Los condenados: 24


Escena VIII

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PATERNOY, SALOMÉ.


PATERNOY.- Parece que te has asustado al verme.

SALOMÉ.- Sí: primo mío; la virtud sin tacha... me asusta un poquitín.

PATERNOY.- ¿Dónde está... ese hombre?

SALOMÉ.- (Turbada.) ¿Mi marido?... no sé... aquí estaba.

PATERNOY.- Habla con más propiedad.

SALOMÉ.- Le llamo así porque hemos tenido la intención de casarnos. Pero no sé si sabrás lo que ocurrió.

PATERNOY.- Sí. ¡Casualidad como ella! ¡Morirse mosén Javierre la misma tarde!... ¡Pobre Salomé! ¡Pobrecita de mi alma!

SALOMÉ.- No fue culpa nuestra que...

PATERNOY.- No, si de la rectitud de tu intención no tengo duda. De la suya, no puedo decir lo mismo... ¡Ay, hija mía! yo creí que la enseñanza y la corrección de la realidad serían lentas, aunque al fin eficaces. Me equivoqué en la apreciación del tiempo. La ejemplaridad y tu castigo han venido demasiado pronto, mucho más pronto de lo que yo creía.

SALOMÉ.- (Asustada.) ¿Qué me dices, Santiago? Ahora sí que me asusto de veras.

PATERNOY.- Motivos tienes para ello. Dime, ante todo: ¿quieres a ese hombre... todavía?

SALOMÉ.- ¿Por qué me lo preguntas?... Le quiero, sí.

PATERNOY.- ¿Hoy como ayer...?

SALOMÉ.- Más, más.

PATERNOY.- Pues disponte para un atroz martirio.

SALOMÉ.- ¡Santiago!

PATERNOY.- La justicia le sigue los pasos... Y ahora parece que se ha encontrado un rastro seguro...

SALOMÉ.- ¡La justicia!... ¿Por qué?...

PATERNOY.- ¡Ah!...