Los cien mil hijos de San Luis/XXIV

XXIV

Fuimos a las Cortes, que estaban en San Hermenegildo, en la calle de La Palma, frente a San Miguel. Difícil hallamos la entrada a causa de la mucha gente que llenaba la calle agolpándose en las puertas del edificio como las apiñadas lapas en la roca. Mujeres menos resueltas que nosotras habrían vuelto la espalda; pero Mariana y yo sabíamos romper las cortezas del vulgo y al fin nos abrimos paso, y entrando con desenfado y pie ligero subimos a la galería. Desde antes de entrar en ella oímos la voz de un orador que resonaba en medio del más imponente silencio.

Mucho hubimos de bregar para encontrar asiento, pero al fin pidiendo mil veces perdón y oyendo murmullos de descontento a un lado y otro logramos acomodarnos. Mi primer cuidado no fue atender a lo que aquel gran orador decía, cosas sin duda altamente dignas de aplauso; mi primer cuidado fue registrar con los ojos toda la galería reservada por ver si estaba allí quien me cautivaba más que los discursos. Pero ni a derecha ni a izquierda, ni delante ni detrás le vi, con lo cual la gran pieza oratoria que se estaba pronunciando empezó a serme muy fastidiosa.

-¿Quién habla? -pregunté a una señora vieja que estaba junto a mí.

-Alcalá Galiano, el gran orador -repuso en tono de extrañeza por mi ignorancia.

-¿Y de qué habla? -pregunté sin temor de que la señora vieja me creyera cerril.

-¿De qué ha de hablar? Del suceso del día.

La señora volvió el rostro hacia el salón, demostrando más interés por el discurso que por mis preguntas. Yo no quise molestar más, y traté de atender también. El orador hablaba de la patria, del inminente peligro de la patria, y de la salvación de la patria y de la gloria de la patria. Es el gran tema de todos los oradores, incluso los buenos. No he conocido a ningún político que no estropeara la palabra patriotismo hasta dejarla inservible, y en esto se me parecen a los malos poetas, que al nombrar constantemente en sus versos la inspiración, la lira, el estro, la musa ardiente, la fantasía, hablan de lo que no conocen.

Alcalá Galiano era tan feo y tan elocuente como Mirabeau. Su figura, bien poco académica y su cara no semejante a la de Antinoo, se embellecían con la virtud de un talismán prodigioso, la palabra. Le pasaba lo contrario que a muchas personas de admirable hermosura, las cuales se vuelven feas desde que abren la boca. Aquel día, el joven diputado andaluz había tomado por su cuenta el llevar adelante la hazaña más revolucionaria que registran nuestros anales.

Los españoles sentían la comezón de destronar algo, y el afán de probar la embriaguez revolucionaria que sin duda embelesa a los pueblos de Occidente como a los chinos el opio, y dijeron: «hagamos temblar a los Reyes, pues que ha llegado la hora de que los reyes tiemblen delante del pueblo...». Mas era aquí la gente demasiado bondadosa para una calaverada sangrienta. En otra parte al ver al Rey sistemáticamente contrario a la Representación nacional, le hubieran cortado la cabeza; aquí le privaron del uso de la razón temporalmente, diciendo: «Señor, vuestro deseo de esperar aquí a los franceses nos prueba que estáis loco. Con arreglo a la Constitución declaramos que sois digno de un manicomio y de perder la autoridad real. Vámonos a Cádiz, y cuando estemos allí, os adornaremos de nuevo con vuestra cabal razón, y seguiremos partiendo un confite como hasta aquí».

Admirable recurso habría sido este a mi parecer, desde el punto de vista liberal, teniendo un gran ejército para reforzar el argumento en los campos de batalla. Sin fuerza, aquel hecho probaba que los diputados estaban más locos que el Rey, y así se lo dije a Falfán de los Godos. Con esto se comprende que el Marqués había entrado en la galería, colocándose detrás de mí. Él ponía mucha más atención que yo al discurso y aun a los rumores que sonaban arriba y abajo.

-Han llenado de gentuza la tribuna pública -me dijo en voz baja-, para que aplauda las atrocidades que habla ese hombre.

No sé si era o no gente pagada, pero es lo cierto que a cada párrafo coruscante, terminado en la salvación de la patria o en el afrentoso yugo de esta Nación heroica, la galería pública mugía como una tempestad cercana. ¡Qué rugidos, qué gestos de bárbaro entusiasmo, qué manera de apostrofar! Algunas señoras tuvieron miedo y se retiraron, lo cual me agradó en extremo, porque la tribuna se quedó muy holgada.

-¿Piensa usted seguir hasta el fin? -me dijo el marqués de Falfán endulzando su mirada hasta un extremo empalagoso.

-Estaré algún tiempo más -le dije-. No me he cansado todavía.

Y miraba a diestra y siniestra esperando verle y no viéndole nunca. Los que me conocen comprenderán mi aburrimiento y pena. No hay tormento peor que tener ocupada la mente por una idea fija que no puede ser desechada. Es una espina clavada en el cerebro, una acerada punta que hiere, y que sin embargo no se puede ni se quiere arrancar. Yo procuraba distraerme de aquel a manera de dolor agudísimo, charlando con Falfán; pero no conseguí nada. La locura del Rey, declarada por una votación que iba a verificarse, la exaltación revolucionaria de los diputados, la elocuencia fascinadora de Galiano, no bastaban a dar otra dirección a las fuerzas de mi espíritu.

-¿Y usted qué cree? -me preguntó el Marqués.

-Yo no creo nada -respondí con el mayor hastío-. Si he de hablar con franqueza, nada de esto me importa gran cosa.

-¡Que declaren loco a Su Majestad!...

-Lo mismo que si lo declararan cuerdo... Yo soy así... Parece que se cansan -añadí reparando que se suspendían los discursos.

-Es que ahora va una comisión de las Cortes al Alcázar a intimar al Rey. Si no se resigna a salir...

-¿Habrá más discursos?

-Las Cortes están en sesión permanente. Después vendrá lo más interesante, lo más dramático; yo no pienso moverme de aquí.

-Su Majestad ha de responder que no sale de Sevilla. Me lo ha dicho esta mañana, y aunque no tengo gran fe en su palabra, parece que por esta vez va a cumplir lo que dice.

-Lo mismo creo, señora. En ese caso, las Cortes, después de este respiro que ahora se dan, están dispuestas a poner en ejecución el artículo 187 de la Constitución...

-¿Y qué dice ese artículo?...

En el momento de formular esta pregunta me estremecí toda, y me pasó por delante de los ojos una claridad relampagueante. Le vi: había entrado en la tribuna inmediata y volvía sus ojos en todas direcciones, como buscándome. Desde aquel instante las palabras del Marqués no fueron para mí sino un zumbido de moscardón... Por fin sus ojos se encontraron con los míos.

-¡Gracias a Dios! -le dije, empleando tan sólo el lenguaje de las pupilas.

El Marqués seguía hablando. Para que no descubriese mi turbación, ni se enojase al verme tan distraída, le pregunté de nuevo:

-¿Y qué dice ese artículo?

-Si se lo he explicado a usted -repuso-. Sin duda no me presta atención. Es usted muy distraída.

-¡Ah!, sí... estaba pensando en ese pobre Fernando.

-El mejor procedimiento, a mi modo de ver -manifestó Falfán de los Godos gravemente- sería...

-¡Que le cortaran la cabeza! -indiqué mostrándome, sin cuidarme de ello, tan revolucionaria como Robespierre.

-¡Qué cosas tiene usted! -exclamó el Marqués, riendo.

Y siguió hablándome, hablándome, es decir, zumbando como un abejorro. Pasados diez minutos, creí conveniente dirigirle otra vez la palabra, y repetí mi preguntilla.

-¿Y qué dice ese artículo?

-Por tercera vez se lo diré a usted.

Entonces me fue forzoso dedicarle un pedacito de atención.

-El artículo 187 dice poco más o menos que cuando se considere a Su Majestad imposibilitado moralmente para ejercer las funciones del poder ejecutivo, se nombre una Regencia...

-¿Cómo la de Urgel?

-Una Regencia constitucional, señora, que desempeñe aquellas funciones...

-¡Oh!, señor Marqués, en todo soy de la misma opinión de usted -exclamé con artificiosa admiración-. En pocos hombres he visto un juicio tan claro para hacerse cargo de los sucesos.

Miré a Salvador. Pareciome que con los expresivos ojos me decía: «Salgamos». Y al mismo tiempo salía.

-Yo me retiro, señor Marqués -dije de improviso levantándome.

-Señora: ¡se marcha usted en el momento crítico! -exclamó con asombro y pena-. Se van a reanudar estas interesantes discusiones. ¡Qué discursos vamos a oír!

-Estoy fatigada. Hace mucho calor.

-Sin embargo...

Mientras en el salón resonaba un rumor sordo como el anuncio de furibunda tempestad parlamentaria, Mariana y yo nos dispusimos a salir; pero en el mismo instante, ¡oh contrariedad imprevista!, multitud de caballeros y señoras entraron en la tribuna. Eran los que habían salido durante el período de descanso, que regresaban a sus puestos para disfrutar de la parte dramática de la sesión. Además, numeroso gentío recién venido se apiñaba en la puerta. No era posible salir.

-Señora -me dijo el Marqués-, ya ve usted que no es fácil la salida. No pierda usted su asiento. Esto acabará pronto.

No tuve más remedio que quedarme. Caí en mi asiento como un reo en su banquillo de muerte. Lo que principalmente me apenaba era que entre la multitud había desaparecido el que bastaba a alegrar o entristecer mi situación. En la muralla de rostros humanos, ávidos de curiosidad, no estaba su rostro ni otro ninguno que se le pareciese.

-Sin duda me aguarda fuera -pensé-. ¡Qué desesperación! ¡Cuándo acabará esta farsa!...