Trastornado, en efecto, parecía el buen Hércules. Su voz no era clara ni segura, ni sus ideas las de un hombre en perfecto equilibrio cerebral. «Vente conmigo -dijo a su compañero, cogiéndole por el brazo-, y sabrás lo que pasa. Sigue la broma del Destino, chico, y con tal furor desata los bienes sobre nosotros, que debemos apresurarnos a llegar al fin, antes que venga el estacazo. Démonos prisa... y nada de rezos por ahora. Tiempo habrá... Pues oye: acababas de salir para echarte a rodar en busca de la iglesia, cuando llegó a la posada un propio, mandado por nuestras damas...

-¡Jesús!... ¿Y no se han muerto?

-¡Qué se han de morir, si están las dos buenísimas, como dos manzanas, como dos soles, y hoy de mañanita salen para Samaniego, donde nos esperan!

-Fernando, Fernando, más loco que yo, no me traigas esos cuentos, que me vuelve otra vez el terrible espanto, el miedo al Destino. Imposible que de aquí a nuestro encuentro con las niñas deje de ocurrirnos algún accidente muy malo, pero muy malo».

Llegaron a la posada, donde ya la marcha se disponía, y allí pudo Santiago escuchar de los labios del mensajero las felices nuevas. «¿Estás seguro de que gozan las señoritas de cabal salud? -dijo al mozo con acento de incredulidad-. ¿Alguna de las dos no se quejaba siquiera de dolor de cabeza, o de fatiga en la respiración? Porque con estos fríos andan unos resfriados terribles, que suelen parar en calenturas malignas».

Desmintiendo el pesimismo de Ibero, los motivos de satisfacción se multiplicaban. El propio, juntamente con el recado verbal, había traído una carta de Demetria, que D. Fernando dio a su amigo para que la leyese. Sólo decía que la salud de toda la familia era excelente; que Gracia deliraba de puro contenta, y que las dos saldrían temprano para Samaniego. Concluía recomendando a los expedicionarios que por acelerar su viaje no vadearan el Ebro por Tronconegro, sino que se subieran a Briones y pasaran el puente, yendo en derechura de Ávalos. Este camino era el más seguro en tan rigurosa estación. Las últimas frases eran un tanto escamonas, como un eco de los presentimientos fatídicos de los dos andantes ayacuchos. Decía la dama: «Tanta felicidad me llena de inquietud, y la disposición venturosa de los sucesos, sin ningún percance, sin ninguna sombra, me hace temblar... ¿Nos permitirá Dios que veamos llegar sanos y salvos a nuestros caballeros? Y a nosotras, ¿no se nos caerá el cielo encima antes de verles?... No perdáis tiempo, amiguitos... Tened mucho cuidado. Veníos por Briones. Confío en Dios».

No fue para Ibero muy tranquilizadora la esquela de la mayorazga, y aunque de pronto no dio a conocer sus nuevas inquietudes, cuando iban de camino hacia Cenicero, ya en pleno día, extremó los reparos y cavilaciones: «Hablando ingenuamente, después de la cartita veo menos claro que antes. ¿Por qué no trazó Gracia algunas líneas al pie de la escritura de su hermana? Francamente, el silencio de mi novia no tiene explicación. Doy en pensar que no ha concluido la farsa, que me traes aquí con un objeto que ignoro, que... vamos, lo diré tal como se me ocurre... Pienso que Gracia no existe, que Gracia es un mito».

Soltó la risa D. Fernando, y por sosegar al fatalista díjole que aliviado se sentía de aquel delirio de los presentimientos; que en el orden natural del cielo y de la tierra está la repetición y constancia de los bienes, como lo está la suerte contraria en casos mil; que así como es frecuente ver que sobre tal o cual hombre caen las desdichas con aterrador encadenamiento, del mismo modo acaece que llueven felicidades, sin que se vea el término de ellas. Negó con energía D. Santiago el segundo punto, y con ejemplos reforzó sus negaciones. Esperaba con cristiana conformidad los infortunios que Dios le mandara, y se condolía de que su amigo le hubiera tan intempestivamente arrancado de la puerta de la iglesia, impidiéndole rezar un poquito, que buena falta hacía para dulcificar las iras celestiales. A esto replicó el buen Hércules que se reconocía culpable de la necedad de no dejarle entrar en la iglesia, y la explicaba por el temor de irritar a Dios pidiéndole gollerías. Fue como un pánico irresistible... Pero pronto se le despejó la cabeza, y ya se reía de los disparates que había pensado y dicho aquella mañana. No obstante su equilibrio, seguía lleno de ansiedad, y no respiraría mientras no viese claro y feliz el desenlace en los campos de Samaniego.

-Pues hay otra cosa, Fernando -dijo Ibero-, que a mí me trae con el alma en un hilo. No quería hablar de esto; pero mejor es que lo sepas. Nos manda la señora que no vayamos por el vado de Tronconegro, sino por el puente de Briones. Malo debe de estar el vado, es cierto, porque con las nieves últimas vendrá el señor Ebro con las narices hinchadas. ¿Pero tú no sabes que el puente de Briones amenaza ruina, y que el invierno pasado le echaron tapas y medias suelas en uno de los estribos, con lo que se quebrantó más, y ahora todos los que lo pasan van con el Credo en la boca? Mira tú: tendría gracia que estuviese decretado por Dios el hundimiento del puente en el instante preciso de pasar nosotros... ¡Por los ajos de Corella, no me digas que es imposible!

-Hombre, imposible, como imposible, no. ¿Pero tan desgraciados habíamos de ser que...?

-Es lógico, querido Fernando, es lógico que tantas dichas no sean eternas. ¿Quién te dice que no se nos prepara un tremendo desquite del aluvión de felicidades que disfrutamos sin merecerlas? Yo no aseguro que se caiga el puente... Digo tan sólo que el hundimiento sería natural y muy puesto en razón... Y otra cosa vengo pensando. Veo yo una idea sublime y espantosa en esa casualidad, digo, providencia, de que sea Demetria el instrumento designado por Dios para darnos el tremendo jicarazo, pues ella es quien nos lleva por arriba, que yo, francamente, guiándome de mis impulsos naturales, al paso por Briones preferiría el vado de Tronconegro, con todos sus peligros...

-Cállate, cállate, por Dios -dijo Calpena palideciendo-, que ya me contagias otra vez de tu pesimismo. Venzamos, querido Santiago, estas manías, que no son más que una flaqueza de nuestros cerebros fatigados. No pensemos en desgracias ni horrores, y adelante, confiados en Dios y en nuestras damas, que con sus divinos alientos nos hacen invulnerables.

Ni con estas envalentonadas expresiones, dichas con el doble objeto de animarse a sí propio y de animar al amigo, se tranquilizó Santiago. Por todo el camino hasta Briones fue taciturno y suspirante, viendo la reproducción de su lúgubre fatalismo en objetos diferentes que a su paso encontraba. Un árbol escueto se le representó como diablo burlón que, después de reírse de él cuando pasaba, le seguía buen trecho amenazándole con una vejiga; un gato acurrucado en el alféizar de una ventana con rejas, tenía la mismísima cara del rector de Papiol; un esquinazo de vieja casa en ruinas, con podridos aleros y ahumado escudo, era un monstruo que le amenazaba echando fuego de sus ojos. La bandada de palomas que del terrible esquinazo levantó el vuelo al paso de la partida, describió extrañas curvas, en las cuales vio el Coronel letreros que decían cosas muy malas. En tanto D. Fernando, sin quitar los ojos de un negro celaje que aparecía por el Norte, decía: «Es lo que nos faltaba: una nube, el diluvio, un fuerte golpe de nieve que nos detenga, una crecida repentina que arrastre el puente, o una descarga de rayos y centellas que nos abrase a nosotros o a nuestras benditas mujeres. Estamos divertidos, como hay Dios».

Comieron o hicieron por comer en Briones, que ninguno de los dos tenía gana, y se lanzaron al paso del puente. Los vecinos aseguraban que no había cuidado, como no viniera una fuerte riada. Santiago se anticipó diciendo: «Si hemos de perecer, sea yo el primero que caiga, por haber dudado...». Y pasó, pasaron todos felicísimamente, y tras ellos y delante, mulos y personas pasaban también sin el menor recelo. Y como si la Naturaleza quisiera festejar la dichosa entrada de la caravana en el territorio alavés, fin y objeto de sus ansias amorosas, disipose la nube que había infundido tanto miedo a D. Fernando, y un sol espléndido iluminó los campos y los lejanos montes. El paisaje soltaba una juguetona risa, y los dos caballeros respondieron a ella con expansión dulce de sus oprimidos corazones.

«Santiago, ya no temo nada, ya estamos en casa -dijo Calpena a su amigo-; y por más que te devanes los sesos, no discurrirás una desgracia que en tan corto tiempo puede sucedernos.

-Todavía, todavía -murmuró el ángel negro, poniendo frenos al júbilo que en él se desbordaba-. Mientras más cerca estoy del fin, más trabajo me cuesta desechar la pícara idea de que Gracia es lo que llaman un mito.

-¡Tú sí que eres un mito!... -dijo Calpena rebosando de gozo-; el mito de la desconfianza. Adelante.

Pronto distinguieron las primeras casas de Ávalos. Paró de pronto el buen Hércules su caballo, y señalando a un punto lejano, gritó: «Santiaguillo, ¿no distingues allí dos manchas o dos cuerpos negros?

-¿Son ellas?

-No, que son ellos: dos reverendos curas.

-Ya, ya los veo... son mi tío y D. José Navarridas, que vienen a traernos alguna mala noticia.

-Ya se acercan, montados en sendas burras... ya nos han visto. Navarridas nos saluda; Baranda levanta en alto el paraguas cerrado, que abulta como una manga cruz».