Los abismos de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo VII

Capítulo VII

Un joven, azoradísimo, dejando en la verja su automóvil, cruzaba a las once de la noche el jardín de la Jefatura Superior de Policía.

Le preguntó a un ordenanza por el jefe.

-¿Qué deseaba usted?

-Verle.

-¿Para qué?

-Para un asunto urgente.

-¿Alguna denuncia?

-Sí.

-Vea entonces al señor comisario de guardia.

-¡Tengo que ver al jefe!

-No es posible. Está ocupado.

-Anúncieme, no obstante. ¡Debo hablarle! ¡A él!

El rasgo de energía y la consideración al automóvil que seguía vibrando en la verja, quebrantaron la impasibilidad del ordenanza.

-Bien; lo intentaré. Lo creo difícil.

Partió.

El joven, Javier España, no se explicaba cómo el polizonte aquel no subía las escaleras con el mismo apremio de su pecho.

Hallábase en un corredor de paso a distintas oficinas. Sonaban timbres sin cesar y pasaban con los guardias mujeres y hombres contristados que irían en demanda de favor, igual que él, o a dar cuenta de sus crímenes, tal que el del granuja a quien él haría buscar y acaso encarcelar en esta misma noche. La vaga esperanza que le invadió, tras un día entero de infierno, al ocurrírsele encomendar su conflicto a quienes tenían la social defensa por sagrada obligación, acrecíasele ahora recordando la perfección minuciosa de estos centros en donde cada malhechor dejaba, con su ficha antropométrica, el retrato y el carácter de escritura; si el autor del anónimo fuese un anónimo contumaz, la letra del anónimo pudiese descubrirle.

Bajó el portero:

-El señor jefe tiene rigurosamente prohibido que se perturbe a estas horas su trabajo.

Indignado Javier y herido en su dolor y en los orgullos de su estirpe, sacó una tarjeta, inclinóse a un viejo tintero que descubrió en una mesita de servicio, y escribió, bajo el nombre suyo, el título del padre.

-Dígale que quien desea verle es el conde de Albear.

Mágico el prestigio.

El guardia se alejó esta vez con una reverencia. Sin duda no solían venir condes a esta casa.

Reapareció pronto y le condujo a un salón del principal y delante de un señor alto, vestido severamente de levita, grueso, respetable, que medio levantado de su sillón del escritorio y extrañado de la juventud del visitante, demandó con extrañeza:

-¿El señor conde de Albear?

-¡Su hijo!..., que desea participarle algo urgentísimo y muy grave.

-Ah, bien. Siéntese, tenga la bondad.

Se sentaron.

En la penosa espera Javier había aprendido la necesidad de ser breve y expedito. Sin embargo, le imponían la corpulencia del correcto personaje policíaco y la dura y clara tranquilidad de su mirar.

-Señor jefe, ante todo, he de advertirle que, más que al funcionario, y como caballero también, vengo a confiarme al caballero.

-Hable, joven. Por la condición de mi cargo, el caballero y el funcionario son la misma cosa.

-Gracias. En lo que le tengo que manifestar juégase el honor de una dignísima familia. Si usted me lo permite, callaré cuantas circunstancias a ella se refieren. Se trata de un chantage, con motivo de unas cartas que podrían comprometer a cierta dama conocidísima en Madrid, y se me pide en rescate de las cartas una suma que no tengo. He aquí el anónimo que me envían... y discúlpeme si yo he borrado en él el nombre de la dama.

Lo entregó. El jefe de Policía púsose a leerlo.

Decía así:

«La casualidad ha traído a mi poder cartas de usted a doña..., que, entregadas al marido de ella, les comprometerían enormemente. O en todo el día de mañana envía usted a la Lista de Correos, décimo de la Lotería Nacional núm. 12.506, la cantidad de 50.000 pesetas, o las cartas irán a manos del marido.»

Acabada la lectura, volvió el jefe a leer y a meditar línea por línea.

La impresión suya, fuese la que fuese, no se delataba ni en la más leve inmutación de su semblante. El joven, ante aquella frialdad fiscal, inconmovible, temió haber cometido la imprudencia de delatarle en forma, y nada menos que al más alto magistrado policíaco, un delito de adulterio cuyos trámites de culpa hubiesen inmediatamente de empezar para él y para Libia...

Aumentó su palidez, su casi terror, al escucharle:

-¿De qué índole son las cartas?

-¿Qué cartas?

-Las cartas perdidas. Las de usted a esta señora. ¿De amor?

-Sí.

-Es la amante de usted, por consecuencia.

-Sí.

-¿Y puede sospechar algo acerca de quién sea el autor del anónimo?

-¿No, señor jefe?

-¿Nada? ¿Absolutamente nada?

-Absolutamente nada.

-Cualquier criada..., cualquiera confidente...

-Imposible. Es de entera confianza la única persona, la única que media entre nosotros. Perdidas esas cartas, ha debido de encontrarlas algún desalmado por la calle.

Meditó el jefe, con la frente sobre el puño, y luego dijo:

-Bien. La cosa, en lo que cabe, es muy sencilla. Aparte de que no pueda usted entregar este dinero, sería inútil: no le devolverían las cartas y le pedirían más, siempre más..., subsistiendo, eternos, el peligro y el saqueo.

Doblándose al bufete, escribió notas tomadas del anónimo.

-Esta misma noche -aconsejó después, devolviéndole el papel- ponga un sobre con la dirección que le indican, introduzca en él recortes de periódicos que hagan la apariencia de billetes, y échelo al correo. Mañana, yo haré vigilar las oficinas de la Lista por dos agentes, que prenderán a quien vaya a recogerlo.

En seguida, levantándose, codicioso de su tiempo, tocó un timbre con la mano izquierda a la vez que le alargaba la otra en despedida.

-¡Gracias! ¡Gracias, señor jefe! Le ruego todo su interés en el asunto.

-Descuide. Mañana, hacia el anochecer, vuelva usted para saber el resultado.

Salió Javier.

El automóvil le condujo al primer café encontrado al paso. Pidió coñac. Pidió recado de escribir. Apercibiendo el sobre que había de servir de cebo al canalla estafador, sonreía y seguíale la sorpresa de aquellas dos cosas admirables: la impavidez con que los hombres de justicia procedían ante lo horrendo, y la facilidad con que resolvían y remediaban conflictos espantosos, como éste que le había sumido en un ciego tormento todo el día.

-¡Oh, sí! La cuestión -según el jefe de Policía manifestó- no podía ser más simple, más elemental: dos agentes destacados al Correo, y el granuja bonitamente encarcelado.

Renacía. Se había quitado de encima un peso enorme.

¡Su Libia! ¡Su Libia recobrada!

Tomó un pliego y escribió:

«Queridísima Libia mía de vida y de mi alma...»

Detúvose a encender un cigarro y a beber un sorbo de la copa.

Luego, veloz, deplorando no poder verla y decirla a besos su alegría, resignado a enviarla esta carta por Georgette, como siempre, pasó a informarla de todo lo acaecido: del riesgo en que encontráronse los dos con el anónimo; del calvario que él sufrió tratando inútilmente de saber, loco y muerto, dónde hallase la suma que pedían (¡oh, sí, sí! ¡pensó, y a ser posible lo hubiese realizado, en el robo de su casa, de sus padres!); de la idea de salvación, por fin, que se le ocurrió a última hora y que acababa de poner en práctica con tanta discreción como esperanzas de buen éxito.



Y al día siguiente, no al anochecer, sino a mitad de la mañana, volvió a ser sorprendido con la tarjeta del joven el jefe de Policía.

Esto le contrarió. De más lleno de ocupaciones, no era caso de poner su tiempo a la merced de las impaciencias de un chiquillo. Ocurriríale alguna tontería, alguna nimiedad. La experiencia le había instruido acerca de la cándida obsesión de todo el que se ve en un riesgo para acaparar para él solo la acción de la justicia e ilustrarla con inútiles advertencias y consejos.

Tuvo el impulso de negársele; pero... tratábase de un hijo del conde de Albear, su amigo, hombre prestigioso y poderoso, y redújole al mínimo rigor de la espera, en tanto terminaba el examen de otro asunto.

¡Ah, el cargo de jefe superior!... Como el de alcalde, como el de gobernador, como el de ministro, como el de todos los preeminentes puestos públicos, exigía una resistencia física y moral a prueba de fatigas. Así, él en las últimas veinticuatro horas, y aparte sus tareas habituales, asistió a una motín de cigarreras, al entierro de un general, a una manifestación republicana amenazada de disturbios, a la partida de la Real familia hacia San Sebastián, y últimamente, durante casi la noche entera, al fuego de una fábrica.

Durmió cuatro horas, y estaba aquí desde las siete, comunicando órdenes telegráficas y telefónicas, y estudiando el vasto complot anarquista que amenazaba la vida de cien egregios personajes.

Esclavo de sus deberes, y enamorado de su oficio, por suerte seguía hojeando notas y legajos con igual fruición que sigue por un bosque un cazador la pista de la caza.

Completas, al fin, dos carpetas con dactilogramas y fotografías, y redactados los partes para Londres y París, pasó de la biblioteca al despacho e hizo entrar al joven.

Éste apareció lívido.

-¿Qué, señor jefe -inquirió inmediatamente, prescindiendo de saludos-, se sabe algo?

¡Cómo! ¡Por Dios!... ¡A estas horas! -sonrió el que ya se presuponía cualquier sandez, e invitándole a sentarse.

Javier, obedeciéndole, sacó una carta y expresó:

-¡Pues yo, sí! ¡Vea lo que me escriben nuevamente!

La carta, también anónima, de letra igual que la del día anterior, pasó de mano a mano.

«Tú y el señor jefe superior de Policía sois dos imbéciles. El marido de tu amante lo sabrá todo si no entregas las 50.000 pesetas.

Para ello, entre las diez y diez y cuarto de esta noche, y yendo solo, te acercarás y las depositarás en el último banco de la izquierda de la Castellana, el más próximo al Hipódromo.

Nada temas por ti, mas no vuelvas a mezclar en el negocio a gente extraña, y sabe que éste habrá de ser el último aviso que recibes.»

El jefe de Policía frunció el ceño y se quedó fijo en Javier.

-¿A quién le ha contado usted nuestra entrevista? -A nadie, señor jefe.

-¡Imposible!

-¡A nadie! -insistió el joven; y rectificó:- Es decir, solamente a una persona tan interesada en el secreto como yo.

-¿A quién?

-A... a la dama.

-¿A su amante?

-Sí, señor.

Hubo una pausa.

Hizo el jefe de Policía trepidar los muelles del sofá al levantarse con reflexiva lentitud.

El asunto cobraba visos de sutileza y de misterio. Le llamaban imbécil además. Un reto en el insulto. Empezaba a interesarle.

Fue al hueco de un balcón, se afirmó los lentes, y medio oculto en las cortinas rojas, se dedicó a releer y meditar el escrito aquel con toda calma...

Pasó un rato.

Miraba alternativamente el anónimo y el cielo del jardín.

Como no hablaba, Javier, quieto en su sitio, no atrevíase a interrumpirle; contemplaba y nada más, a aquel señor pausado y formidable y el austero adorno del despacho.

Vio que mudo siempre, siempre grave, el prócer policíaco cruzó, sin mirarle siquiera, por delante de él, y desapareció por la mampara del fondo.

Su consternación aumentaba. El mismo desfallecimiento de él ganaba indudablemente al jefe supremo de este centro, en donde nada podía hacerse contra una banda perfectamente organizada de ladrones.

Miró de nuevo los muebles, las cosas.

Un retrato del Rey lucíase bajo rico dosel en el testero.

Sobre la mesa, y en cuatro armarios, había legajos de papeles que le parecían ahora el colmo de la baldía tenacidad oficinesca. Gana de escribir. Cada uno encerraría el expediente de un delito fracasado en su previsión y su castigo -tal que el que sobre Libia y él pesaba por las sombras.

Sentía angustia y habría querido verse al aire libre cuanto antes sin la menor ilusión ya de evitar lo inevitable.

Además vino sabiendo que su marcha por las calles sería espiada paso a paso. Tal presentimiento le aterraba como una inerme y sorda entrega en una lucha con fantasmas. En su automóvil, hoy, y con una browning en el bolsillo, cruzó Madrid mirando las personas y los coches, y sin poder adivinar cuál de ellos le seguía. ¿De qué servirle la pistola contra unos enemigos invisibles?

¡Ah, la vasta asociación de estafadores, de bandidos... mejor organizados, a no dudar, que la madrileña Policía, con su lujo de jefe aparatoso y su ejército de hombres!

Y de que le siguieron, de que le espiaron aquellos tétricos espectros del pillaje; de que no le perdían de vista un punto a partir de la hora en que enviáronle el primer anónimo, era el segundo para Javier prueba inconcusa. Si ayer no hubiesen venido tras de su coche, y en otro coche o en una nube del infierno, hoy no habrían podido aparecer tan exactamente informados del convenio para hacerlos aprehender...

«¡Tú y el señor jefe superior de Policía sois dos imbéciles!...»

Era la verdad. Dos imbéciles.

Pero el insulto le hería con una cruel impiedad enorme en su gran tribulación.

Se abrió la mampara y reapareció el jefe superior de Policía, que vino a sentarse junto a él.

-Amigo mío, es preciso que entremos en detalles. ¿Quiere usted referirme la historia de su relación con esa dama?

-¡Ah, señor jefe!

-Es indispensable, absolutamente indispensable, si hemos de intentar su salvación; y por cuanto a lo que pudiese haber en ello de indiscreto, de imprudente, acuérdese de que usted me requirió como caballero, ante todo. Hablemos, pues, de caballero a caballero.

El joven tuvo que rendirse. Púsose a contar la intimidad de su pasión, evitando nombres solamente, y con la guía y el acicate de la habilidad del magistrado fue informándole de muchas cosas raras de interés.

Llevaban un mes de relaciones; veíanse en el hotel de una célebre modista, mimada por el buen tono de Madrid, e indicada para ello, así como para recibirles la correspondencia, no por Javier, que no la conocía, sino por la dama. Supo el magistrado que ésta, bellísima y de una elegancia insuperable que admiraba todo el mundo, no era, sin embargo, una aristócrata, ni siquiera una rica burguesa, y sí la mujer de un escritor cuyos no grandes ingresos pregonaba con harta claridad y con sobrada incongruencia en relación a los faustos de la esposa, el modesto piso en que vivían. Y supo, en fin, que, como todas, también la carta en que Javier le notició la conferencia de anoche a la amante, a la extraña amante, que entregábase a un chiquillo con su lujo y hermosura prodigiosos, había sido remitida a la modista, a la singularísima modista que prestábale el misterio de su hotel espléndido a una pobre mujer que no podría pagarla ni haberla sobornado con medios propios de fortuna...

¡Bah, sí! La cuestión, para el psicólogo de las vidas y las almas monstruosas, se infiltraba de extrañas claridades.

Cuando terminó sus confesiones el ingenuo, el psicólogo le aterró exigiéndole los nombres.

Fueron pronunciados; temblando, al hacerlo, quien otra vez sentíase preso en la invocación caballeresca.

Y partió Javier, dejando los anónimos, y tras otra indicación de que acudiese por la noche a la cita del Hipódromo, en donde encontraríanse apostados los agentes.

El automóvil, veloz siempre, y sin saberse ahora para qué, hacía votar dentro, como a un muerto, a un ser infortunadísimo y torpe que llevaba la infinita persuasión de su impotencia y de la estéril profanación hecha con los nombres consagrados en gracia a la impotencia no menor de quien estúpidamente pretendía hallar el rastro de la culpa en alguna criada de Georgette... En vano él, al despedirse, hubo de advertirle y reafirmarle al terco que sólo la francesa conocía las relaciones, sirviéndoles de un modo personal, absolutamente personal, para mayor garantía contra toda contingencia escandalosa.

¡Ah, el descuido de su Libia, perdiendo aquellas cartas, y la banda miserable de ladrones!

Detrás de él iría corriendo asimismo el coche o el invisible automóvil fantasma en que le seguiría espiando algún bandido...