Los abismos
de Felipe Trigo
Tercera parte
Capítulo IV

Capítulo IV

Astor había partido al día siguiente. Ellos habían ido a despedirle, y volviéronse desde la estación para seguir aquí como en un limbo, sin saber qué harían, sin saber cuándo y adónde hubieran de partir.

Dijérase que la oriental pereza del hotel y de Granada, fuertemente perfumada de azahares y claveles, y arrullada por las fuentes y los pájaros, sumíalos en una olímpica insensibilidad más grande que todo sufrimiento.

Ya llevaban otras dos mañanas despertándose al concierto que los mirlos entonaban por las frondas, debajo del balcón.

Libia, deslizada la primera de su cama, y saliendo en prisa y en vergüenza de aquel a quien creería dormido, pasaba al contiguo tocador, bañábase, vestíase, y dedicábase en el cuarto de Inés a vestirla también y a adornarla la muñeca. Luego bajaban las dos a la terraza y seguían cortando y cosiendo vestiditos.

Él, hasta la hora del almuerzo, leía y contestaba al montón de cartas y telegramas traídos de Madrid. Obligación que volvía a enlazarle con las gratas ocupaciones de la vida.

A ratos la interrumpía para pensar -mirando el cuadro de hogar extraño que le formaban las ropas de ella confundidas con las suyas por los muebles, por las perchas.

¡Oh, sí! ¡Libia tenía el infinito pudor de que viésela desnuda! En la primera noche, cuando allá a las doce, Astor se fue a dormir dejándolos en la sala de lectura, él, violento, y advirtiéndola asimismo violenta por la inminencia de aquella enojosa intimidad que hubiera de consistir en desvestirse juntos para lechos diferentes, hubo de indicarla: «Ve. Sube. Acuéstate si quieres; estarás cansada. Yo voy a leer un rato todavía.» Le comprendió. Le obedeció. Le agradeció lo que ni uno ni otro podían saber si sería delicadeza, y en las dos últimas noches, sin necesidad de indicaciones, y norma ya de todas las demás, la humilde delicada habíase retirado a las diez, al mismo tiempo que la niña. Llegaba Eliseo más tarde, y se acostaba con sigilo, por muy cierto que estuviese de que no habría de despertar a la yacente, desvelada y arropada hasta los ojos.

O la inmensidad de sus dolores necesitaba una tregua de reposo que el corazón les imponía, o restaba entre ambos una sombra que impedíales a sus almas tenderse entregadas por la carne a la plena reconciliación de los abrazos.

Volvía a escribir. Hundíase de nuevo en la paz de aquella obligación que le halagaba y le reconciliaba, en cambio, con la vida. Cartas a empresarios de toda España que solicitaban la exclusiva de la representación, ofreciendo considerables sumas de antemano; cartas de gratitud o fervorosos plácemes de desconocidos, de damas que le expresaban su entusiasmo con frases de fuego en pliegos elegantes... ¿Sería alguna de ellas la heroína del escándalo?...

Pero le llegaban por el balcón, abierto al día primaveral, las voces y las risas de la niña, y volvía a suspender la tarea para descansar fumando y asomado a verla en la terraza.

Acompañábala la madre. Clotilde las ayudaba a coser los vestiditos. Recogidas al rincón que formaba el parapeto, componían un familiar grupo encantador con la muñeca en medio de las tres. Libia, igual que en el comedor, igual que siempre en todas partes, convertíase en el centro de la fascinada atención de cuantos la tenían al alcance de la vista, hombres y mujeres. Observándola Eliseo desde la altura, advertía de más cómo ella manteníase ajena al triunfo de admiración que despertaba. De espalda a todo el mundo, ni siquiera una vez tornaba la cabeza a fin de comprobarlo. ¿Cabía menor coquetería?... Lo mismo recordábala de los teatros, en los tiempos confiados de Madrid, cuando al entrar ella en un palco la asediaban los gemelos. Sus ojos, como los de las alemanitas, y más aún, parecían hechos de candor, y para no ver alrededor de ella la miseria de la gentes, para no mirar más que la cándida belleza de las cosas.

¡Adorada, oh! ¡Harto adorada la adorable!

Si los odios bestias de su carne perdonaron con perdones de desprecio a la que tan sañudamente hubieron de creer infame aventurera; si las calmas nobles de su drama perdonaron con gloriosos perdones de piedad y comprensión a la que hubieron de juzgar esclava de desdicha... ¿cómo no perdonar a la mártir que no necesitara de perdones?

Predominaba ahora en la paz todavía no bien meditada de Eliseo una impresión de gratitud, de alivio, de salvación de aquellos cruelísimos y secretos abandonos a que en manera alguna quería volver, y bebía la fe en la imagen dulce, espiándola, contemplándola a todo corazón; la fe que rehusábale a los claros ojos cuando pudiesen traicionarle el alma al saberse contemplados. Libia -y esta era al menos una evidencia irrecusable- no fue jamás la infame mujer de desvergüenzas que él imaginó insensatamente.

Ahogábale el pesar del bruto ultraje, y se retiraba del balcón y bajaba en busca de ella con el ansia de una absolución ante su propia conciencia consagrada en dignidades, en respetos.

Mas... ¡ah! ¿Por qué nunca la mártir lograba reprimirse aquella especie de sorpresa de terror a su presencia? ¿Por qué al verle besar a Inés con todo el afán de ternuras de su alma, no hacía el gesto, el tenue ademán que le invitara a compartírselas?... Una frialdad, una frialdad de recónditos espantos; una sonrisa de esclava... de esclava feliz, creeríase; feliz de no ser al menos rechazada de junto a tanta adoración del padre y de la hija, y luego una docilidad exquisitamente cortés sólo atenta a complacerle.

Así iban al comedor. Así iban por las tardes a la Alhambra. En cuanto les faltaba cerca el lazo de efusión que érales la niña, porque ésta corría delante con Clotilde, ellos quedaban reducidos a su realidad de dos agradecidísimos amigos que en todo instante trataban de suplir con galantes etiquetas cuanto les faltaba de cordiales abandonos.

-¡Ah, perdón! -solían decirse si el traspiés en una piedra del sendero les hacía tocarse levemente, si se les caía algo y tropezábanse sus hombros al inclinarse los dos a recogerlo, si cortando flores dirigían las manos a la misma. Se daban siempre la más linda de los ramilletes que formaban para Inés, al llegar a la Alhambra él no se olvidaba nunca de cederla el paso en las puertas y de ofrecerla el brazo al bajar las escaleras y las rampas.

-¡Ah, perdón!

-¡Gracias! ¡gracias!

Tales eran las palabras más frecuentes sobre la eterna cortesía de las sonrisas.

En su gentil confusión no sabían si los ciceroni les estorbaban o si les constituían un amparo contra no sabían tampoco qué miedos de intimidad al quedarse la niña y Clotilde jugando en la glorieta de la entrada. Resultaban de una pesadez tal, por otra parte, que no tenían más remedio que aceptarlos.

Seguíanlos a través del hermoso laberinto. Rara vez les escuchaban sus monótonos relatos aprendidos de memoria.

-Patio de los Leones. La prenda más querida del alcázar: sin estanques, sin jardines, basta su disposición para producir un efecto sedutor que deleita los sentidos y alienta pensamientos de grandeza y majestad. Oserven los señores desde aquí, y vean la variada combinación de columnas y arcos diferentes que se van confundiendo en la distancia y produciendo la más sublime perspetiva...

Admiraban el fantástico conjunto de aquella sucesión de arcadas en donde la luz parecía azularse y congelarse en diáfano cristal, de aquellos grupos de columnas que se repartían el peso de las esbeltas ojivas y techumbres fastuosamente decoradas, de aquellas siete fuentes que murmuraban incansables la canción muerta de los siglos...

-Sala de Justicia; sus techos estalatíticos, llenos de claraboyas, forman grutas fantásticas. Reparen también los señores la delicadeza de los alicatados y el brillo metálico de los azulejos, imposible de imitar...

Reparaban, un instante.

Mas, no; no eran los desinteresados admiradores capaces de extasiarse con ninguna maravilla. Llevaban dentro el espectáculo, y continuaban cruzando patios y estancias en pos del charlatán. Acaso las había visto ya la primera tarde con Guillermo y con la misma inatención. No importaba. La Alhambra les parecía tan sólo un vastísimo recinto para hundirse más del mundo con sus penas. Querrían salir a una vida nueva de otro sol y de otras gentes desde las hondas criptas y los largos subterráneos que los llevaban a las torres.

Sin embargo, heríalos alguna vez la voz del cicerone con una misteriosa relación entre las piedras y sus almas.

-Sala de Embajadores. Como los señores ven, son árabes los versos de sus lápidas; ésta dice: -«Soy como el asiento engalanado de una esposa dotada de belleza y perfección.» -Esa: «Contempla mi diadema y la encontrarás semejante al resplandor puro de la luna.» Aquélla: «Mira este vaso y conocerás la exacta verdad de mis palabras...»

Mirábanse los dos. Libia bajaba los ojos. En vano buscaba él el vaso que le diese a conocer exacta la verdad.

Seguían, seguían. «Mirador de Lindaraxa...» «Ajimez de la cautiva...; aquí tuvo el sultán a la dama cristiana doña Isabel de Solís...» «El peinador de la reina...» -Pero, se cansaban; despedían al buen hombre entregándole dinero, y sentábanse en el aislamiento de cualquier alto minarete a ver ponerse el sol.

Grandioso el cuadro. El Darro corría por la vetusta profundidad de las murallas, y el Albaicín se alzaba enfrente. Las montañas iban cambiando la blancura de sus nieves en suavísimos tonos de ópalo, de turquesa, de amatista... Libia fingía embebecerse en él, por huir de la atención absorta de Eliseo, y Eliseo, a su placer, la espiaba...

Cambiábanse en palabras breves las fugaces emociones de arte o de hermosura recibidas juntos, como dos turistas que hubiesen hecho en viaje la amistad, y en un aparente absoluto olvido del pasado, no habían vuelto a hablar de su anómala situación, de su conflicto. Dijérase que se lo impedía a los dos el mismo infinito miedo de romper esta frágil calma de cristal a que habían logrado salir desde lo horrible.

Pero... ¿qué escondido horror quedaba en Libia, que hacíale a él dudar de su confesión, aun no pudiendo dudar de sus bondades?

Quería saberlo... y la espiaba, la espiaba.

Una tarde se habían sentado a descansar en el Mirador de los retratos, del Generalife. Otro de los pesadísimos guías habíales ido acompañando por este «Jardín de la Alegría», por esta «Casa de placer de los sultanes»; acababa de decirles, al dejarlos: «Subamos, si gustan los señores, al patio de los Cipreses; aunque nada hay artístico, está el famoso ciprés del adulterio de la sultana calumniada por los caballeros rivales de los Abencerrajes; trágicos amores con uno de éstos, llamado Aben-Amet, y que viéronse sorprendidos por el rey...» Fue Eliseo a subir, le dio el brazo a Libia, para conducirla por las rampas, y la advirtió en una asustada y dulce resistencia. Entonces, solos, subieron simplemente al mirador. Reposaban sus angustias. Habían sufrido en las entrañas la evocación del pasado al recuerdo de adulterio. La fatalidad, por la boca torpe del guía, reprodújole a Eliseo las incertidumbres en la vaguedad de su expresión: «la sultana calumniada»... «los trágicos amores sorprendidos»... Quizá las mismas contradicciones indecisas que flotaban siempre en los misterios. «Libia calumniada»; «Libia realmente lanzada a trágicos amores»...

Poco a poco disipó ella en la esplendidez ambiente la leve turbación, que no creería notada, y él seguíala en los aún más leves cambios de la faz el recóndito proceso que parecía cruzar su alma hacia lo afable entre súbitas reacciones alternadas de temor y de alegría... Los claros ojos perdíanse unas veces en las purpúreas transparencias del crepúsculo, en los panorámicos encantos de la Alhambra, vista en su conjunto desde aquí, en la Granada de los huertos y las torres, allá abajo, y en las lejanías inmensas de la vega. Otras veces recogíanse a la proximidad de los jardines cortados por la vasta cinta de la acequia y miraba, casi sonriéndoles su agrado, las macetas, los geranios, el rosal rojo que envolvía al naranjo gigantesco lleno de naranjas en el triunfo de sus rosas, y el rosal de té, nupcial amante del cedro real que por todas partes amparábale las rosas amarillas con sus verdes pabellones.

¿Qué estaría pensando la esfinge de belleza y de candor?... Sentía el afán agudo de saberlo y se lo preguntó:

-¿Qué piensas, Libia?

Por primera vez se dirigía a su intimidad, como en un anhelo de comuniones del alma, y le respondió la sobrecogida en su éxtasis dichoso:

-Pensaba... ¡oh!, pensaba que cuando volvamos a Madrid...

Pero se contuvo aturdida de su misma afirmación.

Sonrió Eliseo, triste, comprendiendo la amargura que dejábala suspensa ante la esperanza audaz expresada de un modo involuntario: «Cuando volvamos.»

¿Había él dicho, por ventura, que fuesen a volver..., que fuesen nuevamente en Madrid ni en parte alguna a reanudar la vida juntos?...

Le dio pena, sin embargo, y la animó:

-Bien, sí... cuando volvamos. ¿Qué, cuando volvamos?

Un relámpago en los ojos bellos, y el claror de aurora de una sonrisa en la gloriosa boca de pureza, fueron la gratitud de aquel humilde corazón que también por vez primera oíase alentado en una frase.

-Que cuando volvamos a Madrid, nosotros deberíamos buscar un hotel por las afueras, o tal vez mejor por las cercanías de El Pardo, de El Escorial, de las montañas, donde pudiésemos vivir siempre entre las flores de un jardín y en la tranquilidad de un campo como éste. Hay muchos trenes; tú irías a tus asuntos de teatro con toda la frecuencia necesaria, y yo estaría muy a gusto con Inés, a cuya educación consagraríanse nuestros cariños sin ajenas inquietudes, y a cuyo porvenir atenderían tus desvelos, tus ganancias, con más seguridad de juntarla un capital, libres del derroche que en lujo y tonterías impone el trato con el mundo.

¡Oh, su obsesión!... El odio al lujo y a las gentes. Ya en distintas ocasiones, a la vista de aquel decorado del hotel, que a pretexto de reconstitución de época conciliaba la mayor sencillez posible con toda la deseable comodidad, y de aquellos extranjeros que, sin perjuicio de la correcta distinción y aun de la belleza de las damas, envolvían la impertérrita y sana felicidad de sus espíritus y sus cuerpos en la simple elegancia invariable de los sombreros de paja y de los guardapolvos, habíale hablado, ella, la antigua mujer de faustos, de la insensatez de complicar la vida con un cúmulo de artificiosas atenciones que no harían más que encarecerla y angustiarla; soñaba (y volvía a repetirle ahora el ensueño, bajándolo al fin desde las zonas de la divagación a ellos mismos) una casa ideal pequeña y escondida por las sierras como un nido que nadie pudiese turbar en su calma deliciosa, limpísima, modesta, sin más adornos que las flores, y de muebles y cosas simples, de hierro, de mármol, de maderas blancas, racionalmente adecuados cada uno a su necesidad y en que de nada careciesen ni nada les sobrase...

La escuchaba; dejó llegar al término la idílica fantasía, y cuando en el melancólico silencio Libia esperaría cualquier asentimiento que la hubiera de permitir continuarla, le oyó de pronto interrogar:

-Di, mujer: si no fuiste tú aquella del escándalo, ¿por qué le tienes tal aversión al lujo y a las gentes, a la vida de Madrid?

La vio bajar los ojos, en una inmutación de palidez.

¡Oh, tú olvidas -murmuró- que siéndolo o no siéndolo, en Madrid, para las gentes, con sólo parecerlo, mi afrenta es igual, mi descrédito es igual... e igual el miedo que deban inspirarme!

Tenía razón. El mismo dolor de Libia habíale aquejado muchas veces al reflexionar acerca del contrasentido monstruoso. Su inocencia podía estar a salvo, y aún más excelsa al sublimarse en el martirio; pero no su honra... título públicamente expedido por los demás, y que a ella le había arrancado la calumnia.

¡Su honra! ¡la de los dos!

Tremenda e implacable la injusticia. No podrían gritar, no podrían clamar por todas partes que no era ella, sino la gente, la malvada. Pasó por la mente de Eliseo el designio providencial que a él hubo de anticiparle de tan extraño modo a la defensa, e inquirió:

-Libia, con respecto a ti, ¿qué efecto crees que mi drama haya causado?

-Favorable -contestó la triste, reanimada al consuelo de aquel acento cariñoso-. El público ha creído a no dudar, que intentas sincerarme..., y tu piedad, tu perdón, tu arte soberano, sobre todo, le han rendido.

-¿Por qué le temiste, entonces?

-Porque tu drama ha parecido confirmarle al público como verdad lo... lo falso.

Era innegable. Él había sido, a la vez que el salvador, el verdugo más cruel de la infeliz.

-¡Oh, Libia!- suspiró al verla como hundida en la visión de su calvario.

Le tomó una mano, y se la besó, reteniéndola oprimida. Luego reclinó la pesadumbre de la frente sobre el hombro de ella, que temblaba y que había vuelto leve la cabeza tratando de reprimir alguna lágrima. Obscurecía. Empezaba a brillar la luna en el cielo transparente, y con la mirada en la luz sideral del astro y con la congoja del corazón y del pensamiento en el blando amparo de la mártir de humildad, meditaba Eliseo, en descargo suyo, que el público, de todas suertes, no habría necesitado el torpe testimonio de su drama para la persuasión de la deshonra. Y sí, sí, cuando menos, el público aplauso unánime al artista había caído también sobre el hombre y sobre la pobre calumniada como pública y unánime absolución de su infortunio. El hombre y el artista parecían estrecharse asimismo inmensamente en la mutua gratitud de reconocer al fin la conciliación de sus intereses, que habían creído tan opuestos, para aquella ciega obra de gloria y redención. Ambos querrían fundirse aún más, como en un mismo ser y para siempre, en el amor, de la débil mujer incomparable de belleza y de tortura.

Mas... ¡oh!, ¿por qué Libia, por qué la dulce perdonada que estaba sintiéndole y devolviéndole en la presión de avideces de las manos tal vehemencia, seguía llorando esquiva a él? ¿Qué último horror, qué último horror callado impedíale a su noble corazón entregarle la infinita pena de aquel llanto?...

En la duplicidad de su propia esencia, no podría decir Eliseo si esto lo notaban primero los fríos enojos del hombre o las delicadas altiveces del artista ante la dulce y dolorosa delicada. Le soltó la mano; fue apartándose de Libia lentamente, y pronto, después, se levantó.

-Vámonos -dijo-; es casi de noche.

El encanto, entre ambos, otra vez, estaba roto.

Le obedeció Libia y salieron del mágico recinto como dos amigos, como dos hermanos obstinados en su cortés afecto a través de una afrenta inconfesable.

No era casi de noche, como él anunció; era de noche enteramente, aunque no lo parecía a la clara luna victoriosa en tenues tintas del crepúsculo.

Inés y Clotilde no estaban. La montaña, con sus bosques y jardines, se les iba haciendo familiar. Habríanse vuelto solas al hotel.

Marchaban Libia y Eliseo como sombras vivas entre las sombras de los árboles, quietas en la plata de la luz, y él, un poco detrás, mirándola, concentraba los esfuerzos de su pensamiento para acabar de penetrar aquel velo del misterio espectral que la envolvía.

Una delicadeza enorme, sí, un infinito pudor de alma resplandecía en la noble y en la buena que, adorándole y sabiéndose adorada, no acababa de rendirse a la pura adoración por el sacratísimo respeto de no dejarla manchada de falsía..., en el engaño de cualquier última vergüenza que no osara declararle.

Meditaba, meditaba..., y acabó por creer ver la exacta verdad en una rectificación de la confesión de ella, que habría sido entonces de un fondo de verdad tejido en tímidas mentiras. Ni tan vil como suponíala la calumnia, ni tan exenta de culpa como ella se afirmó. Libia debió de ser triste heroína del escándalo. Empujada a él por la modista infame, su virtud ingénita, indomable, habría sabido contenerla sin llegar, ni en intención, a la entrega de su cuerpo. ¿A qué, después de todo?.. Para estafar al elegido bastaba sostenerle un poco de esperanza amante, y sobrábale a Mme. Georgette con haberles hecho cruzar por su mano algunas cartas. A obligar al incauto a escribir la primera y las demás, habríase, pues, reducido la forzada intervención de esta pobre ingenua en el asunto que cortó la policía.

Tal sería, tal tendría que ser la realidad que Libia le ocultaba, sincera y falsa al mismo tiempo, y conteniendo sin cesar sus ímpetus de entrega en sus remordimientos de mínima culpable.

La detuvo. Iban a llegar. El hotel se divisaba entre las frondas. Él habíala cien veces advertido en los ojos el alma de inocente pronta a saltar de sus redes de reserva, vuelta al fin siempre a refugiarse en aquel miedo doloroso de las lágrimas, y tornaba a vérsela entera, y más aterradamente enamorada y noble que jamás, allí tan cerca, tan llena de purezas por la luna, en la simple contemplación a que con la fijeza de los ojos la obligó.

-Libia -la dijo, resueltas sus ansias de perdón a llegarla al fondo mismo del espanto-, ¿no crees tú que el solo hecho de haber sufrido un accidente en casa de tu modista, sin ninguna otra contingencia desdichadamente favorable, constituye una base asaz precaria para que en ella fundase un tan sólido castillo de deshonras la calumnia?

No negaba. No respondía, Libia, suspensa en miedo y atención. Él, piadoso, quiso ayudar a la cobarde:

-Te señaló a ti, y nadie dudó un instante siquiera, por lo visto. Mucha es la ligereza de la opinión ante lo infame, mas no tanta que todo crédito esté a la merced de cualquier malediciente. ¿Qué otras circunstancias, pues, de descuido tuyo, de flaqueza tuya, Libia, formáronle un ambiente adverso a tu inocencia? ¿No fuiste tú, acaso, la víctima de Mme. Georgette, la pobre mujer de la horrenda historia en que no pudieron salvarse tus prestigios para el mundo, aunque tu virtud y tu amor salvasen tu pureza para mí?

La luna llenaba de blanca luz aquel rostro cuajado de alma en los ojos enormemente abiertos, en la boca temblorosa, a la pálida y plena mostración de su amor y su dolor; era un algo heroico que iba a surgir en la extática pureza, y Eliseo se sintió un momento dominado, fascinado.

-Yo fui -la oyó decir, como a un soplo del espanto- la mujer de aquella historia. Fui yo... y sin que ningún prestigio se salvase. La cobardía me hizo consumar todo lo inicuo.

-¡Todo! -recogió sordo y apartándose el que recibía la cruda verdad como un mazazo.

-¡Sí! -confirmó Libia, con un sollozo, bajando al fin a la vergüenza de ignominia la mirada.

Seguía inmóvil. Creyérase que contemplaba el desastre de su alma caída en pedazos a sus pies.

De un ímpetu, Eliseo volvió a acercarse y la atenazó de la muñeca.

-¡Oh, Libia! ¡Libia! -rugió.

La sacudía, clavándola en la rabia de los ojos; sentíala yerta, veíala pálida, muy pálida, pero con una resignada palidez de mártir, que no lograba el terror descomponerla, y cuando iba quizá a escupirle su rencor a la faz de la humilde y miserable, otro ímpetu le hizo rechazarla y alejarse de ella con desprecio.

Caminó delante, lento, torvo.

Libia le siguió muda hasta el hotel, como un fantasma, por los claros de la luna.