V

Llegué a la Seo el 14 de Agosto. ¡Qué viaje el de Benabarre a la Seo! Si antes todo se adaptaba al lisonjero estado de mi alma, después todos los caballos eran malos, todos los caminos intransitables, todas las posadas insufribles, todos los días calorosos, y las noches todas tristes como los pensamientos del desterrado. Mi alma sin consuelo, mientras más gente veía, más sola se encontraba. Mi pensamiento no podía apartarse de aquel lugar siniestro donde habían quedado mi amor y mi suplicio, mi falta y mi conciencia, representados cada una en un hombre.

Casi antes de desempeñar mi comisión traté de ocuparme de salvar al infeliz que había quedado cautivo en Benabarre; pero Mataflorida me dijo sonriendo:

-Luego, luego, mi querida señora, trataremos de ese asunto. Infórmeme usted de lo que trae, pues no hay tiempo que perder. Hoy mismo constituiremos la Regencia.

Más de dos horas estuvimos departiendo. Él, como hombre muy ambicioso y que gustaba de ser el primero en todo, recibió con gusto las instrucciones reservadísimas que le daban gran superioridad entre sus compañeros de Regencia. Eran estos el barón de Eroles y don Jaime Creux, arzobispo de Tarragona, ambos, lo mismo que Mataflorida, de clase humildísima, sacados de su oscuridad por los tiempos revolucionarios, lo cual no era un argumento muy fuerte en pro del absolutismo. Una Regencia destinada a restablecer el Trono y el Altar, debió constituirse con gente de raza. Pero la edad revuelta que corríamos los exigía de otro modo, y hasta el absolutismo alistaba su gente en la plebe. Este hecho, que ya venía observándose desde el siglo pasado, lo expresaba Luis XV diciendo que la nobleza necesitaba estercolarse para ser fecundada.

De los tres regentes, el más simpático era Mataflorida y también el de más entendimiento; el más tolerante Eroles, y el más malo y antipático, D. Jaime Creux. No puede decirse de estos hombres que habían marchado con lentitud en sus brillantes carreras. Eroles era estudiante en 1808 y en 1816 teniente general. El otro de clérigo oscuro pasó a obispo, en premio de su traición en las Cortes del año 14.

Yo no tenía mi espíritu en disposición de atender a las ceremonias con que quisieron celebrar los triunviros el establecimiento de la Regencia. Después de publicar su célebre manifiesto, proclamaron solemnemente al Monarca, restituyéndole a la plenitud de sus derechos, según decíamos entonces. Levantóse en la plaza de la Seo un tablado, sobre el que un sacristán vestido de rey de armas gritó: «¡España por Fernando VII!» y luego dieron al viento una bandera en la cual las monjas habían bordado una cruz y aquellas palabras latinas que quieren decir: por este signo vencerás. Los altos castillos que coronan los montes en cuyo centro está sepultada la Seo hicieron salvas, y aquello en verdad parecía una proclamación en toda regla.

Después de la ceremonia política hubo jubileo por las calles y rogativa pública, a que concurrió el obispo con todo el clero armado y el cabildo sin armas. Era un espectáculo edificante y al mismo tiempo horroroso. Daba idea de la inmensa fuerza que tenían en nuestro país las dos clases reunidas, clero y plebe; pero los frailes armados de pistolas y los guerrilleros con vela en la mano, el general con crucifijo y el arcediano con espuelas, movían a risa y a odio juntamente. El ejército de la fe, uniformado sólo con el gorro catalán habría parecido un ejército de pavos, si no estuviera bien probado su indomable valor.

Yo veía aquella procesión chabacana, horrible parodia del levantamiento nacional de 1808, y aquellas espantosas figuras de curas confundidas con guerreros, como se ven las ficciones horrendas de una pesadilla. Tal espectáculo era excesivamente desagradable a mi espíritu, y la bulla del pueblo me ponía los nervios en el más lastimoso desorden. Semejante Carnaval en Urgel, que es sin disputa el pueblo más feo de todo el mundo, era para enfermar y aun enloquecer a cualquiera. Mi privilegiada naturaleza me salvó.

Y pasaban días sin que me fuera posible hacer nada de provecho por mi amado prisionero de Benabarre. Obtenía, sí, promesas y aun órdenes de la Regencia; pero como no podía trasladarme yo misma al lugar del conflicto, era muy difícil que tuviesen cumplimiento. Antes me dejara morir que encaminarme a paraje alguno donde hubiese probabilidades de encontrar la persona o siquiera las huellas de mi esposo; y según mis averiguaciones, este no había abandonado el bajo Aragón.

Al fin supe que mi cara mitad, uniéndose a Jeps dels Estanys, había pasado a la alta Cataluña. Llena de esperanza entonces corrí a Benabarre, cargada de órdenes de Mataflorida y del mismo Eroles que acababa de ponerse a la cabeza de la insurrección catalana. Ningún obstáculo podían oponerme ya los guerrilleros; mas por mi desgracia, cuando llegué al funesto pueblo de Aragón ni un solo partidario del realismo quedaba en su recinto; el castillo había sido volado, y el mísero cautivo, según me dijeron, trasladado a otro punto.

-¿Vivo? -pregunté.

-Vivo y cargado de cadenas -me contestó la misma mujer de aquella horrenda noche de Agosto-. Se iba muriendo por el camino; pero le daban comida y bebida para que no acabase de padecer.

No tuve tiempo para entregarme a inútiles lamentaciones, porque corrió por todo el pueblo esta horrible voz: ¡los liberales!, ¡que vienen los liberales!, y tuve que huir. Con mucho trabajo y gastando bastante dinero pude escapar a Francia por Canfranc.

NOTA DEL AUTOR. Aquí concluye el primer fragmento de las curiosas Memorias. Como el segundo se refiere a sucesos ocurridos en la primavera del 23, resultando una interrupción de siete meses, nos vemos en la necesidad de llenar tan lamentable vacío con relaciones propias, que abreviaremos todo lo posible para que no se echen de menos por mucho tiempo las aventuras de la dama viajera, contadas por ella misma.