Los cien mil hijos de San Luis/XXIII

XXIII

Desde muy temprano me levanté, pues poco dormí aquella noche. Las noches de Sevilla no parece que son, como las de otras partes, para dormir. Son para soñar en vela... Le aguardaba con tanta impaciencia, que a cada instante salía al balcón, esperando verle entre la multitud que pasaba por la calle de Génova. De repente me anunciaron una visita. Creí verle entrar; salí corriendo; pero mi corazón dio un vuelco quedándose frío y quieto, cual si hubiera tropezado en una pared. Tenía delante al príncipe de Anglona, un señor muy bueno, un caballero muy simpático, muy atento, pero cuya presencia me contrariaba extraordinariamente en aquel instante.

Venía para llevarme al Alcázar.

-Su Majestad -me dijo-, recibe ahora muy temprano. Anoche le manifesté que estaba usted aquí y me rogó que la llevase a su presencia hoy mismo.

Yo quise hacer objeciones, pretextando la inusitada hora, pues no habían dado las once; pero nada me valió. Érame imposible resistir a aquella majadería insoportable que revestía las formas de la más delicada atención. Tampoco podía defenderme con dolor de cabeza, vapores u otros recursos que tenemos para tales trances. Humillé la frente como víctima expiatoria de las conveniencias sociales, y después de arreglarme me dispuse a aceptar un puesto en la carroza del Príncipe, no sin dejar antes a mi criada instrucciones muy prolijas para que detuviera hasta mi vuelta al que forzosamente había de venir. Partí resuelta a hacer a Su Majestad visita de médico. En aquella ocasión deploré por primera vez que existieran Reyes en el mundo.

Poca es la distancia que hay de la calle de Génova al Alcázar. Antes de las doce estaba yo en la Cámara de Su Majestad y salía gozoso a saludarme el descendiente de cien Reyes, pegado a su regia nariz. No parecía nada contento; pero mostró mucho placer en verme, dándome a besar su mano y rogándome que me sentase a su lado. Tanta bondad que a cualquiera habría ensoberbecido, a mí me hizo muy poca gracia, y menos cuando con sus preguntas daba a entender que la visita sería larga.

Fernando quiso saber por mí algunas particularidades de la entrada de los franceses en Madrid, de la defección de La Bisbal en Somosierra y de la derrota de Plasencia en Despeñaperros. Yo contesté a todo, cuidando de la brevedad más que de otra cosa, y fingiéndome ignorante de varios hechos que sabía perfectamente; pero ninguna de estas estratagemas me valía, porque Fernando VII, que en el preguntar había sido siempre absoluto, no se hartaba de oír contar cada paso del ejército francés; y como además de mis palabras, le recreaba bastante, como he dicho en otra ocasión, la boca que las decía, de aquí que no llevara camino de saciar en muchas horas la curiosidad de su entendimiento y la concupiscencia de sus voraces ojos.

-¡Ay!, ¡qué felices son las repúblicas! -pensé-. Al menos, en ellas no hay Reyes pesados y preguntones que quieran saber noticias de la guerra a costa de la felicidad de sus súbditos.

Yo le miraba haciendo esfuerzos heroicos para disimular mi descontento. Al responderle, decía en mi interior:

-Me alegraría de que te encerraran en una jaula como loco rematado.

Él entonces, sin indicios de conocer mi cansancio, hablome así con cierto tono de confianza:

-Se empeñan en que me han de llevar a Cádiz, y yo me empeño en no salir de Sevilla. Veremos si se atreven a llevarme a la fuerza o si yo cedo al fin.

-No se atreverán, señor.

-Ellos saben -continuó-; que en Cádiz hay una terrible epidemia; pero eso no les importa. ¡A Cádiz de cabeza! ¿Nada importa, señores diputados, que yo y toda la real familia nos expongamos a perecer?... Veremos lo que decide el Consejo...

-Decidirá lo más conveniente.

-Yo les digo a esos señores: ¿Creen ustedes posible resistir a los franceses? No. Pues si al fin se ha de capitular, ¿no es mejor hacerlo en Sevilla?

-Admirable raciocinio, señor.

-Nada, a Cádiz, a Cádiz, y entretanto ni coches para el viaje, ni recursos...

Parecía mortificado por dos o tres ideas fijas que agitadamente se sucedían en su mente y se enlazaban formando esa dolorosa serie de vibrantes círculos cerebrales que, si no producen la locura, la imitan. Me fue preciso en vista de tanta pesadez, fingirme enferma y pedirle permiso para retirarme. Él entonces, ¡oh fiero y descomunal tirano!, se empeñó en que me quedase en el Alcázar, donde se me prepararía habitación conveniente.

-Te comprendo, déspota -dije para mí sofocando mi cólera.

No había más remedio que ser huraña y descortés, rehusando los obsequios y tapando mis oídos a preguntillas que empezaban a dejar de ser políticas. Al retirarme, Su Majestad me dijo:

-No saldré de Sevilla, no saldré... Veremos si se atreven.

-No se atreverán, señor -le respondí-. Vuestra Majestad podrá, con una firme voluntad, desbaratar las maquinaciones de los pérfidos.

Estas vulgaridades palaciegas le agradaban. Le dejé entregado a sus febriles inquietudes y corrí a calmar las mías. Por el camino iba contando el tiempo transcurrido, que me parecía largo, como todo lo que precede a la felicidad que se espera. Llegué a mi casa, subí precipitadamente, creyendo que él saldría a recibirme con los brazos abiertos; pero en mis habitaciones hallé un silencio y un vacío tristísimos... No estaba. Mi primer impulso fue de ira contra él por la audacia inaudita, por la infame crueldad de no estar allí; pero luego tornáronse contra el Rey mis furores, cuando Mariana, mi fiel criada, me dijo que el caballero se había cansado de esperar.

-¿Luego ha estado aquí?

-Sí señora; ha estado más de hora y media. No haría diez minutos que usted había salido, cuando entró...

-¿Y no dijo que volvería?

-No dijo nada más sino que tenía que ir a las Cortes.

-Yo también tengo que ir a las Cortes -dije sintiéndome como una máquina loca que mueve a la vez, con precipitada carrera todas sus ruedas-. Vamos, vístete, Mariana, que no quiero perder esa gran sesión.

Por no ir sola, yo llevaba siempre conmigo a mi leal criada, vestida de señora, imitando en esto la usanza francesa de las señoritas de compañía. Esto era sumamente cómodo para mí, porque me libraba de la necesidad de admitir en muchos casos la compañía de hombres importunos o antipáticos. En poco tiempo, haciendo yo de sirviente y Mariana de señora, quedó vestida, no tan bien que se desconociese su inferioridad con respecto a mí; pero con suficiente elegancia para poder ir al lado mío. Muchos la creían hermana soltera o parienta pobre.