Del mismo a la misma


La Bastida, Junio.

Instome el cura para que a cenar le acompañase, y accedí gustoso por platicar con él, y prevenirme de cuantos datos y advertencias pudiera darme el buen señor referentes a su sobrino, cuya captura mi caballerosidad emprendía. ¡Triste de mí! Mientras cenábamos, los elogios que el clérigo hacía de mi resolución, del sacrificio momentáneo de mi felicidad, no disiparon las nieblas que envolvían mi alma. Apagado el entusiasmo que la presencia de mi mujer despertaba en mí, se me oscurecía la confianza, y un desconsuelo intensísimo se me posaba en el corazón. ¡Qué pena, qué amargura! Con Demetria sí que emprendería yo las más audaces aventuras y daría terribles batallas para destruir el mal humano: lejos de ella era cobarde, perezoso y egoísta.

Pero ya no había más remedio que sostener la palabra y el papel, y afianzarme bien en mi pobre cabeza el yelmo de Mambrino para que no se me cayese. Diome D. Matías referencias de Ibero, que retuve en mi memoria, como utilísimo conocimiento de las posiciones del enemigo. Las últimas noticias eran que Santiago estaba en Madrid, haciendo vida solitaria, apartado de amigos y sin compañía de mujeres, dato este último en extremo satisfactorio, porque ya no tenía yo que batirme con los dragones más espantables. También había escrito a Don Matías un su amigo, coadjutor en San Millán, que el ángel negro hacía vida devota tirando a penitente; que las horas muertas se pasaba en la Latina, en Nuestra Señora de Gracia o en San Andrés, engolfado en rezos y ejercicios espirituales de grandísima edificación. Numerosas eran las personas que le habían observado en esta laudable faena, y no pocas las que podían dar fe de su flamante religiosidad por haberle oído explanar, en círculos de sacristía, enrevesados puntos teológicos. Francamente, esta inopinada conversión de mi amigo no me hacía maldita gracia, ni era lo más lisonjero para la empresa a que con tanta bravura me lanzaba yo. Si por artes del demonio, digamos más propiamente por inspiración del Cielo, el hombre se arrojaba en brazos de Dios, ¿qué podía yo contra encantador tan formidable? ¡Pues digo, si cuando lograse ponerle la mano encima, me encontraba con que había cantado misa, valiente negocio hacíamos! ¡Pobre Gracia, triste de mí, si lanzándome a la caballería por cazar un marido, cazaba un sacerdote!...

Del dinero que llevaba di algunas onzas a D. Matías para repartir entre los pobres de aquel lugar, y atender a necesidades de la parroquia, y luego porción bastante para un encarguillo con el cual asegurar quería la comunicación con mi amada esposa. El buen párroco me agradeció mucho, así la limosna como la confianza, y prometió servirme de cabezas, ¡caramelos!, lo mismo que si yo fuera su padre. Fue mi principal cuidado advertir al cura que en cuanto ocurriese alguna novedad grave, digna de mi conocimiento, despachase un propio a Madrid, a mi costa, sin reparar en precio de la caballería ni en gastos de viaje. Dile nota bien clara de la dirección que habían de llevar las cartas de mi futura, y yo dirigiría mi correspondencia, mientras Demetria no dispusiese otra cosa, al reverendo D. Matías Baranda, cura párroco de Samaniego. De acuerdo el clérigo y yo en estos pormenores importantísimos, me despedí, ya sobre las diez de la noche, y hasta largo trecho más acá de su pueblo fue D. Matías acompañándonos, sin cesar de repetir las alabanzas de mi virtud, de mi sacrificio, más divino que humano, del cual sólo se encontraban ejemplos en las vidas de los santos, que por triunfar así de sus ambiciones y apetitos habían merecido la bienaventuranza. Bueno, bueno: pues esto y mucho más que el bendito señor me dijo no me consolaba de mi tedio, ni me quitaba del magín la insidiosa idea de haber hecho una descomunal tontería... pues ¿qué se me había perdido a mí con Gracia, ni qué culpa tenía yo de sus penas y de que el otro la dejara, etc...? Sólo pensando en Demetria y recordando su dulce acento, su aplomo soberano, expresión justa de la grandeza de su alma, podía yo arrojar de mi mente aquella idea que me atormentaba como un bufón maligno.

Llegamos a La Bastida cerca de las doce, y levantados, contra su costumbre campesina, nos esperaban Valvanera y Juan Antonio, ansiosos de conocer las resultas de mi viaje. En realidad, como no me esperaban a mí, sino a Sabas, con la noticia de que ya no era yo soltero y de que iba con mi esposa sobre La Guardia, cuando me vieron llegar pusiéronme cara recelosa, y viendo que la mía no era muy alegre, imaginaron cualquier desastre. No quisieron esperar al día siguiente para que yo, punto por punto, les contase el tratado de Samaniego, y hasta las dos o poco menos estuvimos de palique. ¡Ay, madre! Todo ello se les antojaba rarísimo, un tanto alambicado y estrambótico, y sin la debida conexión con la realidad humana. La idea de la niña de Castro les pareció un rasgo de santidad, y por tan sublime la tenían, que no les entraba en el caletre. Ya comprenderá usted mi aflicción y el mal sabor de boca que me dejó la ineptitud de nuestros amigos para comprender idea tan grande y hermosa. No he dormido en toda la noche... No sé qué daría, querida madre, por que estuviese usted a mi lado y pudiese yo saber su opinión. Tan penoso ha sido mi desvelo, tan vivo mi afán de comunicarme con usted, que abandoné las sábanas ardientes, y la última luz de una lámpara que luchaba con la primera del día, empecé esta carta, que no puedo seguir ya, porque los ojos se me pronuncian, y ya no respondo de que los garabatos que hago en el papel expresen lo que les ordeno... Déjeme usted que descabece un sueño en la silla, en la mesa... Buenas noches, digo, días...

Hoy (no sé qué día es). -Pues hoy he notado una ligera modificación en el criterio de mis amigos. Entraron a verme Valvanera y Juan Antonio a una hora que no sé, porque se me ha parado el reloj. (Por esta falta de respeto a mi persona, le castigo severamente privándole del sustento de la cuerda en todo el día.) Sin duda por consolarme, hame dicho Valvanera que puesta ella en el caso y circunstancias de Demetria, habría determinado lo mismo que mi augusta señora determinó. Juan Antonio, radicalmente desafecto a la caballería, declara que a ser él yo, habría, sí, aceptado el séptimo trabajito hercúleo, pero echando por delante el casamiento, como alivio de penas y necesario refrigerio del alma. Lo dicho, señora y madre, esta gente es bonísima; pero lo sublime no le cabe en la cabeza... Voy entendiendo que la sublimidad es una exótica planta que sólo crece en esas estufas que llamamos tratados de retórica, y que es locura pretender criarla en la intemperie de nuestra vida. En ello me confirmo después de consultar el caso con el agudo D. Beltrán, sapientísimo definidor de teología mundana, el cual con gracejo me dio patente de doctrino, sosteniendo que la primera y más meritoria santidad de un caballero es cumplir con las damas. Así lo manda la ley de galantería, summa ratio, ante la cual todas las leyes y la caridad misma deben humillarse. En cuestiones de esta índole, intervenidas por el amor con o sin matrimonio, la caridad empieza por uno mismo, dígase mejor por los dos que se aman. Tanto Demetria como yo no éramos más que unos lindos muñecos rellenos de serrín.

Bueno, bueno, bueno. Quiero marcharme, volar hacia Madrid. Mi tristeza es mortal. Sale de estampía para Miranda un criado de esta casa encargado de procurarme el mejor coche que allí se encuentre y los caballos más veloces. Pago los relevos al precio que quieran. Tráiganme el Pegaso, el Clavileño o cualquier hipogrifo nacido en las yeguadas de la sublimidad.

Esta tarde.

No tengo paciencia para esperar más horas, y me decido a partir con Sabas, al anochecer. Escribo a mi rigurosa Dulcinea una carta dulce y triste, pidiéndole que me ampare y sostenga, que lance por mi camino ráfagas de su espíritu vivificante, y con el mismo fervor a usted me encomiendo, señora madre y sibila de este aburrido caballero.

De nuestros amigos pongo aquí mil finezas, y todo el cariño filial de -Fernando.