Del mismo a la misma


Madrid, Junio.

Madre querida: Mis cartas de Aranda de Duero y de la Venta de Juanilla (a dos leguas de Somosierra), donde se me rompió una rueda del coche, viéndome precisado a pasar el puerto a pie hasta el mismísimo Buitrago, habrán enterado a usted de las peripecias de este viaje, que la fatalidad quiso hacer lento, y que yo he podido acelerar a fuerza de valor, de terquedad y de dinero. He llegado a Madrid en plena crisis ministerial; ya hablaremos de esto. Me metí en los Leones de Oro, donde no estuve más que medio día, en insufribles apreturas, y no sabiendo dónde encontrar comodidad, consulté el caso con Salamanca, para quien fue mi primera visita, no por preferencias de amistad, sino porque a él tuve que acudir a reponer mi bolsa de los tientos que me fue preciso darle en el camino. Después de abastecerme del precioso metal, me llevó Salamanca en su coche a la Carrera de San Jerónimo, donde se ha establecido un suizo llamado Lhardy, que es hoy aquí el primero en las artes del comer fino. Vino a Madrid el 39, estrenándose con la industria pastelera, que fue gran adelanto con relación a lo bueno que aquí teníamos, pero lo que se dijo que había puesto corbata blanca a los bollos de tahona (que a mí me gustan mucho, aun mal vestidos); alentado por el éxito, introdujo el dar de comer, y ha ganado tal fama por su puntualidad, esmero, pulcritud y por la ciencia de sus cocineros, que ya no hay en Madrid quien se le ponga por delante. No tiene alojamiento para huéspedes; pero dispone de un par de habitaciones para un solo pupilo, siempre que se trate de persona bien recomendada y rica, y como vuesa merced quiere que yo lo sea, y que me dé el lustre de tal, he consentido que Salamanca me entregue al patronato del amigo Lhardy. Aquí me tiene usted, pues, señorilmente aposentado, solo, bien comido, bien bebido y dado a los demonios porque la distancia a que estoy de los seres que amo me quita toda tranquilidad y todo contento.

Me cuenta Salamanca que el Ministerio González ha venido a tierra, y que él, Salamanca, tuvo la culpa de que empezara la situación a desmoronarse por la parte más endeble, el Ministro de Hacienda, Sr. Surra y Rull. Los líos que, por intereses de no sé qué empréstito, mediaron entre nuestro buen malagueño y el secretario de Hacienda son tan largos de contar, que prefiero callármelos, para evitar a usted una jaqueca por cosas que pronto han de desvanecerse en el tiempo y borrarse de toda memoria. Ahora bien: ¿quiénes son los perritos en cuyos pescuezos lucen ahora los collares ministeriales? Pues perrito de cabecera es el general Rodil, que mandaba en el Norte. Siguen: Almodóvar, que ha cambiado la guerra por la diplomacia; Zumalacárregui, que gobierna en Gracia y Justicia; D. Ramón Calatrava, que tendrá las llaves del arca nacional; el viejo Capaz, que empuña el remo de la Marina, y en Gobernación nos ponen al Sr. Solanot, muy señor mío. Dios les dé a todos buena mano.

Ofreció D. Baldomero a Olózaga la Presidencia del Consejo; pero no quiso aceptarla Salustiano, a quien traen ensoberbecido sus triunfos oratorios. Tanto él como López acaudillan en las Cortes una partidita de diputados, y entre uno y otro hacen el caldo gordo al moderantismo... No puedes figurarte el efecto que me causa oír a esta gente, ni la desazón de sorpresa y asfixia que invade a los que, viniendo de fuera, entramos de súbito en esta atmósfera. Yo digo: «¿Pero aquí están todos dementes? ¿Es esto la metrópoli de una nación o el patio de un manicomio?...». Y pregunto dónde se ha metido el sentido común, sin que nadie acierte a responderme... A juzgar por lo que se oye, el país es un insensato que, aburrido de sí mismo y no sabiendo como vivir, pide a los demonios que se lo lleven... El Ministerio entrante es calificado como de la peor extracción ayacucha. Y yo pregunto: «¿Qué significado tiene esta palabra, y qué se quiere expresar con ella?» Ni Espartero estuvo en la batalla de Ayacucho, funesta para nuestra nacionalidad en América, ni los feligreses de su camarilla, a quienes acusamos de infinitos males, pelearon tampoco en aquella célebre acción de guerra. Esto es tan peregrino como el llamar borracho a José Bonaparte, que no lo cataba. La imaginación popular emborrona la historia, y luego nos cuesta Dios y ayuda descubrir con raspaduras la verdad.

Martes.

Todos los amigos a quienes hoy he visto me han preguntado si soy ayacucho, y les he contestado con picardía, según el gusto y aficiones de cada uno. Quiero sustraerme a la política; pero no doy un paso en las gestiones que motivan mi viaje sin tropezar con algún delirante que quiera comunicarme su locura. Hoy me ha dicho Espronceda que no habrá paz hasta que no venga la República, una República enteramente a la griega, por supuesto... (me figuro que habla de la Grecia de Byron); Borrego me ha demostrado la circulación clandestina del oro inglés, como causa principal del ayacucho desconcierto en que vivimos; González Brabo sostiene que es forzoso poner patas arriba la Regencia y su tertulia, declarando mayor de edad a Isabel II para que gobierne por su propia inspiración infantil, y después salga lo que saliere; López quiere arreglar a España derramando sobre ella, desde las etéreas regiones, frases de talco de mil colorines; en Fermín Caballero descubro un radicalismo extremado que conceptúo más peligroso por la rigidez de castellano viejo, por la forma fría y clasicona con que lo expresa; en fin, que todos desvarían, y yo no encuentro dos adarmes de seso por ninguna parte, y véome apurado para reponer el mío, que en este ahumado laberinto se me pierde y se me acaba.

Y entre tanto, señora madre mía, Ibero sin parecer. Desde muy temprano empiezo mis pesquisas, y cierra la noche sin obtener ni vagos indicios de la caverna del león fugitivo. Clérigos y seglares he visto en los barrios de acá y de allá; Iglesia y Milicia me resultan igualmente ineficaces para el conocimiento que busco. Esto me anonada. ¿Qué debo hacer? ¿Dar por terminada mi misión, con fracaso evidente, o persistir, revolver más escombros humanos y meter el gancho hasta lo más hondo del montón? ¡Ay, qué daría yo por que usted pudiese contestarme ahora mismo... pero ahora mismo!

Jueves.

He almorzado en una taberna de la calle del Humilladero, por no abandonar una pista que segura me parecía, y que al fin resultó más falsa que Judas. Donde creí encontrar a Santiago, topé con un sacristán loco que compone imágenes de santos, poniéndoles cabezas de chisperos y atributos de tauromaquia. De allí (calle de Luciente, 3) me vine a casa, donde recibo la grata sorpresa de que ha estado a visitarme D. Juan Álvarez Mendizábal. Me puse a escribir a mi mujer y a mi madre, y entró... adivínelo usted: Miguel de los Santos. Nos abrazamos con efusión y nos pusimos a recordar cosas de nuestro tiempo. No ha variado nada Miguelito, que es el mismo holgazán perdurable y el gran autor eternamente inédito. Me hizo reír burlándose de la poesía, que considera como el diploma de la miseria y la ejecutoria del hambre; hablome luego de un proyecto magno que ha concebido para ganar dinero, el cual no es otro que construir una fastuosa casa de baños en el Manzanares, a estilo del extranjero, y por complemento un recreo de naumaquia o cosa tal, encauzando el río para jugar con él y decorarlo, en una considerable extensión, con cascadas artificiales y con surtidores... ríase usted... con surtidores de vino. Me ha entretenido toda la tarde con estos donaires, y riéndome como un tonto he olvidado mis penas. Dios se lo pague. Le convido a comer. Si él se dejara, le ajustaría yo para que me acompañase algunas horas del día; pero a esto contesta que no puede comprometerse a consagrarme su tiempo, porque tiene que trabajar... ¿Qué hace? Dice que intenta corregir el Quijote y enmendar La Divina Comedia, para que sean obras dignas del respeto de los siglos. A su juicio, la Biblia necesita de algunos toques para ser un libro aceptable, y él se compromete a dejarla como nueva, si le dan en Gobernación una plaza igual a la de Pepe Díaz, con libertad para dedicar las horas de oficina a la composición y lima de versos.

Viernes.

Comimos juntos Miguel y yo, y nos fuimos al Príncipe. Al teatro le han dado una mano de pintura y le han refrescado el oro. A pesar del afeite, lo encuentro más triste que en nuestros tiempos. La concurrencia me ha parecido la misma: las damas que lucían en plateas y entresuelos, no se han movido de sus palcos, tal fue mi ilusión, desde la última vez que las vi. La de Oliván, empero, ha cambiado de lugar: su constelación deriva un poco hacia el proscenio, metiéndose más en Capricornio y confundiéndose con Arcturus. La Osa Mayor (ya sabe usted quién es) no ha cambiado de sitio en el firmamento teatral, ni Berenice, la de la espléndida cabellera. Junto a ésta brilla Mercurio, que ha tiempo, según dicen, rompió con la mayor de las Cabrillas. Vi La escuela de las casadas, de Bretón, que me recuerda L'école des femmes. Es linda comedia, y la representan a maravilla Romea y Matilde. En el segundo entreacto subimos al cuarto de Julián, donde fui recibido con vítores y palmadas, y la indispensable denominación de ayacucho. Porque allí, como en todas partes, no se habla más que de política, y el aposento del actor parece club, logia o rincón de café patriótico. La procerosa figura de Don Juan Nicasio se destacaba entre el ilustre senado, y no faltaban Vega y Rubí, con quienes reanudé mis amistades, entablándolas nuevas con un poeta que yo conocía de vista, Ramón Campoamor, ahora muy mimado del éxito, autor de un tomo de lindísimas fábulas, que compré en casa de Boix y estoy leyendo. Si a muchos vi con gusto, mas sin interés grande, tuve el sentimiento de no tropezarme con Bretón, a quien expresamente buscaba yo anoche, porque has de saber que este ilustre riojano es quien me ayuda en la cacería de Ibero, con una solicitud que le agradeceré toda mi vida.

Domingo.

Mi desesperación, señora madre, a su colmo llega ya. Ocho días aquí, sin adelantar un solo paso en esta formidable aventura, que ya me está pareciendo del género tonto y deslucido de las leyendas caballerescas que en mi tiempo se escribían. No puedo más. Me fijo un plazo improrrogable de tres días para dar por suficientemente apurado mi empeño, y al cabo de ellos, triunfante o derrotado, tomo el camino del Norte, pues el imán de mis deseos me tiene loco de tanto mirar allá... Tan aburrido estoy, que suelo buscar distracción en la lectura de los periodicuchos que difaman al Gobierno, al Regente y a todo lo que significa jerarquía y autoridad, y más me seducen y divierten cuanto más groseros y estúpidos disparates escriben. La Guindilla trae un muñeco que imita la persona de Rodil, con su cara de histrión, su rasgada boca y sus bucles sobre las sienes. Le representa bailando el zapateado, y pone en sus labios unas ridículas décimas con glosa. Adulando los bajos gustos de mucha gente, el papel llama Bobil al presidente del Consejo, y a todas las figuras culminantes de la Nación las señala con soeces motes. Almodóvar es Poenco; Mendizábal, Mamacallos; Calatrava, La Tía Ramona, y Argüelles, Pinchaúvas. Por cierto que ahora vienen alborotados los periódicos con lo que llaman escándalos palatinos. Andan a la greña la camarera mayor, marquesa de Bélgida, y el aya, Condesa de Mina. Pinchaúvas, impávido, se entretiene en quitar y poner maestros a Su Majestad. A la separación del señor Ventosa, sigue el nombramiento del coronel D. Francisco Luján para profesor de Historia y Ciencias Exactas de las regias niñas. Unos alaban y otros denigran al Sr. Luján, como hechura de D. Antonio González, y redactor de un papelejo (creo que El Espectador), que defendía las crueldades de Zurbano y le daba el dictado de Washington español. ¡Vaya unos delirios! Vivimos entre locos desmandados. En el novísimo lenguaje de la prensa callejera aparecen cada día nuevos términos y frases que al instante entran en el uso común del pueblo y se apegan a todas las bocas. A los moderados les llaman ahora traseristas, con lo que se significa que progresan hacia atrás.

Martes.

La prensa populachera de hoy habla de un gran cisco en Palacio, entre Pinchaúvas y las azafatas. Éstas se rebelaron en cuadrilla contra el tutor y quisieron arañarle. Parece que dos antiguas azafatas, en connivencia con uno de los nuevos preceptores, entregaron a la Reina un medallón con el retrato en miniatura del hijo mayor del Infante D. Francisco. Se había prohibido por la tutoría soliviantar a Su Majestad con cartas, recaditos o miniaturas de los príncipes que aspiran a su mano, y la desobediencia flagrante a tan sabias instrucciones ha sido motivo del zipizape y del furor del austero D. Agustín. Se asegura y no me cuesta trabajo creerlo, que el retrato causante de la gresca procede de la Infanta Carlota, que ya empieza a barrer para su casa. Anúnciase la llegada del primogénito de la Infanta, D. Francisco de Asís, y se inicia ya en Madrid la formación de un núcleo de opiniones afectas a la candidatura de este jovencito para marido de nuestra Soberana. Con tiempo lo toman. La feliz inventiva española para bautizar ridículamente las ideas ha dado en llamar paquistas a los que se entusiasman con este casamiento.

Tendrá usted conocimiento de la desastrosa muerte del duque de Orleans. ¡Qué horrible desgracia! ¡Morir de fatal muerte, súbita como el rayo y ciega, en la flor de la edad, en la más alta posición, rodeado de todos los bienes, adorado de los suyos!... ¡Qué triste!... Me entra el frío de los presentimientos lúgubres.

Martes.

Madre querida, no quiero hablar a usted de mi tristeza, por temor de comunicársela. Si mañana no puedo darle mejores noticias, irá la de mi salida para Miranda. Anoche estuve en el Circo, que han convertido en teatro, sin conseguir que esté menos feo que antes; pero al espectáculo de los caballitos es preferible la ópera italiana con buena orquesta y cantores de mérito. Oí La Vestale, de Mercadante, que me habría gustado si tuviera mi espíritu mejor dispuesto para las emociones del arte. No hay música, por sublime que sea, que ahogue la interna voz de nuestra alma, cuando da por cantarnos el réquiem. Oí la ópera como se oye un organillo de las calles, y admirando el buen estilo de la Teresa Bovay y de Olivieri, les habría dado dos cuartos porque callaran.

Hoy haremos Bretón y yo la última tentativa para que pueda llevarme la conciencia bien sosegada. Si Dios no dispone otra cosa, sólo un día separará esta carta de lo que anuncié a usted la partida de su amantísimo hijo. -Fernando.