IV

Gracias a nuestro dinero y a nuestro buen porte podíamos disfrutar de todas las comodidades posibles en las posadas. El calor nos obligaba a detenernos durante el día, caminando por las noches, y ni en Castilla ni en Aragón tuvimos ningún mal encuentro, como recelábamos, con milicianos, ladrones o espías del Gobierno.

Más allá de Zaragoza empezamos a temer que nos salieran al paso las tropas de Torrijos o de Manso. Por eso en vez de tomar directamente el camino de Cataluña subimos hacia Huesca, Salvador, cuya antipatía a los facciosos y guerrilleros era violentísima, se mostró disgustado al considerarse cerca de ellos. Entonces tuve un momento de súbita tristeza, oyéndole decir:

-Cuando lleguemos a un lugar seguro o estés entre tus amigos, me volveré a Madrid.

Yo deseaba que no llegasen ni el lugar seguro ni tampoco mis amigos. Pero aunque mi tristeza fue grande desde aquel instante, apoderándose de mi corazón como un presagio de desventuras, estaba muy lejos de sospechar el espantoso golpe que nos amenazaba, consecuencia providencial de nuestra falta y de mi criminal ligereza. ¡Ay!, piensa el malo que sus alegrías han de ser perpetuas, y la misma grata corriente de ellas le lleva ciego a lo que yo llamo la sucursal del infierno en la tierra, que es la desgracia y el anticipado castigo de los delitos.

De Huesca nos dirigimos a Barbastro, siguiendo por un detestable camino hasta Benabarre, donde entramos al anochecer. Detuvieron nuestro coche algunos hombres, y al verles, exclamé:

-Los guerrilleros. Ya estamos en casa.

Salvador mostró gran disgusto, y cuando fuimos interrogados, dio algunas contestaciones que debieron de sonar muy mal en los oídos de los soldados de la fe. Yo tenía confianza en mi gente y la seguridad de no ser detenida; pero no fue posible evitar ciertas molestias. Nos hicieron bajar del coche antes de llegar a la posada y presentarnos a un rústico capitán que estaba en la venta del camino bebiendo vino juntamente con otro guerrillero, al modo de frailazo, armado de pistolas y con dos o tres individuos de malísima catadura.

Sus maneras no eran en verdad nada corteses, a pesar de defender causa tan sagrada como es la del Altar y el Trono; pero con dos o tres palabras dichas enérgicamente y en tono de dignidad, me hice respetar al punto. Yo mostraba al que parecía jefe mis papeles, cuando observé que uno de los hombres allí presentes miraba a mi compañero de viaje con expresión poco tranquilizadora. Llegose a él, y poniéndole la mano en el hombro le dijo con brutal modo y expresión de venganza:

-¿Me conoces? ¿Sabes quién soy?

-Sí -le respondió Monsalud, pálido y colérico-. Ya sé que eres un hombre vil; tu nombre es Regato.

El desconocido se abalanzó en ademán hostil hacia mi amigo, pero este supo recibirle con tanta valentía, que le hizo rodar por el suelo, bañado el rostro en sangre. Quedeme sin aliento al ver la furia de aquella gente ante el mal trato dado a uno de los suyos. Milagro de Dios fue que no pereciésemos allí; pero el capitán parecía hombre prudente, y haciendo salir de la venta al agraviado, nos notificó que estábamos presos hasta que el jefe decidiera lo que se había de hacer con nosotros.

Afectando serenidad le dije que mirara bien lo que hacía, por ser yo persona de gran poder en la frontera y en Palacio; pero encogiéndose de hombros, tan sólo me permitió después de largas discusiones hablar al que ellos llamaban coronel. Salí desalada de la venta, dejando en ella la mitad de mi alma, pues allí quedó guardado por dos hombres mi ultrajado amigo, y me presenté al coronel, que era un capuchino de Cervera. Acababa de despachar un bodrio y dos azumbres que le habían puesto para que cenase, y su paternidad, después del pienso, no tenía al parecer la cabeza muy serena. Sin embargo, no me trató mal. Díjome que el Sr. Regato le había informado ya de quién era mi acompañante, y que en vista de sus antecedentes y circunstancias, no podía ser puesto en libertad. Púseme furiosa; yo me creí capaz de destrozar sólo con mis uñas a aquel tremendo fraile coronel cuyas barbas y salvaje apostura ponían miedo en el corazón más esforzado. Sin miramiento alguno le increpé, diciéndole cuantas atrocidades me vinieron a la boca y amenazándole con pedir su cabeza al Rey; pero ni aun así logré ablandar aquella roca en figura de bestia. Oyome el bárbaro con paciencia, sin duda por ser más fraile que guerrero, y resumió sus resoluciones diciéndome:

-Usted, señora, puede ir libremente a donde le acomode; pero ese hombre no me sale de aquí.

¡Ay!, si yo hubiera tenido a mis órdenes diez hombres armados habría atacado al batallón, cuadrilla o lo que fuera, segura de destrozarlo, que tanto puede el furor de una hembra ofendida. Volví a la venta, resuelta a sacar de ella a Salvador con mis propias manos, desafiando las armas de sus guardianes; pero cuando entré, mi compañero de viaje, mi adorado amigo, mi pobre marqués de Berceo, había desaparecido. Le llamé con la voz ronca de tanto gritar; le llamé con toda mi alma, pero no me respondió. Una mujer andrajosa, que parecía tan salvaje y feroz como los hombres que en aquel pueblo vi, salió conmigo al camino y señalando a un punto en la oscuridad del espacio negro, dijo sordamente:

-Allí.

Y mirando hacia donde su dedo me indicaba, vi unas grandes sombras que parecían murallones almenados y como ruinas hendidos. Pregunté qué sitio era aquel y la desconocida me contestó:

-El castillo.

La mujer llevando una cesta con provisiones, marchó en dirección del castillo. Yo la seguí. No tardamos en llegar, y por una poterna desvencijada que se abría en la muralla, después de pasado el foso sin agua, penetramos en un patio lleno de escombros y de yerba.

-¡Aquí, aquí le han encerrado! -exclamé mirando a todos lados como quien ha perdido el juicio.

La mujer se detuvo ante mí, y señalando el suelo dijo con voz muy lúgubre:

-¡Abajo!

Yo creí volverme loca. Los ojos de la horrible persona que me daba tan tremendas noticias brillaban con claridad verdosa, como los de animal felino. Quise seguirla cuando subió la escalerilla que conducía a las habitaciones practicables entre tanta ruina; pero un centinela me echó fuera brutalmente, amenazándome con arrojarme al foso si no me retiraba más pronto que la vista. Estas fueron sus propias palabras.

Corrí hacia el pueblo, resuelta a ver de nuevo al coronel capuchino de Cervera. Pero tanta agitación agotó al fin mis fuerzas, y tuve que sentarme en una gran piedra del camino, fatigada y abatida, porque a mi primera furia sustituyó una aflicción profundísima que me hizo llorar. No recuerdo haber derramado nunca más lágrimas en menos tiempo. Al fin, sobreponiéndome a mi dolor, seguí adelante, jurando no continuar el viaje sin llevar en mi compañía al infeliz cuanto adorado amigo de mi niñez. Desperté al capuchino, que ya roncaba, el cual de muy mal talante, repitió su fiera sentencia, diciendo:

-Usted, señora, puede continuar su viaje; pero el otro no saldrá de aquí sin orden superior. Yo sé lo que me digo. ¡Pisto!, que ya me canso de sermonear. Vaya usted con Dios y déjenos en paz.

Despreciando su barbarie, insistí y amenacé, y al cabo me dio algunas esperanzas con estas palabras:

-El jefe de nuestra partida acaba de llegar. Háblele usted a él, y si consiente...

-¿Quién es el jefe?

-D. Saturnino Albuín -me contestó.

Al oír este nombre vi el cielo abierto. Yo había conocido en Bayona al célebre Manco, y recordé que aunque muy bárbaro, hacía alarde de generosidad e hidalguía en todas las ocasiones que se le presentaban. No quise detenerme ni un instante, y al punto me informé de que D. Saturnino estaba en una casa situada junto al camino a la salida del pueblo en dirección a Tremp. Desde la plaza se veían dos lucecillas en las ventanas de la vivienda. Corrí allá guiada por la simpática claridad de aquellas luces semejantes a dos ojos y que eran para mí fanales de esperanza. Llegué sin aliento, agitada por la fatiga y un dulce presagio de buen éxito que me llenaba el corazón.

El centinela me dijo que no se podía pasar; pero apelando a mis bolsillos, pasé. En la escalera, en el pasillo alto, fui repetidas veces detenida; pero con el mismo talismán abríame paso.

-Ahí está -me dijo un hombre señalando una puerta detrás de la cual se oían alteradas voces en disputa. Sin reparar más que en mi afán empujé la puerta y entré.

Albuín, que estaba en pie, se volvió al sentir el ruido de la puerta, y me interrogó con sus ojos, que expresaban sorpresa y cólera por mi brusca entrada. Otro guerrillero estaba junto a la mesa con los codos sobre ella, encendiendo un cigarro en la luz del velón de cobre que alumbraba la estancia.

-¿Qué se le ofrece a usted, señora? -me dijo Albuín moviendo con gesto de impaciencia su única mano.

Yo no había dado cuatro pasos dentro de la habitación, cuando observé que más allá de la mesa había otro hombre, apoltronado en un sillón, con los pies extendidos sobre una banqueta, inclinada la cabeza sobre el hombro y durmiendo tranquilamente con ese sueño del guerrillero cansado que acaba de recorrer dos provincias y marear a dos ejércitos. Al verle ¡Santo Dios!, me quedé yerta, muda, como estatua; no pude pronunciar una palabra, ni dar un paso, ni respirar, ni huir, ni gritar. El terror me arrancó súbitamente del pensamiento mis angustias de aquella noche.

Aquel hombre era mi marido.

-¿Qué se le ofrece a usted, señora? -volvió a preguntarme el Manco.

Pasado el primer instante de terror, en mí no hubo otra idea que la idea de huir, de desaparecer, de desvanecerme como el humo o como la palabra vana que se lleva el viento.

-Pero, ¿qué se le ofrece a usted, demonio? -repitió el guerrillero.

-¡Nada! -contesté, y a toda prisa salí de la habitación.

Yo creo que ni un relámpago corre como yo corrí fuera de la casa. No veía más que el camino, y mi veloz carrera nunca me parecía bastante apresurada para llegar al centro del pueblo donde había dejado mi coche.

A lo lejos, detrás de mí, sentí voces burlonas que decían:

-¡La mujer loca, la mujer loca!

Eran los bravos a quienes yo había dado tanto dinero para que me dejasen pasar. A cada instante volvía la cabeza por ver si mi marido venía corriendo detrás de mí.

Llegué medio muerta a donde estaba mi coche, y tirando del brazo del cochero para que despertase, grité:

-¡Francisco, Francisco, vuela, vuela fuera de este horrible pueblo!

Y me metí en el coche.

-¿Adónde vamos, señora? -me preguntó el pobre hombre sacudiendo la pereza.

-¿Estás sordo? Te he dicho que vueles... ¿Hablo yo en griego?, que vueles, hombre. Mata los caballos, pero ponme a muchas leguas de aquí.

-¿A dónde vamos, señora? ¿Hacia la Seo?

-Hacia el infierno si quieres, con tal que me saques de aquí.

Mi coche partió a escape, y siguiendo el camino en dirección a Tremp, pasé junto a la malhadada casa donde había visto a mi esposo. Entonces los bárbaros reunidos junto a la puerta me aclamaron otra vez, arrojando algunas piedras a mi coche. Su grito era:

-¡La mujer loca, la mujer loca!

En efecto, lo estaba. ¡Ah! ¡Benabarre, Benabarre, maldito seas! En ti acabó mi felicidad; en las espinas de tu camino dejé clavado mi corazón chorreando sangre. Fuiste mi calvario y la piedra resbaladiza de mal agüero donde caí para siempre, cuando más orgullosa marchaba. Fuiste el tajo donde el cielo puso mi cabeza para asegurar el golpe de su cuchilla; pero con ser obra del cielo mi castigo, ¡te odio, execrable pueblo de bandidos! ¡Sepulcro de mi edad feliz, no puedo verte sin espanto, y mientras tenga lengua, te maldeciré!