Los bandidos de Río Frío - Tomo I/Santa María de la Ladrillera

Los bandidos de Río Frío - Tomo I: Novela naturalista humorística, de costumbres, de crímenes y de horrores (1891)
de Manuel Payno
Santa María de la Ladrillera



capítulo primero
Santa María de la Ladrillera



E

n el mes de Abril del año de 18... apareció en un periódico de México el siguiente articulo:
«Caso rarísimo y nunca visto ni oido

»En un rancho situado detrás de la cuesta de Barrientos, que, según se nos ha informado, se llama Santa María dela Ladrillera, tal vez porque tiene un horno de ladrillo, vive una familia de raza indígena, pero casi son de razón. Esta familia se compone de una mujer de cosa de treinta y cinco años, de su marido, que es el dueño del rancho, que tendrá más de cuarenta, y de un muchacho de diez años huérfano. Las gentes de Tlalnepantla dicen que esa familia es descendiente del gran emperador Moctezuma I, y que tienen muchas otras tierras que se ha cogido el gobierno, así como la herencia que importa más de cien mil pesos. Son gentes muy raras, que se llevan muy poco con los vecinos, pero todo esto no es nada en comparación de lo que va á seguir. La mujer, que se llama D.ᵃ Pascuala, hará justamente trece meses el dia de San Pascual Bailón, que salió grávida, no se sabe si de un niño ó de una niña, porque hasta ahora no ha podido dar á luz nada. Sin embargo, la presunta madre se porta muy bien. Come con apetito, duerme doce horas y está muy contenta, y sólo le incomoda el vientre, que le crece cada día más, de modo que si esto no tiene compostura, va á reventar. El marido, alarmado, ha mandado llamar al doctor Codorníu, que dicen que es un prodigio en medicina, y dicen también que el doctor dijo que en su vida había vista caso igual. Lo que va dicho lo sabemos de buena tinta por diversos conductos, y los indios que vienen de por Cuautitlan lo saben y lo cuentan azorados a todo el mundo.»

Seguían á estas líneas diversas reflexiones sobre la maternidad, que no consignamos por no ser absolutamente indispensables para nuestra narración, y porque no queremos que el naturalismo pase de los limites que permita la moral y las exigencias sociales.

Ocho ó diez días después apareció en el periódico oficial un párrafo contestando al anterior, que decía así:

«Cuando un periódico que se publica en la capital, ha dicho que el gobierno se ha cogido las tierras y la herencia de los descendientes del emperador Moctezuma, ha faltado á la verdad. En cuanto los interesados presenten las pruebas, el gobierno está decidido á hacerles justicia. Hace cerca de trescientos años de la conquista, y todos los días se están presentando diversas personas que dicen ser parientes muy cercanos del emperador de México, y el gobierno tiene que obrar con mucha circunspección, porque de lo contrario no bastaría el tesoro mexicano para pagar las pensiones de tanto heredero.

»En cuanto á la conseja con que termina cl articulo, no la creemos, y juzgamos que los editores del periódico citado se quisieron divertir con el publico. Todo el mundo sabe la época en que las madres dan á luz á sus hijos, y es inútil extenderse en otro género de observaciones. Sin embargo, el gobierno que se afana por hacer el bien y la felicidad de la patria de Hidalgo y de Morelos, ha dispuesto se adquieran informes directos del doctor Codorníu, y se ponga el caso en conocimiento de la Universidad para que resuelva lo conveniente.»

Los redactores del periódico oficial, deseando tener cuantos datos fuesen necesarios para sostener una cuestión tan grave, como nueva, en los anales de la medicina y del bello sexo, y afirmarse más en la confianza del gobierno y en sus plazas de mucho lucro y poco trabajo, se pusieron de acuerdo, y un domingo alquilaron unos buenos caballos, y con el pretexto de cazar liebres ó de hacer un saludable ejercicio, marcharon por el rumbo de Barrientos, logrando, con no poco trabajo, encontrar el rancho, visitarlo, hablar con la familia y conocer, sobre todo, á la presunta madre de uno ó de más chicuelos que, muy cómodos en su habitación, no tenían la menor voluntad de presentarse en público y ocupar un lugar entre los habitantes del mundo. Regresaron los entendidos periodistas ya de noche, satisfechos del resultado de su expedición, pero en el curso del tiempo hicieron en Tlalnepantla y Cuautitlan diversas indagaciones con las autoridades y antiguos vecinos, hasta que se enteraron de cuanto era necesario para continuar y salir airosos en la polémica que había suscitado el periódico á que nos hemos referido, y que de seguro pertenecia á la oposición ó á los masones. De las fatigas, viajes y trabajos de tan apreciables publicistas, nos aprovechamos para dar a conocer á los lectores el Rancho de Santa María de la Ladrillera y la familia que lo habitaba; porque es muy posible que tengamos que volver después de algunos años á esta propiedad, que acontecimientos imprevistos hicieron hasta cierto punto célebre.

D.ᵃ Pascuala era hija de un cura de raza española nativo de Cuautitlan. En sus mocedades se dedicó al comercio de maíz y también al de amores, resultando de lo primero que reuniese un pequeño capital, y de lo segundo una robusta muchacha que vino al mundo sin grandes dificultades. No cumplía quince años cuando la madre falleció. Tal pérdida lo disgustó de la vida, abandonó su comercio y el pueblo de su nacimiento y se encerró en el colegio de San Gregorio á aprender latin lo bastante para poder decir misa. Se ordenó, por fin, de menores, más adelante tuvo ya una coronilla bien rasurada y licencias para confesar y decir misa y, finalmente y al cabo de ciertos años, logró ser cura de su pueblo y volvió á él con aplauso de cuantos le habían conocido como honrado y bueno de carácter. Su hija Pascuala, no era, pues, una india, sino más bien de razón, pero de una manera ó de otra, servía de estorbo á un eclesiástico que no quería tener en su casa más que á la dama conciliaria. Aprovechó, pues, la primera oportunidad que se le presentó, y la casó con el propietario del Rancho de Santa María de la Ladrillera. El marido sí era de la raza india, pero con sus puntas de caviloso y de entendido, de suerte que se calificaba bien á estos propietarios, cuando se decía que casi eran gentes de razón, y á este título se daba á Pascuala el tratamiento de Doña y de Don á Espiridión, el marido.

D.ᵃ Pascuala no era ni fea ni bonita. Morena, de ojos y pelo negro, piés y manos chicas, como la mayor parte de los criollos. Era, pues, una criolla con una cierta educación que le habia dado el cura, y por carácter sa- tírica y extremadamente mal pensada.

D. Espiridión, gordo, de estatura mediana, de pelo negro, grueso y lacio, color más subido que el moreno, sin barba en los carrillos y un bigote cerdoso y parado, sombreando un labio grueso y amoratado como un morcón, en una palabra, un indio parecido á poco más ó menos á sus congéneres. La familia se componía de los dos esposos, de una criada india de mediana edad que servía de cocinera, de recamarera y de todo y para todo lo que se ofrecía, y de un muchachillo de seis á siete años, indito, no del todo feo y ya de razón, pues lo enseñaba á leer D.ᵃ Pascuala para preparar su ingreso en la escuela municipal de Tlalnepantla, que aprendiese el catecismo del Padre Ripalda y las cuatro reglas. La madre fué, en vida, prima de una tía segunda de D. Espiridión que se apellidaba Moctezuma; dejó un poquito de dinero enterrado, y dinero y huérfano cayeron bajo la tutela de D. Espiridión. El muchacho era uno de los millares de parientes cercanos, herederos del emperador azteca. Se puede decir que completaban la familia cuatro peones que hacia años vivían pie en el rancho en unos jacalitos de tierra y tule que se hallaban cerca de la finca principal, y que se destruían y se volvían á edificar en otra parte cuando lo exigían las necesidades de la labranza.

El rancho nada tenía que llamase la atención. Los ranchos y los indios todos se parecen. Una vereda angosta é intransitable en tiempo de las lluvias, conducía á una casa baja de adobe mal pintada de cal, compuesta de una sala comedor, dos recámaras y un cuarto de raya. La cocina estaba en el corral y era de varas secas de árbol, con su techo de yerbas, lo que en el campo se llama una cocina de humo con sus dos metates, una olla grande vidriada para el nixtamal, dos ó tres cedazos para colar el atole y algunos jarros y cántaros. Se guisaba en tres piedras matatenas, y el combustible lo ministraban los yerbajos y matorrales que rejuntaba un peón en el cerro.

En el comedor había un tinajero con la bajilla que se componía de una variedad de platos, vasos, tazas y pocillos de todos tamaños y colores, interpolados con muñecos de cera y naranjas secas, doradas y benditas, restos del monumento del curato del pueblo. En un rincón un caballete con la silla de lujo del amo, el machete y las armas de agua en la cabeza y la manga con dragona de terciopelo verde en los tientos, una mesita de madera blanca bien limpia, y media docena de sillas de la calle de la Canoa.

En el corral, grande, rodeado de una cerca de adobe, y con media yara de polvo y estiércol que se liquidaba como un puré al primer aguacero, se encontraba un pozo y una pileta, y vagando sucios y greñudos y muy gordos dos caballos, media docena de yeguas muy flacas, dos mulas y seis burros con el lomo lleno de coloradas mataduras. Llovía á cántaros, tronaba, hacía frío ó calor; no importaba: los animales no tenían donde guarecerse, ni dónde, ni qué comer sino cada veinticuatro horas en que un peón les tiraba, en el lodo, dos manojos de rastrojo sin picar y ponía á los caballos del amo unos morrales con cebada. En los años que llevaba D. Espiridión de vivir en su rancho, no le había dado Dios licencia de hacer, no sólo una caballeriza, pero ni siquiera un tejado. Al caer la tarde, caminaban lentamente con dirección al corral, cuatro vacas de grande é irregular cornamenta, seguidas de sus crías que, á pesar del bozal, trataban de chupar algo de las colgantes tetas de sus pacientes madres, las que no presentaban mejor aspecto que el ganado que hemos descrito. Muy barrigonas, de tanto comer rastrojo y tierra; pero con los cuadriles salidos y el lomo como el filo de una espada. Completaban este miserable ganado un chivo negro y tres carneros y dos crías.

Delante de la fachada de la casa, que tenía tres ventanas con rejas de fierro, bastidores apolillados y cuarterones de papel blanco supliendo los vidrios rotos, se hallaba un círculo de ladrillos donde se trillaba la cebada y se desgranaba el maíz. Cuatro sauces llorones torcidos, medio secos, adornaban el frente, y en una esquina un alto fresno cayéndose de viejo sostenido en dos ó tres partes con vigas y horcones, y cuyas raíces salían á tierra y habían levantado el enlozado y cuarteado una parte del rayador. Un carretón desbaratado y otro reforzado en sus rayos con líos de mecate, las gallinas y los gallos picoteando los insectos, un burrito, hijo desgraciado de una de las preciosidades del corral y dos ó tres perros amarillos y cascarientos lamiéndose unos á otros á falta de comida, formaban el escenario de esta propiedad raíz, situada casi en las puertas de la gran capital. D. Espiridión, quizá por el estado de prosperidad y de orden que guardaba su rancho, se consideraba en la comarca como uno de los agricultores más inteligentes y adelantados. Y en efecto, para qué necesitaba devanarse los sesos, ni hacer más. Dos tablas de malos magueyes, como la mayor parte de los del valle, le producían una carga diaria de tlachique, que vendía á un contratista por dos ó tres pesos. Otras dos o tres tablas de tierras deslavadas en el declive del cerro, le producían 200 ó 300 cargas anuales de cebada, que vendía á tres pesos, y luego el fríjol, la semilla de nabo, el triguito temporal, una entrega de leche y el horno de ladrillos, le formaban una renta que, no sólo bastaba á la familia para vivir, sino que en buen año algo ahorraban.

La base de su alimentación era el maíz en sus diversas preparaciones de atole, tortillas gordas, chalupitas, tamales, etc. A esto se añadía el chile, el tomate, la leche, carne, pan y bizcochos, los domingos, lunes y á veces duraba la compra hasta el martes ó miércoles. D.ᵃ Pascuala se permitía el lujo de un buen chocolate en leche con gorditas calientes con manteca, pues había adquirido esa costumbre mientras vivió con el cura, y la imitó fácilmente el marido. Solian sacar para el chocolate cuando había visitas, dos mancerinas de plata maciza, que habían comprado en el Montepío.

Su vida era por demás sosegada y monótona. Se levantaban con la luz. El marido montaba á caballo y se iba á las labores, al cerro ó al pueblo y no pocas veces á México. Volvía á la hora de comer, se sentaba después en la banqueta de chiluca de la puerta, á fumar apestosos puritos de á 20, del estanco, y cuando el sol declinaba daba su vuelta por el corral para ver su ganado. Solía curar con un puño de estiércol las mataduras de los burros, limpiaba sus caballos con una piedra, echaba unas manganas á las yeguas y en seguida cenaba en familia su buen plato de frijoles, sus tortillas calientes y su vaso de tlachique, y antes de las nueve todos roncaban y dormían profundamente.

D.ᵃ Pascuala se ocupaba de barrer la casa, de echar ramas en el brasero, formado de las tres matatenas consabidas, de dar de comer á las gallinas, de limpiar las jaulas de los pájaros, de regar unas cuantas macetas con chinos y espuela de caballero, de preparar la comida y de dar las lecciones al heredero de Moctezuma. En esto y en lo otro, pasaba el día y la tarde, la tarde, y el tiempo libre de que podía disponer lo consagraba á la lectura de las muy pocas obras que se publicaban en México y que encargaba á su marido, cuando extendía sus excursiones á la gran Tenoxtitlan, pero también lo mismo que el marido á las nueve roncaba como una bienaventurada. Ni D.ᵃ Pascuala, ni Espiridión eran devotos, y antes bien un tanto despreocupados ó librepensadores como se diría ahora. Oían misa los domingos cuando podían. Si llovía ó hacía frío se quedaban en el rancho, y sólo cuando había función, cohetes, arcos de tule y sempasuchil, rogados en la parroquia de Tlalnepantla, no faltaban, porque entonces, vestidos con los mejores trapitos, eran vistos y cortejados y además tenían que visitar al Juez de letras, al Alcalde, al Maestro de escuela; era en fin, para ellos un dia de solemnidad y etiqueta.

Los domingos solían tener sus visitas. La mujer y la hija del administrador de la hacienda de los Ahuehuetes, la tía del mayordomo de la hacienda de Aragón, y no faltaban á ocasiones las sobrinas de algún canónigo de la colegiata de Guadalupe.

En esos casos D.ᵃ Pascuala abría una enorme caja de madera blanca, con tres cerrojos que tenía al pié de su cama y sacaba unos platos de china, unos vasos dorados de Sajonia, cuatro ó cinco cubiertos de plata y los manteles con randa y bordados de su mano. La mesa se agrandaba con otra mesita, y en el corral y cobertizo que servía de cocina, se ponían en actividad los anafes que en tiempo ordinario sólo servian para hacer el chocolate. Un peón se enviaba con anticipación en un burro al pueblo, y volvía con las arganas cargadas con pan, bizcochos, fruta, carne, chicharrón, chorizos, longaniza y recaudo. El almuerzo y comida eran de chuparse los dedos, porque D.ᵃ Pascuala, sobria y poco cuidadosa en el diario, se portaba cuando se trataba de obsequiar á sus visitas como buena discípula del santo cocinero. Ya se vé, que nada de raro, ni de misterioso tenían estas gentes, por el contrario, eran de lo más vulgares y lo que de ellas decían era pura invención.

Del heredero del trono azteca, diremos una palabra. El, como principe azteca, como niño de un porvenir real, nada sentía, estaba inconsciente de su grandeza y de su alto destino. Cuando no lo obligaba D.ᵃ Pascuala á estudiar, pasaba su tiempo ó en el cerro cogiendo lagartijas, sapos y catarinas, de las que tenía una abundante colección, ó en el corral montándose en los burros y mulas. En la noche caía rendido; entre sueños engullía sus frijoles y muchas veces se quedaba vestido en su cama. D.ᵃ Pascuala no quitaba el dedo del renglón.

—Ya ven ustedes á Pascualito, que parece que no sabe quebrar un plato,—decía invariablemente la buena señora en las grandes comidas de los domingos, pues ha de llegar á ser rey de México; á él le toca, los que están en el gobierno no son más que usurpadores. Toda la tierra es de los indios, y una vez que se fueron los españoles, los indios han debido entrar á gobernar. Todas las haciendas y ranchos son de ellos, y cuando Pascualito entre á Palacio, á mandar, Espiridión será dueño de Cuamatla, de la Lecheria, de Echagaray y de todas estas haciendas.

Pascualito se llamaba simplemente José, como la mayor parte de los indios, pero D.ᵃ Pascuala le había dado su nombre. Como se ve, la señora del rancho, por la parte del marido, se inclinaba á la raza india y continuaba sus razonamientos en ese sentido.

—Ya tenemos un licenciado muy leído y escribido, que sigue el pleito contra el gobierno y vamos á ganarlo y hasta hemos recibido dinero para taparnos la boca. Ya verán ustedes como de la noche á la mañana cambiará nuestra suerte y Espiridión será cuando menos juez de letras de Cuautitlan.

D.ᵃ Pascuala creia á puño cerrado en esta tradición y hablaba con sinceridad. La mujer y la hija del administrador de los Ahuehuetes, que no eran de la raza india, le contradecian, y nunca se conformaban con sus opiniones, mientras que la familia del mayordomo de Aragón, apoyaba, y á veces se avanzaba hasta pedir que cuando D. Espiridión fuese juez de letras ú otra cosa más alta, promoviese el exterminio de la gente que se llama de razón. Solitos quedamos, mejor, decían, que el buey solo bien se lambe.

En el fondo D.ᵃ Pascuala no carecía de razón. Para seguir el pleito del heredero de Moctezuma contra el gobierno se habían valido de un licenciadillo vivaracho, acabado de recibir, que andaba á caza de negocios y pleitos y se llamaba Lamparilla. Era pariente del archivero general D. Ignacio Cubas, empleado muy notable por sus conocimientos en las antigüedades y su manejo de los papeles viejos, cedularios y libros desde los primeros tiempos de la dominación española. Cubas, que era entusiasta por Moctezuma, por Cuauhtemoc y por todo lo que pertenecia á la raza y á la historia de los aztecas, proporcionó á Lamparilla la manera de compulsar las reales cédulas y pragmáticas de Carlos V y de la reina D.ᵃ Juana, y concluyeron con desentrañar la historia de los descendientes del emperador de México, y tener la clave de multitud de cosas curiosas que para todo el mundo eran un secreto. Con estas armas, la fe de bautismo de Pascualito y una información levantada en Ameca, de donde era originaria la familia, ocurrió Lamparilla al gobierno, reclamándole cosa de medio millón de pesos por la pensión atrasada, seis mil pesos cada año por la corriente y la propiedad de todo el volcán de Popocatepetl con sus bosques, aguas, barrancos, arenas, nieves, azufre y fuego interior, ó en cambio de eso una suma fabulosa de dinero.

Lamparilla alquilaba cada sábado un caballo, salía de México á las cinco de la mañana y á las siete estaba ya en el rancho de Santa María de la Ladrillera, desayunándose, muy contento, en compañía de D.ᵃ Pascuala y de D. Espiridión. Acabado el desayuno sacaba de la bolsa un escrito en papel sellado, hacía que lo firmaran marido y mujer, y á las diez estaba de vuelta en la capital. Página:Los bandidos de Río Frío (Tomo 1).pdf/35 El lunes, al tiempo de abrir las oficinas, se presentaba al Ministerio de Hacienda, y aunque tuviese que esperar horas enteras, entregaba personalmente su solicitud al mismo ministro, ó cuando menos al oficial mayor. En el curso de la semana daba sus vueltas á saber el resultado, ó escribía tres ó cuatro cartas. Después de meses de este manejo, Lamparilla inspiraba horror y miedo al ministro y á los empleados del Ministerio, era una persecución en regla, se lo encontraban en las escaleras, en los corredores, en la mesa, en todas partes, y con mucha atención y cortesía, les recomendaba su negocio, y les suplicaba que se interesasen para la resolución de las treinta ó cuarenta solicitudes que tenía presentadas. Aburridos, desesperados, no pudiendo matar ni desterrar, ni poner preso á Lamparilla, porque en definitiva no era más que el agente de uno de los muchos parientes de Moctezuma, concluían por interesarse por él, y el ministro, por quitárselo de encima, le mandaba dar ya ciento, ya doscientos y á veces quinientos pesos, que, lleno de satisfacción, ponía en manos de D.ª Pascuala. Ese día, en vez de caballos, alquilaba un coche y almorzaba en el rancho unas enchiladas y unos frijoles fritos, que daba gusto.

Los propietarios, por su parte, cumplían religiosamente y agasajaban á su licenciado. Los jueves á las nueve de la mañana, invariablemente también, llegaba á la Estampa de Regina, núm. 4, donde vivía Lamparilla, el peón y el burro, con las consabidas arganas, conteniendo un manojo de gallinas ó un guajolote, una servilleta con dos docenas de gorditas con mantepa, lechugas elotes (en su tiempo), zanahorias mabos, tomates y jitomates, y otra limpia servilleta con tamalitos cernidos. El día de su santo, además de todo esto se añadía un platón de cocada, cubierto con motitas y florecillas de listón verde y encarnado, en cada flor un escudito de á dos pesos, y en el centro una onza de oro. Además de esto, Lamparilla cuando estaba arrancado escribia cartitas á D.ᵃ Pascuala, pidiéndole, ya diez, ya veinte, ya treinta pesos (nunca más) á cuenta de honorarios que D. Espiridión con mil protestas y disculpas le entregaba aprovechando sus escursiones á la ciudad.