Los condenados: 39


Escena VI

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GINÉS, JOSÉ LEÓN.


GINÉS.- (Medroso, examinando toda la escena.) ¡Ay, qué sustos me hace pasar este condenado! (Va hacia el pórtico de la derecha y mira al interior.) Nadie. Ya entran en el coro. Principian las vísperas.

JOSÉ LEÓN.- (Entreabriendo la puerta de la caseta.) ¿Puedo salir?

GINÉS.- Espera... Cuidado.

JOSÉ LEÓN.- Ya no más. ¡Me ahogo! Dos horas me has tenido en esta huronera. (Sale despreocupadamente.)

GINÉS.- Y agradece que mi padre ha ido hoy a Jaca; que si no, imposible habría sido esconderte.

JOSÉ LEÓN.- Di, ¿hay seguridad por aquí? (Por el portón.)

GINÉS.- Nadie puede entrar sin campanillazo.

JOSÉ LEÓN.- ¿Las monjitas...?

GINÉS.- Ahora van al coro...

JOSÉ LEÓN.- (Recorriendo la escena con desahogo.) ¡Qué hermosa soledad!

GINÉS.- Precaución, amigo... Hace un rato, por poco te descubre Santamona.

JOSÉ LEÓN.- ¡Demonio de santa! Veré si puedo entenderme con ella.

GINÉS.- A ésa no la engañas tú ni nadie. Mira que ya sospecha...

JOSÉ LEÓN.- Sí; ya la oí... Y también me enteré de cuanto charló la viuda. ¡Maldita! Por ella han venido sobre mí tantas calamidades... Ea, resolvamos algo. (Decidido, dirigiéndose a la puerta de la enfermería.)

GINÉS.- (Deteniéndole.) Eh... poquito a poco.

JOSÉ LEÓN.- ¿Está sola con la santa?

GINÉS.- Sí; pero aquí no entras tú. Si me comprometes, no hay nada de lo dicho.

JOSÉ LEÓN.- Eso... se verá.

GINÉS.- Formalidad, amigo... El trato fue que yo te buscaría coyuntura para verla y hablarla un poquito, a escondidas de las Madres, y aguardando la ocasión estabas agazapadito ahí, in tabernáculo tuo. Tú te obligaste a no profanar este lugar reverendísimo y sacratísimo...

JOSÉ LEÓN.- ¿A eso me obligué?

GINÉS.- Y con tal condición entraste.

JOSÉ LEÓN.- Pues me vuelvo atrás.

GINÉS.- Tu palabra...

JOSÉ LEÓN.- No vale... Entre amigos... Fue un legítimo ardid para franquear esa puerta... Ginesillo, a cuanto yo disponga, tú dirás amén.

GINÉS.- No, no; diré vade retro.

JOSÉ LEÓN.- Ea, ya sabes que conmigo no valen tonterías. Esta tarde, por mediación tuya, y aprovechando la feliz circunstancia de estar las señoras monjas muy entretenidas en su coro y en su procesión, veo a Salomé, hablamos, la convenzo de que debe abandonar su religiosa cárcel, acordamos lo conveniente, y esta noche... a correr, a volar por esos mundos. Si es inútil que trates de disuadirme. Bien dispuesto tengo todo ya. Amigos decididos, caballos de primera. Verás qué inaudita, qué descomunal aventura, y con qué garbo le doy término feliz. Venga mi mujer conmigo, y entra ella y Dios harán de mí lo que ahora no soy, un hombre de bien.

GINÉS.- Total: que para enmendarte, necesitas cometer un sacrilegio. Opprobium hominum, objectio plebis. Mira, tonto; si quieres convertirte, haz lo que don Santiago. Renuncia a todas las vanidades, y métete en la Trapa.

JOSÉ LEÓN.- Mi vocación me señala otros caminos. El primero, rescatar a mi adorada esposa. Ella es mi Trapa, mi santidad, mi iglesia, mi cristianismo, mi teología, mi cielo, y no cambio su amor por todas las perfecciones afectadas de este mundo lleno de artificios... ¿Qué, te ríes?

GINÉS.- León amigo, ándate con tiento. No canses a Dios, no le busques el genio ni apures su divina paciencia... Mira que has llevado ya más de un golpe; y el garrotazo final, antójaseme que va a ser tremendo.

JOSÉ LEÓN.- ¿Cómo haría yo comprender a tu estolidez que en esta peligrosa y audaz aventura no creo ir contra Dios? Ven acá. ¿No llevamos todos los humanos en nuestra alma un poquito, quién más, quién menos, de la divina esencia que Dios, al hacer el hombre, quiso poner en él?... Esto, por bruto que seas, has de comprenderlo.

GINÉS.- Sí... algo aquí, (En el pecho.) y aquí... (En la mente.) que... No sé decirlo.

JOSÉ LEÓN.- Que nos impele hacia lo que creemos fuente y origen de todo bien, que nos señala el camino de nuestra salvación...

GINÉS.- (Vivamente.) Comprendido... Por ejemplo. Es lo que, cuando yo estaba contigo, me decía: «Ginés, lárgate,» y lo que me inspiró la idea de montarme en el caballo de don Santiago y apretar a correr...

JOSÉ LEÓN.- No, no. Confundes el egoísmo con ese otro estímulo, que no puede inspirar nada referente al bienestar material. Te digo que con Salomé a mi lado, siento alentar en mí la esencia divina, y crecer, y llenarme toda el alma. Sin ella, apenas la noto. Disminuye, se achica, se pierde en la inmensidad revuelta de los diarios afanes de la vida.

GINÉS.- Pues óyeme: le dices a tu divina esencia, que mi esencia humana no la ayudará en esta endemoniada aventura.

JOSÉ LEÓN.- ¿No? Lo prometido me lo has de cumplir... Eh, cuidadito, Ginés. He de ver a Salomé esta tarde, y a solas... y pronto.

GINÉS.- (Alarmado, sintiendo ruido hacia la enfermería.) Bueno... veremos... Escóndete... Ya sale...

JOSÉ LEÓN.- ¿Quién?

GINÉS.- La vieja. Escóndete.

JOSÉ LEÓN.- ¿La santa? Verás cómo la catequizo.

GINÉS.- ¡Por la sandalia de San Pedro!

JOSÉ LEÓN.- (Resuelto.) No me escondo... ea.

GINÉS.- Eso no es lo tratado. ¡Ay, Dios mío! ¿y qué digo yo ahora?