son tan chiquirritines, que no podrás verles.

JOSÉ LEÓN.- (Consternado.) ¡Oh, dolor mío, más terrible que cien muertes! (Óyese coro de novicias, lejano.)

SALOMÉ.- ¡Ah! ¡Silencio!... (Oyendo.) Son las almas, las almas prisioneras... Me llaman... voy... (Se aleja hacia el foro.)

JOSÉ LEÓN.- ¡Aguarda!... ¡Un momento más, vida mía!

SALOMÉ.- (Con gran agitación.) No, no me llames vida mía. Yo no soy vida de nadie... Llámame ahora... muerte mía. (Vase por el foro.)