Del mismo a la misma


Barcelona, Noviembre.

Mujer: Déjame que rabie y patalee, y perdona que comience mi carta con airadas expresiones, antes que con las dulces finezas propias de amantes. Pongo el grito en el cielo y llamo a los demonios en mi ayuda... Para que te enteres pronto, volvemos Lesseps y yo de Ripoll, donde hemos visto a Ibero; hablé con él como media hora, saliendo de mi conferencia tan a oscuras como cuando la empezamos. Todo por la interposición de cuatro fantasmones negros, con sotana, que actuaron de centinelas de vista. El material de sitio que llevábamos, recomendaciones y cartas de beatos, sólo nos ha servido para que nos concedieran ver al catecúmeno en presencia de cuatro Padres, que es como tener de pantalla a los papás de la novia en una visita de amor. La conversación a solas no la concedieron por más ruegos que les hice, y esto me hace creer que la vocación del ángel negro no es muy segura, y que temen que la tuerza o debilite la persuasiva influencia de un pariente o de un amigo.

Encontré a Santiago en excelente estado de salud, recobrado de sus desazones, el cuerpo ágil, el rostro lleno, la mirada viva, sincera. Ya le han quitado el bigote para ponerle la marca eclesiástica, y con ello se desfigura el negro rostro que hemos conocido tan marcial y varonil... En ciertos momentos de nuestra conversación le vi recobrar la prontitud airosa de sus ademanes y aquel gesto de impaciencia y resolución. El amigo enmascarado habría soltado todos los artificios de su disfraz si le dejaran solo conmigo. Pero ¡ay! siempre que intentaba yo sacar a relucir los recuerdos cuya evocación me convenía, el más antipático de los presbíteros de guardia pronunciaba un absit parecido al del doctor Pedro Recio de Tirteafuera, y añadía: «No nos parece bien que se le reverdezcan al Sr. D. Santiago las memorias de sus padecimientos». Por tres veces intenté yo meter baza, y la Inquisición, que tal parecía, no me dejaba. Un momento hubo en que me faltó poco para echar mano a la silla en que me sentaba y estrellarla en la cabeza del Pedro Recio, que no me permitía comer, hablar... Díjome entre otras cosas Santiaguillo que su vocación era tan firme, que no había ya móvil ni mundano interés que de ella pudiera desviarle. Pensé que de otro modo hablaría quizás mi amigo si la esclavitud de aquella casa no hubiera cargado de grillos y esposas su sinceridad. Tan contento estaba de verme, que no me quitaba los ojos, poniendo en ellos una emoción muy viva, y siempre que yo le manifestaba mi cariño, del único modo que hacerlo podía, con palabras, se levantaba para darme abrazos apretadísimos. ¡Pobre Santiago! Nos habló extensamente de Jesucristo y de las hermosuras de la religión, cosas en verdad nada nuevas para mí, pues yo también amo a Cristo y admiro como el primero las bellezas del dogma, sin que por ello se me haya pasado por las mientes meterme cura. Por fin, me propuse que no terminara la visita sin que yo, a despecho de los enfadosos centinelas, soltase alguna expresión o concepto que hiciera vibrar el alma del catecúmeno. Así fue, y ya en pie, despidiéndonos, le dije: «Santiago, sabrás que Gracia no se ha consolado del desprecio que le hiciste, y ha tenido bastante grandeza de alma para perdonártelo. Aún espera de tu caballerosidad que...». No pude seguir porque vi venir sobre mí a los cuatro clérigos con una melosa amonestación para que me callara. Santiago cerró los ojos al oírme, y se volvió hacia sus guardianes como para pedirles auxilio contra mi atrevimiento. Pero yo vi la flecha penetrando en sus carnes, y el efecto estaba conseguido. Despedime prometiendo volver, y mientras dos de los curas cogían al ángel negro y para dentro se le llevaban como a un colegial castigado, los otros salieron a despedirnos con empalagosas cortesanías y melifluos agradecimientos por la limosna que les di. Rezarían mucho, según me aseguraron, para que Dios aumentara mi hacienda y pudiera yo hacer caridades sin tasa, asegurándome así el reino de los Cielos. Díjeles que, estimando sincera la vocación de mi amigo, yo miraría por la Instrucción Cristiana, ayudándola en sus necesidades, y me retiré viéndoles hacer muchas cortesías. Quedaron ellos esperanzados de tenerme en su predicamento; yo me fui con la intención de un jarameño debajo de mis urbanidades afectuosas.

De regreso a Barcelona, discutíamos Lesseps y yo los procederes más eficaces para sacar el ánima de Ibero de aquel que no sé si llamar Purgatorio a que sus pecados le habían conducido. Era mi opinión que las ofrendas copiosas serían el mejor arte de redención; pero mi amigo me contradijo con vehemencia, manifestando que de todos los caminos, el más errado era el de los sufragios en especie metálica, porque los buenos padres de San Quirico harían la gracia de quedarse con el dinero y con el ánima. Debo yo emplear la intriga o la violencia, según las cosas se presenten. Mas lo primero es explorar seriamente el ánimo de Santiago, y traerle a una conferencia sin testigos. Para esto, nada mejor que los resortes militares, si puedo conseguir que Van-Halen me preste su cooperación decidida. Puesto que no tenemos seguridad de que se le haya concedido al Coronel la licencia absoluta, el Capitán General, ignorándolo como yo, o afectando ignorarlo, puede reclamarle para un acto de servicio, como, por ejemplo, prestar declaración en un Consejo de guerra, interrogarle acerca de tal o cual duda en cualquier cuestión que no es necesario precisar. De este modo, Ibero saldrá por más o menos tiempo de su clausura, y podré hablar extensamente con él. Nos facilita este procedimiento la circunstancia de que el ángel negro no ha recibido aún órdenes mayores ni menores, y, por tanto, no le alcanza la jurisdicción eclesiástica.

Con repentina fuerza se posesionó de mí la opinión del Cónsul de Francia, y no había concluido de exponerla cuando ya la tuve por excelente, y me propuse traducirla en hechos con toda prontitud... Hoy, apenas llegado a Barcelona, y cumplida la primera de mis obligaciones, que es escribir a mi cara mitad, tengo que ocuparme de nuestra instalación: ya te dije en mi última carta que resueltamente abandonamos a Sitges, porque los médicos no creen provechoso para mi madre que viva tan próxima a las humedades del mar. Nos aposentaremos aquí, en la misma casa que antes teníamos, Bajada de Santa Clara, y dispuestos varios pormenores de alojamiento, mañana voy por mi madre, pasado estaremos aquí, y al otro veré a Van-Halen para que me preste su ayuda en la honrada barbaridad que intento. ¿Qué dices a esto? Veo tu entrecejo gracioso que me impone el respeto a la moral. Muy elástico es eso: tomamos por leyes morales las pragmáticas dictadas por la tiranía, por la codicia y el egoísmo humanos, y contra toda esta farsa opresora se alza con soberano y libre criterio la orden de caballería, amparo de los débiles, de los injustamente aherrojados y oprimidos. Déjame a mí, que no me faltan hombros para soportar el hercúleo trabajo y también la responsabilidad del mismo, que no es floja pesadumbre.

Hasta mañana. Escribiéndote se ha calmado la furia con que empecé este pliego. Ya no rabio, ya no pataleo, ya no maldigo.

Jueves.

Ya estamos acá todos, y para ti es nuestro primer pensamiento al pisar la venerable casa donde nos alojamos, rodeada de silencio, de soledad, de nobles piedras, escritura y lenguaje de la poesía histórica. Mi madre y yo te hablamos con una sola voz y te escribimos con una sola pluma. Las buenas esperanzas, los presentimientos felices entran en nuestro espíritu como una bandada de chiquillos juguetones; les echamos y vuelven, acosándonos con sus graciosos juegos y risotadas. Queremos ponernos en una guardia de pesimismo, que es la más segura, y no podemos. Comprenderás esto cuando sepas que a la hora de bajar del coche, en el patio de nuestro caserón, entró a visitarnos el general Van-Halen, creyendo que habíamos llegado el día anterior, lo que explica su inoportunidad, que luego hubo de resultarnos oportunísima. Ha recibido la carta que me ofreció el Regente, y otra de Jacinta encomendándole con el interés más expresivo que visite a mi madre, y se ponga a sus órdenes para cuanto a ella y a mí se nos ocurra mientras residamos en esta ciudad. Pensé yo que no debía diferir el ponerle en autos de nuestro negocio, y el General, un poco serio al principio, risueño después (que esta contradicción fisionómica corresponde a las dos caras, dramática y cómica, del proyecto mío), me ofreció su colaboración oficiosa. Allá van, pues, unas poquitas de esperanzas, que espero remitir con aumento dentro de muy pocos días... Hablando otra vez los dos en uno, mi madre y yo te mandamos nuestras bendiciones, o bendiciones y cariños mezclados, para que tú hagas el apartadijo como puedas. También te van besos y un coscorrón: los primeros, naturalmente, son de mi madre (no te equivoques); el coscorrón no es más que un saludo, quizás demasiado expresivo, de tu -Fernando.

Sábado.

Cara mitad: Vuelvo de la estafeta con la carta, que no he podido franquear, porque están cerradas las oficinas, y en el ventanillo un cartel diciendo que hoy no hay correo. Verás lo que pasa. No te asustes. Andan a tiros milicianos y soldados, y la cosa es tan seria, que a casa he tenido que volverme parabólicamente, a fin de evitar el paso por las calles donde sonaba música de fusilería. Por no dejar a mi madre sola, aunque no se asusta tanto de los tiros y de las callejeras trapisondas como pudiera creerse, no me determiné a meter mis narices en los lugares donde más empeñada está la lucha. Si he de decirte la verdad, no conozco bien los motivos de esta zaragata, porque vivo en radical apartamiento de la política, no leo ningún periódico de Barcelona ni de Madrid, y en los últimos días mis ausencias de la ciudad me han cortado la comunicación con las personas que habrían podido informarme. Notaba yo hace tiempo cierta agitación sospechosa, y un recrudecimiento grande del síntoma insano de hablar pestes del Gobierno. Pero no creí que el disgusto popular pasara de los dichos a las armas. Tan acostumbrado estoy a oír diatribas contra nuestros mandarines, sin que ello pase de un desahogo natural de los corazones, que no di valor al ronquido soez de la famosa vox pópuli... Anteayer hubo, según acaban de decirme, no sé qué reyerta entre matuteros y empleados de consumos; ayer anduvieron los milicianos por diferentes sitios de la ciudad provocando con injurias a los soldados, y hoy ha estallado el volcán, sin que yo pueda decirte cómo se ha preparado esta erupción ni de dónde ha venido el empuje. Oigo decir que la causa del furor de los barceloneses es la cuestión algodonera. ¿No sabes lo que es? Sencillamente que se ha pensado en rebajar los derechos de los tejidos ingleses, con lo cual creen los de aquí que se arruinarán sus industrias. Ni tú entiendes de esto, ni yo te escribo de materias tan fastidiosas. Hablan también de quintas, porque no es del gusto de los catalanes que les sorteen y les hagan soldados como a los hijos de castellanos y aragoneses. Tampoco de esto quiero hablarte. Lo cierto es que por las quintas con o sin algodones, o por otras causas que ignoro, han roto el fuego, y esto va tomando un cariz tan malo, que no sé cómo acabará.

Oigo en este momento unos terribles zambombazos: el amigo Van-Halen, deseando acabar pronto, reducir a polvo las barricadas y aterrar a sus defensores, emplea la artillería contra los pobrecitos milicianos. Horroroso fuego de fusilería le contesta. Esto se pone cada vez más feo, niña mía; pero no temas nada por nosotros, que estamos bien seguros en nuestra casa. Vivimos entre la catedral y la plaza del Rey, en el sitio más recogido de la ciudad, grupo de casas antiquísimas, en estrechas calles, donde no podrá revolverse la artillería, ni es tampoco lugar favorable para barricadas. Mi madre no está tan intranquila como al principio de la jarana temí. La veo animosa, y trato de sostener su fortaleza. Juntos lamentamos que la discordia política, motivada por cualquier idea insustancial, cubra de cadáveres el suelo de esta bella ciudad que tanto amamos.

Crece mi afán por conocer los móviles de la furia de los barceloneses. ¿Qué será ello? Los algodones dan en efecto bastante juego: lo de la conscripción les ha irritado más, porque se ha dicho que venía Zurbano con el encargo de hacerla efectiva, y las brutalidades del hombre de la zamarra sublevan a esta gente. Pero aún no veo bastante claros los motivos de que un pueblo como éste se lance a revolución tan furiosa y tenaz. Algo más habrá que no conozco. Dícenme que los milicianos gritan contra Espartero. No quieren más Regencia, abominan del Gobierno ayacucho, y retiran todo su afecto al antiguo ídolo de los Libres... No sé qué gato encerrado es el que anda por dentro de esta insurrección, moviendo con sus bufidos y arañazos tan terrible tremolina... Los vecinos de las casas próximas acuden a la mía; nos agrupamos para que entre todos podamos sobrellevar con más conformidad el luto de esta sangrienta jornada y el terror que los disparos infunden. Oigo hablar de república, y tampoco creo que de ahí venga la borrasca, pues partido tan ideológico y de tan escasa difusión por el momento, no lanza los hombres al combate. Te daría yo una explicación de lo que ha sido, es y será el republicanismo; pero aun contando con que pudiera serte grata mi pedantería, no es bien que de estas cosas áridas hable un hombre con su novia...

A media noche.

Después de anochecido, y cuando cesó el fuego, y a los tiros y voces de espanto sucedió un silencio lúgubre, arrastrome la curiosidad fuera de mi casa. Quería ver los lugares trágicos, marcados aún de la pisada y de la garra de los combatientes, y ver el destrozo de personas y edificios, para dar mayor pasto a mi compasión y hacer más amargo mi desconsuelo, que en esto se goza el alma ante los grandes lutos de familias y ciudades: si grande es el sentimiento por lo que se ha oído, queremos llevarlo a su grado mayor por la vista. Barcelona ensangrentada es para los que amamos a esta bella ciudad un tristísimo espectáculo; pero queremos verlo y apreciarlo en todo su horror, para que, siendo más honda nuestra pena, sea más grande el tributo de lástima que ofrecemos al ser querido. Es habitual en mi espíritu personificar las ciudades, y amarlas o aborrecerlas como entes humanos. Las hay simpáticas, las hay odiosas; las veo carilargas o mofletudas, pálidas y exangües, o rollizas y frescas; véolas también risueñas llamándome, o adustas despidiéndome. Barcelona me puso una cara muy afectuosa desde la primera vez que nos vimos.

Pues, como venía diciendo, me fui a ver la ciudad herida, ensangrentada, jadeante de bélico ardor... bajé por la calle de la Libretería a la plaza de San Jaime, donde había no pocos horrores, y en busca de los más imponentes me interné por la bajada de San Miguel hasta la Enseñanza... Pero ¿a qué ponerte aquí indicaciones topográficas, si tú no conoces la ciudad ni sabes nada de esto? El convento de la Enseñanza fue de monjas benditas, y ahora, naturalmente... es cuartel de la Milicia Nacional. Desde que empezó la trifulca, establecieron los nacionales en este edificio su base de operaciones. Los primeros proyectiles fueron piedras, que desde las azoteas arrojaban, y aumentado luego el calibre de los instrumentos de destrucción, las casas de la Rambla vomitaron sobre la tropa tiestos, bancos y hasta una cómoda. Lo que empezó motín, acabó en espantosa batalla, de las más encarnizadas y furibundas que en el interior de ciudades se han visto, extremando su coraje hasta el heroísmo nacionales y soldados.

De la extensión y gravedad de la pelea me informaron en la calle personas que, por haber intervenido en los actos de guerra o haberlos presenciado en diferentes barrios, eran la historia misma contándolo por sus bocas. Desde aquel núcleo donde se inició el incendio, éste se fue comunicando a diferentes puntos de la ciudad. Van-Halen, que no contaba más que con dos mil hombres, atacó por la Rambla... ¿No sabes tú lo que es la Rambla? Ya te lo explicaré. Tampoco sabes lo que son los baluartes, que robustecen de trecho en trecho el circuito fortificado de esta gran plaza. Ni tienes idea de la enorme Ciudadela, que defiende y amenaza la ciudad por el Nordeste. Ya te daré noticias de esto... cuando estemos casados y tengamos tiempo para tan largas explicaciones... Sólo te digo por el momento que a la hora en que andaba yo tomando lenguas de lo ocurrido y examinando el campo de batalla, nuestro amigo Van-Halen, sin fuerza bastante para dominar la insurrección, o poco diestro en elegir los medios y puntos de ataque, se vio precisado al abandono de sus posiciones y se replegó a la Ciudadela... Esto me cuentan, y si a la primera lo puse en duda, la repetición de la noticia me ha obligado a creerlo. Barcelona está en poder de la revolución victoriosa, que de la noche a la mañana se trocará en insolente, y hemos de ver, si Dios no lo remedia, no pocas brutalidades. Me tranquiliza, no obstante, la confianza en el pueblo catalán, cuyas virtudes conozco. Es bravísimo si le hostilizan sin razón, fácil a la concordia si se logra herir la cuerda del sentimiento fraternal, que en él existe, aunque está bastante honda. Es apacible en su casa, en el común trato sincero y rudo, buen amigo, mal enemigo, amante si le aman, fiero si le aborrecen... El peligro que corremos hoy los que estamos bajo la férula del pueblo barcelonés y de la Juntita que a estas horas se forma, es que se injieran en su seno los perdidos vividores que ordinariamente están al acecho de estas situaciones irregulares para desvirtuarlas y corromperlas.

El espectáculo que a mis ojos se presentó en el patio de la Enseñanza, convertido en hospital de sangre, no te lo describiré, por dos razones: no sé hacerlo con la exacta expresión del horror que me produjo; no quiero poner ante tu vista cuadros tan lastimosos. Los muertos de las guerras campales no son como los muertos de la paz, víctimas de las enfermedades, expresando en su quietud y lividez serena el término natural de la vida. Pues si los muertos de la guerra en campo son más tristes de ver que los de normal muerte, y causan mayor espanto, los muertos de revoluciones, tirados en las calles, los cadáveres sin cabeza, o los trozos de cuerpos descuartizados por la artillería, nos dan impresión de terror más espeluznante que ninguna otra clase de muertes, y el espanto llega a su colmo cuando vemos vivos, con la mitad de su naturaleza muerta, un tronco que alienta, arrastrando extremidades difuntas, o un agonizante que enloquece y pide que acaben de matarle... No más de estos horrores, niña querida; no quiero que la noche que esto leas tengas pesadillas angustiosas. Y por atenuar las trágicas impresiones con otras del orden contrario, que en los mayores desastres no hay quien separe lo humorístico de lo terrible, te contaré una chusca ingenuidad del jefe de nacionales que mandaba la barricada próxima a Capuchinos. Enviole Van-Halen un parlamentario con proposiciones honrosas para que se rindiera, y de oficio le contestó lo que vas a leer. Herido en la mano derecha, y no pudiendo escribir, dictó la respuesta a un sargento, que la retiene en su memoria para regocijo de los que amamos la espontaneidad popular. Dice así: A Antonio Van-Halen, jefe de las fuerzas enemigas. -Antonio: no te canses, no cederemos. Si te obstinas en hostilizarnos, te daremos para peras. -Patria y Libertad.

No veo, no, en esta brava gente la ferocidad del revolucionario sin camisa que persigue el pillaje y la disolución, para despojar a los ricos; veo a los sanos y buenos hijos del pueblo que en la última guerra prestaron a la causa nacional servicios tan eminentes, que no habría honores bastantes con que pagárselos. La Milicia Nacional de Barcelona, guarneciendo los pueblos del llano y la montaña y resistiendo terribles embestidas de la facción, demostró una fibra y una resistencia que en muchos casos llegó a las alturas del heroísmo. Ahí están Prim, Lorenzo Milans, Ametller y otros, que pueden contarlo... A esta gente, que tan claras nociones tiene del deber, y tan bien entiende el honor y el patriotismo en sus más elementales formas, no la temo yo. Temo a los pillos que se inoculan en el cuerpo popular y trabajador, para envenenarlo y derramar por sus venas elementos de podredumbre.

Cuando a casa me retiré, las opiniones que oía no estaban acordes en señalar el punto adonde Van-Halen se replegaba. Unos le suponían en la Ciudadela, otros marchando hacia Montjuich. ¿Sabes tú, señora de mis pensamientos, lo que es Montjuich? ¡Ay, que no lo sabe!... ¿Creerás tal vez que es un castillo como el de La Guardia, situado en lugar céntrico y eminente, y compuesto de quebrantados murallones y de piedras romas, entre cuyos huecos habita la prolífica república de lagartos? El castillo de tu pueblo es un pobre inválido que de su impotencia se consuela recordando sus tiempos heroicos, cuando la guerra de sitio se hacía con flechas, hondas y otros ingenios. Castillo es también Montjuich, pero más fuerte y buen mozo que el tuyo, y armado de mejores arreos y cachivaches de guerra. Se alza en un empinado monte al sur de la ciudad, a la que tiene bajo su planta y dominio, y no se sabe si las miradas que arroja sobre ella son de protección o de amenaza. De día parece un padre amante que a su adorada hija contempla, con el chafarote levantado, eso sí, por si a la niña se le antoja desmandarse. De noche verías en él un marido celoso que espía el sueño de su Desdémona, recelando que pronuncie dormida palabras que enciendan más el volcán de sus celos... Es tan alto Montjuich, que desde su cumbre o cabezo, con yelmo de murallas y cabellera de cañones, me parece a mí que se ha de ver tu pueblo... No tomes esto al pie de la letra. No se te ocurra coger el catalejo que tiene Navarridas para ver los mosquitos que se pasean en el horizonte, y ponerte a mirar hacia acá, creyendo que vas a verme en la cimera de este formidable castillo. En todo caso, no me verías a mí, sino a Van-Halen con las manos en la cabeza, loco y turulato, sin saber de qué medios valerse para volver a echarle el lazo a esta ciudad, florón espléndido de los reinos de España, Barcelona, la hermosa y pizpireta...

Al llegar a casa encuentro a mi madre algo inquieta por mi tardanza. La tranquilizo sin dificultad, refiriendo los hechos a mi gusto, desfigurando el argumento de la tragedia.

Adiós, mayorazga de los Cielos. Adorándote tu -Fernando.