Los Templarios - I: 02
Capítulo II - Donde se ve que los fantasmas hablan con notable discreción
editarHemos dicho que el castillo situado en la cumbre del monte tenía comunicaciones subterráneas con la misteriosa torre habitada por el disforme cuanto feroz italiano. En este castillo solía residir gran parte del año el maestre provincial de la orden de los Templarios en Castilla.
Cuando el maestre no habitaba en aquel castillo, no por eso dejaba éste de estar completamente guarnecido y pertrechado con arreglo a todos los recursos militares que en la época se conocían, pues debe tenerse entendido que jamás milicia alguna ha demostrado tanto valor y destreza en las armas, como la orden de los Caballeros Templarios.
Frecuentemente en las casas o encomiendas de los caballeros del Templo se acostumbraba a admitir algunos otros caballeros que, según la expresión de la regla, iban a servir de por tiempo, llevando sus armas y caballos y todo lo demás necesario para prestar convenientemente sus servicios. Estos agregados estaban en un todo sujetos a las órdenes de los maestres y comendadores, y vivían como los caballeros profesos hasta tanto que, concluido su empeño volvían otra vez a sus tierras y castillos como señores particulares.
Además de estos hidalgos, que en Aragón llamaban infanzones, había en las casas de los Templarios otra clase de soldados, que servían como de escuderos o pajes. Era condición precisa que los tales soldados vistiesen el hábito negro, a diferencia de los caballeros profesos, que le usaban blanco y con el distintivo de la cruz roja, campeando sobre el pecho. Por lo demás, la orden abastecía de todo lo necesario a estos servidores que entre los Templarios se denominaban armigueros y también armigazos.
La noche se encontraba ya muy avanzada. Ni una estrella brillaba en el firmamento, encapotado por negros nubarrones, que pesaban sobre la tierra como una losa de mármol negro sobre una tumba. Corría un viento frío que a cada instante traía en sus alas el rumor de algunos truenos lejanos. De vez en cuando la luz fosfórica y azulada de los relámpagos hendía los espacios. A este pálido fulgor, los centinelas que se hallaban en la plataforma del castillo vislumbraban el monte, la torre y la iglesia, como fantásticos edificios que su imaginación les pintase en sueños. Después todo volvía a quedar sumergido en las más profundas tinieblas.
Aquella noche, ya muy tarde, habían regresado todos los caballeros de la Encomienda después de haber hecho algunas correrías por tierra de moros, con los cuales acababan de tener un encuentro asaz encarnizado. Así, pues, todos los caballeros estaban recogidos en sus lechos y entregados al descanso, del cual harto necesitaban. Solamente velaban en el castillo el comendador, las varias centinelas que recorrían los muros y el vigía de la torre principal.
Envuelto en su manto, empuñada su pica, paseándose por la plataforma y murmurando una oración se hallaba un joven armiguero contemplando el formidable a la par que magnífico espectáculo, que la tempestad rugiente le ofrecía.
De repente el centinela quedose inmóvil.
En el extremo opuesto de la plataforma distinguió un hombre, que con precipitado paso se le acercaba. El centinela requirió su pica, y con marcial acento preguntó:
-¿Quién va?
-¿No me conoces?
¡Fortún!
-Querido Jimeno, vengo a buscarte para que te convenzas de que digo verdad.
-A fe que eres testarudo como buen aragonés. ¿Todavía estás en tus trece?
-Y lo estoy con mucha razón.
-Pero ¿querrás hacerme creer en visiones?
-Yo no quiero que creas sino a tus propios ojos.
-Solamente a ese testimonio irrecusable pudiera yo dar crédito.
-Pues en ese caso, muy pronto has de creer en el fantasma blanco.
-¿Qué quieres decir?
-Digo que esta misma noche has de ver la aparición como yo la he visto.
-¿En dónde?
-Hará cosa de una hora, que yo me encontraba en el patio del castillo, cuando de pronto distinguí a lo lejos la figura blanca, que cruzaba rápida como una exhalación.
-Y tú ¿qué hiciste?
-¿Qué había de hacer? Santiguarme y rezar un Paternoster y un Ave María.
-¿Y estás seguro de que no es un antojo de tu imaginación?
-¡Cuerpo de Cristo! ¿Me tomas acaso por una dueña? Ya sabes que en más de una ocasión me han cosido el pellejo agujereado por las lanzas de los moros, y que en llegándoseme a atufar el ventisquero, soy muy capaz de enristrar con una legión de demonios, si es que se atreven a ponerse delante de mí en los momentos en que me toma la ira.
- ¡Cáspita! Cualquiera que te oyese pensaría que eres un Bernardo del Carpio, según te muestras alentado y brioso en las palabras.
-Y en los hechos, -gritó colérico Fortún.
Jimeno, que era un mozo muy vivaracho, de mucho ingenio y un sí es no es zumbón, se le rió en las barbas a su compañero, dándole matraca acerca de su credulidad y superstición, que le hacía tener por cosa averiguada e innegable la existencia de los fantasmas.
No poco mohíno escuchaba Fortún los donaires de su amigo el picaresco Jimeno, quien, a la cuenta, tenía muy malas tragaderas para esto de creer en aparecidos. Era, además, Jimeno de muy buena índole, muy sabido, y se preciaba de hacer las mejores y mas tiernas trovas que jamás cantaron escuderos y pajecillos. A mayor abundamiento, nuestro joven tenía la habilidad de cantar sus endechas con inimitable gracia y expresión, acompañándose con su bandolín, instrumento que sabía tañer como el más pintado trovador de Provenza.
Apenas rayaba el mancebo en los diecisiete años: pero era alto como un roble, encendido como una rosa, valiente como un Orlando, alegre y jovial como unas carnestolendas, decidor y travieso como estudiante en vacaciones y apuesto y bien ceñido como mantenedor en justas.
El joven armiguero era huérfano, o, por mejor decir, jamás había conocido a los que le dieron el ser. De niño, nunca había reclinado su blonda cabellera en el regazo maternal; nunca los amorosos labios de una madre habían enjugado las lágrimas que corrían de sus lindos ojos negros. Ya hombre, tampoco había gustado las caricias de un hermano, ni habían resonado en su oído los sabios consejos de un padre, que, como luciente faro, suelen servirnos de guía y norte en el mar proceloso de la vida.
-Así es que el mancebo, en medio de su jovialidad y gracias casi infantiles, solía alguna vez entristecerse al pensar en su destino adverso, que le había arrojado en este mundo desde las tinieblas de un origen desconocido. El cielo le había negado hasta lo que concede a las fieras y a las aves del bosque, las cuales, ya en sus guaridas, ya en sus nidos, rugen de gozo y trillan de alegría al reconocer a sus padres. La leona amamanta a sus cachorros, y el águila altanera con amoroso pico lleva el apetecido alimento a sus polluelos, que aletean de júbilo y gratitud. Pero al infeliz Jimeno lo había criado una cabra en una choza de pastores, quienes lo habían recogido por caridad al verlo expuesto a la clemencia divina dentro de una cesta, pendiente de un árbol, junto a un camino. ¡Pobre niño abandonado!
Tres años hacía que lo habían recibido en la encomienda en calidad de armiguero, y ya en más de una ocasión había mostrado en las morunas lides incomparable bravura, por lo cual era muy estimado de todos los caballeros, y más particularmente del comendador don Diego de Guzmán.
Por fortuna el gallardo trovador (así le llamaban sus compañeros) se hallaba ahora en esa edad deliciosa, en ese período encantador, en esa aurora brillante de la vida, en que el espíritu juvenil sólo descubre en el horizonte nacarados celajes o radiosas nubes de azul, de oro y de púrpura. Así, pues, los pensamientos de dolor pasaban por el alma de Jimeno ligeros y fugitivos, como los bajeles por la superficie de los mares. Muy pronto volvía a recobrar su jovialidad nativa, encontrando un alivio a sus pesares, ya en el espectáculo de la naturaleza, fuente inagotable de dulcísimas emociones, ya pulsando el bandolín y entonando los armoniosos cantares que él mismo componía. Jimeno era poeta y había recibido del cielo las más bellas flores que existen sobre la tierra, la imaginación y el sentimiento, flores ¡ay! cuyo aroma es con frecuencia funesto para el mismo que lo posee. Los trinos de las aves canoras suelen servir de gula a las mortíferas saetas del cazador.
Con los ligeros apuntes biográficos que preceden, ya comprenderá fácilmente el lector la inmensa superioridad de Jimeno sobre su compañero Fortún, hombre de buena índole, de valor temerario y cristiano viejo, pero de inteligencia ruda y nada cultivada, en tanto que el trovador hurtaba a las fatigas militares todo el tiempo que le era posible, sin menoscabo de sus deberes, para entregarse a la lectura de los poetas lemosinos y de las obras de Aristóteles, filósofo que, en la edad media, puede decirse que casi reinó despóticamente en las escuelas.
-Vamos, hombre, no te enfades, -dijo, por último, Jimeno-; pero ya ves que nada de extraño tendría el que, si hoy has ido a la aldea, esta noche veas fantasmas y aun candiles.
Y Jimeno prorrumpió en una estrepitosa carcajada.
-Anda al diablo que te entienda, -murmuró Fortún amostazado.
-Pues es muy fácil entenderme.
-¿Qué tiene que ver la aldea con las visiones?
-Tiene más estrecha relación de lo que te imaginas. Como es natural, hoy habrás visto a la Majuelo, que, según otras veces te he oído decir, tiene un mosto resucitador, y yo he observado que siempre que vas a la aldea, por la noche tienes visiones, lo cual me prueba que son los humos de tu embriaguez los que tú tomas por aparecidos de carne y hueso.
¡Ira de Dios! Que ya estás cansado y asaz importuno con tus incrédulas agudezas, y que parece que te empeñas en desconocer mi gran capacidad para comer y beber. Aun cuando yo apurase todas las tinajas de la Majuelo, yo te juro y te conjuro que no por eso había de ver ni candiles ni fantasmas, y que ni aun siquiera mis pies habían de dar un mal paso. Pero no perdamos tiempo, pues esta noche me he propuesto convencerte de la verdad de mis noticias, y el corazón me dice que tú, que tienes más magín que yo, has de descubrir por este medio grandes cosas.
El acento de gravedad y convicción, que revelaban las palabras de Fortún, no pudo menos de impresionar vivamente el ánimo de Jimeno, quien presintió que en aquella aventura se le habían de hacer grandes revelaciones. De pronto se vio acosado por una curiosidad impaciente y calenturienta, y se le hacía tarde el profundizar aquel misterio, que hasta entonces había tenido por vano ensueño de la simplicidad de su compañero.
Luego dijo el trovador:
-Pero si ya esta noche ha aparecido la sombra, ¿cómo quieres que volvamos a verla?
-Me parece haberte dicho, y si no te lo digo ahora, que muchas noches el fantasma aparece dos veces.
-El caso es que yo no puedo separarme de aquí.
-Muy pronto va a dar la una, y entonces serás relevado.
-¡Oh! Ya estoy impaciente porque llegue la hora del relevo. ¡Hace una noche horrorosa!
-Y un frío insoportable.
-La tempestad va en aumento.
-¡Jesús, María y José!, -exclamó santiguándose Fortún, a quien acababa de deslumbrar un tremendo y súbito relámpago.
Durante algunos minutos los dos religiosos armigueros permanecieron mudos, contemplando el cielo, encapotado por negros nubarrones, que en mil caprichosas y fantásticas figuras arremolinaba el huracán por la vaga región de los espacios.
Al cabo Fortún dijo:
-¿Conque me prometes venir luego?
-¿Adónde?
-Al segundo patio, junto al huerto, por cuya puerta es muy probable que vuelva a aparecer la sombra después de la una.
-Pues bien; te prometo ir, pero antes quisiera que me respondieses a lo que voy a preguntarte.
-Pues pregunta.
-¿Tú le has hablado al fantasma alguna vez?
-¡Jesús! ¡Pues no faltaba más! No me he metido nunca en esos ruidos.
-Y la aparición, ¿no te ha dicho nada?
-Pues qué, ¿hablan los duendes?
-Déjate de simplezas. ¿Es posible que creas que los espíritus se aparecen así?
Lo creo hasta el punto de jurarlo. ¿Y tú?
-Yo, supuesto que tú tan de veras lo afirmas, creo en la aparición, pero niego que sea un ser sobrenatural.
-Pues entonces, ¿quién quieres que sea?
-Un hombre.
-Me parece que tiene el semblante de mujer.
-Pues bien, en ese caso ya ves que tengo razón.
-Sin embargo, lleva un hábito blanco con la cruz roja sobre el lado izquierdo, y esto me pone en dudas, es decir, que aumenta la probabilidad de que sea un hombre o un espíritu, que toma la figura de caballero Templario.
-Vamos, no seas impertinente; la cuestión es que ese fantasma no puede menos de ser una persona humana.
-Pues en ese caso es muda; porque yo una noche, haciendo la señal de la cruz, me aventuré a preguntarle que me dijese de parte de Dios quién era, y siguió su camino, haciendo oídos de mercader, sin mirarme tan siquiera.
En esto se oyeron pasos en la escalera de la torre.
-Ahora van a relevarte. ¡Adiós! Ya sabes en dónde te aguardo.
-Pues descuida, que luego iré yo a buscarte.
Fortún desapareció rápidamente, y pocos momentos después, el trovador fue relevado de su centinela y se encaminó al punto en donde Fortún le aguardaba.
La casa de aquella Encomienda era de una extensión considerable, supuesto que no tan sólo era un castillo, sino también un convento que contenía en su recinto numerosas celdas para caballeros y armigazos, hermosos picaderos, amplias caballerizas, bien surtidas armerías, fructíferas huertas y amenos jardines.
El sitio por donde, según Fortún, solía aparecer el fantasma, era uno de los lugares más apartados y solitarios de aquel edificio. Sin embargo, el trovador no vaciló un instante para ir en busca de su compañero.
Como ya la noche estaba muy avanzada, todo yacía sumergido en el más profundo silencio y soledad, cuyo pavor aumentaban el relámpago, el trueno y la lluvia, que caía a torrentes.
Al llegar Jimeno al segundo patio, descubrió en lontananza tres bultos negros, uno de los cuales le salió al encuentro. El trovador reconoció al fin a Fortún, a quien preguntó:
-¿Quiénes son esos hombres?
-Dos de nuestros compañeros, Alfonso y Beltrán
-¿Y para qué les has hecho venir?
-¿Quieres que te diga la verdad? Estoy ya tan cansado de ver todas las noches al fantasma y que luego me digan que deliro, que he determinado el salir de una vez de dudas, para lo cual os he llamado a todos a ver si ahora, que se juntan ocho ojos, miran y ven lo mismo que todas las noches están viendo mis ojos pecadores, porque si más tiempo continúo, de esta manera, estoy seguro de perder el seso.
Aquí llegaba el atortolado Fortún, cuando se le reunieron Alfonso y Beltrán.
-¿Has visto el convite que nos ha hecho nuestro ínclito Fortún? -dijo Alfonso, a quien llamaban el Estudiante, porque primero había pensado seguir la carrera de la Iglesia.
-Nos ha convidado para ver un duende,-añadió Beltrán.
-Es un espectáculo como otro cualquiera, -dijo Fortún.
-Y mucho mejor que cualquiera otro,-observó el trovador.
-Pero noto que nos estamos mojando como unos imbéciles.
-Pues vámonos al huerto.
-No lo creo muy acertado, pues quien se mete debajo de hoja, dos veces se moja.
-Pues nos iremos al dintel de la puerta.
-Eso me parece más conveniente por muchos motivos.
-¿Y cuáles son?
-Además de no mojarnos, tendremos así mayores probabilidades de ver al fantasma, supuesto que tiene que pasar muy cerca de este sitio.
¿Te lo ha mandado a decir?
-Es su camino acostumbrado.
-Tú te vas a volver loco con el fantasma.
-No piensa en otra cosa.
-Y al fin no será más que un antojo de su imaginación.
-Pues, mirad, mirad... ¿Y ahora?... ¿Qué decís?
-¡Santos cielos!
-¡Qué horror!
-¡Quién lo pensara!
A estas exclamaciones siguió el más completo estupor de parte de aquellos jóvenes incrédulos.
Fortún, aunque tenía mucho miedo, casi lo daba por bien empleado, y hasta miraba al fantasma blanco con cierta expresión de gratitud, porque parecía haber escuchado sus votos, acudiendo a aquel sitio para confundir y aterrar a sus compañeros.
Sin duda alguna el amor propio de Fortún se hallaba excesivamente halagado por el triunfo que la aparición le proporcionaba, saliendo en las altas horas de aquella noche tempestuosa, precisamente en el momento mismo en que sus compañeros con más empeño y con más apariencia de razón le tachaban de visionario.
La impresión que la blanca figura produjo en los cuatro armigueros fue inexplicable.
Contra su costumbre, el fantasma, a cierta distancia, permaneció inmóvil y clavó sus ojos con extraordinaria tenacidad sobre el gallardo Jimeno. Este, por su parte, no dejaba de contemplar con extrañeza, y hasta con terror a aquel ser misterioso que, al parecer, le miraba con particular interés y preferencia.
Algún tanto recobrados los armigueros de su primera turbación, notaron que la blanca figura extendió su brazo derecho, y con un ademán solemne hizo seña a Jimeno de que le siguiese o se le acercase.
-¿Has visto? -dijo Beltrán.
-¡Pardiez! -exclamó Alfonso-. ¡La aparición te llama!
-¡A ti, Jimeno! -exclamó Fortún-. ¿No te lo decía yo? ¡Mis presentimientos se han realizado!
El trovador se hallaba en un estado difícil de explicar, pero muy fácil de concebir. Una curiosidad calenturienta, una simpatía misteriosa, una fuerza de atracción irresistible se había apoderado del gallardo Jimeno al contemplar aquella figura melancólica y extraña. Diríase que aquel ser extraordinario, quebrantando la losa de su tumba, se había escapado de la negra región de la muerte para presentarse a los mortales en el silencio de la oscura noche, arrastrando su blanca y lúgubre mortaja.
Por tres veces el misterioso personaje repitió su llamamiento con un ademán soberanamente imperioso.
En seguida la blanca figura comenzó a andar hacia un extremo del huerto, poblado de frondosos altos árboles.
El trovador trató de seguir al fantasma con valerosa resolución; empero sus compañeros intentaron oponerse a su designio. Jimeno los rechazó, diciendo:
-Yo he de seguir a ese ser misterioso sin que nada pueda contrariar mi propósito; aun cuando supiera que mil veces había de perder mil vidas que tuviera. Ora sea una emanación de los infiernos, ora sea un perfume del paraíso, ángel o demonio, yo quiero que ese ser me manifieste el negro arcano de su existencia y de su aparición en estos lugares; yo le hablaré, yo le arrancaré su mortaja y le escupiré en la frente o me prosternaré en su presencia, según mi entendimiento descubra que es un genio del mal o del bien; y supuesto que él me llama, allá voy.
-¡Oh temeridad!
-¡Serás aniquilado por el fuego celeste!
-¿Quién sabe? ¡Dejadlo que vaya!
Nada pudo contener al bizarro trovador, que firmemente había resuelto profundizar aquel enigma.
Y como para decidir al intrépido joven, en aquel momento se oyó entre la espesura una voz extraña que dijo:
-¡Jimeno! ¡Jimeno, ven y nada temas!
Durante algunos momentos, estas palabras, pronunciadas por una voz que no parecía de este mundo, fueron repetidas por el eco, que las dilató en el espacio como un lúgubre quejido.
Todos sintieron erizarse sus cabellos al oír aquel metal de voz tan lastimero y tan desusado en el mundo de los vivos. El pálido miedo, cuya imaginación es tan viva y fecunda, pintaba en aquel instante a los cuatro armigueros mil fantásticos terrores. El mismo Jimeno, tan esforzado y resuelto poco antes, se sintió desfallecer al escuchar el extraño y melancólico acento del fantasma.
Los jóvenes guardaban un silencio sepulcral, sin atreverse a respirar siquiera.
Segunda vez resonó la voz, diciendo:
-¡Hijo misterioso de un amor desgraciado! ¿Rehusarás seguirme para saber de quién has recibido la vida? Tú, a quien el cielo ha prodigado los dones sublimes de la inteligencia humana; tú, cisne divino; tierno cantor a quien inspiran las musas; valeroso paladín, a quien teme el agareno, ¿te atreverás a temblar en mi presencia? ¿No te causará rubor tu cobardía? ¿Así renunciarás a saber tu origen y el empleo que debes hacer de tu vida, milagrosamente salvada en tu niñez y protegida en tu juventud por la fuerza omnipotente e invisible del destino? ¡Óyeme! Durante muchos años, un genio amigo y protector ha velado sobre ti, esperando el momento de esclarecer tus dudas con la luminosa antorcha de una gran revelación, que tengo el deber de hacerte. Si tienes miedo, ocúltate en donde jamás los hombres te vean, o ensangrienta tu débil brazo en tu propio y ruin corazón; pero si eres brioso y alentado, como la fama te pregona, sígueme y sabrás las maravillas y prodigios de tu infausto nacimiento.
Dijo la blanca figura, y silenciosa, e inmóvil permaneció frente por frente de los cuatro armigueros, que creían que aquel razonamiento había sonado debajo de tierra.
¡Tan extraño era el timbre de la voz que lo había pronunciado!
-¡Sí! ¡Sí! Yo te seguiré aun cuando sea a la región de las sombras, -dijo el trovador.
-¡Qué vas a hacer! -exclamaron sus compañeros deteniéndole.
-¡Apartaos! En este momento la vida brota a torrentes de mi corazón, una fuerza desconocida anima todo mi ser, cada músculo de mi cuerpo tiene el aliento de cien titanes, me parece que escucho la voz de mi destino que me habla por la boca de esa misteriosa aparición, y cuando el destino nos empuja con su mano de hierro por sus oscuras vías, es inútil toda resistencia. Tú, quien quiera que seas, guíame. ¡Ya te sigo!
-Ven y nada temas. ¡Voy a hacerte grandes revelaciones.
La blanca figura comenzó a caminar por lo más sombrío del huerto. Jimeno, abandonando el dintel de la puerta, en donde con sus compañeros había buscado un refugio contra la tempestad, se precipitó en seguimiento del fantasma, en tanto que los tres armigueros permanecían mudos de estupor e inmóviles como estatuas.
Transcurridos algunos momentos, los tres penetraron en aquel recinto aguijados por la curiosidad y por el deseo de proteger a su amigo.
Pero a nadie encontraron. Parecía que la tierra se había tragado a la siniestra figura y al temerario Jimeno.
Los tres jóvenes entonces entablaron el diálogo siguiente, que muy pronto fue interrumpido de la manera más extraordinaria y terrible.
-¿Habéis oído qué lenguaje tan sublime usa el fantasma blanco?
-Me da muy mala espina que un fantasma sea tan discreto.
-¿Y por qué?
-Porque con esas palabras tan melosas acaso le hayan tendido un lazo peligroso a nuestro compañero.
-Pero ¿en dónde se habrán metido?
-¡Pobre Jimeno! ¿Le habrán asesinado tal vez? ¿Quién sabe?
-Quizás el enemigo malo se le habrá llevado al infierno en cuerpo y alma, -murmuró el supersticioso Fortún.
-Vamos a recorrer todo el huerto para ver si le encontramos.
-Sí, sí; no debemos abandonarle en esta ocasión.
-¡Vamos! ¡Vamos!
Ya se disponían los jóvenes armigueros a empezar su investigación, cuando súbito brilló un relámpago formidable, un ronco trueno conmovió el cielo y la tierra, y un aire inflamado sopló en torno de los mancebos, que cayeron al suelo desvanecidos.
Al día siguiente se notaban en las tapias del jardín y en algunos árboles abrasados los estragos de una centella.