Los abismos de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo VI

Capítulo VI

Sola, al fin... Libia, en naufragio de indecencias, en naufragio de esperanzas, en naufragio de todo, quedó de espaldas en el lecho, al aire los brazos abiertos y extendidos, en ostentación indiferente de impúdica los senos, que no eran sino dos malditas flores más de su carne mancillada.

Hoy no había sido el resto de pudor de desnudarse o vestirse ante Javier lo que la retuvo, como siempre, entre las ropas, que, sin embargo, solamente amparaban de ignominia su ignominia -y sí había oído ella decir que los que se sentían helarse entre los fríos polares se amparaban de la nieve debajo de la nieve.

Hoy, no; era la desolación lo que le había espoleado el ansia de quedarse allí sin acción, sobre su misma vergonzosa desventura, para siempre.

Ni el afán del baño la movía -de agua piadosa y clara que quitásela al menos las babas de traición antes de volver entre los suyos.

Naufragio de indecencias. Naufragio de esperanzas. Naufragio de todo.

Miraba alrededor, sin girar más que los ojos, y de un modo idiota contemplaba el orden de la estancia. Bellas cosas horribles. La lamparita blanca seguía alumbrando con su paz conventual. Los policromos y cuajados vidrios del balcón traslucían un claror mágico de luna. Las sedas claras caían con su ideal ligereza de encajes por las puertas, y el ritmo versallesco y gracioso de los muebles, de los pálidos dibujos de alfombras y tapices, de las orlas y guirnaldas del techo y las cornisas, no se habían turbado sobre la muda tempestad de un alma y de una vida desgarradas por todos los sucios agravios de lo ruin.

Le parecía imposible que las bellas cosas pudiéranle formar tan impávido escenario de placidez a lo espantoso; que no fuera quedando en los espejos, indeleble, la vileza.

Giró la vista un poco más. Vio clavados en los suyos los ojos amarillos de un raro bibelot. Un búho, de porcelana, grande, estaba, como una agorera aparición sobre el respaldo de una silla. Pero el búho, al cabo de unos instantes de fijeza con un movimiento seco, volvió a otro lado la cabeza y los ojos amarillos...

Bien, sí, lo recordó Libia. De carne y hueso. El pajarote silencioso que recorría el hotel como un símbolo siniestro. Sintió el impulso de arrojarlo. Desistió por su falta de Voluntad para moverse.

Testigo extraño de la infamia, sus ojos redondos, impasibles, habríanla recogido con no se supiera qué notificación macabra del infierno.

Tornó su corazón en vuelo de desesperación estéril a su niña-ángel de su alma, a su marido..., y a través de los bochornos infinitos, sintió más la incomprensión de su conducta, de su osada cobardía de obediencias para el crimen. El asco siempre. La invencible repugnancia. Ni había podido disculpárselo una vibración siquiera de sus nervios de mujer, sólo prontos a vibrar emociones infinitas en la espiritual pasión noble de Eliseo, ni había venido últimamente a disculpárselo este fracaso del horrendo sacrificio.

Todavía la tribulación yerta de su vida hízola mirar aquel estuche de pelús que estaba en la mesita, junto a ella.

Pago a la artera prostituta.

Sarcasmo de burla, al mismo tiempo, a la ladrona.

No podía haber más degradaciones que arrojar en su miseria.

Amargamente, fríamente, lanzó de sí las batistas y tules rasos de la cama, y dio al aire con su carne rosa de maldita sus sedas y batistas y encajes cocotoscos.

Iba a vestirse.

Pero un ruido de pasos la obligó otra voz a refugiarse entre las ropas.

¡Mme. Georgette!

La vio aparecer en el cortinón de las columnas, y oyóla demandar:

-¿Qué?

Por vez primera inferíala el nuevo agravio de sorprenderla en esta cama de la actuación de sus bajezas.

La impaciente avaricia la hacía imprudente.

Avanzó, ocupó una butaquilla, mirando ya con sonrisa de triunfo el estuche de pelús, e insistió en la pregunta inquisitiva

-¿Que?

Libia sentía desaparecer los desconsuelos de su bochorno enorme bajo la emoción de pánico que hoy volvía a infundirla esta mujer. De la deshonrada, de la envilecida, de la tan horrorizada de sí propia, únicamente quedaba la indefensa niña llena de terror, por su fracaso torpe ante la infame que a él la había forzado.

Temblaba, temblaba Libia. El monstruo de pérfida amabilidad cuyo rigor disponía de su destino, por acomodarse bien en la estrechez de la butaca había tendido un brazo a la contigua, en donde yacía el montón de las ropas lujosas de la impura mártir...; las medias, las figas, el corsé..., el nuevo y elegante traje más de los que iban constituyéndole las primeras recompensas... Y la mártir llegó incluso a temer que aquel brazo que pesaba en sus ropas de vendida para el robo y para el mal se las negara hoy a la torpísima ratera.

Sino que Mme. Georgette, en vista de que la sorprendida en desnudez no atrevíase a contestarla, alzó el brazo y lo tendió al estuche.

Lo recogió. Lo abrió.

Su codicia sonriente se cuajó en extático estupor. Un anillo, con mucha fanfarronería de granates y de ópalos y con bien poca substanciosa realidad de diamantitos.

Rabiando, valdría cuarenta duros.

-¡Oooh! -hizo, torciendo la cabeza y dejando caer a la falda la mano del estuche.

El regalo nupcial, el primer obsequio para su amante, de Javier España, del hijo de unos condes millonarios. Anunciado por él desde quince días atrás, Libia, obedeciendo a costa de quién supiese qué violencias y rubores los consejos de madama, le había inducido con la ficción de sus rechazos mismos a mayor esplendidez.

-¡Ooooh! -tornó a gemir la defraudada.

Considerando la sortija, recordaba otras dos alarmantísimas pruebas a que asimismo por inducciones de ella hubo de resignarse Libia a someterle, de la mezquindad o de la falta de recursos del muchacho. Una, y luego que la amante le hubo de llamar de reiterado modo la atención acerca «de la generosa hospitalidad de esta casa insubstituible, puesto que no pudieran verse sino aquí»..., las cien pesetas con que él juzgó bien ganada a la dueña en su servicio; otra, y después que fingiéndose Libia presidenta de un asilo imaginario, le interesó en el socorro de los pobres y le habló de obras importantes que había que realizar, los doce duros que dio como limosna.

Y esto era todo; esto, que ya daba la medida de lo que de él debía esperarse.

Imposible llegar a más con nuevas mañas sin clarearle el plan de explotación.

La decepción de la francesa se concretó al fin en reproche reticente;

-¡Oh, doña Libia, por Dios!... ¡Pero ese chico!

-Creo, madame -contestaron esta vez el miedo y la humildad de la infeliz-, que nos hemos engañado.

-¿Cómo?

-¡No tiene dinero!

-¡Oh! ¿Que... no tiene dinero?..., ¿Porqué lo sabe, doña Libia?

-Porque sí, porque he podido acabar de inferirlo de lo que me ha contado de sus cosas, de su vida. ¡Mi sacrificio ha sido bien horrible y bien estéril!

Hubo un silencio.

Sobre las dos mujeres flotó negra la angustia. Libia, sin mirarla, adivinábale a madama la torva faz y la amenaza.

Y la oyó exclamar:

-¡Oh, me lo temí! ¡Demasiado joven! ¡Demasiado niño!... Nada quise advertirla, puesto que, al confidenciarmelo, ya se había comprometido; pero no encontré discreta su elección.

En otra pausa de silencio aumentó el terror de Libia hasta derramársele en los huesos como un frío de agujas helado por su sangre. La impresión de la derrota de todos sus decoros, de todas sus decencias, de toda su secreta ruina moral, desvanecíasele en la fatídica imagen del castigo, del escándalo, de la ruina material de ella y de su casa y de los suyos a que otra vez se obstinaría en llevarla la despótica mujer sin corazón.

Inmensamente la extrañó, por lo mismo, el tornar a oírla con acento cariñoso:

-Veamos, doña Libia..., tengamos calma. Después de todo, que un hombre no lleve encima siempre sumas de importancia, o que no disponga de ellas en ciertas ocasiones, no puede significar que carezca de recursos. Usted es, quizá, de sobra impresionable. Yo, más experimentada, juzgaré mejor la situación. ¿Quiere usted decirme detalladamente lo que han hablado, lo que hoy la ha dicho don Javier, y de lo cual usted haya deducido su juicio pesimista?... Cuénteme, cuénteme cosa a cosa; no olvide que la estimo, que la quiero a usted como a una madre y que mi interés está en salvarla.

Quien había ejercitado tantos derechos de horror sobre su pobre prisionera, bien podía tener el de dudar de su «discreción» y el de investigar minuciosamente la mayor o menor habilidad de su conducta. Recogida en humildad, y aun sabiendo de antemano infructuosa semejante revisión, se puso Libia a complacerla.

Javier, al llegar, había llorado de ternura, de pasión. En efecto; ella, que, a más de elegirle por rico, le prefirió por joven y fácilmente apasionable, había ido inspirándole un cariño tan grande que daba miedo, porque casi rayaba lo insensato. A las quejas de la tímida asustada acerca de la manía del imprudente por buscarla en todas partes, él confesó que sí, que no era capaz de remediarlo; que la seguía celoso y aun conteníase difícilmente en no ponerse a dar de bastonazos a cuantos asediábanla a piropos por las calles. Esta locura de amor o de infantil capricho impulsábale al pleno afán de entregarla las sinceridades todas de su alma. Así, convulso de ternura, había querido confesarla hoy que tuvo, que quiso en efecto a otras mujeres...; pero «todas mujeres pagadas, de placer, y jamás una tan idealmente preciosa». Temía perderla, y, entre sus pueriles llantos y delirios, declaró que había pensado, si aceptase Libia, incluso huir con ella a París, al extranjero..., para emprender una vida de ilusión en el amor eterno de ellos mismos.

Imposible una mayor y más ciega esclavitud sentimental. Entonces, Libia trató sagaz de aprovechar el momento de lirismo para penetrar en lo que del joven la importaba descubrir. Aparentando ceder un poco a su designio, indagó de qué modo vivirían. Javier díjola que dispondría de una suma suficiente para el viaje y para pasarlo con modestia hasta que le escribiese a sus padres demandándoles perdón. Luego, o éstos querrían socorrerlos con una suma suficiente cada mes, o él, que hablaba el inglés y el alemán, como profesor de idiomas, ganaríala...

-¡Oooh! -volvió a gemir la desilusión de la francesa.

Efectivamente, la escena aquella, decisiva, era la más a propósito para el atolondrado joven, en caso de disponer de medios pecuniarios, hubiera contado con ellos en su audacia.

Pero todavía habían llegado a más, a algo más concreto las no tan torpes investigaciones de la amante. Inventando que habíase hablado mucho en Madrid de cierta aventura de Javier con una bailarina, a la cual habríala puesto casa y automóvil, se le mostró celosa, a su vez con celos retrospectivos; y el cándido Javier, por la fábula halagado donjuanescamente, pero ansioso de probarle a la adorada que todo era mentira, con sinceridad ingenua cayó en la trampa de la confesión a que Libia le empujaba: no sólo no había querido jamás a otra mujer alguna hasta el extremo de desear tratarla así, sino que tampoco había podido: «¡Créeme Libia, Libia mía -fueron sus palabras-; eso de instalar a una querida con casa y automóvil debe de ser cuestión, lo menos, de dos o tres mil pesetas mensuales...; y ¿de dónde las iba yo a sacar, si mi padre no me da más que trescientas?»

Vibró madame Georgette en la butaca y, al fin, se levantó, despreciativa, dejando rodar el estuche por la alfombra.

¿A qué apurar más la decepción, la realidad de aquel error, de aquel engaño acerca del chiquillo?

Vagó unos pasos por la alcoba.

-¡Trescientas! ¡Trescientas pesetas! -dijo después. Y se comentó como a sí propia, saliendo al gabinete: -¡Oh, bah..., dos duros diarios; lo mismo que un cochero!

A través del amplio estor, clareado con la luz de la otra estancia, Libia, aterradísima, la vio ir a desplomarse en el sofá.

Su carcelera la cortaba el paso, sin duda para reflexionar, para no dejarla salir sin volver a noticiarla su nueva decisión de los embargos y la ruina...

No se movía; apenas sí respiraba siquiera la víctima infeliz -todos sus pueriles miedos puestos en la esperanza de ser olvidada por el monstruo-.

¿Qué nueva iniquidad pudiese estar pensando?

La angustia de Libia habría gritado en desesperadísimo clamor de algún socorro que no pudiera darle nadie de la tierra contra la infame de quien sentíase prisionera en cuerpo y alma.

Se acordó de Dios. Rezó fervorosamente.

Sólo que la quietud ahogadora de congoja hacíase interminable, y determinó levantarse.

Púsose sus ropas aprisa, procurando no causar ruido, y salió también al gabinete.

La modista la detuvo con un gesto de su brazo.

-Siéntese, Libia -la dijo, prescindiendo de respetos, en plena camaradería de iniquidad- Óigame. He pensado en el último recurso.

Y sin miramientos, sin eufemismos, tan pronto vio junto a sí a la alucinada, conminó:

-Si ese niño de la desdichada elección de usted, en condiciones normales no dispone de dinero, no cabe dudar que lo tendrá, que lo buscará y hallará, puesto que sus padres son ricos, a nada que se le acose. Está locamente apasionado; y eso, al menos, basta para que no consienta en perder y causarle daño a la que adora. El sistema es éste, y el único que nos saque de apuros de un golpe: pedírselo con un anónimo, a cuenta de unas cartas de ustedes que hubiéranse perdido, que hubiérase encontrado Dios que sepa quién, y que, en caso de que él no las rescatase, habrían de servir para descubrirle a don Eliseo las relaciones...

-¡A mi marido!

-El anónimo lo escribiría yo misma -terminó madame, sin aprecio a la candorosa ofuscación-; el dinero podría recogerlo, en la Lista de Correos, un criado de mi confianza, y que, además, no tendría que saber lo que cogía. ¡El asunto, como usted ve, dejado en el juego y secreto impenetrable de nosotras dos, no puede ser de más completa impunidad!

Ahora, sí, Libia, pálida, blanca como una muerta, comprendía; y medio levantándose rechazó con toda la aversión de los últimos decoros de su alma:

-¡Oh! ¡Un chantage! ¡Por Dios!

-Ese es el nombre, en mi país; pero el nombre, en mi país y en el suyo, señora ne fait pas la chose...; y vea que, con ese nombre o con otro en el fondo, es absolutamente igual lo que intentamos... El éxito, por nuestra suerte, será lo único que diferenciará la innovación...; el éxito, que hasta habrá de permitir a usted dejar a ese muchacho, si de tal manera le aborrece y la violenta.

Nada Libia respondía...; lloraba, sollozaba.

Mme. Georgette púsose a calmarla y a explicarla los detalles de su plan, afablemente.

Y la infortunada víctima, fría de horror, muerta en aquel total naufragio de indecencias, en aquel tremendo naufragio del espanto, pensaba que la monstruosa mujer de impávidas sonrisas que había ido recibiendo las cartas de ella y de Javier, guardándolas quizá, había con ellas adquirido el fatídico poder de un arma más para forzarla hasta el final de todos los delitos, de toda la ignominia...

A ella, ladrona, traidora, prostituta fracasada en venta..., ¿restábala algún derecho para protestar de cualquier forma de la estafa?