Los bandos de Castilla: 06
Capítulo V
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Mientras esto pasaba en los bosques del parque, reinaba el mayor desorden en el castillo de Castromerín. Desde que se hizo tarde Leonor envió varios criados por los jardines en busca de su amada discípula: volvieron uno tras otro sin haberla podido hallar, y el aya de Blanca empezó a concebir vivos temores acerca de lo que habría sido de esta melancólica doncella. Ocurriole que podría haber prolongado su paseo por el parque, aunque a tal hora de la noche no la juzgase capaz de tanto valor. Con todo no hallándola en los jardines, creyó que únicamente por allí se hubiese extraviado. Con esta idea llama al momento a las gentes de la casa, y envía a Lorenzo con dos de sus compañeros a fin de que recorriese con la mayor escrupulosidad todo el recinto.
Parten deseosos de encontrar a la hija de su señor a quien amaban en razón de su manso y templado carácter, e intérnanse por las revueltas del parque de Castromerín, a despecho de la tempestad que bramaba sobre sus cabezas.
-Extraño es que el viejo Lorenzo haya accedido a venir a tales horas por estos sitios, dijo Beltrán, uno de los flecheros del alcázar a su antiguo y desvencijado mayordomo.
-¿Te quieres callar? respondió este: ocúpate en lo que buscamos y deja lo demás. Vuelve la lámpara hacia la mano derecha: ¿no distingues cosa alguna?
-Nada, voto a mi cuerpo, respondió Beltrán. Vaya que tienen raros caprichos las damas de este castillo. Como si no supieran que anda suelta por ahí la dueña doña Jimena...
-Así te viera seca esa lengua, interrumpió Lorenzo: ¿no te he dicho, maldito de Barrabás, que no me nombres por estos andurriales a la tal señora?
-He aquí la cruz, dijo el otro criado, donde es fama que el duque Leopoldo mató en singular combate al conde de...
-De los infiernos; atajole el mayordomo; es fuerte cosa que no habéis de hablar más que de los que murieron: hombre, no vuelvas esa linterna hacia mí que me deslumbras... tampoco andéis tan despacio, y levantad la voz de cuando en cuando por si anda la hija de mi señor errante por esos bosques.
-Sí, respondió el criado, hallado os la habéis traspapelada entre unas matas. Así anda ella ya por ahí ni por parte alguna como mi padre. Y por lo que hace a eso de alzar la voz, grite enhorabuena el señor Lorenzo si es que gusta de que la dueña le eche el guante: en cuanto a mí no pienso llamar su atención de ningún modo, así tal vez salga con vida de esta peligrosa aventura.
-Y puedas más tarde visitar a tu sabor la bodega del castillo, añadió Beltrán.
-Calla, dijo su compañero: ¿no te parece oír un canto algo distante y melancólico?
-No oigo más, respondió Beltrán después de escuchar un instante, que el prolongado rumor de los truenos, y el mugido de los pinos agitados por el viento.
-Pues te digo, replicó el otro, que acaba de llegar a mis oídos un canto fúnebre y siniestro.
-¿De veras? preguntó Lorenzo medio temblando.
-¡Oh! no lo dudéis; dejad sino las linternas aquí en el suelo detrás de los matorrales, guarezcámonos de la lluvia debajo la copa de esta encina, y escuchemos.
Hicieron en efecto lo que el mozo les decía, y algo abroquelados con las ramas de un árbol venerable por su antigüedad y corpulencia, estuvieron aguardando el canto de aquella voz misteriosa y desconocida.
-Ya te decía yo que te silbaban las orejas, exclamó Beltrán viendo que nada se oía. Vaya, vaya, echa mano a tu lamparilla, y no nos vengas otra vez con esos cuentos.
-Por vida de san Cosme, te repito que es verdad: y aún más; lo que cantaban era cosa lamentable y plañidera; así como de entierro.
-Apuesto a que ese menguado, replicó Beltrán dirigiendo la palabra al mayordomo, se empeñará en hacernos creer que ha oído los alaridos de las brujas cuando bailan para divertir al diablo.
-No puede ser sino que tengas algún familiar en ese cuerpo, respondiole en voz baja el viejo Lorenzo: si conocieses mejor estos bosques no extrañarías por cierto tales prodigios.
Aquí llegaban de su diálogo cuando hirió efectivamente sus oídos el eco de una voz al parecer algo distante que cantaba cierto aire peregrino y melancólico. Perdíanse de cuando en cuando aquellos lúgubres sonidos entre los silbos de la borrasca, pero se fueron visiblemente acercando, y ya se pudieron distinguir con más claridad.
-A lo menos ahora, dijo el criado con muy apagado acento, no me diréis que sea ilusión.
-Yo no he dicho tal, respondió el mayordomo. Sabéis lo que conviene hacer, compañeros, volvernos al castillo para que vengan los demás criados y el padre Antonio también con ellos.
-¡Qué hablas de huir, villano! gritó Beltrán, juro a mi cabeza que no hemos de entrar en Castromerín hasta haber dado la vuelta por todo el parque. Ea, linterna en mano y sigamos nuestro camino por este mismo sendero.
Dice, y sus dos compañeros le siguen temblando sin atreverse a replicarle. Ambos vuelven y revuelven detrás de él por aquellas sendas tortuosas y encrucijadas, siempre alargando el cuello y aplicando el oído. Azorados y yertos de miedo invocan secretamente todos los santos del cielo, y se estremecen al escuchar las terribles blasfemias que profiere Beltrán. Pero llegan al colmo sus temores cuando ven que el flechero se para de repente y levanta su linterna.
-¿Qué es lo que has visto, le pregunta el mayordomo?
-Una mujer alta con tocas blancas y saya negra, que se ha metido entre aquellos árboles, responde el imperturbable guerrero.
-¡Perdidos somos! exclama Lorenzo.
-¡Perdidos! repite el otro criado.
-Poco temblar, cobardes, continua Beltrán. Convengo no obstante en que volvamos al castillo a lo que decíais, pues aunque gradúo de pueriles semejantes temores, hay en lo que acabo de ver algo de superior a mis rústicos alcances. Vaya, venid conmigo y no temáis que esa aparición, o lo que sea, me quite la serenidad.
Lorenzo y su compañero iban agarrados de la ropa de Beltrán: así anduvieron largo trecho hasta que al volver de una senda vieron delante de sí aquella horrorosa fantasma, sentada al pie de la cruz donde el duque Leopoldo había muerto en singular desafío al conde de Saldaña, si no mentían los antiguos romances. A su aspecto echan a correr Lorenzo y el otro criado dando agudos alaridos, y dejan solo al flechero, que permanece algunos instantes como clavado en aquel sitio contemplando la desagradable visión. La mujer en tanto yacía recostada en la misma base de la cruz, y los rayos de la linterna de Beltrán reflejando en su semblante, iluminaban unas facciones áridas y cadavéricas.
Levántase en esto, y dirigiéndose al soldado con lento y majestuoso paso, habló algunas palabras tendiendo los brazos hacia el castillo, que ya no pudo entender Beltrán, porque desde que el espectro se puso en pie sintió helársele la sangre en las venas, y perdida de todo punto la serenidad y la intrepidez, echó también a correr por lo más hondo y enmarañado de la selva. Sus compañeros llegaron sin aliento al castillo donde refirieron el lance con pasmo y terror de cuantos lo oyeron, asegurando que habían visto a la dueña doña Jimena como arrastraba tras de sí al incrédulo Beltrán, en castigo de su impiedad y de sus blasfemias.
Leonor aunque apesadumbrada hasta lo sumo, reunió cuantos criados y hombres de armas había en Castromerín para registrarlo todo en busca de la imprudente Blanca y de su doncella. Afeó al mayordomo su supersticiosa cobardía, bien que secretamente no dejaba de sentir algún temor a causa de la desaparición de Beltrán, en cuya audacia y bravura tuviera la mayor confianza. Animose sin embargo y corrió inmediatamente en busca de su discípula vertiendo abundosas lágrimas con el recelo de que fuese tardía su diligencia, en atención a que tales preparativos y sucesos habían hecho pasar gran parte de la noche sin que Blanca y su doncella hubiesen sido socorridas.
Ambas jóvenes permanecieron algún tiempo desmayadas sobre el frío pavimento de la capilla, y sólo volvieron a la vida para ser testigos de una escena si cabe más desagradable que la primera. Apenas recobraban los sentidos cuando notaron que entraban en aquel sitio tres caballeros armados de pies a cabeza, calada la visera, llevando uno de ellos una lámpara pendiente de una cadena de bronce. De pronto sintieron alguna alegría por verse en compañía de otras personas, pero cambiose sin tardanza en recelo y temor. Cogiéronlas con sus membrudos brazos aquellos feroces guerreros, y llevándolas al bosque montaron con ellas en los caballos que habían dejado allí amarrados de los árboles, y comenzaron a correr a todo escape para salir de las inmediaciones del castillo.
En tanto la pobre Blanca cubierto el rostro de mortal palidez, esparcidos al viento sus cabellos, inclinada la cabeza sobre el brazo del infame raptor, fijos los ojos en la bóveda celeste y vertiendo desesperado llanto, invocaba al cielo y a sus mismos enemigos con los más fervorosos clamores.
-Nada temáis, le dijo al fin el caballero que se la llevaba: estáis en los brazos de un hombre que tierno os ama, y a quien vuestro noble padre os destina para esposa.
-¡Cielos! exclamó la infeliz cediendo a la violencia de este golpe; ¡en brazos de don Pelayo de Luna!... ¿y a dónde osáis llevarme? Si alguna vez se ha enternecido vuestro pecho por las lágrimas de una hermana o las caricias de una madre, os ruego, señor caballero, que os apiadéis de las angustias de una tímida doncella. Volvedme a los brazos de Leonor, y os prometo agradecer toda mi vida semejante rasgo de generosidad.
Súplicas no menos tiernas hacía al mismo tiempo Beatriz al bárbaro que también la arrebataba, sin que tampoco pudiesen ablandar sus sollozos aquel corazón de acero.
Casi del todo se había apaciguado la tormenta: silbaba el viento con agradable mansedumbre: cesó la lluvia: iba menguando el ímpetu de los torrentes, y una nube ligera y adelgazada daba paso a los rayos de la luna, que comenzaba nuevamente a iluminar aquellas selvas, aunque con amortiguado resplandor.
Seguían los tres caballeros en su acelerado curso llevando con ellos a la ilustre heredera de Castromerín y su doncella, sin que sus exclamaciones les hubiesen proporcionado ningún defensor. Pero cuando iban a salir por la reja de hierro que cerraba el parque, abierta entonces de par en par, entraban por ella a todo escape dos campeones armados de punta en blanco, que dando un grito así que distinguieron los raptores y arrojándose con la lanza baja sobre ellos, arrancaron de la silla del primer bote al que se hallaba más en estado de defenderse por no ir embarazado con ninguna de las dos víctimas, y retaron en alta voz con desaforados denuestos al hijo del condestable y al otro compañero de su infamia.
No aguarda don Pelayo a que se los repitan: deposita a Blanca en brazos del otro guerrero y revolviendo contra el más atrevido de los dos que entraron por la reja del parque: prepárate, aleve, le dice; prepárate que llegó tu vez.
-Pues véngate, responde su contrario, de la lanzada que te hizo morder la tierra en el torneo de Segovia.
-¡Traidor! replica don Pelayo mordiéndose los labios de cólera; debiera haberte conocido en el modo de asaltarnos...
-¡A las armas! exclama atajándole el defensor de Blanca, y arrojando la pica lejos de sí para no pelear con ventaja, echa mano al acero y empieza con su rival el combate más encarnizado y rencoroso.
Habíase escapado Beatriz de las manos de su raptor ocupado en cuidar de su señora, y corría por los bosques con dirección al castillo de Castromerín, implorando socorro en cuanto se lo permitían sus fuerzas. Por lo que toca a Roldán acometió sin ceremonia al compañero de don Pelayo: arrancó de sus brazos la hija de Castromerín, persiguiole con un coraje sin igual, y después de haberle dejado tendido sin dar señales de vida, estúvose con mucha flema sosteniendo a la desanimada Blanca, y contemplando el combate de los héroes. Sólo de tiempo en tiempo soltaba alguna expresión de las de su escuela, o para animar a Ramiro, o para aplaudir los golpes que descargaba en el yelmo de su contrario.
Los dos caballeros continuaban acuchillándose más deseoso cada uno de verter la sangre de su enemigo, que de conservar su propia vida. A uno y a otro dominaban la rabia y el resentimiento: entrambos se sentían aguijoneados por terribles y sangrientas pasiones: los celos, el orgullo, la venganza cegaban al hijo de don Álvaro de Luna; el amor, la humanidad y la gloria enardecían la sangre de Ramiro de Linares: peleaba aquel con la ferocidad y la torcida intención del tigre: este con la bravura y la nobleza del león. Pero al resplandor de la luna vio casualmente don Pelayo a su amada en los brazos de Roldán, y lanzándose en el mismo punto fuera del parque aplicó una corneta a los labios haciéndola dar tres robustos comarcanos. Adivinó su intención el caballero del Cisne, y tomando a Blanca de los brazos de Roberto:
-¿Sois hombre, le dijo, para sostener mi retirada mientras llevo a esta infeliz a su castillo?
Al oír esto la dama juntó las manos en tanto que murmuraba Roldán una respuesta, y mirándole tiernamente conjurole por cuanto amaba en el mundo para que no se opusiese a intención tan generosa.
-Cualquiera que seáis, exclamaba, tened compasión de una afligida doncella. Pero si rehusáis volverme a Castromerín, o nos acometen los enemigos antes que podáis verificarlo, os pido, señor caballero, que atraveséis mi pecho con esa daga para que no vuelva a caer en manos de aquel orgulloso hidalgo.
-¿Paréceos, dijo Roldán entre dientes, que sea yo el rey Herodes para andar sin más ni más degollando chiquillos?
Íbale a imponer silencio el del Cisne cuando volvió a entrar corriendo don Pelayo, seguido de ocho lanceros que habían acudido a la llamada. Vuelven a cruzarse las espadas y Roldán y su discípulo se ven cercados y acometidos por todas partes.
Colocáronse no obstante en una especie de claro formado por los árboles del bosque, desde donde se lanzaban como el rayo en medio de sus feroces enemigos. Abrían estos el paso algo desbandados y atónitos de tamaño esfuerzo y furor; pero cuando revolvían aquellos los caballos para ganar otra vez la posición primera, arrojábanse a su encuentro a manera de abejas provistas de alas para huir, y armadas de aguijones para vengarse.
-¡Cobardes! gritábales medio corrido don Pelayo: arrancad la dama que oprime aquel malandrín contra su pecho, y yo castigaré después su alevosía.
Disponíanse efectivamente a ejecutarlo llevados de las amenazas y el ejemplo que les daba su colérico capitán atacando a los defensores de Blanca con extraordinaria bravura: veíanles además fatigados, y al principal de los dos en varias partes herido. No obstante cuando echaba una ojeada a la tierna beldad, que yacía casi sin respiración en sus brazos, recobraba su pujanza, y defendíase de nuevo con el coraje de la leona a quien tratan de robar los cachorros. De todas maneras iban a sucumbir en tan desigual combate los dos magnánimos caballeros, si no se oyeran en aquel momento las voces de los criados y hombres de armas corriendo por aquellas selvas en busca de su señora, los cuales habiendo hallado en ellas a Beatriz, supieron de cierto el sitio donde se verificaba la mortal contienda. Alumbra de repente el campo de batalla multitud de teas o hachones formados de cierta madera resinosa; silban algunas saetas en torno de don Pelayo y sus satélites, y aparecen por distintos puntos paisanos intrépidos y soldados cubiertos de hierro.
A su imprevisto aspecto arrójanse por la reja del parque el hijo de don Álvaro y sus lanceros, visto que el número de los perseguidores era infinitamente superior, y escápanse a uña de caballo de la nube de saetas que les disparan, bien que no tan a tiempo que algunas de ellas dejen de clavarse resonando en su resplandecientes armaduras.
Sorprendida Blanca con el gozo de verse libre por último de tan notorios riesgos, derramaba en los brazos de Leonor dulces y abundosas lágrimas.
-Todo lo debo, decía, a esos valientes caballeros: sin su magnánimo esfuerzo nunca más me hubierais visto, pues quien sabe que habría sido de vuestra hija en poder del impío don Pelayo.
Los paisanos, la servidumbre y los hombres de armas, que habían acudido a socorrerla, se amontonaron a su alrededor para felicitarla de su libertad, y suplicar que no quisiese salir sin buena escolta cuando se alejase de los muros del alcázar.
A todos agradeció su buen deseo, pero manifestó un reconocimiento sin límites a los que combatieron largo rato contra don Pelayo y sus secuaces. Yacía entretanto a sus plantas el gentil caballero, que durante la refriega la estrechaba con respetuoso ardor contra su pecho, sin que pudiesen levantarle de ellas los cariñosos ruegos de la doncella, entonces suavemente reclinada en los brazos de Beatriz, y teniendo una de sus manos entre las de la complacida Leonor.
-Alzad por Dios, señor caballero, le decía: agradezco en el alma cuanto habéis hecho en mi defensa: en vista de vuestro valor, y más que todo de los nobles sentimientos de que hacéis alarde, paréceme que no es hoy la vez primera que os debo la libertad.
-Ante el cielo juro, respondió el incógnito poniéndose en pie y alzándose la visera, que sólo estimo la vida para consagrarla en vuestro servicio.
-Con todo, repuso Blanca, os debéis primero a vuestro rey, a la patria y a los infelices; corred pues a ensalzar vuestro monarca, corred a dar la victoria al reino de Aragón que os mira como su héroe: sólo desearía que no os hallase en las batallas del duque de Castromerín.
-No lo temáis, respondió el joven don Ramiro, primero pereciera a sus golpes y dejara de pelear en las querellas que nos suscita el condestable de Castilla. Noble señora, todo os lo quisiera sacrificar, hasta esa misma gloria que ha sido el ídolo de mi juventud, el móvil de mis acciones: y si creéis que no es demasiada osadía demandaros una gracia el caballero del Cisne...
-¡Infelices! exclamó Leonor interrumpiéndoles: ¿por qué os entregáis a vanas ilusiones? ¡Blanca! acordaos del duque de Castromerín, y vos, señor caballero, no echéis en olvido al conde de Pimentel. Ya que librasteis a esta joven del poder de don Pelayo, sed generoso para obrar de tal manera, que no le acarree la menor desgracia vuestro ardor caballeresco. Perdonad si os hablo con semejante franqueza: oblígame a ello el puro esplendor de vuestra fama, y el linaje que ennoblece la cuna de mi pupila.
-Ta, ta, dijo Roldán entre sí, mala pascua me dé Dios si ese mocoso de mi discípulo no maneja tan bien la lengua como la espada: y a lo que parece no le han gustado mucho los aspavientos de la dueña... con todo ya vuelve, bendito Dios, a dar el segundo asalto: ánimo, hijo mío; al fin, al fin la plaza te pertenece de derecho. No, pues la niña es hermosa como un oro: ¡y qué rica saya arrastra! Tomadme luego los dedos cuajados de sortijas, o las pulidas muñecas con brazaletes de perlas... ¡Roberto! ¡Roberto! y es posible que con esa facha rebosando de arrogancia y gallardía nunca tuvieras... ¡Vive Dios que soy un asno!
Mientras hacía Roldán estas sabias reflexiones empezaba a caminar toda la gente con dirección al castillo. Separose Leonor de su discípula a fin de dar a entender cuan segura estaba de los severos principios que ennoblecían al caballero del Cisne, a cuyo lado andaba lentamente Blanca de Castromerín, aunque apoyada en el brazo de su doncella. A la trémula luz de las antorchas notábase en su rostro pálido, en su marcha lánguida y poco firme la dolorosa impresión que hicieran en su pecho los aciagos sucesos de aquella noche. A corta distancia de ellos venía el bravo Roldán algo mohíno y cabizbajo llevando su caballo y el de Ramiro por las riendas: sospechamos que andaría atando cabos para atinar la razón por qué las damas y las princesas no se enamoraban de él; pero muy pronto se cansó, como buen soldado, de fijarse en la misma idea, y púsose a silbar con cierta indiferencia o resignación, a qué llamaríamos filosofía en este siglo, el tono de aquella copla:
Nunca hubiera caballero
de damas tan bien servido,
como el bravo Lanzarote
cuando de Bretaña vino.
-Me parece que vuestra aya es algo injusta conmigo, decía en tanto a su amada el hijo de don Íñigo rompiendo al fin el silencio: cree que trato de enemistaros con el duque, cuando únicamente aspiro a la honra de llamarme vuestro caballero.
-¿Y hacéis bien, respondiole, de rendir tal homenaje a Blanca de Castromerín?
-Sé que hago bien en tributarlo a lo que encierra el mundo de más puro y más perfecto: ¿por qué queréis, pues, que me atormente a mí mismo pensando en la enemistad de nuestros padres?
-Y sin embargo, dijo Blanca suspirando, es lo que debemos tener presente para no separarnos un ápice de nuestros deberes.
-¿Y vos también, exclamó dolorosamente el caballero, también vos, amada Blanca, os acordáis de las desavenencias que dividen desde más de un siglo las familias de Pimentel y de Castromerín? Pues qué ¿nunca han de cesar esos antiguos rencores? ¿Siempre por mezquinos enconos se ha de ver amancillada la gloria y la reputación de nuestras casas?
-Os puedo asegurar, señor caballero, que nunca he profesado el más leve rencor a los ilustres Pimenteles de Aragón: muy al contrario, aplaudo vuestro denuedo, admiro vuestra hidalguía, y si tuviera un hermano os propusiera a él como el modelo más cabal. Con todo no llevéis a mal que os diga que juzgo de mi obligación el respetar las opiniones del autor de mis días y no contradecirlas, a lo menos en cuanto sean compatibles con las leyes de la obediencia y del honor.
-Pues entonces, exclamó con viveza el caballero, yo me he equivocado arrancándoos de los brazos de don Pelayo de Luna.
Al escapársele esta expresión de resentimiento, observa que Blanca lo mira tiernamente, y se asoma por debajo de sus párpados una lágrima fugitiva. Figúrase leer en aquella mirada la más blanda reprensión, y siente tanto lo que ha dicho, que está casi resuelto a echarse a las plantas de aquella amable joven para pedirla perdón del indiscreto movimiento de enojo que acababa de manifestar. Iba efectivamente a ejecutarlo, pero Blanca lo detuvo diciéndole con angelical dulzura.
-No sé si he acertado en la explicación que acabo de haceros acerca de mi modo de pensar, pero si sé que de cuantas faltas pudieran achacarme ninguna me pareciera tan injusta como la de suponerme ingrata. Creed, don Ramiro, continuó poniendo la mano en el pecho, que este corazón palpitará siempre de agradecimiento por mi generoso libertador.
-Y el mío, celestial criatura, respondió enajenado el caballero, no amará otra deidad que vos, ni aspira a otro bien que al de morir en vuestro servicio.
-¿Y os olvidáis de la gloria, interrumpió Blanca con generoso entusiasmo? ¡Ah! a Dios no plazca que las gracias perecederas de una doncella amortigüen los brios del campeón más ilustre de la caballería. Nunca me perdonara a mí misma el haberos desviado, aunque involuntariamente, de la senda del heroísmo.
-No, no lo temáis, respondió el caballero: la sola idea de que la defensa de la humanidad y el laurel de las batallas entusiasman vuestra alma sublime y pundonorosa, me hará invencible cuando proteja la inocencia, me volverá furibundo cuando defienda mi patria. Y si llega algún día a vuestra noticia que de lo más sangriento de una refriega me han sacado mis amigos moribundo sobre un pavés, sabed que sólo a vos deberé el lauro que entonces orlará mis sienes, a vos, celestial hermosura, la gloriosa muerte de los héroes.
-No más, no más por Dios, exclamó enternecida la heredera de Castromerín: retiraos a descansar y a curaros esas heridas, aunque leves, que habéis recibido combatiendo por mi causa. No conviene a vuestra seguridad que permanezcáis por más tiempo en estos sitios, y si os es grato el afecto de una joven entusiasta por los nobles principios de que blasonáis, de una joven que se complace en veros rico de laureles y de timbres; cuidad también de conservar una vida que ya dos veces se ha querido sacrificar por defenderme.
-Según eso, preguntó modestamente el caballero, no desaprobáis el celo con que os he arrancado de...
-Antes bendigo el azar que os condujo tan a tiempo a socorrerme.
-¿Y os acordáis alguna vez del caballero del Cisne?
-Ya os he dicho, respondió Blanca con melancólica sonrisa, que me acordaré toda la vida de mi generoso libertador.
Detiénese al acabar estas palabras, y para indicarle que era ya hora de volverse, sin dejar que iluminase aquellos campos el día que empezaba a despuntar, levanta la mano con ademán lleno de gracia y nobleza y tomándosela al mismo tiempo el caballero imprime en ella los labios lleno de respetuoso fervor. Adiós, exclama con la mayor ternura, me habéis hecho el más feliz de los hombres, ahora debo hacerme a mí mismo algo digno de la más noble de las mujeres.
Dice, y montando en su caballo, mientras lo mismo practicaba Roldán, hácele sentir el acicate y desaparece. Síguele Blanca por breves instantes con dolorosa y tímida mirada, y no puede dejar de despedir un suspiro cuando ve perderse por entre los pinos y las encinas de aquellos bosques el blanco penacho que coronaba el yelmo del caballero.
Siguió después lentamente a Leonor y a los criados apoyada siempre en el brazo de Beatriz, y llegaron al castillo cuando puro y sereno asomaba el sol por el horizonte. Frente de la puerta por donde entraron vieron sentado al flechero Beltrán a guisa de hombre triste y meditabundo. Llamole a parte Leonor, y preguntándole con su discípula acerca de lo que le ocurriera aquella noche, quedaron atónitas al escucharlo descubriendo heladas de terror que no era mera ilusión lo que habían visto Blanca y Beatriz en la capilla de los cazadores, y los extraordinarios prodigios que Lorenzo refería de aquellas selvas. Por otra parte notábase ya en el flechero un grave y pensativo continente, muy distinto del hosco ademán y el tono de petulancia e intrepidez que había formado en todos tiempos la base de su carácter. Más adelante fue creciendo su austeridad y recogimiento, y encaminábase con frecuencia al monasterio de S. Mauro, donde por último tomó el hábito de monje con pasmo universal de los habitantes del castillo. Desde entonces su vida ejemplar, su regularidad de costumbres, cierto aire de mansedumbre y penitencia que se traslucía en su semblante, y más que todo los maravillosos rumores que circulaban donde quiera acerca de las apariciones que tuvo en el parque de Castromerín; le atrajeron tal veneración de parte de aquellos naturales, que se acercaban a él llenos de respetuoso temor, y recogían sus palabras cual si estuvieran dotadas de espíritu profético. Beltrán empero, más humilde cuanto más ensalzado, continuó dando el puro ejemplo de las virtudes monásticas, y sólo salía del claustro para ir a enjugar el llanto de los infelices y mezclar los místicos consuelos de la religión con los últimos suspiros de los moribundos.
Blanca de Castromerín se encerró otra vez en el castillo de sus padres, nunca salía a pasear por las arboledas del parque, ya en razón del horror que le causaba la memoria de la lúgubre aparición que había tenido en ellas, ya también por haberla hecho más cauta el último acaecimiento. Retirada en el recinto de los muros o andando lenta y silenciosamente a poca distancia de ellos, hallaba suave embeleso en recordar el peligro en que se había visto, y el favorable acaso que de él la libertara. El cuadro de una naturaleza brillante y caprichosa daba pábulo a sus tristes pensamientos, y el supersticioso terror de que se hallaba apoderada una encogida timidez a su persona y ademanes, que atraía de los demás la compasión y el deseo de servirla. Las blandas tintas de la aurora, el resplandor del astro del día, la luz de la luna argentando los campos débilmente en el sosiego de la noche elevaban el espíritu de la doncella a los raptos de un consolador abandono, inocente y puro como los deleites de los ángeles. Y si el solitario murmullo de un arroyo, o el silbido del céfiro entre las flores la hacían volver los ojos creyendo que iba a salir a su encuentro el caballero del Cisne jurándola un amor sin límites; suspiraba involuntariamente al desvanecerse esta ilusión; y apoyábase sin fuerzas en el brazo de su doncella. Si llegaban trovadores al castillo de Castromerín oíales cantar extasiada las claras proezas del hijo de Pimentel, y embellecía al mismo tiempo su semblante aquella fugitiva sonrisa, que tan ciertamente indica el pesar profundo y la melancolía del ánimo. Entonces su respetable aya rogaba al joven cantor, que probase el antiguo romance del conde de Saldaña, o el otro en que se hablaba de la intrepidez de Bernardo cuando venció en Roncesvalles al forcejudo Roldán. Obediente el hijo de Apolo a la insinuación de aquella dama, preludiaba en el arpa el aire de la nueva trova y daba principio a la historia del malogrado conde, admirado interiormente de que se escuchasen con indiferencia en aquel castillo las aplaudidas hazañas del Caballero del Cisne.
Este valeroso joven al dejar el parque de Castromerín había tenido cuenta con no seguir por el camino real, pues harto fundadamente sospechaba que no dejaría don Pelayo de correrlo para vengar en la sangre de su enemigo la afrenta que acababa de amancillar su opinión a todas luces poco recomendable.
-Quisiera para otra vez que se acordase mi señor discípulo de los pobretes que no tienen dueña a quien requebrar, mientras él echa flores a las damas. ¡Cuerpo de mí! ¿parecéos del caso, caballero del águila o del Cisne, que os siga el maestro de esgrima llevando el rocín del cabestro, para que andéis con gentil compás de pies al alcance de la liebre?
Esto decía Roldán al joven Ramiro mientras se metían por un sendero ya algo apartado de las tapias del parque, dirigiéndose al monasterio de san Mauro. Sin atender el hijo de Pimentel a los discursos de su maestro, iba abismado en agradables reflexiones inspiradas por los acontecimientos de la noche. Pero como viese Roldán que no le contestaba, creyó sin ceremonia que se hacía el sordo, y volviole a atacar resueltamente en esta forma.
-Como soy, discípulo, que si ahora has de dar en la tema de que andemos divagando por selvas y encrucijadas sin decir esta boca es mía, mejor será enderezar el rumbo hacia la ermita de Arlanza para reemplazar a mi compadre en el oficio de anacoreta.
-Eso fuera bueno, respondió Ramiro, cuando renunciase aquella plaza.
-Renunciando la ha mal que le pase, repuso Roldán.
-¿Cómo lo podéis saber? preguntó el del Cisne.
-¿Cómo? habiéndole dado yo mismo pasaporte para el infierno. ¿Te acuerdas del jayán que me tocó en suerte mientras peleabas con aquel malandrín a quien llaman don Pelayo? Pues bien, era mi compadre el ermitaño de Arlanza, al que, en verdad sea dicho, reputaba por hombre más de pro; pero esos gañanes si de algo sirven para andar con el puño o el garrote, no valen un cuerno para correr una lanza.
-Siento, amigo Roldán, la desgracia de aquel pobre diablo, que tan jovialmente nos hospedó la otra noche.
-Pues yo no lo siento nada: aprenda el grandísimo bribón a servirse del santo hábito para sus bellaquerías. Ya pudiera venir ahora con su voz nasal y plañidera a recomendarme la sobriedad y la mansedumbre: voto a tal que del primer puñetazo le habían de saltar los dientes, si ya no le hiciera el per signum crucis con el corte de un alfanje. Pero dejando a parte y en perpetuo reposo los huesos de mi compadre; dígame vuesa merced, señor discípulo, a donde le parece que alojemos tanto para evitar el encuentro de los pícaros, que sin duda nos andan buscando el bulto, como para catarle esas feridas, que, mala vieja me hechice, sino parecen rasguños de gato.
-A ese monasterio cuyas torres doradas por los primeros rayos del sol descuellan entre aquel grupo de encinas: allí ejercen los religiosos una hospitalidad franca y desinteresada, y ellos me pondrán en disposición de embrazar cuanto antes la rodela. Entretanto iréis al castillo de Pimentel a dar cuenta al anciano don Íñigo de mis últimas andanzas, favor para mí del mayor precio, pues carezco de sosiego pensando en la inquietud que causará a mi amado padre el ignorar tanto tiempo de mi suerte.
-Paréceme, caro discípulo nuestro, dijo Roldán acariciando con la mano sus bigotes, que en aciago día y peor sazón queréis licenciar a un camarada que sigue con tanta lealtad vuestras banderas.
-Os aseguro, amado Roldán, que me haréis un señalado servicio encargándoos de esta comisión. Por lo demás no creáis que pretenda alejaros de mi lado, antes os prometo irme a reunir con vos así que pueda, para emprender aventuras de más momento que la que dejamos concluida.
-Ahora bien, respondió Roldán, amanecerá Dios y medraremos.
Ya llegaban al decir esto frente del monasterio de san Mauro, situado en medio de encinares tan antiguos como las bóvedas góticas de su templo. El sol derramaba brillante lumbre sobre sus torres y cúpulas, mientras un céfiro suave, suspirando entre las flores, agitaba apenas las ondas del manso río, y reanimaba la atmósfera con deliciosos perfumes. Reponíase la naturaleza de los estragos de la noche con un hermosísimo día, y echábanse de ver en toda la comarca las reliquias del naufragio de que parecía haber escapado la tierra. Yacían por el suelo el alto pino y el robusto roble arrancados de raíz; hallábanse animales muertos en el hueco de las peñas, y era aún notoria la creciente de los arroyos y el rastro profundo que dejaran los torrentes.
Admirando el hermoso cuadro de mañana tan apacible y serena llamaron Roberto de Maristany y su discípulo al convento de san Mauro, donde fueron acogidos con benevolencia amistosa. Desde aquel instante dedicáronse los monjes a curar las heridas del caballero del Cisne, quien al despuntar la aurora del siguiente día abrazó a su maestro Roldán, que se despidió con mal disimulada ternura para empezar su viaje hacia el castillo del conde de Pimentel. Y aunque tan cariñosas emociones como poco comunes a su pecho, humedecerían sus ojos, quitasen algo a su lengua de la soltura que le era natural, no pudo arrancarse del lecho de su discípulo sin dirigirle entre grave y tierno, o si se quiere entre cuerdo y mentecato la amonestación siguiente:
-En nombre de san Jenaro y de la Trinidad de Gaeta, que pongas los pies en polvorosa así que saltes de ese cajón donde te han metido, y antes que acaben de entorpecer tu cabeza los negros vapores del encantado palacio, agorera habitación de la Reina del torneo. Por san Jorge, discípulo, que no sólo causarías la muerte de tu padre, sino la de tu maestro, como te dejases prender en la red que te tienden los enemigos. Eres todavía rapaz y necesitas de grave y experimentado varón que te aconseje y rija: por ende debes mirar mi encuentro como una providencia del Altísimo: como una providencia, digo, de las más excelentes, interminables y... (yo no sé lo que me hablo) en resolución, paréceme que me explico: pues bien; ¡voto a todos los diablos!... quiero decir, que si no vienes a cumplirme tu promesa, juro botar otra vez al agua mi galera, o lo que viene a ser lo mismo, hacer remar por tierra las estiradas piernas de mi caballo Tempesta hasta volver a dar contigo para pegarme a tu cuerpo ni más ni menos que si fuera su sombra.