Los bandos de Castilla: 07


Capítulo VI editar

Rápida ojeada a la corte de Castilla


Cuando se multiplicó por la tierra la especie humana, los hombres para ser felices salieron del fondo de los desiertos y se juntaron en sociedad. Andando los tiempos como la torpeza, el encono y mil vergonzosas pasiones devastasen las ciudades; los descendientes de Adán corrieron otra vez a los desiertos en busca de aquel puro silencio, de aquella misma tranquilidad y templanza por la cual los abandonaran en otra época, reuniéndose amistosamente en domésticos hogares.

La corte de Castilla en la ocasión de que hablamos podía dar una idea del grado de corrupción a qué habían llegado las sociedades humanas. Bandos, divisiones entre los grandes y otras borrascosas revueltas alteraron los ánimos, anunciando sangrientas calamidades a aquel célebre país, desde principios del reinado de don Juan el II. Atizaban estos vergonzosos desórdenes por una parte don Juan y don Enrique, infantes de Aragón, y por otra don Álvaro de Luna, gran valido del monarca castellano. Favorecían a aquellos el almirante don Fadrique, el conde de Benavente, los hermanos Pedro y Fernando de Quiñones, el conde de Castro y el de Pimentel; y apoyaban los pérfidos manejos del privado, su propio hijo don Pelayo de Luna, el conde de Alba, el marqués de Villena, Rodrigo de Alcalá, el gran maestre de Calatrava, el arzobispo de Toledo, hermano del mismo don Álvaro, el marqués de Santillana y el duque de Castromerín. Muchos grandes del reino se agregaban a uno de estos partidos según eran inclinados por deudo, amistad o carácter; mientras otros menos ambiciosos o turbulentos se mantenían quietos en sus castillos, y lamentaban en secreto aquellos sangrientos desacatos.

Generalmente parecían injustas las ambiciosas pretensiones de los infantes de Aragón, pero de todas maneras más tolerables que el orgullo y la desenfrenada codicia de don Álvaro de Luna. La soberbia de este favorito había enconado de tal suerte los ánimos, que era por do quiera aborrecido como el tirano de su país y el enemigo de la prosperidad ajena. Fácil y repentinamente subió distintas veces a la cumbre de la grandeza y buenandanza, y si los vicios no hubiesen envilecido su carácter, acaso diera muestras de blanda condición, unida a noble esfuerzo y perspicacia. Era de ingenio vivo, de juicio agudo, concertado en las palabras y aunque algo impedido en el habla, feliz y sazonado en los donaires. No obstante a mañosa astucia y profundo disimulo, juntaba mayor soberbia, ambición y atrevimiento: bajo tenía el cuerpo, pero recio y a propósito para las fatigas de la guerra; menudas las facciones de su rostro, pero graves, expresivas, llenas de espíritu y majestad. Acostumbrado a mandar en el ánimo del rey, había casi treinta años que estaba de tal modo apoderado de la casa real, que ninguna cosa grande ni pequeña se hacía sino por su orden; y así es, que además de los muchos castillos y dignidades de que le hiciera merced don Juan el II, había conseguido ser nombrado condestable de Castilla en mengua de don Ruy López Dávalos, y posteriormente gran maestre de Santiago después de la batalla de Olmedo. Ufano con tal ilimitado poder, creyéndose cada día más seguro por haber salido libre distintas veces de los destierros y asechanzas que le armaron sus contrarios, por la privanza que tenía con el rey, por sus cargos y tesoros y haber ya fallecido el infante don Enrique de Aragón, uno de sus más encarnizados enemigos; subió en tanto grado su aspereza, que se dejaba visitar con dificultad, mostrándose descomedido en la cólera, fieramente desdeñoso en la alta opinión que tenía de sí mismo. Exasperado por otra parte con la animosidad de sus adversarios, así que se vio de nuevo en la cumbre de la grandeza, restituido a sus honores y autoridad, hizo sangrientos estragos con el deseo ardiente de vengarse, a guisa de fiera que agarrochean en la leonera, y después la sueltan contra aquellos mismos que antes la irritaban befándola y escarneciéndola.

Igual a su padre en orgullo y poder, superior a él en el desenfreno de las costumbres y relajación propia de la mocedad, descollaba don Pelayo entre los partidarios del favorito, y se hacía igualmente odioso a los pueblos y a la grandeza del reino. Diestro en el manejo de las armas, intrépido y bravo en batallas y torneos, no pocas veces puso en fuga las haces del rey de Granada, y los escuadrones del monarca de Aragón. La nombradía que adquiriera en estas andanzas y revueltas le valió entre sus secuaces el renombre de Aquiles castellano; hasta que apareciendo en la escena el caballero del Cisne, sus grandes hechos de armas eclipsaron algún tanto el esplendor de sus proezas. La fortuna reunió felizmente a estos dos guerreros en el brillante torneo de Segovia, y desde el célebre encuentro que tuvieron en él, muchos hubo que declararon mejor lanza al caballero del Cisne; por otra parte querido y ensalzado de los pueblos en razón de la nobleza de sus principios, franco desprendimiento, mansa y apacible condición.

Asociado el hijo de don Álvaro de Luna con Rodrigo de Alcalá, Raimundo de Monfort, Ramiro de Astorga y otros caballeros jóvenes y disolutos, cometían los mayores desaguisados y torpezas, so color de las enemistades de los grandes, y apoyados en la debilidad del rey y en el prestigio de que gozaba en la corte el primogénito del valido. De aquí podía decirse que era aborrecido don Álvaro como varón público, y su hijo como hombre privado: aquel se dejaba arrastrar de una ambición que no conocía freno, éste de bajas y lujuriosas inclinaciones: el primero sembraba discordias entre los grandes, suscitaba querellas y desolaba los reinos; el segundo insultaba los ancianos, no respetaba las vírgenes y cubría de luto las familias.

A pesar de algunos leves rumores acerca de estos desmanes y del carácter violento de don Pelayo de Luna, el duque de Castromerín estaba resuelto a casarlo con su hija, infatuado con el poder del condestable y su absoluta privanza. Conociendo don Álvaro las inmensas ventajas que semejante matrimonio acarrearía a su familia, y enterado de la pasión que inspiraba a don Pelayo la hija de Castromerín, había sabido lisonjear con maña la vanidad del duque, haciendo que el mismo rey se interesase en este casamiento, y le ofreciese brillantes mercedes y espléndidas dignidades. No dejaba de haber muchos que conociesen lo vergonzoso de esta alianza y las secretas causas que la hicieran entablar, pero eran cabalmente los que por su probidad, modestia y pundonorosa hidalguía no tenían favor en la corte, viviendo por lo tanto obscuros y retirados en sus posesiones o castillos. Lejos pues de conseguir cosa alguna contrariando este proyecto, sólo hubieran contribuido a acrecentar la insolencia de sus autores por medio de su propio vencimiento. Desde su pacífico retiro auguraban a la nación largos días de llanto y desventura si se afianzaba el bando del soberbio favorito por medio del proyectado enlace con la ilustre heredera de Castromerín. El partido de los infantes que sólo pudiera resistir y acaso desbaratar estos planes, parecía haber enflaquecido desde la batalla de Olmedo, y el del condestable haber cobrado nuevos brios y absoluto dominio en el mando. En vista de tal empeño llevado adelante a pesar de la oposición de Blanca, no había alma honrada y generosa que dejase de llorar la suerte de esta amable doncella, a quien la gente sensata deseara ver unida al caballero del Cisne, no sólo en favor de la justicia que asistía a este guerrero, sino también por haberse traslucido su pundonorosa conducta en el último atentado de don Pelayo, tanto más digna de elogio, cuanto más baja y criminal aparecía la de este jactancioso paladín. Con esto además desvanecíase del todo el general deseo de dar fin a los bandos de Castilla por medio de una alianza entre dos familias de la primera nobleza aragonesa y castellana, que hubiesen figurado en primer escalón durante aquellas ominosas revueltas, y fuesen capaces por sí solas de mantener a sus jefes y secuaces en los justos límites de una capitulación prudente y ventajosa.

Un rey de más carácter y firmeza que don Juan el II habría conjurado con sesudas y acertadas providencias todo este fecundo vértigo de disensiones y horrorosos elementos de discordia. Pero el monarca castellano, si bien tenía algunas buenas partes, era de suyo flojo y pusilánime, y con la muelle educación que le diera la reina doña Catalina, más acostumbrado a la caza y los placeres, que a sostener con fuerte mano las espinosas riendas del gobierno. Ejercitábase y lucía el ingenio con estudios de música y poesía española, y gustaba también de que sus cortesanos se distinguiesen en el arte de trovar, y cantasen sus amores en fluidos y elegantes versos. Por esto florecieron en su corte esclarecidos poetas entre los cuales descollaba Juan de Mena, oráculo de aquellos tiempos, honra y gala de los ingenios, a quien debiera su naciente lozanía, su primitivo esplendor la poesía castellana. No es extraño pues que las floridas y vigorosas rimas de este famoso vate corrieran de boca en boca, sin que las pudiesen hacer olvidar con su belicoso estruendo las sangrientas guerras de aquel reinado, durante el cual y aún en los siglos posteriores han sido celebradas con extraordinaria admiración y aplauso.

Tan a propósito era el monarca para atender a estos literarios ejercicios, como pequeño y menguado para sufrir las incomodidades y trabajos del arte de mandar a los hombres. A poco rato que se dedicase a ello se sentía oprimido y congojoso, y soltaba el gobernalle del estado abandonándolo en manos de sus favoritos para entregarse de nuevo a la molicie y blandura, conducta bien opuesta al espíritu guerrero, robusto y varonil que siempre manifestaran los soberanos de Castilla. La elevación del cuerpo y blancura de su color prevenían de repente a favor de su persona; pero al examinarlo de cerca se desvanecía esta primera opinión notando ser algo metido de hombros, y trasluciéndose en su lánguido mirar y desmayados ademanes toda la pusilanimidad y abatimiento de su ánimo. Rey bondadoso y clemente, que acaso hiciera feliz a su pueblo en épocas de prosperidad y holganza; pero que ni pudo hacerse feliz a sí mismo luchando con los disturbios y alteraciones, que a manera de impetuosas oleadas inundaban por todas partes las Castillas en el siglo décimo quinto.

En medio de esta terrible confusión de sucesos, apenas se divisaba algún débil rayo de esperanza para aquel desgraciado reino. Verdad es que los torneos y el canto de trovadores alternaban con las continuas enemistades y los reñidos encuentros; pero muy poco aliviaban al pueblo tales espectáculos, puesto que a ellos sucedían otra vez los alborotos y las devastaciones. De frívolas cosas se originaban eternas desavenencias, grande avenida y creciente de sañas y de enojos: los que marchaban al frente de los partidos eran varones de irascible corazón, y al paso que dispuestos a irritar los ánimos de sus contrarios, incapaces de sufrir leves demasías, ni dejarse ablandar por el lastimoso cuadro de tantas calamidades.

No obstante don Enrique de Aragón, hijo del infante del mismo nombre, que murió de una herida en la batalla de Olmedo, daba muestras de carácter más brillante, generoso y elevado. Heredara de su padre el odio al condestable de Castilla y sus pretensiones a diversos estados de aquel reino; pero en atención a su espíritu marcial y caballeresco era de esperar que hiciese valer sus derechos con más nobleza y desinterés, moviendo abiertamente la guerra como esforzado, sin recurrir a la cábala o la intriga. Su juventud, las gracias de su persona y las prendas del ánimo de que tendremos ocasión de hablar le valieron un sinnúmero de partidarios que corrieron a pelear bajo sus banderas a do quiera que los llevase, seducidos por su afable condición y el elogio que hacía la fama de su intrepidez y talentos. Pero don Álvaro de Luna, temiendo como era de ver el prestigio de este nuevo contrario, más terrible por sus recomendables cualidades, que por su poder el otro infante de Aragón, entonces rey de Navarra, levantara contra él súbita e implacable persecución, obligándole a retirarse a su estado de Ampurias desde donde se disponía a vengar tamaño ultraje entrando por las Castillas al frente de ordenados y lucidos escuadrones. Por lo demás si a los buenos de este reino quedaba alguna esperanza de ver derribado algún día el partido de don Álvaro de Luna, podían únicamente apoyarla en el esplendor de este joven, digno por tantos títulos de la estimación y entusiasmo de los pueblos. Tal era el estado de las cosas de Castilla en la época de que hablamos, y tal la necesidad de que se solidase la marcha del gobierno, arrancando la raíz el poderoso bando, cuya desmesurada ambición y orgullo transtornaba los cimientos del estado, enemistaba entre sí los soberanos de la España, y hacía que continuamente ardiese el volcán de la discordia.