Del mismo a Pilar de Loaysa


Madrid, Julio.

Mater admirabilis: Imposible partir para Cataluña sin ver a Espartero y a Jacinta, pues con los afanes de estos días y el continuo callejear no tuve espacio para visitarles. No me riña usted. Hoy he ofrecido mis respetos a Sus Altezas Serenísimas, y sin que yo se lo cuente, comprenderá usted que fue tremenda la chillería que me echó Jacinta por mi tardanza. Disculpeme con mis ocupaciones; pero aún tardó gran rato la Duquesa en desarrugar el ceño. Quedeme a almorzar con ellos, y hablamos de todo, de lo público y de lo privado. Ofreciome D. Baldomero escribir a Van-Halen, que allí manda por lo militar, para que me ayude sin restricción alguna en cuanto yo intente. Llevo, pues, carta blanca, y con ella espero que se me consentirá el uso y el abuso de mis iniciativas caballerescas.

No era yo el comensal único de los Regentes en el almuerzo de hoy. Sentáronse también a la mesa D. José Posada Herrera y D. Santiago Alonso Cordero, quien no abandona por nada del mundo la etiqueta popular de sus bragas de maragato. Es un hombre risueño y frescote, con cara de obispo, de maneras algo encogidas, en armonía con el traje castizo de su tierra, de hablar concreto, ceñido a los asuntos. Se enriqueció, como usted sabe, en el acarreo de suministros, y hoy es uno de los primeros capitalistas de Madrid. Ha comprado el solar de San Felipe, inmenso ejido polvoroso, para construir en él una casa que allá se irá con El Escorial en grandeza, y será la octava maravilla de la Corte. Da pena ver las tristes ruinas, el despedazado claustro, los escombros del mentidero y las covachas. Ha dicho hoy Cordero en la mesa que propondrá al Ayuntamiento el derribo total de la Puerta del Sol, para hacerla de nuevo con mayores anchuras, a fin de dar cabimiento al paso de tantísimo coche como ahora rueda por estas calles. En el centro se pondrá un monumento conmemorativo de la Milicia Nacional, con un par de fuentes de pilón bien amplio, para que quepan todos los maestros de baile que ahora llenan sus cubas en Pontejos. ¿Qué le parece a usted de estas elegancias y composturas de su viejo Madrid?... El otro comensal, Posada, es un asturiano muy listo, que en nuestro tiempo no se había dado a luz, de cuerpo enjuto y semblante un tanto ratonil, a que dan mayor expresión de agudeza sus orejas no cortas. En el Congreso brilla por su perorar discreto y persuasivo, sin ringorrangos, y brillaría más si el ministerialismo no quitara sal a su elocuencia, pues defendiendo a los que están en candelero, que es como estar en la picota de la impopularidad, no se ganan las palmas oratorias.

Al gran D. Baldomero le encuentro agobiado y melancólico, señal de lo que le pesa el fardo ayacucho, y de las ganas que de soltarlo tiene. Recayó la conversación en la libertad de imprenta y en sus repugnantes excesos, y contra la opinión de Cordero y Posada, a la que me permití agregar la mía, sostuvo el Regente que nada perdíamos con que las ranas callejeras chillaran todo lo que quisiesen y escupieran fango sobre los ministros. A él no le afectan las injurias y cree siempre en las ventajas eternas de la libertad, sin mirar a sus pasajeros inconvenientes. ¿No se había expresado del modo más claro la voluntad de la Nación pidiendo que todos los ciudadanos fuesen libres? Pues ya lo eran. Veremos pronto quién acierta, si la opinión general, o la gritería y los resoplidos de cuatro ambiciosos. Se propone sentar la mano de aquí en adelante a los que turben el orden, ya vengan con bandera cristina o moderada, ya con los pingajos de la revolución social. Cumplirá con su deber, sosteniendo los principios de progreso, y si a pesar de esta lealtad, llueven capuchinos de bronce, se encasquetará el sombrero hasta que pase el nublado. La Nación permanece; las tempestades corren; lo que debe quedar queda. O este fatalismo nos revela, señora madre, la más alta filosofía política, o supina ignorancia de las artes de gobierno. El tiempo lo dirá.

Prometiendo volver por la noche, despedime de los Duques y dediqué la tarde a las visitas que usted me ha encargado, empezando por su fiel amiga, la de Selva Fría, que rabiaba por conocerme. Bien lo comprendí en la manera de recibirme, pues su finura y gracia quedaron oscurecidas por las demostraciones de curiosidad; tan minucioso fue el examen que la Marquesa y dos de sus amigas allí presentes hicieron de mí, mirándome cara y ojos con atención que rayaba en impertinencia, y haciéndome mil preguntas, cuyo objeto debía de ser el estudio de mi ser moral. Y aun creo que en el largo tiempo de la visita otras miradas ansiosas me observaban detrás de los cristales de la pieza inmediata, como a un bicho raro. Interiormente me reía yo, y procuré que la amiga de mi madre viera en mí una persona bien educada, cariñosa y galante. Con perdón de usted, y empleando un término de la literatura popular andaluza, hoy tan en boga, le diré que su amiga de usted me ha parecido una ezgalichaota; no hallo mejor manera de expresar su ceceo andaluz y la indolencia de sus posturas, por causa de la excesiva lozanía de carnes, que sin duda le pesan: en el desbarajuste de aquella máquina, creeríase que las distintas piezas quieren caerse cada una por su lado. Una de las damas presentes era la que llamamos Berenice, a quien yo traté, ya casada, en las tertulias de Castro-Terreño. Sigue cultivando su incomparable cabellera negra, y las dos cascadas de tirabuzones que lleva en las sienes causan maravilla. La otra no la conocía yo: era la de Soterraña, que, según dicen, habla con Sartorius. Habíala visto yo en el Prado, donde días pasados encontré a muchas señoras de mi tiempo y a otras que en el período de mi ausencia se han trocado de señoritas en mamás. La espiritual, la etérea Matildilla Illán de Vargas, a quien yo hacía cucamonas el año 35, hállase en meses mayores; la vi agarrada al brazo de su marido, que le daba remolque con mucha dificultad. No me acuerdo del nombre de él: sólo puedo decir que era inseparable de Ros y de Echagüe. Ya le contaré a mi madre otros encuentros míos en el Prado, más peregrinos, y las paralelas que no una, sino hasta tres familias han querido ponerme, echándome unas niñas tiernas, con más perifollos que seso. Imagínese usted el caso que de estos halagos haría yo, gentilhombre campagnard, desengañado ya de las esperanzas cortesanas y unido con eterno vínculo a la diosa Ceres, nada menos.

El calor ha dispersado a no pocas familias, y hay muchas bajas en el Prado. A Francia y a las provincias no sé que hayan ido más que las Montúfares, la de Santa Cruz, Salamanca, Osuna, Bedmar... Otros se han ido a los no lejanos châteaux de Carabanchel, Aravaca y Navalcarnero, o se aposentan en pajares a que se da el engañoso nombre de quintas.

He vuelto por la noche a la casa de los Duques Regentes, que por cierto viven con modestia suma, y su palacio más parece un cuerpo de guardia. Vi a Seoane y a Linaje, furibundos en la declamación contra moderados; vi al bonísimo Cantero y al ardiente Sánchez Silva; vi, por fin, y con no poca satisfacción, al gran D. Juan y Medio, que me abrazó, y estuvo conmigo muy cariñoso, encargándome hasta tres veces que le lleve a usted sus fieles memorias y los más respetuosos afectos. Ha envejecido bastante; mas persevera en las costumbres de la correcta elegancia inglesa, con su peinado de rizos, su pie pequeño bien calzado con zapatito bajo, sus estirados cuellos y el corte y largura de sus afamadas levitas. Ofreciome cartas expresivas para Barcelona, que han de serme de no poca eficacia, encargándome mucho que no deje de visitar de su parte a su amigo el cónsul de Francia, Ferdinand de Lesseps.

Esto y una frase hermosa que dijo Espartero han sido lo más agradable para mí esta noche, sin contar los obsequios de Jacinta, y la emoción con que habló de usted y de sus deseos de verla y abrazarla. En el círculo que rodeaba al Regente, como un coro de sacerdotes de chinesco ídolo, se trató del proyecto de prorrogar la minoría de Isabel II, idea que en estos días flota en el ambiente político, sin que se sepa qué intenciones inocentes o pérfidas la han echado a volar. D. Baldomero rechazó la idea con una imagen gráfica que admirablemente expresaba su pensamiento: «Si como puedo adelantar las horas de ese reloj -dijo señalando a la esfera de uno feísimo, puesto en la más ordinaria de las consolas-, pudiera yo acelerar los días que nos quedan de Regencia y llegar al término de la menor edad de Isabel II, crean ustedes que ello sería mañana». Cansado está el hombre, y menos ambicioso de lo que generalmente se cree. Al salir me encontré a Nocedal y a Luzuriaga, que iban disputando. Delante de mí, y poniéndome por testigo, hicieron una audaz apuesta. El uno sostenía que no duraba dos meses la Regencia del Conde-Duque; el otro, que aún tendríamos Regencia y minoría para cinco años. Me vine a casa sin calentarme los sesos en calcular el vencedor probable.

Me hará usted el favor de decir al carísimo Hillo que no he visto a Montes, y lo deploro... No torea ya en Madrid hasta Septiembre, por lo cual, a más de privarme del gusto de aplaudirle, falto a la promesa de darle un recadito de parte de nuestro capellán. Sin duda se pondrá éste muy afligido cuando usted le enseñe mi carta y lea el fatídico No he visto a Montes, pues podría creerse que de ver o no ver al tal Montes depende la armonía o desconcierto de las esferas. En verdad lo siento, y tanto él como yo hemos de llevarlo con paciencia. En otoño lucirá su destreza en esta plaza el chairo crúo; mas para entonces no seré yo quien lo vea manejar la muletiya y el mondadiente. ¡Ay, con qué júbilo tomo el olivo!

Espero aún dos días para ir bien preparado de los necesarios elementos de investigación, y de los resortes más eficaces para captar a la fiera. Antes de que se cumpla la semana, abrazará y besará mi madre a su. -Fernando.