Los Templarios - I: 03


Capítulo III - La mar serena comienza a agitarse

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A una media legua distante de la Encomienda de los Templarios se elevaba un monasterio en un apacible valle. Junto al convento se veían algunas casas que formaban una reducida aldea. La mayor parte de sus habitantes era de los empleados y dependientes del rico y suntuoso convento de monjas de Nuestra Señora de la Luz. Este convento era fundación del distinguido linaje de los Gómez de Lara, señores de todo aquel territorio y de la villa en la que se levantaba un fuerte castillo, donde habitaba a la sazón el último vástago de la ilustre familia que acabamos de mencionar.

El castillo estaba situado junto al convento, como un esforzado guerrero que se brindase a proteger a las vírgenes del Señor.

Don Guillén Gómez de Lara, así se llamaba el actual señor del castillo, era un mancebo que aún no contaba cuatro lustros. Contra la costumbre de la época y a diferencia de todos sus parientes, nuestro joven estaba dotado de una condición en extremo apacible, y hasta entonces no había dado muestras de un espíritu belicoso y aventurero, si bien en cambio se había dedicado al estudio con un ardor y una constancia no común en su edad y mucho menos en su clase. Los nobles de Castilla en aquella época entendían más de cintarazos que de letras.

Difícilmente pudiera encontrarse una figura más varonilmente hermosa que la de don Guillén Gómez de Lara. Una abundante y negra cabellera coronaba su altiva cabeza; sus tersas mejillas brillaban con el fuego de la juventud, sus labios de rosa, entreabiertos por una sonrisa de candor, dejaban entrever una dentadura perfecta y blanquísima, y, en sus negros y vívidos ojos se reflejaba su alma rica de ternura y de inocencia. Apenas el bozo comenzaba a sombrear su rostro. Era de estatura más bien alta, de ancha espalda, de relevado pecho, de gallardo porte y dotado de fuerza; incomparable. En aquella organización se encerraba una inteligencia de primer orden, un corazón ardiente y, sobre todo, una voluntad de hierro, la voluntad que es lo que verdaderamente constituye la personalidad humana. Parecía que la naturaleza se había complacido en producir un hombre en toda la plenitud de la idea. Todas las dotes, todas las cualidades, mil diversas aptitudes se encontraban en el privilegiado mancebo.

De ordinario compartía su tiempo entre el estudio y la caza; pues, según máxima del señor Gil de Antúnez, nada es más conveniente a la salud que ejercitar el cuerpo y el alma, teniendo en un armonioso grado de desarrollo todas nuestras facultades. Era el señor Gil Antúnez capellán del castillo y del convento de Nuestra Señora de la Luz, al mismo tiempo que hacía los oficios de cura de almas en la reducida aldea. Y ciertamente que el buen Antúnez cumplía con su ministerio de la manera más digna, con toda la discreción de un anciano, con la sabiduría de una inteligencia eminente y cultivada y con la caridad más evangélica, joya la más preciosa que puede adornar el manto del sacerdote.

Habiendo muerto los padres de don Guillén cuando éste aún era muy niño, quedose al cuidado y dirección del señor Gil Antúnez, quien había seguido su carrera bajo la protección de la casa de Lara. Era el buen capellán hijo de un antiguo servidor de don Nuño, abuelo de don Guillén y padre de don Manuel, con el cual se había criado desde niño el señor Antúnez.

Bajo muy funestos auspicios vino al mundo don Guillén Gómez de Lara, pues su nacimiento costó la vida a su madre doña Elvira de Carvajal. Su esposo don Manuel, vivamente afligido por tan dolorosa pérdida, cayó en la más profunda, melancolía, abandonó la corte y retirose a aquel solitario castillo para llorar a la mujer amada, cuya vida la implacable muerte había segado en la flor de sus años.

En vano el buen Gil Antúnez trataba de consolar a su amigo y señor en la aflicción inmensa, que le devoraba. Cinco años después, don Manuel Gómez de Lara descendió al sepulcro, dejando a su tierno hijo encomendado al afecto y sabiduría del buen sacerdote. Este desde entonces se dedicó con toda su alma a cumplir religiosamente la sagrada y noble misión que se le había confiado y que además era tan digna de su ministerio.

Gil Antúnez dio a su educando un condiscípulo de la misma edad y que le acompañaba siempre, tanto en sus juegos infantiles como en sus lecciones, y que, más adelante, fue el paje de confianza que tenía, don Guillén, el cual profesaba el afecto de un amigo a su servidor. Era éste hijo de una hermana de Gil Antúnez y se llamaba Álvaro del Olmo.

Ya más entrados en años, casi todas las tardes solían salir a caza los dos mancebos, los cuales llevaban su halconero, supuesto que daban la preferencia a la volatería.

Era esa hora misteriosa del crepúsculo, en que el espíritu se remonta a otras regiones con un sentimiento inexplicable de melancólica ternura.

El sol poniente doraba con sus últimos rayos las altas copas de las encinas del bosque, al trasluz de cuyos frondosos ramos veíase el encendido disco del astro central como un luciente y dorado globo cubierto por encajes de verdura.

A la entrada de la aldea, en la encrucijada de dos caminos y junto a un manso arroyuelo, que dulce y sonoramente murmuraba, veíase sobre un tosco pedestal, formado por cinco gradas, una elevada cruz de piedra. Cerca de aquel piadoso monumento, y sobre un repecho, levantábanse los muros de una casa que a la sazón se hallaba no poco destruida y desmantelada, si bien daba muestras de que en lo antiguo había sido habitación suntuosa de gente principal. Era la portada de piedra berroqueña, y en el frontis veíase esculpido un escudo de armas. A uno y otro lado de la puerta se veían altos poyos de mármol e incrustadas en la pared gruesas manillas de hierro, que fácilmente podía adivinarse servían para amarrar los caballos. Desde la puerta, en las paredes fronteras de un espacioso atrio, se distinguían numerosos trofeos de caza, que consistían en cabezas de jabalíes, de ciervos y de lobos; señal evidente de que los moradores de aquella mansión habían sido muy dados a los ejercicios venatorios.

Pero lo que más llamaba la atención era un nicho ricamente labrado y sito a la derecha de la fachada y en torno del cual pendían varios votos y milagros, que atestiguaban la piadosa devoción de los sencillos habitantes de la aldea, hacia Nuestra Señora de la Luz, cuya efigie, espléndidamente vestida y alhajada, veíase dentro del nicho, que cubría un tejadillo.

En el bosque cercano a la aldea, y junto a unos setos, veíase un caballero que pie a tierra tenía del diestro a su caballo. Pendiente del arzón delantero traía una hermosa garza real, que, a juzgar por las señas, había cazado el caballero con su gerifalte, que ahora lo traía encapirotado sobre el puño izquierdo, cubierto con su guante de gamuza. El cazador esparcía en torno sus miradas, como si aguardase a alguna persona.

Entretanto, a larga distancia y por el camino adelante hacia la aldea, veíanse caminar dos jinetes a buen paso y que iban en conversación muy tirada.

El primero de ellos era un mozo de gallarda presencia, y montaba un soberbio potro andaluz, negro como la noche y que manejaba con notable maestría.

El segundo representaba alguna más edad, y era un joven de mediana estatura, mofletudo y encendido como un fraile jerónimo. Su semblante risueño y su salud robusta, revelaban al hombre que sigue el curso natural de la vida sin calentarse los cascos por meterse en honduras, ni dársele un ardite por todos los filósofos y filosofías habidas y por haber.

Nuestro personaje, sin leer a Hipócrates y mucho menos a Raspaill (esto último le hubiera sido imposible absolutamente), había encontrado un excelente e infalible secreto para dormir de un tirón doce de las veinticuatro horas del día. Este secreto consistía en que desde que el sol aparecía en el oriente hasta que se hundía en el ocaso era testigo de las fatigas de nuestro caballero, ya cazando con venablo ciervos y jabalíes, ya corriendo liebres a caballo y con galgos, o ya cogiendo garzas con halcones y gerifaltes.

Igualmente había encontrado otro secreto para estar siempre encendido como un madroño y alegre como unas sonajas, y consistía en echarse entre pecho y espalda buenos tragos de lo más añejo para remojar los trozos de ciervo y jabalí, que devoraba con singular apetito y que sabía aderezar con tomillo y jengibre de una manera tentadora, aun para un muerto.

Según todas las trazas, este personaje tenía el oficio de halconero en la casa de algún señor principal de aquellos contornos. Iba montado sobre una jaca de color castaño, con un lucero en la frente, fina, y limpia de cuartillas, de ancho pecho y de redonda grupa. A tiro de ballesta denotaba aquel animal vigor y ligereza suma.

-¿Conque por fin es cosa resuelta, Pedro? -preguntaba el caballero, que iba un poco delante.

-Sí, señor; siempre que vuesa merced fuese servido de no desamparar a este pobre pecador; pues aunque Mari-Ruiz es la más garrida doncella de la aldea, al menos para mi gusto, con todo yo no me enamoro tan ciegamente que vaya por ello a dar desazón a mi señor natural... Pero si vuesa merced bien lo considera, verá que no hay inconveniente en que Pedro Fernández se case y que cuide con el mismo, y aun con mayor esmero que antes, de vuestros halcones, neblíes y sabuesos. Mi padre sirvió al vuestro, que Dios perdone, y yo le sucedí en el mismo oficio, y así...

-¿Tú también quieres perpetuar tu oficio de halconero?

-Me lo ha quitado vuesa merced de la lengua. ¿Qué otra herencia podré dejarle a mis hijos, sino que sean buenos halconeros y diestros cazadores para que sirvan bien a vuestros hijos?

-Sin duda, tus intenciones son muy laudables; pero yo, por mi parte he resuelto no casarme nunca.

-¡Es posible, señor! ¿Y qué ha motivado el que vuesa merced abrace semejante resolución?

-No tengo otra causa, sino la ausencia absoluta de todo deseo. Mi alma permanece tranquila como la superficie del lago que no riza el menor soplo de las auras. Pero esta tranquilidad solamente se refiere a los afectos personales, es decir, hacia personas determinadas.

Y no es porque haya en mi corazón indiferencia ni frialdad; al contrario, todas las criaturas me interesan vivamente. La naturaleza, el universo se refleja en mi alma como sobre un límpido espejo, y yo percibo a torrentes y resumo en mí mismo con maravillosa energía el sentimiento grande y sublime de la vida universal. Las estrellas del cielo, las aves del aire, las plantas de la tierra, montes, valles, cascadas, todo me causa emociones divinas e inexplicables. Yo contemplo el mundo con ojos gozosos como Adán contemplaba al paraíso en el primer momento de su existencia. ¡El amor es todo! No es el espíritu que fríamente conoce, ni tampoco la materia que tan solamente siente; el amor es el espíritu que piensa y el espíritu que quiere, unidos por un lazo tan eficaz como misterioso en la plenitud de una identidad suprema e inexplicable.

El joven filósofo se detuvo y permaneció algunos minutos con los ojos elevados al cielo y como absorto en una vaga meditación.

Luego continuó:

-Sin duda alguna el amor es la verdadera existencia; pero el amor puede amarse en sí mismo y en sí misma también puede conocerse la verdad. Yo hasta, ahora no he amado más que ideas. Ninguna mujer ha hecho aún latir mi corazón. Yo amo la humanidad, la virtud, la gloria, la ciencia; pero no he amado ni encontrado todavía ningún hombre idealmente virtuoso, ni célebre, ni sabio. Comprendo con mi entendimiento la ternura y la belleza de la mujer, creación divina y fecunda. Yo concibo perfecciones ideales en todo lo que puedo conocer, y siento en mí una facultad de concepción que es como la cúpula del entendimiento humano; facultad moral, facultad inteligente, facultad de amor o de aspiración, que me hace ver todas las cosas no como son, sino como deben ser... ¿Y quién se atreverá a acusarme de que no conozco los sublimes arrobamientos del amor? El alma de sí misma enamorada como inteligente y amante ¿no es agitada y conmovida en la íntima actividad de su recóndito santuario más dulcemente y con mayor pureza que por las groseras sensaciones del mundo exterior?... Por lo demás, buen Pedro, es preciso que entiendas que el alma puede amar a las creaciones y conquistas de su propia actividad, aun antes de exteriorizarlas.

-No digo que no.

-¿Comprendes bien lo que yo quiero decirte?

-Me parece que sí, señor. A mí me sucede cada jueves y cada viernes el experimentar como un trasluzón de esa especie de amor y de alegría de pecho adentro; no me explico bien, es una alegría de cabeza. ¿No es así, señor?

-Perfectamente, Pedro. Y cuándo experimentas esa alegría?

-Siempre que voy de caza y se me ocurre una estratagema nueva, es decir, completamente inventada por mi caletre. Y aunque no la ponga en práctica, no por eso dejo de alegrarme y de decir para mi coleto: «Por más astucias que tenga un animal, siempre vence una persona». Y cuando pienso que yo soy una persona, me gozo en mí mismo, la tierra me parece chica, y miro al cielo.

-No es eso exactamente lo que he dicho; pero al fin veo que me has comprendido más de lo que yo esperaba... ¡El alma en su santuario misterioso e íntimo es donde aparece más grande! -exclamó don Guillén, como absorto en sus profundos pensamientos.

-¡Qué bien dice el señor Gil Antúnez, que es un santo varón, al decir que vuesa merced es un pozo de ciencia! Yo, señor, por mi parte, soy un porro, que no sirvo más que para tratar con fieras y cuidar perros y halcones; pero así en confuso y como por un ensueño, yo barrunto que con la edad le han de venir a vuesa merced otros pensamientos acerca de eso de querer a las mujeres. A mí me sucedía lo mismo cuando era más muchacho. Es verdad que algunas veces me daba así una tristeza y una turbación, que yo mismo no lo puedo explicar. Esto me sucedía más particularmente cuando, en el rigor del verano, iba persiguiendo una pieza, y ya fatigado y molido buscaba la sombra de algunos árboles, a la orilla de un arroyo. Entonces sentía un gozo tan grande, que me hincaba de rodillas y me ponía a rezar, y sin poder remediarlo se me saltaban las lágrimas. Yo tenía necesidad de querer a alguien; pero como no tenía padre ni madre y estaba tan solo en este mundo... En fin, Dios me perdone; pero muchas veces miraba con envidia a los pajarillos, que en la copa de un árbol piaban dulcemente cuando su madre venía a traerles la comida. Ellos aleteaban y abrían los picos, y me parecía como que se besaban contentos en su nido, nada más que porque había padres, hijos y hermanos. Y cuando en estos momentos de murria me saltaba alguna cierva con su cervatillo, no tenía valor para matarla, porque decía: este pobre animalito se va a quedar sin madre. Yo en aquellos momentos sentía que el corazón se me quería salir por la boca de angustia y de pena, y así, cuando llegaban estas horas, me parecía que allá a lo lejos, en el sitio más delicioso del bosque, veía a una mujer con sus hermosos cabellos negros tendidos sobre la espalda, vestida de blanco, y que, llorando de compasión hacia mí, extendía sus brazos para consolarme en mis horas de cansancio, después de las fatigas de un día de caza. El semblante de Pedro, de ordinario risueño, tomó una expresión notablemente sentimental, que cuadraba muy bien con la sencillez de su traje y modales.

Don Guillén Gómez de Lara contemplaba con extrañeza a su halconero. Siempre le había tenido por una naturaleza ruda y poco espiritualista; pero entonces comprendió que hay una fuente de ternura inagotable que, sin libros ni estudios, brota al espectáculo de la naturaleza llena de vida y de amor, y que las aves y las fieras enseñan a los hijos de las montañas a conocerse a sí mismos, o, por decirlo mejor, a sentir dentro de su propia alma, el alma que vivifica al universo.

-Un día, -continuó Pedro Fernández-, encontré en la fuente a Mari Ruiz. Yo venía ahogado de calor, y ella voluntariamente se me anticipó, diciéndome: « ¡Pobre Pedro! ¡Qué fatigado vienes! Toma y bebe agua de mi cántaro, que estará más fresca. Yo la miré con agradecimiento, y después de haber saciado mi sed, no me atrevía a separar mis ojos de ella. Aquel día había yo cazado un nido de mirlos, se lo regalé y se puso tan contenta. Al separarnos le dije: «Adiós, María. El cielo te pague tu buena voluntad para conmigo». Ella se puso muy colorada, y se despidió con una amable sonrisa, después de haber estado entretenida en acariciar a un pequeño sabueso, cachorrillo que había sacado por la primera vez al campo. El perro la siguió retozando, y por más que yo lo llamaba, no quería volver. Entonces ella me dijo: «¿Me lo quieres regalar?» Yo le respondí: Con mucho gusto, María; cuídalo bien y acuérdate de mí. Desde entonces casi todas las tardes encontraba a María en la fuente, y cuando yo algún día me tardaba, aun cuando estuviese media legua distante, el perro fiel iba a anunciarme que mi amada me estaba ya aguardando junto a los chopos de la fuente... Así han pasado tres años, y aun cuando yo la quería más que a las niñas de mis ojos, con todo y con eso, no había pensado nunca en casarme; pero ahora no puedo quitarme de la cabeza este pensamiento, pues no hay cosa como los años para que los hombres cambien. Por eso le decía a vuesa merced que algún día pensará de otra manera.

-Por ahora, a lo menos, estoy muy distante de pensar en tal cosa.

-Lo comprendo, señor. Al tiempo se le ha de dar lo que es suyo, y no hay cosa mejor para vivir contento como es seguir buenamente los consejos de aquello que tengamos sobre el corazón, siempre que a nadie pueda causarle mal.

-¡Muy bien dicho! Ahora bien, ¿quién es la doncella con quien pretendes casarte?

-Señor, es Mari Ruiz, la moza más garrida de la aldea.

-¿De quién es hija?

De Fernán Ruiz, el rentero más rico de los heredamientos de vuestra casa. Es un hombre honrado a carta cabal, cristiano viejo, labrador asaz inteligente, y que en sus mocedades nadie le sobrepujaba para esto de domar un potro cerril, para tirar a la barra o para jugar un partido de pelota.

-Y ya esta tarde no la verás, ¿eh?

-Ya hace unos días que no la veo, porque está en el convento de Nuestra Señora de la Luz.

-¿Acaso tratan de que sea monja?

-No, señor; sino que allí tiene una hermana profesa, y ha ido a cuidarla, porque parece que está muy malita. ¡Dios quiera aliviarla pronto!

La noche con su séquito de sombras iba avanzando a pasos de gigante.

Ya se encontraban amo y mozo muy cerca de la aldea, cuando ambos, por un movimiento simultáneo, detuvieron el paso de sus cabalgaduras y se pusieron a escuchar.

-¿Has oído? -preguntó el caballero.

-¡Cáspita! ¡Ruido de espadas!

-Y lamentos de una mujer.

-¡Qué diablos de aventura!

-¿Le habrán atacado a Álvaro del Olmo?

-Otras cosas puede haber más lejos.

-Efectivamente, ya debíamos haberlo encontrado.

-La garza que perseguía su gerifalte debió caer por estos contornos.

-Vamos a ver qué es ello.

-El ruido suena hacia la casa de los Vargas.

El lector recordará sin duda la casa que hemos mencionado, que estaba fuera de la aldea, y que a un lado de la puerta tenía una imagen de Nuestra Señora, colocada en un nicho.

La oscuridad iba aumentando por grados, y las campanas del convento comenzaban a tocar las oraciones.

Los dos jinetes precipitáronse espada en mano hacia el sitio donde sonaba la pendencia, y con no poca admiración descubrieron dos hombres a caballo que peleaban encarnizadamente; pero que, a fuer de bien nacidos, no hablaban una palabra. El uno de los contendientes presentaba un aspecto extraño, pues parecía un fantasma negro y blanco. Iba vestido con un cumplido sayo negro, y con su brazo izquierdo sujetaba difícilmente a una mujer vestida con un cándido brial y que pugnaba con extraordinaria tenacidad por desasirse del violento raptor. Este con la diestra mano paraba los repetidos golpes que le asestaba su contrario, el cual ponía todo su empeño en cerrarle el paso, de manera que al robador de doncellas no le quedaba otro recurso que huir hacia la aldea, cosa que por lo visto no le convenía.

Ambos combatientes estaban a caballo y se defendían con igual destreza y fortuna.

En esto llegaron don Guillén y su halconero tan sorprendidos como ajenos de la causa que podía motivar aquella pendencia.

-¡Paz, caballeros! -exclamó el de Lara.

-¡No, no es posible que haya paz entre nosotros! -respondió uno de los dos adversarios-. Don Guillén, ayúdame a libertar a esa doncella... ¡Estoy herido!

-¡Álvaro! -exclamó don Guillén-. ¿Tú por aquí? Bien me lo daba el corazón que te hallabas en algún peligro.

Estas breves palabras se cruzaron rápidamente; pero sin que dejasen de reñir los dos contrarios.

El hombre del sayo negro comprendió que con los recién llegados su derrota sería segura, por cuya razón trató de ponerse en salvo, arremetiendo con no vista presteza y con valeroso ímpetu hacia los tres enemigos. De este encuentro cayó mal parado el buen Álvaro del Olmo, que ya también se hallaba algún tanto debilitado por la sangre que había vertido. Pedro Fernández acudió en socorro de Álvaro, mientras que don Guillén Gómez de Lara, metiendo espuelas a su poderoso alazán, se precipitó a una frenética carrera en seguimiento del misterioso caballero.

Desde luego era muy fácil de notar el obstinado empeño del raptor en no ser conocido, y tal vez por esta misma razón despertáronse aún más vivos deseos en don Guillén de alcanzar y conocer al fugitivo.

La blanca luna comenzaba a levantarse en el azul del cielo, derramando su misteriosa luz en la campiña. A sus reflejos pálidos veíanse galopar dos corceles que parecían la personificación de los vientos.

De vez en cuando se escuchaba un grito lastimero, que venía a servir de nuevo estímulo a don Guillén para perseguir al incógnito.

De repente una figura blanca saltó en el suelo y se dirigió como a refugiarse hacia el caballo que montaba don Guillén. Este detúvose al punto para proteger a la doncella, que acababa de desasirse de los brazos de su raptor.

-¡Amparadme, caballero! -exclamó la hermosa virgen toda trémula y confusa por los esfuerzos que acababa de hacer para libertarse de su enemigo.

-Descuidad, bella señora, que antes que vos fuerais ofendida la muerte habría paralizado mi brazo protector.

Y así diciendo, el de Lara asió a la doncella y la colocó en su caballo.

Por muy breves instantes que en esto tardaron, cuando volvieron a mirar por el camino adelante, ya, no divisaron al misterioso caballero, cual si la tierra se lo hubiese tragado.

Acaeció que el raptor, no pudiendo contener a la hermosa joven, detúvose algún tanto como si vacilase entre volver a recobrar su preciosa fugitiva o alejarse sin ser conocido. Esta última consideración debió de ser decisiva en su ánimo, supuesto que, apretando los acicates a su trotón, desapareció rápido como un relámpago.

Don Guillén se creía víctima de un sueño, pero de un sueño encantador. Cuando menos lo pensaba encontrose el héroe principal de una aventura romancesca, habiendo hecho la casualidad que él fuese el libertador de una gentil y apuesta doncella que le miraba con la efusión del agradecimiento, con el abandono de la soledad, con la ternura del amor.

-¿Me permitiréis, señora, que os pregunte quién es ese caballero? Según lo poco que puedo deducir de lo que he visto, paréceme que os llevaba contra vuestra voluntad.

-Sin duda alguna, señor don Guillén.

-¡Ah! ¿conocéis mi nombre?

-¿Y quién no lo conoce en esta comarca?

-Soy muy dichoso, señora, de que así sea por vuestra parte; por la mía, siento deciros, hermosa doncella, que no tengo el honor de conoceros.

-No lo extrañó, a pesar de vivir en vuestra misma aldea.

-¡Es posible!

-Sí, señor, en la casa de los Vargas, donde está la imagen de Nuestra Señora de la Luz.

-¡En la casa de los Vargas! ¿Acaso pertenecéis a esa familia?

-Sí, señor don Guillén.

-Parece que esa casa ha estado mucho tiempo deshabitada.

-Así es la verdad.

-En ese caso, señora, ya no extraño el crimen de no conoceros. Supongo que no hará mucho tiempo que habitáis en la aldea.

-En efecto, aún no hace tres meses que mi madre trasladó su domicilio.

-¡Tres meses! ¡Tanto tiempo! ¡Cuán desgraciado he sido en no haberos conocido antes!

-Vivimos muy retiradas.

-Yo también casi siempre estoy de caza o estudiando en mi castillo. Estas son las dos ocupaciones de mi vida.

-Ocupaciones muy propias de un caballero... Sin embargo, algunas personas que tienen el mismo género de vida que vos, me han conocido mucho antes, -dijo la joven con cierta coquetería.

-¿Y quién? -preguntó don Guillén frunciendo las cejas.

-Es muy fácil de adivinar.

-¿Tal vez Álvaro del Olmo?

-Justamente.

Don Guillén Gómez de Lara estaba dotado de un carácter soberanamente altivo; así es que trató de dominarse para no dar a entender los verdaderos sentimientos que la doncella le había inspirado.

-Efectivamente, -dijo el mancebo-, recuerdo que mi amigo Álvaro me ha hablado de una dama que le había inspirado amor... Es posible que hablase de vos... ¿Es cierto que él es vuestro amante?

-No, señor, don Guillén; no he dicho yo tanto.

-Creí haber entendido...

-Me he limitado solamente a decir la verdad, y es que vuestro amigo me conoce.

-¿Y cómo esta noche estaba peleando con vuestro raptor?

-Todo ha sido obra de la casualidad... Y por cierto que se apareció en un momento muy oportuno para mí, y que por su generosa conducta le debo la gratitud más indeleble.

-Mi amigo, señora, es un cumplido caballero, -dijo don Guillén con cierta complacencia.

Sin embargo, en el acento del joven un observador profundo habría podido leer un no sé qué de amargura y despecho.

Después de algunos minutos de silencio, el de Lara volvió a preguntar:

-Pero ¿no me diréis, señora, quién es ese mal caballero que por fuerza pretendía arrebataros?

-¡Ay! -exclamó la doncella-, me cansa horror solamente el pensar en ese hombre odioso... Y cuidado que yo no soy nada tímida;-añadió la encantadora joven haciendo un precioso remilgo.

-Ya he visto que en esta ocasión os habéis conducido con una serenidad de ánimo que yo no esperaba. Cuando os vi saltar del caballo ligera como una cervatilla, temblé por vos, temí que os hubieseis hecho algún daño.

-Yo aguardé a que mi raptor estuviese descuidado; y como confiaba en vuestra protección, no vacilé un instante en llevar a cabo mi proyecto, y ya habéis visto que me salió a medida de mi deseo. Me arrojé al suelo de pronto, y felizmente caí de pies. Yo estaba además segura de que ese hombre no os aguardaría. Él debe conoceros, y sin duda alguna temía que vos le conocieseis.

-¡Cosa más extraña! ¿Y vos no le conocéis?

-Le conozco por el aire del cuerpo; pero nunca le he visto el rostro. ¿No observasteis que lo llevaba cubierto con un antifaz?

-Yo solamente he podido distinguir un bulto negro; pero en cuanto a vos, supongo que no será esta la primera vez que lo habéis visto.

-Así es la verdad; lo he visto varias veces junto a la cruz de piedra, que está cerca de la aldea, en la encrucijada de los caminos.

-¿Acaso os daba citas?

-No, por cierto.

-De cualquier modo, quiero decir que le veláis, porque tal era vuestro deseo.

-Porque no podía evitarlo. Yo tengo la devoción de salir todas las noches al toque de oraciones a encender los faroles de la sagrada imagen de Nuestra Señora de la Luz. Pues bien, muchas noches lo encontraba allí y me requería de amores.

-¡Infame!

-Yo no podía menos de mirar con horror a aquel misterioso personaje, cuyo rostro jamás he podido ver completamente.

-¿Y vos cómo no salíais acompañada?

-No quería decirle nada a mi madre por no afligirla... ¡y como las dos vivimos solas!... ¡Cuántas desgracias han caído sobre mi familia!

-He oído, en efecto, referir terribles historias de la casa de los Vargas.

-Ese hombre extraordinario, de cuyas manos me habéis libertado, había conseguido despertar mi curiosidad más vehemente, supuesto que anoche me dijo que tenía, que hablarme de mi padre... Habéis de saber, don Guillén, que yo he sido muy desgraciada, y que no he tenido la dicha de conocer a mi padre, calumniado y perseguido cruelmente por sus enemigos. Es imposible que nadie haya querido a su padre, sin conocerlo, tanto como yo...

-Pero ¿acaso vive?

-Según todas las trazas, parece que no ha muerto; aunque por tal lo he llorado yo mucho tiempo, así como también mi madre. Ese hombre, pues, me prometió decirme en dónde se encontraba mi padre, y habiéndole yo hecho ciertas preguntas acerca de varios pormenores de mi familia, me he convencido de que, en efecto, conoce mi historia aún más a fondo que yo misma... Y he aquí la verdadera causa de que yo no haya esquivado su encuentro, y porque además nunca creí que sus intenciones fuesen tan pérfidas y viles, como las ha manifestado esta noche. Repito que yo más bien estaba deseosa de que llegase la hora en que el incógnito solía estar al pie de la cruz, para que me refiriese todo cuanto me había prometido acerca del paradero de mi padre, tan querido como llorado. Pero esta noche no dejó de sorprenderme el verlo a caballo, cuando siempre había venido a pie y con un ademán modesto y tímido, aunque siempre extraño y misterioso. Yo me dirigía, según tengo de costumbre, a encender los faroles de Nuestra Señora, cuando de repente me sentí violentamente asida por la cintura. A pesar de que os he dicho que no soy nada tímida, fue tan grande, sin embargo, la impresión que recibí de sorpresa y de terror, que ni aun tuve fuerzas para exhalar un grito y mucho menos para impedir que aquel hombre infernal con su mano de hierro me colocase en su cabalgadura. Ya se disponía mi raptor a partir, cuando súbito apareció vuestro amigo, tomando mi defensa.

-Tal vez lo habría estado observando todo.

-Es muy probable; pues muchas veces lo he visto entre unos setos poco distantes de la cruz, en donde, al parecer, os estaba aguardando a vos y a vuestro halconero.

-Con frecuencia suele suceder como vos decís, especialmente cuando alguna pieza ya muy tarde vuela hacia la aldea, supuesto que el que la persigue no quiere volver a desandar lo andado.

-Lo demás ya lo sabéis, y sin vuestra oportuna llegada, no sé qué hubiera sido de mí.

-Soy muy dichoso, señora, por haber contribuido en algo a vuestra libertad.

-¡Oh! Y yo bendigo mil veces el susto que he pasado, porque... ¡Cuán hermosa noche hace! -exclamó de pronto la joven, casi sonrojada de haber dicho demasiado, dejándose dominar por la amorosa fascinación que en ella ejercían los negros y brillantes ojos del agraciado mancebo.

Ambos jóvenes olvidaron completamente al hombre misterioso, y durante algún tiempo permanecieron silenciosos y extasiados contemplándose mutuamente.

-¡Cuan hermosa era la doncella!

La rosa y la azucena se dividían por igual el imperio de aquel rostro divino; en sus negros ojos brillaba la pasión con todos sus incendios, y su talle flexible y delicado semejábase a la palma de Delos, temblorosa al suave impulso de los céfiros.

Nunca Fidias ni Praxiteles ni Timantes en sus divinos sueños de artistas vislumbraron un rostro tan perfecto ni una expresión más seductora. Las brisas de la noche jugaban con su rica y perfumada cabellera, formando graciosas ondas de bruñido ébano sobre la airosa espalda de nieve, y en su linda boca, que respiraba amores, brillaban el coral y las perlas.

Elvira, tal era su nombre, encubría bajo el finísimo cendal el cándido seno, agitado blandamente torneado por la mano de las Gracias. Los ojos codiciosos del mancebo se fijaban imprudentes sobre el blanco y celoso brial, débil muro que resistía a las ansiosas miradas; pero que no bastaba a detener el pensamiento, que traspasa la seda, como al través del cristal penetran los rayos del sol.

Mariposa de espléndidos matices y rapidísimo vuelo y la imaginación se lanza al espacio brillante de las ilusiones y contempla mil bellezas que pinta a su deseo y adora a su gusto; pero incauta se precipita en la llama que la devora.

La soledad con sus misterios, la noche con sus tinieblas, la hermosura con sus encantos, la juventud con sus ardores, todo despertaba, en don Guillén emociones tan enérgicas como desconocidas.

Añadíase a esto el vértigo delicioso de una rápida carrera, el dulce calor del brazo de Elvira asida al caballero y el irresistible magnetismo de sus recíprocas miradas, en las que cada cual bebía a torrentes el filtro calenturiento del amor.

Don Guillén Gómez de Lara detuvo de repente su caballo, contempló por algunos instantes a la encantadora Elvira, después alzó sus ojos al cielo, exhaló un profundo suspiro, y por último puso al paso su alazán. Sin duda alguna el mancebo trató de dilatar algún tanto el momento de una separación dolorosa. Cuando llegasen a la aldea, su ventura se desvanecería como un sueño.

-¡Cuánto os amo! -dijo don Guillén de pronto y como fuera, de sí.

La hermosa Elvira, cubierto el rostro de amable rubor, bajos los ojos, palpitante el pecho, permaneció silenciosa.

Don Guillén suspiró.

Después de algunos momentos dijo con voz muy conmovida:

-¿Me perdonaréis la libertad de haceros una pregunta?

Elvira inclinó la cabeza afirmativamente.

-Decís que conocéis a mi amigo... ¿Amáis a Álvaro?

-No.

-¿Pues no decís que él os ama?

-No he dicho tal, sino que me conoce; y aun cuando me amase, no se deduce por eso que yo le ame.

En esto llegaron a las inmediaciones de la aldea y les salieron al encuentro Pedro Fernández y Álvaro del Olmo. Este se hallaba herido, aunque levemente, en un brazo.

Todos se dirigieron hacia la pequeña población, y el enamorado Álvaro no apartaba ni un instante los ojos de la gentil doncella, que le había inspirado la pasión más volcánica.

Sin embargo, don Guillén tuvo tiempo y ocasión, sin que su amigo lo notase, de hacer a Elvira esta pregunta en voz muy baja:

-¿Pudiera yo tener la dicha de hablaros mañana?

-Tal vez.

-Desearía que fuese muy tarde, a media noche, por ejemplo. ¿Será fácil?

-No es imposible. ¿Y por dónde?...

-Estad a media noche en la puerta del jardín.

Don Guillén clavó una mirada fascinadora en Elvira, una mirada de agradecimiento, de amor, de felicidad por la esperanza de verse a la noche siguiente.

En esto se detuvieron todos delante de la casa de los Vargas, en cuyo patio encontraron a una anciana llorando amargamente. Elvira se precipitó en sus brazos, exclamando:

-¡Madre mía!

-¡Hija de mi alma! ¡Qué dolor me has hecho pasar! He llorado por tu ausencia, te lloraba perdida y he rezado a la Virgen para que te protegiera y me concediese la dicha de estrecharte entre mis brazos. ¡Hija mía, ven, ven acá!... ¡Sagrada Virgen! ¡Gracias por tu bondad infinita!

La joven y la anciana se estrecharon, formando un tierno grupo en que el maternal amor y el respeto filial se ostentaban reunidos por un abrazo cariñoso. Los circunstantes presenciaban esta escena con tanta mayor emoción, cuanto que ninguno de ellos tenía padres. ¡Los tres eran huérfanos!

Elvira refirió brevemente a su anciana madre el peligro que había corrido y la manera como había sido defendida y salvada, por aquellos caballeros. La tierna madre, llorando de alegría, les dio las gracias por su generosa conducta, y les ofreció la hospitalidad, tan pobre de conveniencias como rica de afecto, que le era dado brindarles. Desde aquel mismo momento miró con el más entrañable cariño a los protectores de Elvira, y hubiera sido capaz hasta de ser su esclava. ¿Qué no hará una madre por el que le restituye el tesoro de su ternura?

Los caballeros rehusaron, y en el semblante de la anciana se pintó el más profundo respeto al saber que el libertador de su hija era don Guillén Gómez de Lara, el opulento señor de muchas villas y castillos.

Igualmente cuando la joven dio las señas del hombre misterioso que había tratado de robarla aquella noche, la infeliz anciana se estremeció de terror como el que en los horrores de una pesadilla se siente caer en un abismo sin fondo.

-¡Oh! -murmuró-. ¡Siempre ese hombre infernal! ¡El enemigo implacable de los Vargas!...

De repente la anciana se detuvo y guardó silencio, como una persona que teme decir imprudentemente palabras o secretos que la comprometan.

-Todos comprendieron que alguna terrible historia de odio y de venganza debía encerrarse en aquella noble familia, a la sazón reducida a la oscuridad y a la miseria.

Nuestros caballeros, a fuer de discretos y corteses, respetaron aquel silencio, despidiéronse de la anciana y de su hija, y en seguida se encaminaron al castillo en donde ya les aguardaba el señor Gil Antúnez, impaciente y cuidadoso.

Aquella noche, mientras que su escudero le ayudaba a desnudarse, don Guillén pensaba en la belleza de Elvira, en su ternura, en sus desgracias, y sentía derretirse su alma en el fuego de un amor infinito.

Pero luego volvió a recordar que al despedirse, la joven había dirigido una sonrisa al buen Álvaro del Olmo, que por defenderla había sido herido. ¿Era gratitud? ¿Era amor? El recuerdo de aquella sonrisa, que en los labios de la hermosa brilló como un rayo de la luz del cielo, derramaba en el alma de don Guillén todas las torturas del infierno. Álvaro era su compañero, su amigo, casi un hermano, y a pesar de todo esto, aquella noche, durante la cena, ni le había dirigido la palabra, y ni aun siquiera se había informado de la gravedad de su herida. Don Guillén, hasta entonces siempre tranquilo, siempre dulce y cariñoso, no podía menos de reprocharse su dureza. Aquella noche, abismado en la deliciosa contemplación de la encantadora Elvira, había creído entrever un paraíso; pero ¡ay! al primer pensamiento de amor acompañaba también el primer pensamiento de odio. ¡Miserable naturaleza humana!

Don Guillén, siguiendo la costumbre de una inteligencia cultivada y en alto grado propensa a razonárselo todo, trataba de descifrarse los misterios que había levantado en su corazón la sola presencia de una muchacha. ¿Qué soplo mágico, qué misterioso encanto, qué fuerza sobrenatural poseía aquella débil criatura para arrojar tantas y tan negras nubes en el cielo poco antes sereno y límpido de su existencia? Pero don Guillén se atormentaba en vano. El joven sabía raciocinar; pero sólo conocía la vida humana bajo este punto de vista exclusivo. A su entendimiento se escapaba esa encarnación misteriosa, tan bellamente simbolizada en el cristianismo, ese lazo que une el espíritu y la materia, la idea y el sentimiento, el ser y la existencia, de donde surge la vida en toda su plenitud de pensamiento y de acción. Don Guillén no veía la medalla más que por el anverso. Ahora comenzaba a navegar por el mar tempestuoso de las pasiones.

Durante largo rato el joven permaneció silencioso, pensativo y ceñudo.

Al fin exclamó con un acento terrible:

-¡Eso es! ¡Maldito sea mi amigo! ¡El amor es lo más divino que existe sobre la tierra! No es el amor lo que emponzoña mi alma... ¡Son los celos! Si mi amigo no existiera, ¡cuán feliz sería yo esta noche! Álvaro es la mancha de ese brillante sol que hoy ha querido Dios revelarme... ¡Hoy es el gran día de mi vida! ¿Cuándo se extinguirá su recuerdo?... ¡Cuán hermosa es!... Por un beso de su boca, padecería yo siglos de torturas... ¡Oh Dios potente! ¿Qué es lo que pasa por mí? ¿Qué fuerza tan inmensa es la que conmueve todo mi ser? Hasta ahora yo había vivido dentro de mí mismo, mi alma no buscaba el poseer nada fuera de ella, y ahora se arroja frenética en las alas de su deseo... ¡El deseo! He aquí la palabra, he aquí el verdadero nombre de esa fuerza que yo desconocía, de esa aspiración que hierve en mi pecho y me arrebata a otras regiones. El deseo, como un relámpago en la oscura noche, ha esclarecido todos los abismos de mi existencia. Desde hoy la nave ha desplegado sus velas; mares desconocidos, nuevos horizontes se presentan a mi vista... ¡Señor de las tempestades, yo te imploro!

El aposento estaba pálidamente iluminado por una lamparilla de plata que ardía sobre una mesa situada junto al lecho donde estaba sentado el hermoso caballero. En la mesa veíanse muchos volúmenes que aquella noche, contra la costumbre del mancebo, no habían sido hojeados.

Verdaderamente era un espectáculo interesante aquel joven en las altas horas de la noche, inquieto y caviloso, afligido y feliz a un mismo tiempo, según pensaba en Elvira o en Álvaro; pero esta doble faz de su pensamiento era casi simultánea. No existe la luz sin las tinieblas.

Largo rato permaneció don Guillén reclinado sobre las almohadas, apoyado el bello rostro en su mano derecha, desmelenado, pálido y lloroso. Las lágrimas, como la lengua, sirven para expresar las cosas más diametralmente opuestas. La lujosa colgadura, que sirve lo mismo para festejar al vencedor de ayer y a su contrario, vencedor hoy: he aquí lo que son las lágrimas. ¡Así es el hombre! A las más grandes alegrías, como a la tristeza, las festeja y recibe también con llanto.

La lamparilla destellaba una luz moribunda hasta que, por último, llegó a extinguirse completamente. Entonces el aposento quedose sumergido en la oscuridad. El joven experimentaba un vértigo sofocante; su sangre inflamada circulaba por sus venas como plomo derretido; sentía que se ahogaba; las tinieblas le oprimían como un manto de piedra. Levantose y abrió una ventana que daba al campo y desde donde se descubría la solitaria casa de Elvira.

El astro de la noche comenzaba a ocultarse en Occidente, y a sus rayos moribundos contempló el triste mancebo las solitarias campiñas. Todo yacía en plácido reposo. Es verdad que se escuchaban algunos ruidos; pero ¿cuándo la voz de los vientos cesa de conducir en sus alas esos vagos rumores, símbolos del espíritu de vida que recorre el universo?

Las brisas de la noche remedaban mil perdidos acentos entre los cipreses de la huerta del monasterio de Nuestra Señora de la Luz: de vez en cuando se oía el chirrido de la lechuza que penetraba a chupar el aceite de la lámpara del claustro, y la corneja repetía a intervalos sus lúgubres lamentos. Y allá a lo lejos se escuchaban los ladridos de los perros, las cencerras de las yeguas, el murmurar de un caudaloso arroyo y veíanse brillar las luces y hogueras de algunas alquerías y ganaderos.

Aquel espectáculo solemne de la tranquila noche, la moribunda luna, las melancólicas estrellas, tanto plácido murmurio, tanta vida serena y apacible, como ostentaba la naturaleza bajo mil formas distintas, todo esto impresionó fuertemente el ánimo de don Guillén. Le parecía que aquella noche todos los objetos le impresionaban de un modo singular, con una fuerza desconocida, encontrando en ellos un lenguaje simbólico, una armonía misteriosa y sublime, un cántico celestial, un himno sin fin, un concierto majestuoso y opulento de melodías que hasta entonces nunca había escuchado.

El joven en aquel momento estaba verdaderamente hermoso. Su levantado pecho palpitaba de entusiasmo, y en sus negros ojos brillaba el sagrado fuego de la inteligencia y del sentimiento, la inspiración.

-¡Salve, argentada luna! -exclamó de pronto extendiendo sus brazos al cielo-. Yo te saludo, astro solitario, desde mi triste morada. ¡Oh! Nunca hasta ahora he comprendido en tan alto grado el encanto delicioso, la emoción divina, la voluntad inefable en que baña mi alma tu tímida luz, casta diosa de los bosques. ¡Si yo pudiera volar a ti y reclinar mi ardiente cabeza sobre tu cándido seno!

El joven permaneció extático largo tiempo contemplando la bóveda estelante.

¿De dónde procedían estas nuevas aspiraciones que con tanta fuerza sentía y que con tanto afán procuraba descifrarse?

-¡Amor! -prorrumpió saliendo de su arrobamiento-. ¡Amor! ¡Amor! Me parece que sobre tus alas de oro y armiño me elevo rápidamente a las esferas etéreas, y que mi espíritu, surcando los espacios luminosos, encuentra nuevas vías de actividad entre mil torrentes de inefables delicias... Pero ¡ay! ¿Por qué son así los hijos de la tierra? ¿Por qué la estrella ardiente, inmortal y volátil de mi ser se encuentra encerrada en una caja quebradiza, inmunda y perecedera? ¿Por qué la revelación del amor eterno y divino nos ha de ser dada en una mujer frágil y acaso indigna? ¿No ha de haber bien sin mal? ¿Es preciso medir lo inmenso con una mezquina pértiga? ¿Por qué ver un océano sin orillas y no poder tragar más que una gota de agua? ¡Miseria! ¡Miseria! ¡Siempre luz y tinieblas!... ¡Oh, Dios mío! ¡Qué turbación tan profunda! ¡Cuánta hirviente lava encierra mi pecho! Hoy comienzan las luchas, las ansiedades, los deseos vehementes, la dicha profunda a la par que turbulenta y desgarradora, los celos, la ponzoña del odio, el fuego del amor. ¡Ah! ¡Todas las pasiones, todos los vientos desencadenados, todos los huracanes de la juventud! ¡Adiós para siempre, tranquilas noches de hermosos sueños, dulces días de reposo, recreos inocentes, sencillas emociones, adiós!... La paz huyó de mi corazón para nunca más volver... ¡Huyó para siempre, para siempre, para siempre!...

Después de algunos momentos de profunda meditación, el joven tomó una actitud erguida, osada, como provocando al destino, una actitud de luchador en los juegos de Olimpia.

-¿Y bien? -dijo-. ¿Qué importa? Pensar, sentir, amar, aborrecer... ¡Esto es vivir!... ¡Que se desaten los lazos de mi entorpecimiento letárgico... Ella ha sido para mí como la vara de Moisés, que hizo brotase un manantial de la peña... ¡Corran, pues las fuentes de la vida tanto tiempo cegadas! ¡Que bramen los huracanes! ¡Que reluzcan los relámpagos!... ¡Que rujan los truenos! ¡Nunca las ondas del mar saben elevarse a los astros sino en el furor de las tempestades!...

Don Guillén, después de fijar una última mirada en la casa de Elvira, cerró la ventana y se dirigió a su lecho.