Cumplido el programa tal como por la mañana lo indicaron, comieron los dos caballeros con varios oficiales en la Fonda Nueva, establecida en la calle de San Gil, y hasta la noche no les fue posible zafarse del lazo cariñoso que la amistad les echaba para retenerles. Al verse solos en su posada, D. Fernando y el Coronel soltaron la sin hueso, que no era poco ni baladí lo que tenían que decirse. El que provocó las explicaciones fue Ibero, diciendo: «Grande es tu idea. Has querido resucitarme y volverme la vida militar, porque adivinaste la falsedad de mi inclinación a la religiosa, y me has traído, como se trae a los locos o enfermos, con sutiles engaños. Pero has de dejar a un lado ya la farsa piadosa, porque resuelto yo a obedecerte ciegamente, lo mejor para conducirme será la verdad».

Respondió el caballero reconociendo los artificios hasta entonces empleados, y ofreciendo que no se repetirían, pues ya no tenían objeto. Resucitado el amigo, ya no restaba más que dar a la conciencia de éste la definitiva paz. La falta gravísima de Santiago Ibero, causante de todo su trastorno, no podía ser borrada más que con el perdón de la ofendida niña de Castro, y para que aquél tuviese la debida solemnidad y eficacia, era forzoso que el pecador, apadrinado por su amigo, fuese a La Guardia...

Sin dejarle concluir, propuso Ibero que todo aquello del perdón solemne se hiciese por escrito, pues era para él muy duro dar la cara después de su mal comportamiento... No, no mil veces: la idea sólo de verse ante Gracia le turbaba de tal modo, que de fijo no podría, no, afrontar la presencia de la dama ofendida, de aquel ángel de paz y de amor, sin perder el conocimiento. Salió D. Fernando al encuentro de estas razones, diciéndole que considerase los hechos en la nueva situación creada por el tiempo; ya no era Gracia la enamorada doncella, herida por un cruel desaire de su amante; ya casi casi no era mujer, sino criatura celestial, digna de ser puesta en los altares, y ante ella no había que sentir vergüenza, sino anhelos de mística adoración. Ni una palabra le diría la santa niña que pudiera lastimarle, ni de sus labios purísimos saldría la menor referencia o recuerdo del lamentable caso. Podía, pues, el caballero resucitado ir a La Guardia con la mayor tranquilidad, y para que no le quedase ningún recelo, le mostraba la carta de Demetria que había recogido por la mañana en la casa de Lazán.

Ávidamente leyó Ibero la epístola. Escrita por la mayorazga con puntual observancia, de las instrucciones que desde Lérida le había dado D. Fernando, en síntesis decía que se despojara el caballero negro de toda cortedad al presentarse a las niñas de Castro, pues ningún desabrimiento había de recibir en la visita, sino un gusto inefable, como el que ellas tendrían de verle. El olvido de las ofensas era la virtud de las almas grandes. Las dos hermanas extremarían ante el Coronel la cortesía y afabilidad que emplear sabían con todos los buenos amigos de la casa. Dispuesta ya Gracia para tomar el camino de las Huelgas de Burgos, adonde la llamaba su destino, o por hablar mejor, los divinos brazos del único esposo digno de tal doncella, esperaba que Ibero llegase antes de su partida, para decirle adiós y manifestarle su fraternal afecto... Algo más decía la carta en explanación de estas ideas. No se hartaba Santiago de leerla, y de todo cuanto decía se penetró, teniéndolo por la misma verdad, sin sospechar el gracioso engaño con que la mayorazga le facilitaba la vuelta al amoroso redil. Tal era el carácter candoroso y leal de aquel hombre, que en su mente no penetraba la malicia sino con gran trabajo, y para todas las ideas nobles y puras, aunque fueran mentirosas, estaban abiertas de par en par las puertas de su alma.

Después de mirar al suelo y al techo sucesivamente, echando para arriba y para abajo tremendos suspiros, Ibero se levantó y dijo: «Pues vamos a La Guardia... Podrá ese ángel de Dios tratarme con la piedad que dice su hermana... no lo dudo, pues ella lo declara... ¿Mas quién me asegura que Navarridas y mi tío no dirán al verme: '¿Cómo tiene cara este canalla sin vergüenza para venir acá?' En fin, ¿tú lo mandas? ¿Las niñas lo mandan? Pues ya estamos en camino... Pero no precipitemos la marcha, querido Fernando, y demos tiempo a que el bigote se me desarrolle en toda su totalidad, porque... formalmente te lo digo... de mí obtendrás todo lo que quieras, menos que yo me presente en La Guardia con cara de cura, o de semicura...».

A esto objetó D. Fernando que no podían dilatar el viaje, porque Gracia el suyo a Burgos detenía por esperarles, y no era propio de caballeros ocasionar desavío a mujer de tal calidad por razón tan frívola como el tamaño de unos bigotes. Y aun podría ser que hallándose Gracia transformada en sus gustos, viera con mejores ojos las caras rapadas que las peludas... No se dio por convencido Ibero, que en todo transigía menos en aquel punto delicado, y acordaron salir al día siguiente, reservándose acelerar o contener su andadura según el grado de lozanía que se fuera observando en el crecimiento del mostacho.

Al partir muy de mañana, en coche, por el Portillo, a tomar la carretera, dijo Ibero a su amigo: «Anoche, querido Fernando, no he podido dormir pensando lo que vas a saber. Se me metió en el magín la idea de que a mi adorada Gracia le ha pasado lo que a mí. ¿No entiendes, hombre? Pues que se ha caído en el pozo, como me caí yo, que la han enterrado, que es una pobre muerta, y que tú debiste emprender, antes de venir por mí, la grande obra de sacarla, o resucitarla, o despertarla, que de todas estas maneras puedo decirlo... Aún será tiempo, chico. Sácala, por los ajos de Corella... Se me figura que la Virgen del Pilar no habría de ofenderse... Todos nos alegraríamos; y que ladren de rabia las mañeras monjas de Burgos.