Los abismos
de Felipe Trigo
Tercera parte
Capítulo V

Capítulo V

Había visto alguna vez esas libélulas de dorado cuerpo y de élitros de gasa, flores libres del espacio, que a la imprudencia de su vuelo entre las flores caen en una ciénaga; que se hunden, que se ahogan, que en su luchar por la líquida inmundicia, sienten sus alas ajarse mojadas y ensuciarse; que logran trepar a una flotante brizna salvadora, y que la sepultan después bajo su peso, para encontrarse nuevamente en la desesperada lucha sin fin y sin reposo...

Así él, poeta, que voló imprudentemente por los cielos del amor y de la gloria, hallábase otra vez náufrago en el lago negro de vergüenza con las alas de ilusión plegadas y manchadas.

Sentíase sin ánimos para intentar otra nueva salvación, y continuaba aquí, en la media noche, entregado a la agonía del desaliento.

De la mesa, horas antes, le habían echado los júbilos inocentes de Inés y la tristeza de la triste.

De abajo, del Casino, de aquella andaluza fiesta de gitanos, dada para los extranjeros, y en la cual quiso refugiarse, el estruendo de alegría le había traído a buscar la soledad de esta terraza.

Los designios de morir y de matar, por un instante se los había vuelto a gritar el pobre herido corazón a la angustia del cobarde ansioso de la vida.

Era como si hubiese dormido mucho, como si hubiese soñado con Libia, durante aquellos días crueles de abandono, viéndola mala y monstruosa, y como si al despertar, en presencia de ella, de la absurda pesadilla, y al tenderla los brazos sonriente, hubiera recibido el asombro, hubiera recibido la sorpresa de oírla confirmar a ella propia su maldad.

Maldad extraña..., de la buena que jugaba con su hija, que adorábala con ternuras inmensas y que había ido siempre guardando hasta sus más pequeñas cosas, lo mismo que reliquias para formar un museo sentimental de madre santa en el secreto de aquel mueble donde él, en la noche horrible, buscó tan sólo las brutas pruebas de culpas contumaces. Maldad extraña, en realidad, de la amorosa infinitamente delicada y noble que vino a mendigar cariños del marido como una esclava humilde, que pudo dejarle la ficción de su pureza en la mentira, en la mentira que él propio la tendió, más invitadora en amantes impaciencias, y prefirió leal la ruda confesión que hubiese de trocarla de perdonadora en perdonada o en odiada eternamente.

Mas ¡ah, el perdón!

¿Sería posible para un hombre con la íntegra conciencia de su honor y sus respetos?

Un recuerdo, el de Astor, cuyo jovial concierto de paz con la Ernestina loca no le impedía ser en todas partes honorado y respetado, ofrecíasele inútilmente como ejemplo. El perdón del bohemio-león extraordinario, tan despreocupado para el mundo; o mejor dicho, la transigencia, el reconocimiento de derechos de pagana humanidad, iguales a los propios, para su mujer, correspondería a una filosófica previsión de porvenir que nada tenía que ver con el difícil perdón de quien, hombre del presente, aun de la dignidad y del idolátrico amor hacía el culto más grande de la vida. Su perdón, pues, era cosa del sentimiento, que en vano con filosofías ni generosas reflexiones quisiera olvidar el ultraje inferido por Libia de un modo irreparable.

No podía odiarla, sin embargo; gritábanselo desde el sentimiento mismo, su piedad, su gratitud. Por ella y cerca de ella persistíale, con la honda persuasión de sus bondades, aquella egoísta sensación de calma melancólica, de dolida y dulcísima amistad, de cariñosa compañía que le había salvado de los horribles abandonos. Todo lo aceptase aunque no hubiera jamás de perdonarla, antes que volver a ellos, teniendo al mismo tiempo que arrancar de su hija y dejar en la cruel soledad del mundo a la mártir infeliz.

Pensaba en América, otra vez, en el viaje lejano al país de los olvidos; pero llevando ahora a la culpable arrepentida para que siguiese siendo la triste amiga suya y la santa madre de la hija de los dos No obstante, pronto, al lanzarse a la meditación de tal proyecto como última esperanza, vio que era el miedo todavía lo único que hubiera de llevarle a esconder tal menguada vida entre extraños que no conocieran su desdicha y que no pudieran devolvérsela en afrentas.

Y ¿a qué América entonces? ¿A qué la fuga de la afrenta de su patria, de la afrenta de Madrid... cuando justamente Madrid habíale hecho de la afrenta misma el más alto homenaje de respeto?

Su arte, su gloria habíanse extendido como un manto de púrpuras por encima del escarnio y del ridículo del pobre deshonrado... ¡Y así la propia deshonra habíasele convertido ante el público en timbre de augusta dignidad más indestructible y alta que aquella otra que la torpe Libia hubo de romper!

¡Ah, sí, sí!... Al fin reconciliados el artista y el hombre, le reconciliaban con el Madrid de las crueldades generosas. Y el hombre, aquí, en la soledad de la terraza, pensando en Libia, y al mismo tiempo que decíale al artista que si él de su gloria recibió la redención, de corazón habíale dado la carne de su gloria, preguntábale en cuál fibra ignota del sentimiento pudo hallar el perdón que él no sabía encontrar para la falsa.

¡El hombre! ¡El hombre!... El hombre preguntaba esto, y el artista, cerca, tan cerca ya de él, se sonreía... se sonreía viendo cómo el pobre corazón, ciego acaso en su dolor de realidad, en su dolor de vanidad, no acertaba a hallar para la dulce desdichada las mismas grandes compasiones que la supo conceder cuando hubo de evocarla Y contemplarla con el sereno y como ajeno desinterés de la justicia...; ¿bastaríale volver a contemplar a Libia misma, tan dulce, tan real como lo era su dolor?...

¡Oh, no!... El hombre, el hombre, el ciego con el súbito recuerdo de aquel otro hombre de carne como él, que hubiese hollado las de la Libia torpe, las de la Libia acaso estremecida y apasionada un punto en el gozo de traición, tornaba a ver hundirse al anhelo de perdón en lo imposible...

Mas... ¡ah, qué miserable su angustia!... Considerándola a la luz del egoísta enojo, vio que no era la dignidad, ya salvada en las altas compasiones que él hubo de entregarle al aplauso del teatro, lo que en el perdón a la infeliz le detenía. No, no podía ser la dignidad lo que, para perdonarla, le hizo ansiar saberla incluso perversa y fría prometedora de lascivias, incluso estafadora, con tal de que no hubiese llegado a la consumación de sus promesas el acto material. Impura de cuerpo, pues, la detestaba; impura y doblemente falsa de alma y de corazón, la adoraría. ¡Qué contrasentido!

Le abrumó el contrasentido, dejándole en una absoluta desorientación que hubo de borrarle toda voluntad, todo pensamiento, toda premeditada resistencia y como a merced de no sabía qué azar ante la esfinge monstruosa de bondades y maldades que ya no podría él saber tampoco si le atraía o le repugnaba.

Era tarde.

La luna habíase puesto.

Miró el reloj.

Las dos.

Bien. Iba a acostarse. Nadie, acaso, velara en el hotel.

Por los salones, por los pasillos, hacían la guardia de luz algunas lámparas.

Subía despacio los anchos tramos de la escalera. A Libia habíale dejado demasiado tiempo para refugiarse en aquella separación de lechos que habría de constituir la eternidad de su castigo.

Llegó al cuarto y entró.

Estaba a obscuras; pero en el balcón abierto divisó una blanca silueta inmóvil a la luz de las estrellas.

¡Libia!

La creyó dormida. Avanzó cauto. La blanca silueta púsose de pie.

-¡Oh, me esperabas! -increpó el sorprendido levemente.

-Sí. Quería que hablásemos. Quería decirte...

Su actitud era la de la humilde dolorosa, con las manos caídas en cruz.

-Harto indigna de ti -siguió con otro giro, y alzándolas al pecho-, sólo he venido a confirmártelo con la vergüenza de mi vida para pedirte que, menos sentenciarla a tu abandono, hagan de ella lo que quieran tu rigor o tu piedad. Mátame, si no has de dejar de aborrecerme; pero si comprendes que no hubiera de formarte un tormento de tal modo abominable que pudieses siquiera soportarlo, déjame a tu lado y junto a nuestra hija para ser siempre, siempre, siempre vuestra esclava.

Un lucero la alumbraba, llenándola de encanto misterioso. Libia, con el pelo medio deshecho por los hombros, envolvíase en un amplio ropón que la habría servido para salir de la cama, en donde no la consentiría resignarse a la condenación muda del insomnio la congoja.

Había otra silla en el balcón, en la cual antes, quizá, habríale contado cuentos a Inés hasta dormirla, y se sentó Eliseo.

Ella volvió a sentarse también en la butaca.

No hablaban. Libia permanecía sumisamente quieta, casi sin respirar, como al miedo de turbar la muda tolerancia que ya empezaba a concedérsele. Él, vuelta hacia fuera la cabeza, al vacío de perfumadas grandezas de la noche, con el codo en el respaldo de la silla, escuchaba el concierto de los mirlos. Cortada la ciudad en sus anchas vías por el eléctrico fulgor rojo contra los modernos edificios, ofrecía verdaderos lagos de nieblas opalinas, luminosas, al resplandor de gas en las zonas de fachadas blancas. El sueño de Granada se tendía allá abajo, dejando apenas subir alguna vez el canto de los gallos, la campanada de un reloj y los alertas del presidio con una limpia solemnidad de las penas e inquietudes de la tierra que acogiéranse dolidas a los cielos.

Y en los cielos, en los cielos de la paz y las estrellas, le parecía a Eliseo estar en esta altura con el blanco espectro todo alma de la dócil muda y triste. Era como si la humanidad hubiérase dormido debajo de los dos dejándoles una percepción infinitamente penosa de sus miserias pasadas en un narcotismo de éteres y espacio.

La miró él; la expresó, al fin, tal angustia en un lamento:

-¡Cómo pudiste olvidar tantas cosas, mujer, tantas cosas!

Le miró ella, y respondió como en eco lejano de suspiros:

-¡Olvidarlas, oh, Eliseo! ¡Justamente fue mi daño el no poderlas olvidar! La vida que hubiese sido necesaria para salvar el respeto de esas cosas, los respetos a vosotros, a ti, a nuestra hija, la habría sacrificado. Piensa que me vi forzada a elegir entre el secreto horror de mi deshonra y el público horror de tu descrédito y tu ruina, y culpa nada más a mi terror, a mi torpeza.

Hubo otro silencio. Hora solemne de las sinceraciones, Libia comprendió que debiera en breves frases condensarlas. Siguió, pues, sin nuevo estímulo:

-Yo no sabría explicarte de qué modo, y por qué insensibles imprudencias, mi afán de lujo, de aquel lujo de muñeca linda y loca para el cual educáronme mis padres, y en el cual tú mismo un poco insensatamente me alentaste, hubo de llevarme un día, aun después de tantos en que por él te vi agobiado, a la sorpresa de una enorme deuda que no podrías pagar.

Sollozó al recuerdo.

-No sabría referirte bien -continuó- de qué manera Mme. Georgette, la modista, niña yo entregada al fin con mi temblor de llantos a la codicia de la que temía perder su dinero, o a la desalmada que acaso igual que a otras hubiera ido de perfidias forjándome el grillete de una infame explotación, bajo la sombra y la amenaza inexorable del juez, de los embargos, del destrozo de la dicha de tu hogar y de tu vida entera de trabajo, me hizo pasar todo el calvario que debía arrastrarme hasta lo inicuo.

Hizo otra pausa. Nada decía Eliseo, perdida con la mirada por el cielo la melancolía de su dolor, y añadió ella, en el monótono ritmo del acento que se le iba extinguiendo poco a poco:

-Yo no sabría explicarte qué miedos me obligaron a dejar crecer aquella deuda sin decírtelo, ni qué asombros del espanto, luego, ante el dilema de madame Georgette, impidiéronme contigo la tardía y ya inútil confesión. Erais tan felices tú y la niña, que, por no destrozar vuestras venturas con mi culpa, preferí seguirlas sosteniendo incluso con mi infamia; era tal el terror que me inspiraba perder tu aprecio, tu cariño, trocados tal vez en odio y maldición, que, por salvarlos, ¡ya ves tú!... ciega y loca caí en la indignidad. ¡No, no, yo no podría, yo no sabría explicarte bien todas estas cosas, como la fatalidad quiso que lo hiciera tu talento! ¡Creerías que estuviese repitiéndote tu drama!

Enmudeció. Dobló al pecho la pesadumbre de la frente. Comprendió Eliseo que no tendría más que decir en su disculpa. Pública la aventura triste, en su fondo y sus detalles, él habíalos tomado con harta amplitud del escándalo, y no habría de ser la defensa de ella sino la retroacción del drama hacia la vida. Si para exaltarse en noblezas, aun dentro del pecado, necesitase recurrir a la impostura, sobraríala con irlas recordando del proceso que él trazó como para este instante mismo con tal fausto de piedades.

Quiso tal vez desconcertarla él propio la farsa de su obra, y preguntó:

-Di, Libia: puesto que el propósito de Mme. Georgette no fue otro que el chantage, ¿por qué tuviste que llegar tú a la plena indignidad? ¿No hubieran sido bastantes algunas cartas que a los ojos del presunto estafado os comprometieran a las dos?

-El chantage, la estafa -repuso Libia, estremecida de bochorno-, no fueron sino el recurso a que la modista me obligó al fracasar sus esperanzas en los agasajos de aquel hombre agradecido a mi entero sacrificio.

-¡Oh, aquel hombre! -recogió Eliseo, prescindiendo de todo lo demás, y recto en su egoísmo a lo que seguíale en la realidad ignorado-. ¿Quién es?

La confidencia empezaba a bordear lo más íntimamente personal y vergonzoso.

-Javier España. Un hijo del conde de Albear.

-¡Muy joven, creo!

-Diez y siete años.

-¿Lo eligió Mme. Georgette o tú?

-Yo.

-¿Tú, Libia?

-Sí.

-¿Le conocías?

-Frecuentaba la casa de Ramos Mera, una tertulia del tiempo de mis padres.

-¿Y por qué le preferiste a él, y no a otro?

-Porque era el más ajeno de tu trato, entre los que en todas partes me miraban, y porque, siendo un niño, me pareció con él mi falta menos grande.

Devoró Eliseo la amarga ingenuidad en amargura. Contuvo la que ya le subía lastimosamente ridícula desde el corazón a los labios en el impulso de preguntarla si era guapo, si era gentil el niño aquel, y acertó siquiera a limitarla de esta suerte:

-¿Conservas algún recuerdo, algún retrato suyo?

-¡Oh, no! ¡Jamás los tuve! -rechazó con sincero horror la atormentada en el vivo tormento del celoso. Y, compasiva de sí propia, de ambos, añadió para calmarle: -Ni he vuelto a verle, ni está en Madrid. Recién llegado de Bélgica, entonces, sus padres, a raíz del escándalo, volvieron a enviarle a continuar en el colegio sus estudios.

-¿Cómo lo sabes?

-Por Mme. Georgette y por la crueldad de algunas amigas que se complacieron en aumentar con sus insidias mis desgracias.

El celoso concentró y reposó su pena reclinando la cabeza a la mano del brazo que acodábase en la silla. Acogía el levísimo consuelo de aquel desconocido que no estaría en Madrid, que nunca, probablemente, ni por su edad ni por sus hábitos, encontraríase con él en el mismo círculo de vida; y otra vez atento al áspero dolor de las entrañas, demandó:

-¿Dónde os visteis luego?

-En el hotel de la modista.

-¿A qué horas?

-Por las tardes.

-¿Durante mucho tiempo?

-Menos de un mes.

-¡Con entrevistas diarias, claro!

-¡No! ¡No!

-¿Cuántas, entonces?

Agitada de angustia, cada vez más, iba agotándose la infeliz en las respuestas a aquella violentísima evocación de su ignominia. Pero debía responder, debía aceptar esta expiación, y la aceptaba.

-Tres.

-¿No os podíais reunir más a menudo? ¿Qué os lo impidió?

-¡Oh! Mi... sufrimiento.

El implacable cerró los ojos, y calló un instante. Sin embargo, hubo todavía de interrogarla más lento, más bajo, más dolorosamente feroz:

-¿Y di, mujer... tu sufrimiento... no se rompió alguna vez en nerviosos espasmos que te hundieran en olvidos de delicia el pesar de la traición?

Un espasmo, un nervioso espasmo, verdaderamente, pero de horror y repugnancia, irguió a la agónica con las últimas energías de aquel martirio.

-¡Oh, Eliseo! ¡Calla por Dios, calla! ¡Te juro por nuestra hija...!

No pudo acabar. La interrumpió, la ahogó el supremo sacrilegio de ir a mezclar en su boca lo más noble de su ser y lo más crudamente vil de su indecencia; la retorció en la butaca la conciencia de su infamia y, consternada, rota en llanto y en sollozos, de un ímpetu desplomó al suelo todo el peso material de su vida despreciable para humillarla y como deshacerla a besos en las manos del cruel piadoso que pudo oírla sin matarla, sin arrojarla por lo alto del balcón como un guiñapo; besábale, besábale las manos, le besaba las rodillas, a besos santos de la humildad y la sumisión de aquellas lágrimas en que saltaba el raudal de sus ternuras tanto tiempo contenidas..., y él, Eliseo, frío, inmóvil, enajenado en la extática emoción, sentíase al fin el corazón y el alma abiertos a la compasión plena e infinita de la esclava dulcísima y bellísima que arrodillada entre sus piernas oprimíaselas convulsa, de la mártir inocente que se había sacrificado tan extraña y abnegadamente por su amor, del ángel excelso de bondad y sinceridad que, no habiendo sabido postrársele y llorar así ni al ansia imploradora del perdón, así se le postraba y lloraba al dolor inmenso, inconsolable, de haber perdido sus purezas.

Dejábala llorar, dejábala llorar; dejábala besarle las manos, las rodillas; dejábala purificarse..., llorando él también a la alegría de verla en su pena tan dichosa, y sólo al advertir y no haber podido estorbar que ella humillásele más la ofrenda santa de aquel llanto y de aquellos besos besándole los pies, un ímpetu le hizo enlazarla casi con ira de pasión para alzarla a la butaca y quedar inclinado contra ella en el abrazo del ser entero que fundió sus llantos y sus vidas.

-¡Oh, alma del alma!

Había dicho, nada más, pagándola con un solo beso de vehemencia las esclavas humildades de la boca, antes de aprisionarla, ya sin besos, en el abrazo de lágrimas que los sumió en una quietud como inmortal sobre el abismo negro del balcón y a la luz de las estrellas.

Horas divinas.

Las rosas de la Alhambra, al sol, alguna tarde, allá por los mágicos jardines, cortadas por las manos de caricia, supieron de los más hondos besos del alma de dos enamorados.

Los mirlos de los cármenes, allí bajo el balcón, alguna noche suspendieron un instante, al concierto de los más profundos besos de dos vidas, sus conciertos armoniosos a la luna.

Y una noche, sobre el triunfo de la vida de carne y de alma del amor, el poeta le anunció a la bella diosa esclava gloriosamente redimida:

-Mañana partiremos a Madrid..., a tu ensueño de un nido entre los mirlos y las rosas...; pero antes de volar a él, desde un palco del teatro, tú junto a mí, tú estrechándome la mano y rindiéndome sonrisas, y yo rindiéndote mí alma con mi gloria, habremos de decirle a ese mundo que me aplaude cómo fueron en ti la misma cosa tu amor y tu traición, cómo son en mí la misma cosa el hombre y el poeta..., cómo los dos supimos salvar volando los abismos.





Moheda de la Cruz, marzo de 1913.