Por el camino contó el Coronel que los padres de San Quirico no le dieron jamás motivo de queja, sino de gratitud y estimación. Eran muy buenos y le instruían con amor, luchando, eso sí, con la incapacidad del neófito para los latines y para las lecciones teológicas. Nada de aquello le entraba en la cabeza, y cada día se iba convenciendo de que nunca sería más que un pobre curángano de misa y olla. Pruebas de cariño habíanle dado los sacerdotes, y él por su parte pensaba, en la primera ocasión que se le presentase, demostrarles su afecto. La regla era muy rigurosa, y épocas había en el año en que le mataban de hambre. En los rezos era tan torpe, que a cada momento se equivocaba, ocasionando grandes desazones a los maestros, y renegando él de su falta de memoria. Más de una vez les propuso que no le criaran para las órdenes mayores, sino que le tuvieran allí como familiar o lego, y él les cuidaría el jardín, única cosa para que servía, pues otros menesteres de lavar ropa, coser y afeitar no le encomendaran al hijo de su madre.

Dijo también que los Padres, con toda su mansedumbre y sus austeridades, conspiraban a más y mejor. Dos veces por semana iban allí D. Magín Cornellá, el Sr. de Ramoneda y otros pájaros gordos de Barcelona, de cuyos nombres no se acordaba. Sólo sabía que algunos eran o habían sido carlistas, y otros, liberales de los que imitan el andar ladeado de los cangrejos. El enjuague que se traían aquellos señores con los papiolistas y otros clérigos muy apersonados que venían de Manresa, de Vich o de Tarragona, era formar un potente bando político-religioso que apoyase el casamiento de la Reina con el hijo de D. Carlos, para que así quedara triunfante la santa religión. Este partido rechazaría el casamiento con cualquiera de los hijos del Infante D. Francisco, pues ambos, a lo que parece, están dañados de masonismo, y masona es también la Infanta Carlota... Se trabajaría también contra la candidatura del Coburgo, pues de éstos ya se sabe que no vienen aquí más que a comer, y a cajas destempladas había que despedir a todo príncipe extranjero, ora fuese tudesco, ora napolitano. A los hijos del Rey de Francia, nietos de Felipe Igualdad, cañazo limpio; a los de Portugal, contra una esquina; y a todo protestante, un portazo en las narices. No había más rey consorte que el hijo de Carlos V, con lo que de las dos legitimidades se hacía una sola. De esto trataban, y ésta era la razón del entrar y salir de recaditos y mensajes. Creía Santiago que su rector era el que llevaba la correspondencia con la majestad de Bourges y quien recibía órdenes del señor D. Fernando Muñoz; mas de ello no tenía pruebas. Dábale el olor de estos guisados, pero como él no había de catarlos, jamás quiso meter sus narices en la olla.

-Ahora echo de menos -dijo D. Fernando-, que no hubiéramos dado una carrera en pelo a los padres, para que fueran a contárselo al proscripto de Bourges y al Sr. de Muñoz... Pero es mejor que les perdonemos la vida y que no nos ocupemos de esas pequeñeces de la cosa pública. Vengamos a lo nuestro, que es lo grande. Agradéceme, Santiaguillo, que te haya sacado del poder y compañía de esa gente, que habría hecho de ti un muñeco negro. Otros podrán ser excelentes sacerdotes; tú no lo habrías sido nunca. Y por hoy nada más te digo. ¿Qué pienso hacer de ti, me preguntas? Respondo que en Zaragoza lo sabrás.

De noche entraron en la por tantos títulos gloriosa ciudad, y se alojaron en la posada de las Ánimas, feligresía de San Pablo, el barrio popular, heroico y baturro, que tanto Ibero como Santiago amaban por todo extremo. Lo que el asendereado ángel negro vio y sintió en la mañana del siguiente día, no bien se abrieron sus ojos después de un profundo y reparador sueño, es episodio de extraordinaria importancia que merece lugar preferente en estas historias, y no ha de pasar una línea más sin referirlo con todos sus pelos y señales. Despertó el hombre en la cama de canónigo que le destinaron, y esparciendo sus miradas por el aposento, que era grandón, bajo de techo y alumbrado de luz de la calle por dos ventanas, vio cosas que al punto tuvo por fantásticas, error de sus sentidos y burla de su imaginación. Se incorporó en el lecho, observando con estupor lo que veía, y no satisfecho aún de su examen, se lanzó de entre las sábanas y tocó los objetos, cerciorándose de que eran efectivos y reales. En un sofá de paja vio y tocó su levita de coronel, nuevecita; en una silla próxima estaba el pantalón, y aquí y allí el capote, morrión, espada, tahalí, botas, espuelas y todo el arreo militar de su categoría, para traje de campaña. Vistas y tocadas cien veces las prendas, las encontró superiores, y sin ponerse nada, todo le pareció a la medida. No se sabe adónde habría llegado su confusión si no viera entrar muy oportunamente a D. Fernando, que con su franco reír se dio a conocer como autor del bromazo.

-Chiquio-dijo Ibero-, me asaltó la idea de que, mientras dormía, unos serafines sastres (que también de ese oficio los habrá) me habían tomado medidas y...

-Detén tu fantasía -respondió el otro-, y ve aprendiendo a ver las cosas como son. Aquí no hay más serafines que nosotros. Esa ropa te la hice en Barcelona por mis medidas, que creo exactamente iguales a las tuyas, y allí compré la espada y demás. Eso te prueba las intenciones que traigo desde allá, y mi propósito de arrancarte del molde nuevo y volver a meterte en el viejo molde.

-Por los ajos de Corella, que has estado acertadísimo, previsor, y que eres mi ángel... Me has resucitado,¡maño!, y esta nueva vida a ti te la debo... Maestro, ¿y ahora?...

-¿Pero aún dudas lo que tienes que hacer? Vístete sin tardanza, y veamos si alguna pieza necesita reforma.

-Me vestiré, sí... ¡Qué gusto, qué honor! ¡Vuelves a cubrir mis pobres carnes, oh ropa de mi salud, de mi vergüenza y de mi dignidad!... Bendito sea quien me ha resucitado... Ello es como lo digo: abro los ojos después de un largo y estúpido sueño; salgo de un hoyo lóbrego, pestilente, y al despertar veo y siento que he vivido muerto... No sé expresarlo de otro modo. Tú, Fernando, grande amigo, has venido a mi sepultura y me has dicho: «Lázaro, levántate»; y he sido yo un muerto tan mentecato, que a los primeros gritos tuyos no he querido levantarme... Era la pereza, hijo, la pereza de esta muerte, o de este dormir bobo... ¿Con que a vestirme? Pero antes quisiera afeitarme, si no te parece mal. Mira, mira cómo medran estos pelos del bigote. Cada vez que me afeito resaltan más, y antes de quince días estarán como antes de que me metieran en el hoyo profundo... ¡Por el Cirineo de Cascante, que estoy contentísimo!...

Media hora después, viéndole vestido y satisfecho de la elegancia y bizarría de su marcial facha, D. Fernando le anunció que vendría un sastre a corregir las imperfecciones de la hechura. Era Santiago bastante presumido en la vestimenta militar, y no perdonaba la menor falta. Aquel día no fueron pocos los reparos que puso al pantalón y las correcciones que señaló en la espalda, cuello y otras partes de la levita; pero reventaba de gozo infantil, y los defectos de la ropa no le impedirían echarse a la calle. A la pregunta de Calpena sobre el objeto de su salida, respondió así: «Pues, chiquio, de aquí me voy derechito a la Virgen del Pilar, a quien tengo que decir que si ella no quiere ser francesa, a mí no me peta ser cura, y que me perdone el haberla engañado con tantos rezos como le eché, diciéndole que me metía en lo religioso... Hocicaré un poco en el pilar que he besado tantas veces de niño y de hombre, y ahora he de besarlo con más devoción que nunca, porque yo soy muy buen hijo de la Pilarica, y le debo haber salido sin un rasguño en cien combates; le debo más, Fernando... porque nadie me quita de la cabeza que es ella la que mandó a su ángel, a ti, a sacarme de aquel pozo en que me metieron mis horrendas melancolías, a despertarme de aquel sueño, de aquel error en que he vivido como los muertos no sé cuántos meses, que hasta la duración de mi estúpido letargo se me ha ido de la memoria. Y ya que voy al Pilar, no saldré de la iglesia ¡maño! sin arrancarme ante la Señora con un sin fin de peticiones; gollerías, hijo, que sólo a ella me permito proponer, pues con Dios no me atrevo... francamente. La Virgen sí, la Virgen no le niega nada a un buen militar español... En fin, allá veremos. Si quieres acompañarme, nos iremos luego al café del Coso.

Respondió Fernando que ante todo tenía que ir a casa de la señora marquesa de Lazán, prima de su madre, donde encontraría, según lo concertado con Demetria, las cartas de La Guardia. Desde la casa de Lazán, en la Pabostria, pensaba ir a la Seo, donde tenía que entregar una ofrenda que su madre le encomendó para el Santísimo Cristo que allí se venera; luego al Pilar iría con otra ofrenda. En la basílica acordaron, pues, los dos caballeros reunirse, y de allí, terminadas las devociones, se irían a un café, después a otro, hasta encontrar a sus buenos amigos militares, de guarnición en la plaza.