Lo prohibido : XXIV
Las liquidaciones de Mayo y Junio

de Benito Pérez Galdós
No sé qué más atrocidades dije. Yo no tenía ideas claras y justas sobre nada; era un epiléptico. Me caí en una silla, y estuve un rato pataleando y haciendo visajes. Contome después Ramón que Constantino se retiró muy enfurruñado, cuando ya no tenía yo conciencia de que él estuviera presente.
Estuve tres días en cama y ocho sin salir de casa; de tal modo me conmovieron y agobiaron los sucesos de aquella tremenda fecha, una de las peores de mi vida. ¡Cuán lejos estaba de que habían de venir otras peores! Ninguna de mis tres primas fue a verme. Mi tío y Raimundo no faltaron, este tan dislocado como siempre, aquel sufriendo en silencio una agitación moral que respiraba por su boca con suspiros volcánicos. Y no sabía el buen señor nada de lo ocurrido entre sus hijas y yo aquellos días, pues felizmente no hubo ningún indiscreto que le llevase el cuento. La causa de su dolor era otra y se sabrá más adelante. Díjome Ramón que al segundo día había enviado a preguntar por mí el señor de Medina, y que Evaristo no dejaba de ir por mañana y tarde a informarse de mi salud. ¿Pero a que no sabéis cuál era la compañía más grata para mí? Mis amigos me fastidiaban y mis parientes no me divertían. Vais a saber dónde estaba mi consuelo en aquellas tristes horas.
Haría dos semanas que, hallándose Camila en casa en ocasión que estaba también allí mi zapatero, le dije: «te voy a regalar unas botas. Maestro, tómele usted la medida». Dicho y hecho. Al día siguiente de la marimorena, trájome el maestro, con el calzado para mí, las botas de Camila, que eran finísimas, de charol, con caña de cuero amarillo. Ramón las puso casualmente sobre una mesa frontera a mi cama, y los ojos no se me apartaban de ellas. ¡Oh dulces prendas!... Una falta les encontraba, y era que no teniendo huellas de uso, carecían de la impresión de la persona. Pero hablaban bastante aquellos mudos objetos, y me decían mil cositas elocuentes y cariñosas. Yo no les quitaba los ojos, y de noche, durante aquellos fatigosos insomnios, ¡qué gusto me daba mirarlas, una junto a otra, haciendo graciosa pareja, con sus puntas vueltas hacia mí, como si fueran a dar pasos hacia donde yo estaba! Ramón las cogió una mañana para ponerlas en otro sitio, y yo salté a decirle con viveza: «Deja eso ahí...». El inocente me quitaba el único solaz de mi agobiado espíritu. Porque Ramón no se riera de mí, no le mandé que me las pusiera sobre mis propias almohadas o sobre la cama... Seguramente me habría tomado por loco o tonto.
Cuando me puse bien, ofreciose a mi espíritu la injusticia y brutalidad de mi conducta con mis dos primas mayores el día de la jarana. Cierto que debí apresurarme a desvanecer el error en que estaban con respecto a la pobre borriquita, cuya culpa no tenía realidad más que en la grosera intención de las otras. ¿Y cómo convencerlas de la inocencia de Camila? ¿Cómo hacerles comprender que tanto la una como la otra debían besar la tierra que la borriquita pisaba y confesarse a ella? Eloísa y María Juana tenían cierto interés moral en no creerme, porque la idea de que su hermana les aventajara en conducta debía de herirlas muy en lo vivo. «No me creerán, no me creerán -era el pensamiento que me atormentaba-. Juzgándola por sí mismas, no se convencerán, porque convenciéndose se acusan. Acusadoras se disculpan, y desean tener que perdonar para que se las perdone.
Pero aun contando con lo infructuoso de mis esfuerzos, algo había que hacer. Por de pronto, determiné no subir a la casa de Camila. Si Constantino persistía en que nos pegáramos, por mí no había de quedar. Ya sabía él dónde yo estaba. Después hice propósito de ver a Eloísa y María Juana. A esta la tenía yo, si no por autora, por la principal propagandista de la injuriosa especie, a la cual, por desgracia, daban apariencias de verdad mi locura, mi intención y mis repetidas visitas al hogar de los Miquis. Desistí de ver a Eloísa por lo que me contó Severiano el primer día que salí a la calle. La infeliz cumplía la sentencia de su triste destino, y últimamente había dado un nuevo paso en la senda que aquél le trazaba. Lo diré clarito, sin rodeos. Acababa de enredarse con un aristócrata viudo, el marqués de Flandes, que después de residir mucho tiempo en el extranjero, vino a España a que le pusieran el cachete a su ruina. No durarían mucho estas relaciones, porque Paco Flandes daba ya poco de sí, metálicamente hablando, y el mejor día me le ponía la prójima en el arroyo. Entre tanto, la casa de la calle del Olmo recobraba algo de su esplendor pasado; muebles parisienses ocupaban los lugares vaciados por el último embargo, y algunas obras de arte iban entrando con timidez. Entre estas las había bonitísimas: un Carnaval en Roma de Enrique Mélida, un hermoso país de Beruete, y dos terracotas de los hermanos Valmitjana. Tras esto vendrían más cosas, más; así lo decía ella, poniendo carita de tristeza y dando a entender que los tiempos son malos y que cada vez parecen que hay menos dinero. Como síntoma muy significativo, añadió Severiano que Sánchez Botín le hacía la rueda con la pegajosa tenacidad que siempre ponía en todas sus empresas; pero que mi prima declaraba a todo el que la quisiera oír, que jamás descendería hasta un ser que consideraba muy por bajo de todos los envilecimientos y de todas las prostituciones posibles. No hablamos más de esto, y determiné no ir a la calle del Olmo ni ocuparme para nada de semejante mujer.
Mi primera visita fue para los Medinas, a quienes encontré juntos. Ambos me recibieron con amabilidad, interesándose por mi salud. Nada de lo que pudiera observar en María Juana me llamaba la atención, por ser mujer de mucha gramática parda; pero sí me sorprendió la repentina afabilidad del insigne ordinario. Sus prevenciones contra mí se habían disipado sin duda. ¿Por qué? ¿Qué para-rayos había alejado de mi pecadora frente la electricidad de su odio? Heme aquí en presencia de otro enigma que me trajo no pocos quebraderos de cabeza. Diome aquel día cigarros de primera, los mejores que tenía; y cuando nos íbamos juntos a la Bolsa, en su coche, expresome con sinceras palabras que se alegraría de que mi liquidación de fin de mes fuese buena. «Si el alza sigue acentuándose -me dijo-, y yo creo que seguirá, porque cada día vienen del extranjero más órdenes de comprar, creo que saldremos muy bien usted y yo». Y variando de tono y asunto: «Es preciso que usted no se distraiga tanto con las faldas, sopena de que se le vaya el santo al cielo y no dé pie con bola en los negocios. Observe usted que todos los que al entrar por las puertas de la contratación no supieron desprenderse de los líos de mujeres, han salido con las manos en la cabeza. Hombre enamoriscado, cerebro inútil para trabajar». Todo esto me parecía inspirado en la más sana filosofía; no así lo que me manifestó poco después, y que a la letra copio: «Ya sé lo de esa pobre Camila. Es usted incorregible, y al fin las pagará todas juntas. Agradezca usted que hasta ahora no ha dado más que con bobos; pero algún día, donde menos se piensa salta un hombre, un marido digno, y entonces podrá usted encontrar la horma de su zapato... En Camila no extraño nada; es como su hermana Eloísa, otra que tal; allí no hay seso... ¡Oh! me cupo en suerte lo único bueno de la familia, el oro puro: lo demás todo es escoria... Sí, sí, ya sé lo que usted me va a decir; que es calumnia, sí; estas cosas son siempre calumnia; por ahí se sale...
-Pues sí que lo es -exclamé, sin poder contener la indignación que me salió a la cara-. Pues sí que lo es, y extraño mucho que una persona tan recta como usted se haga eco de ella.
Algo más iba a decir; pero me asaltó la idea de que su error podía ser la clave de su inopinada benevolencia, y no extremé los esfuerzos para sacarle de él. De esta manera se enlazan en nuestra conciencia las intenciones, formándose un tan apretado tejido entre las buenas y las malas, que no hay después quien las separe. «Es usted una mala persona -me dijo al fin sonriendo-; pero para que vea que me tomo interés por usted, voy a darle un consejo: venda lo más pronto que pueda las Obligaciones de Osuna.
Por la noche fui a comer a su casa. En María Juana noté un marcado propósito de no entablar conversación conmigo sino delante de otras personas; pero en las pocas frases sueltas que cambiábamos, cuando no se nos interponía el guardacantón de carne de No Cabe Más, advertí cierta ternura y como un deseo de explicarse conmigo. Sin duda me había perdonado mis brutalidades del día famoso. «Para que comprendas lo irritado que estaba -le dije-, y puedas explicarte la grosería con que te traté, me bastará declarar que daría hoy no sé cuántos años de vida por poder probar la inocencia de Camila, esa inocencia en que nadie cree, y que sin embargo es tan cierta, tan clara como la luz». La observé muy pensativa al oír esto, y con irónica frase diome a entender que esperaba las pruebas. «¿Pero qué pruebas he de darte más que mi palabra y el juramento que hago, si es que esto de los juramentos tiene algún valor en tiempos en que el perjurio es ley? Créelo si quieres, y si no no lo creas». No pude decir más, porque Partiendo del Principio se nos vino encima.
Había que ver la cara que me puso la sabia dos días después, cuando la acusé de haber iniciado el descrédito de su hermana. «¡Yo! -exclamó, poniéndose pálida-. ¿Me crees capaz...? Si han sido tus amigos, Severiano y Villalonga, los que primero lo han dicho, y luego lo ha remachado no sé quién... creo que las de Muñoz y Nones, las cuñaditas de Augusto Miquis... A mí me lo contó Eloísa... Ella dirá que se lo dije yo; pero no hagas caso... Te seré franca; yo tenía mis sospechas, y como siempre Camila me ha parecido muy ligera...».
¡Oh! ¡qué argumentos tan sutiles empleé para disipar aquel error! Pero no pude convencerla por no expresarme con absoluta sinceridad, corazón en mano. Yo no decía más que la mitad de la verdad, y la mitad de la verdad suele ser tan falsa como la mentira misma; yo hacía hincapié en la honradez de mi borriquita, verdad como un templo; pero me guardaba bien de declarar el dato importante de mi pasión por ella y de la insistencia con que la perseguía. Arrancada de los autos de la causa esta hoja que tanta luz arrojaba sobre ella, todo quedaba en gran confusión.
Era mi prima muy sagaz, y con judicial tino y penetrante mirada me hizo esta pregunta: «¿De modo que tú juras que nunca has tenido pretensiones malas con respecto a Camila?
Contestele que sí lo juraba, aunque sin afianzar mucho la afirmación. Mentira tan gorda hizo en la ordinaria un efecto contraproducente, y tratándome con tanta lástima como desdén, me dijo: «Mira, niño, si crees que tratas con tontos, si crees que todos son Constantinos y Carrillos, te llevas chasco. Anda con Dios.
Y otro día que nos vimos, no hay que decir dónde ni cómo, hablamos de lo mismo, y se repitió la pregunta, y la verdad me escarbaba dentro con esa horrible náusea de la conciencia, que es tan difícil de contener. Y se me alumbraron los sesos, y ebrio de sinceridad, ardiendo en apetitos de ella, me desbordé, y lo canté todo de pe a pa... En mi vida he hecho confesión más completa, leal y meritoria. Todavía me estoy aplaudiendo las palabras que dije, así como creo ver aún las diversas caras que me iba poniendo la sabia conforme oía, ahora patética, ahora contrariada, ya envidiosa, ya palpitante de sobresalto, angustia o no sé qué. Y cuando le dije: «sí, esa mujer me tiene loco, me tiene enfermo, y como no la puedo adorar, estoy adorando sus botas hace muchos días, como si fueran su retrato», vi que la sabia luchaba entre reírse de mí y darme de bofetadas. Se puso muy severa, mirome de través, y vuelta a hacer preguntas; ¡pero qué preguntas!
«¿Y quieres hacerme creer que habiendo puesto a sus pies tu fortuna, habiéndole ofrecido hotel, coche, rentas, lujo, te ha resistido?».
Díjele que sí, que esta era la verdad pura, y soltó una carcajada que me heló la sangre. Todavía estoy oyendo aquel ja ja ja que continuó con ella hasta la habitación inmediata, pues iba ya en retirada. Volvió para decirme desde la puerta: «Si has creído que a mí me podías engañar con fábulas como las que se cuentan a los rorros para que se duerman, te equivocas... Eres como los titiriteros que se sacan cintas de la boca o se tragan una espada. ¡Engañan a los paletos y a las criadas de servicio, pero a mí...! Ahora te falta el golpe más bonito. Desesperado te metes a cartujo como Rancé y te pones a cavar tu fosa, o a jesuita para largarte a las misiones de Oriente. Porque tales pasiones contrariadas suelen acabar en esas misas. ¡Ah! ¡qué enfermo estás!... cerebro desquiciado... ¿Quién puede dar crédito a lo que dices? ¿No te acuerdas ya de las mentiras que me has dicho a mí? ¿Cómo compagino lo que te he oído otras veces con lo que acabo de oírte? Francamente, no hay palabras con que expresarte lo despreciable que eres». Respondí que en efecto no me tenía por modelo de hombres, y me senté, agobiado de pensamientos sombríos y pesimistas, apoyando en mis manos la cabeza, que no podía con el peso de ellos. Pasó un rato. Ni ella se iba, ni decía nada. Tampoco a mí se me ocurría qué decir; tan abrumado estaba. Habíame metido yo mismo con mis errores en un lío infernal de contradicciones de conciencia, y por ninguna parte hallaba la salida. Mis pasiones verdaderas, las mentiras con que cohonestaba las falsas, habíanme formado una espesa red de la cual no podía salir. Era, como ella dijo, despreciable y monstruoso.
Pasó no sé cuánto tiempo, hasta que sentí en mi frente humillada dos dedos de María Juana. Empujando hacia arriba me levantó la cabeza, y yo no hacía nada por impedirlo, porque la tenía como muerta para todo lo que no fuera pensar. Cuando mis ojos estuvieron frente a los suyos, la sabia, con menos aplomo que de costumbre y un tanto balbuciente (nunca la había visto yo así), me dirigió estas palabras en las cuales advertí más ternura que rigor:
«Eres un pobrecito inválido del alma, y da pena abandonarte. Lo merecías por falso, por depravado, por tu desprecio de toda ley de Dios y de los hombres... Pero no se te abandonará. Si tu maldad es infinita, infinita es también la misericordia... humana; quiero decir, que alguien que se ha propuesto salvarte lo ha de conseguir aunque te pese a ti mismo.
Estas pedanterías me hicieron mejor efecto que otras veces, y oyéndolas como expresiones de afectuoso consuelo, las agradecí mucho. Así se lo manifesté. Mi prima tenía los labios secos, la vista un poco adormecida.
«No llevarás tu maldad -prosiguió, pasándome la mano por la cabeza-, hasta el extremo de ahuyentar al ángel bueno que te persigue para salvarte... Comprenderás que te conviene entregarte a él en cuerpo y alma, someterte a su voluntad y a sus consejos, que serán, te lo aseguro, consejos de prudencia. Confíale todo lo que sientas y pienses, pues sólo así puede tu ángel bueno responder de tu salvación».
Todo aquello de las salvaciones, que María Juana traía siempre a cuento, se me figuraba a mí cosa de comedia o novela, mejor aún, de ópera, pues todos los libretos están fundados en el quid de salvar el tenor a la tiple o viceversa, y hay mucho de salvarmi non potrai... o corro a salvarti. Pero en aquel caso no vi ni sombra de ridiculez en las salvaciones de mi prima, sino, por el contrario, un cierto espíritu de fraternidad, de cariño y hasta de unción religiosa.
La despedí muy cordial y agradecido; y ella, al partir, quejábase de amagos de aquella maldita neurosis que consistía en suponerse con un pedazo de paño entre los dientes... ¡Y un fatal instinto la obligaba a masticarlo! ¡Pobrecita!
Y aún ocurrió algo más que merece contarse. Otro día, en mi casa, observé en María Juana una jovialidad que no se armonizaba con aquel tupé suyo ni con la postura académica y teológica que había adoptado como se adopta un color o un perfume. Noté en ella flexibilidad de espíritu, cierto prurito de hacer extravagancias. Dime a pensar en este fenómeno, y me ocurrió que la vida es un constante trabajo de asimilación en todos los órdenes; que en el moral vivimos porque nos apropiamos constantemente ideas, sentimientos, modos de ser que se producen a nuestro lado, y que al paso que de las disgregaciones nuestras se nutren otros, nosotros nos nutrimos de los infinitos productos del vivir ajeno. La facultad de asimilación varía según la edad y las circunstancias; en las épocas críticas y en las crisis de pasiones adquiere gran desarrollo. Raimundo hablaba también de esto, y lo expresaba de una manera gráfica diciendo: «El alma es porosa, y lo que llamamos entusiasmo no es más que la absorción de las ideas que nadan en la atmósfera». Pues bien, a mí se me figuraba ver a María Juana en una crisis de ánimo y propendiendo a asimilarse, en la medida de lo posible, las formas del carácter singularísimo de su hermana Camila. ¿En qué me fundaba yo para suponer esto? En que la vi como buscando ocasiones de hacer alguna travesura y queriendo ser jovial con inocencia y maliciosa con aturdimiento. Pero era forzoso confesar que los resultados no correspondían al esfuerzo de la tentativa, y que el plagio no alcanzaba ni con mucho las alturas del insigne original. Sin embargo, vais a ver un hecho y a juzgarlo por vosotros mismos.
Habíamos charlado de varias cosas. Entre otras, me dijo: «La gente de arriba está más calmada. Pero aunque el pobre chico parece no dudar de su mujer, tiene la centella en el cuerpo, y se ha vuelto suspicaz, escamón. En una palabra, hijo, que han perdido la inocencia, la confianza absoluta el uno en el otro, y se observan, se discuten y se temen». Tuve que salir a la sala a recibir a Samaniego con quien hablé como un cuarto de hora. Cuando volví a mi gabinete, poniéndome a firmar varias cartas-compromisos, sentí a María Juana trasteando en mi alcoba, haciendo algo que no pude comprender de pronto. Ello debía de ser alguna humorada, porque la sentí reír. Atento a mis asuntos, no hice caso. De pronto la vi salir, y se despidió de mí conteniendo la risa que jugaba en sus labios. ¿Qué había hecho? También me sonreí y nos dijimos adiós.
¿Qué creéis que hizo? En cuanto fui a mi alcoba me enteré de la travesura. ¡Se había puesto las botas de Camila, mis dulces prendas, y había dejado las suyas en el mismo sitio que ocupaban aquéllas y del propio modo que estaban colocadas! Confieso que me reí, pues el golpe tenía gracia.
Desde el día de la trapisonda no había yo vuelto a ver a Camila ni a su marido. Pero supe por casualidad que pensaban mudarse de casa. Acostumbraba yo, al salir de la mía a pie, pararme ante la obra de la finca de Torres en la Ronda de Recoletos, porque allí solía estar mi amigo vigilando los trabajos. Unas veces me le veía en la puerta; otras me saludaba desde un balcón. Ya el edificio, casi concluido, estaba en poder de estuquistas y papelistas. Un día me invitó a subir, enseñome su principal, que era magnífico, y me dijo que lo pensaba decorar regiamente. Nunca vi a Torres tan entusiasmado, tan fatuo, ni con tan retumbantes proyectos de grandeza, lujo y representación. Su casa iba a ser la primera de Madrid; las cocheras eran cosa no vista; en muebles y alfombras no gastaría menos de veinte mil duros; pondría espejos en las mesetas de su escalera particular; grifos de agua en todas las alcobas; gas, por entendido, en todos los pasillos; el comedor se abría a una soberbia estufa, sostenida sobre pilares de hierro en el patio grande; la cocina era lo mismo que la del palacio de Portugalete; le mandarían de París unos tapices, que ni los de Palacio; en fin, que aquello era casa, lo demás... basura.
Hablamos también de inquilinos y entonces fue cuando me dijo que los Miquis le habían pedido uno de los terceros. «Se conoce que no quieren más cuentas con usted. ¿Y qué tal? ¿Estos pájaros pagan? Porque si no, les diré con buen modo que aniden en otra parte».
En un rapto de generosidad impremeditada, le contesté:
«Sí pagan, y si no pagan aquí estoy yo para responder por ellos.
-Es verdad, hombre; no me acordaba de que es usted el caballo blanco... Pero se me ocurre otra cosa. ¿El Sr. de Miquis con su armadura de cabeza no me destrozará el techo de la casa?
Y rompió en una risa estúpida.
-No sea usted grosero -le dije sin disimular la cólera, y decidido a pegarle.
Recogió velas al momento, diciendo:
«No se enfade usted, amigo; es una broma; cosas que dice la gente... y que podrán no ser verdad; pero yo tengo una mala maña; y es que siempre las creo.
-Pues cree usted mil desatinos.
-Nada, si usted lo toma a mal, me desdigo.
No hablamos más del asunto. Desde aquel día se apoderó de mí la idea de romper el silencio con mis interesantes vecinos y dirigirme a ellos con ánimo grande y decirles: «Vengo, queridos amigos de mi alma, a pediros perdón del daño que os he hecho». No pude resistir mucho este deseo, y anuncieles mi visita; pero siempre me traía Ramón la mala noticia de que los señores no estaban. Comprendí que no querían recibirme, y por fin, subí resuelto a todo, a entrar atropelladamente o a que me despidiesen.
Una criada desconocida salió a abrirme; no quería dejarme pasar; pero vi a Constantino en la puerta de la sala o comedor, y me colé diciendo: «No sé a qué vienen estas comedias conmigo... Constantino, vengo a lo que quieras, a ser tu amigo o a rompernos la crisma, como gustes. Pero no puedo vivir sin vosotros». Él, desconcertado, no sabía cómo recibirme. No había dado yo cuatro pasos dentro del comedor, cuando vi aparecer a Camila por la puerta del gabinete, diciendo: «¡Ah! ¿está aquí el tísico?... Maldita la falta que hacía...
-Vengo a pediros excusas... -les dije, turbado como no lo estuve en mi vida-. Y otra cosa: Me han dicho que pensáis mudaros. No lo consiento... ea, que no lo consiento. Desde este mes tenéis la casa de balde.
Camila estaba seria; mirábame con ojos de enfado. Por fin se dejó decir con ironía:
«Sí, porque nos hace falta tu casa... Este tipo también nos quiere hacer gorrones. Constantino, dile lo que te dije... No; pegar no. ¡A dónde iría a parar el tísico si tú me le echaras la zarpa!...
-Este señor y yo -repliqué sentándome y buscando el sendero de las bromas para salir de aquella situación-, tenemos concertado un lance. Déjanos a nosotros, que nos entenderemos.
-¡Un lance!... Eso querrías tú para darte más lustre. Mi marido no se bate con momias, ¿verdad, hijo? Quería darte una soba en público... Decía que de este modo... ya entiendes; pero yo se lo he quitado de la cabeza.
-¿Es verdad esto, Constantino?
-Es verdad -replicó él con su sincera honradez.
La firmeza con que lo decía era un insulto; pero yo tenía que tragármelo, porque mi situación era muy delicada. Salir con susceptibilidades cuando iba a solicitar perdón y amistad, no podía ser. Quise que las inspiraciones de mi corazón me guiaran para salir de aquel atolladero, y mirándoles a entrambos, el alma en mis ojos, les dije:
«Queridos amigos, no he venido a reñir, sino a hacer paces con vosotros. Si para esto es preciso que me humille, me humillaré.
-No queremos amistades -aseguró Miquis con brutal energía.
-¿Pues qué queréis?
-Que nos deje usted en paz y se plante de la puerta afuera.
Lo dijo con insolencia, y me puse en guardia. Pero la justicia de su ira se me representaba con tanta claridad, que me entró no sé qué cobardía...
«Eso, eso -clamó mi prima con fiereza-. Que se plante de la puerta afuera.
-¿Pero sin oírme me condenáis?... ¿Tú también, Camila?
-Yo la primera.
-Usted no puede ser nunca mi amigo -declaró el manchego, como se dice una frase aprendida-, ni aunque se me ponga de rodillas delante y me pida perdón...
Al decirlo miraba a su mujer como para recibir de ella la aprobación de la frase. Ella se la había enseñado.
-¡Qué atrocidades dices! -exclamé con afán.
-Ni aunque me pidiese usted perdón de rodillas.
-¿Y si lo hiciera...?
-Creería que me engañaba usted otra vez, como cuando se fingía mi amigo para poner varas a mi mujer.
-Bien, bien -gritó Camila, dando palmas.
Aquello de las varas era improvisado, y por eso tenía ante el criterio de la esposa maestra un mérito mayor.
-¿De modo que no os dais a partido?
-Ni mi mujer ni yo queremos ninguna clase de relaciones con usted. Me parece que hablo castellano.
-¡Y tan castellano!
-Nada, hombre, que te quites de enmedio -decía la ingrata, señalándome la puerta-. Que aquí estás demás.
Cuando la vi que me arrojaba de aquella manera, mi dolor fue horrible, porque, creédmelo, nunca la quise más, nunca la vi tan hermosa y adorable como en aquel lance, defendiendo de mí su hogar y su paz. Sentí mi boca más amarga que la hiel. Una de dos, o fajarme allí mismo con el bruto, que de seguro, en tal caso, me aniquilaría de un zarpazo, u obedecer a aquel látigo de la honradez susceptible y marcharme huido, avergonzado, en la situación más triste, ridícula y poco airosa del mundo. Pero bien ganado me lo tenía. Decir cómo bajé las escaleras, me sería imposible. Al promedio de ellas me sentí acometido de uno de esos impulsos de maldad de que no se libran, en momentos críticos, ni las naturalezas más delicadas y bondadosas; vínome a la boca no sé qué espuma de sangre; me sentí ruin, villano y con ganas de hacer todo el daño posible. Mi amor propio, ultrajado y escupido, sugeríame venganzas soeces, de esas que se consuman a las puertas de las tabernas y de los garitos; y en aquel rato de frenesí me puse al nivel de los cobardes o de las procaces mujeres de las plazuelas. Como el calamar a quien sacan del agua escupe su tinta negra, así yo, encarándome hacia arriba, solté el chorretazo de mi rabia estúpida en estas palabras, que no sé si fueron dichas a media voz o sólo pensadas: «¡Si estáis deshonrados...! ¡Si aunque queráis, no podéis quitaros de encima la piedra que os ha caído, pobres idiotas..!».
Felizmente, de estas abominaciones, producto momentáneo de estados instintivos en que casi se pierde la responsabilidad, arrepentíame yo pronto, conociendo y condenando mi propia infamia. Desde aquel día mi desatino tomó ya proporciones aterradoras. Todas las locuras que yo había hecho antes y que puntualmente quedan referidas, eran razonables en comparación de las que hice después. ¡Qué días aquellos en que Raimundo se me representaba como un modelo de cordura, asiento y respetabilidad! Se me iba la cabeza; se me desvanecía la memoria; olvidábame hasta de las cosas más importantes, y de nombres y cifras que me interesaban grandemente. Unas veces no podía apartar del pensamiento la idea de mi próxima muerte, y la deseaba; otras entrábame un flujo tal de proyectos que me volvía tarumba, dándole vueltas de noche en mi cerebro, mientras mi cuerpo las daba en la cama, sin poder gustar ni un sorbo de sueño. Entre estos proyectos los había financieros y amorosos, todos girando sobre el eje de mi desesperada pasión por Camila. Completamente ebrio, me decía: «la época de las barbaridades ha llegado. La sorprendo, la robo, la amarro, la meto en un coche y me voy a América... Enveneno a Constantino, o le asesino por la espalda o le emparedo... Estos disparates eran los puntos rojizos que estrellaban la negra bóveda de mis insomnios. Por las mañanas el más insignificante suceso me producía fuertes emociones, ora dulces, ora amargas. Ver subir a la criada de los Miquis con la cesta de la compra bien repleta, me hacía cosquillas en el espíritu. Oír desde mi casa el piano del tercero me ponía en estado de echarme a llorar. Por las noches, cuando entraba en casa, observaba si había luz en la de ellos. Si salían, me clavaba en mi balcón hasta que los veía perderse en las sombras de la calle o meterse en el Rippert.
Aunque no los visitaba, ni podía intentarlo después que tan ignominiosamente me echaron de su casa, a mí llegaban noticias suyas por diferentes conductos. El mismo Augusto Miquis, a quien llamé para consultarle como médico, me solía decir cosas que me interesaban profundamente. Ambos consortes estaban furiosos contra mí. Para Constantino era yo un traidor infame, ladrón de ganzúa, no de puñal, que es más noble. Tras horrorosas dudas, el pobrecillo había recobrado la fe ciega en su mujer; pero la acusaba de haber hecho misterio de mis solapados ataques. Camila había callado por prudencia. Conociendo el genio pronto, la brutalidad pueril y las exaltaciones justicieras de su marido, temía el escándalo y los disgustos consiguientes. «Constantino es un inocentón macizo -me dijo Miquis-; no tiene idea del mal; hay que metérselo por los ojos para que lo vea. De niño era ridículo por sus ingenuidades; adolescente, no servía para nada. A golpes se consiguió de él que siguiese una carrera. Se casó cuando su propia candidez le encenagaba en los vicios de la tontería, esos vicios que no dañan el alma y son como la suciedad, que con el agua se limpia. Camila le ha lavado, y hoy es todo oro de ley, mal labrado, pero fino. En su trato hay que evitar los encontronazos, porque tiene unos ángulos que cortan. Es un bloque de honradez y nobleza, con nociones radicalísimas y cardinales del bien y del mal. No entiende de medias tintas, ni de componendas, ni de estira y afloja. Para él, lo que no es superior es ínfimo; moral bárbara si se quiere; pero yo pregunto: ¿no es esta la moral de los tiempos en que los hombres supieron hacer cosas grandes que no se hacen ahora?... Usted era antes para él el mejor de los amigos, ahora es una víbora, un animal venenoso. Mi hermano no transige: su tosquedad le mantiene un tanto alejado de la región de las ideas, y me alegro, porque si se le antojara tenerlas políticas sería o el socialista más fogoso o el carcunda más feroz. Yo procuro traerle a los términos medios; pero es inútil. Es que no sabe, no puede; su inteligencia no percibe sino lo gordo, lo elemental, la pepita nativa de las ideas. Sus sentimientos son lo mismo; siente mucho y fuerte, como los niños y los poetas primitivos.
Por otras conversaciones que con Augusto tuve, comprendí que Camila no había podido quitarle a su asno de la cabeza aquello de darme una pateadura en público. Sí, era preciso que mi traición no quedase sin castigo. Nada de duelo, que es una papa. Bofetada limpia y palos. Yo no merecía ser tratado de otro modo. Y era indudable que Camila estaba disgustada. Aquella contienda sobre si yo debía ser apaleado o no fue la primera desavenencia de su hogar. Severiano también me habló de esto seriamente, recomendándome que tuviese cuidado. Y entonces todo lo varonil resurgía en mí, y hacía yo propósito de enseñar a aquel bruto cómo arreglan los caballeros sus cuentas de honor.
Pero como él era un Hércules y yo me había quedado sin fuerzas para estrangular a un pollo, debía prepararme a resistir su agresión por los medios más adecuados, haciéndome acompañar de un buen revólver. En cuanto le viera venir a mí con ademanes hostiles, le metía seis balas en el cuerpo, y a vivir.
Transcurrían días; yo me le encontraba algunas veces en el portal o en la calle, y pasaba junto a mí sin mirarme. ¿Por qué no me atacaba? Por María Juana supe que no quería ajustarme las cuentas mientras fuera mi inquilino. «¡Qué delicados están los tiempos! -dije-. ¿Y por qué no se muda de una vez?». Era que la casa de Torres estaba aún un poco húmeda, y esperarían a Julio. «Pues si tan largo me lo fías -pensé, metiendo el revólver en un cajón de la mesa-, no quiero llevar más este chisme peligroso». Y no volví a sacarlo.
También entendí (todo se sabe) que la calumnia que pesaba sobre ellos les daba no pocos disgustos. A Camila le hicieron algunos desaires las de Muñoz y Nones. Medina había dicho a su mujer, tratándose de invitarla a una comida, que no quería prójimas en su casa... Por consecuencia de esto, viéronse alguna vez cargados de nubes los cielos de aquella alegría espléndida. La borriquita lloraba a ratos, sola o delante de Constantino, y a este le entraban tales furores de venganza, que Camila se violentaba por restablecer la paz. Eran sin duda menos felices, porque eran menos inocentes; ambos sabían algo más de la malicia humana; sin ser pecadores, habían probado las amarguras de la sospecha, la manzana apetitosa e indigerible, y de buenas a primeras se habían avergonzado de la desnudez de su inocencia. Creyeron que el mundo era esencialmente bueno, y de pronto salíamos con la patochada de que estaba lleno de picardías, de asechanzas, de trampas armadas entre las hojas verdes, de abismos revestidos de flores. Había que andar por él con mucho cuidado, midiendo las acciones, las palabras, y tapándose bien. Los antes descuidados y aturdidos habían de vivir ahora precavidísimos, atentos al más leve rumor, súbditos del inmenso y despótico imperio de la opinión.
Pues bien, todo este mal venía sobre mi propia conciencia. Pensad cuánto me lastimarían peso y dolor tan grandes, añadidos a los de mi pasión loca y al estado de desaliento en que me encontraba. No me preguntéis qué hice, en orden de negocios, en aquella cruel temporada. Fuera del préstamo gordo que hice a Severiano con garantía hipotecaria de su finca las Mezquitillas, ¿en qué me ocupé? Creo que yo mismo lo ignoraba, y a no ser por las consecuencias, seríame muy difícil dar aquí cuenta clara de mis operaciones. Varias veces en la Bolsa pronunciaba los sacramentales doy y tomo, sin saber ni lo que daba ni lo que tomaba. Barragán me dijo que era preciso ponerme curador, y creo que no le faltaba razón. La liquidación de Mayo me había sido favorable, y alentado por el éxito me enfrasqué a mitad de Junio en combinaciones un tanto arriesgadas. Samaniego no pudo publicarlas, porque eran de tal cuantía mis compras, que hubiera tenido que aumentar considerablemente su fianza; mas yo no veía ya los peligros que en otras épocas viera; habíame vuelto temerario y despreocupado como los aventureros y agiotistas más audaces. Que perdía... ¿y qué? De nada me servía ya el dinero si estaba seguro de morirme pronto. Yo no tenía hijos ni herederos directos a quienes dejarlo. Si ganaba, mejor; pero el perder, que tanto me asustaba antaño, érame ya punto menos que indiferente.
Sentíame muy mal, agobiado, decaído, sin fuerzas para nada, la memoria padeciendo horribles eclipses, la inteligencia envuelta en nieblas, la palabra muy torpe. Aquel módulo que me había enseñado Raimundo para ejercitar los músculos de la lengua se me olvidó un día. No sé pintar lo que me atormentaba el no poder recordarlo, y los esfuerzos que hice para traer a mi mente aquellas palabras que se me habían ido, como pájaros escapados de su jaula. Todo inútil; tuve que llamar a Raimundo y rogarle que me lo repitiera.
«¿Qué, hombre?...
-La matraca, hijo, la recetita aquella del triple trapecio.
Y me la dijo, echando chispas, y la escribí para que no se me volviera a olvidar.
Os reiréis; pero bien comprendo que no es para menos. Abría mi correo con indiferencia, y de algunas cartas apenas me enteraba. Gran violencia de atención tuve que hacer para apechugar con una de las Pastoras; pero como en ella me hablaban de intereses, no había más remedio que tomarlo con calma. Decíanme que se les había presentado ocasión de colocar en Sevilla, con sólida garantía y muy buen interés, el dinero que habían depositado en mí para que yo lo incorporara a mis negocios. Alegreme de esto, porque me libraba de una responsabilidad más, y les contesté que dispusieran de ello cuando gustasen. Yo giraría a su orden, a menos que no tuviesen ellas proporción para hacerlo a mi cargo desde Sevilla. Respondieron a vuelta de correo que Tomás de la Calzada se encargaba de darles su dinero, girando a mi cargo. Me pareció muy bien y liquidé con mis ilustres amigas, pasándoles extracto de la cuenta de beneficios para que el banquero de Sevilla los añadiera a la suma por que se había de hacer el giro.
A mi tío le devolví también unas quince mil pesetas que me había entregado con el mismo objeto que las Pastoras. No quería yo hacerme cargo de capitales ajenos. A Morla, de quien tenía diez mil duros, le anuncié también mi propósito de devolvérselos, y él, sintiéndolo mucho, me rogó que se los diese a Trujillo. La soledad horrible de mi vida me iba acorralando cada vez más, poniéndome fosco y encariñándome con la fea muerte. Y, para que se vea qué extensiones y qué horizontes nos ofrece la miseria humana, aún encontré un hombre que parecía más desesperado que yo. Este hombre era mi tío Rafael, que ya no hablaba, ni iba de caza, y sus ojos, más que fuentes, eran una traída de aguas, y había envejecido diez años en tres meses, y estaba como chocho, con manías y mimosidades pueriles. La diátesis de familia se cebaba en él, en aquella evolución postrera. Estaba suspendido todo el día y no se atrevía a salir a la calle, porque el suelo era siempre poco para él. A ratos se le antojaba ser una de esas figuras de yeso que venden los italianos de santi boniti barati, y creía ser llevado por la calle en el borde de una tabla, mirando a dos varas de sus pies el suelo en marcha, y él quieto, siempre en la orilla de la tabla, inclinado para caerse y sin caerse nunca. ¡Qué suplicio! Su mujer le consolaba algunas veces; pero otras le reñía, enfadándose de verle dominado por una tontuna tan contraria a la razón. No hubo desde entonces en el ánimo de mi tío nada secreto para mí, ni pesadumbre que no me confiase. Se vació todo, sintiendo no poco alivio. Entre otros disgustos, el más hondo y atormentador era que aquella loca de Eloísa se había tragado lo poco que él tenía para vivir. Presentósele un día gimoteando, ofreciole buen interés y devolución pronta, y él fue tan simple que... Por fin había logrado arrancarle una parte de la deuda y promesas del resto. «Aquí me tienes -añadió a lágrima viva-, en el fin de mi vida, expuesto a que el día de mañana tenga que pasar por el sonrojo de pedir un asiento en la mesa de cualquiera de mis yernos... Esto después de haber trabajado como un negro durante cuarenta años... ¡Pero es mucho Madrid este!...».
Quería llevar más adelante aún sus pruebas de confianza. Levantose del asiento para atrancar la puerta, y cuando estuvo seguro de que nadie nos oía, me dijo con voz cautelosa:
«Para que lo sepas todo, hijo... La causa de que al fin de la jornada nos encontremos tan desguarnecidos, es que esta pobre Pilar no me ha ayudado maldita cosa. Nunca supo más que gastar y gastar. ¿Ganaba yo mil? Pues ella a darse vida de mil y quinientos. Apretaba yo, y conforme me veía apretando, saltaba ella a los dos mil. De este modo ¿qué quieres que resulte? Miseria, vejez triste, y que le mantengan a uno sus yernos poco menos que de limosna. Me preguntarás que dónde han ido a parar mis ahorros. Derrama, hijo, tu imaginación por los teatros de esta pequeña Babel, por sus tiendas, por sus increíbles y desproporcionados lujos, y encontrarás en todas partes alguna gota de mi sangre. Dirás que me faltó carácter, y te responderé que ahí está el quid. Es el mal madrileño, esta indolencia, esta enervación que nos lleva a ser tolerantes con las infracciones de toda ley, así moral como económica, y a no ocuparnos de nada grave, con tal de que no nos falte el teatrito o la tertulia para pasar el rato de noche, el carruajito para zarandearnos, la buena ropa para pintarla por ahí, los trapitos de novedad para que a nuestras mujeres y a nuestras hijas las llamen elegantes y distinguidas, y aquí paro de contar, porque no acabaría.
Mi tío había perdido en los tristes meses de su rápido decaimiento algunas piezas importantes de su hermosa dentadura, y por aquellos en mal hora abiertos portillos se le iban las efes, las zetas y otras letras mal avenidas con la disciplina de una correcta pronunciación. Como meneaba bastante las manos al hablar, parecíame que quería coger al vuelo las letras fugitivas para traerlas a su obligación. Hechas las confidencias que acabo de mentar, ya no se paró en barras mi lacrimoso tío. «¿La ves, la ves? -me dijo aplicando sus labios a mi oído, a punto que Pilar salía, después de pasar por delante de nosotros muy emperejilada-. A sus años, no piensa más que en componerse y en si se llevan o no se llevan tales cosas... Ya te llevaría yo derecha, si tuviese ahora veinticinco años como cuando me casé... ¿Y por qué me casé? preguntarás. Porque Pilar me tiranizó con su elegancia y sus tirabuzones a lo Adriana de Cardoville. Yo era entonces dandy, y, te lo diré en confianza, uno de los más tontos de aquella hornada. Mi sueño era que a mi mujercita la citaran los periódicos que hablan de bailes y recepciones, y que nos cayera mucho dinero por herencia o por negocios, para hacernos marqueses, dar bailes, tes y meter bulla... ¡Trabaje usted para esto! Los cuartos no parecen... afanes, quiero y no puedo, espíritu de imitación, y estirémonos mucho para llegar, sin llegar nunca... ¡Ay qué vida, hijo, qué brega! ¡Hemos llegado a viejos, fatigados de tanto estirón, sin una peseta! Mi mujer no ve estas cosas, yo sí; he abierto los ojos, ¡a buenas horas! y ella continúa tan topo como siempre».
Creía ver en aquel excelente hombre algo de exaltación. Los disgustos habían quebrantado tal vez su cerebro, y todas las perradas que decía de la compañera de su vida eran demencia o quizás chochez, estados ambos que en tales alturas no habían de tener ya remedio. Desde que esto advertí, hallaba en su compañía más agrado que en la de otras personas en el pleno uso de sus facultades. Me divertía oírle echar pestes de su matrimonio, y poner en solfa los perifollos de la pobre Pilar. Además de esto, me impulsaban hacia él la idea de que era aún más desgraciado que yo y el deseo de consolarnos mutuamente. Debo decir, entre paréntesis, que los principios morales de mi tío eran harto endebles, y bastábame esto para comprender las consecuencias dolorosas de su falta de carácter y para hallar justificadísimas las desventuras de que se quejaba. Jamás sorprendí en él ni el más ligero vislumbre de indignación contra mí por los tratos que tuve con su hija. Esto sólo nos le traza de cuerpo entero, y sirve como para completar la pintura, hecha por él mismo, de aquella indolencia, de aquella enervación moral que habían sido los contornos más expresivos de su carácter durante una larga vida matrimonial y matritense.
Y sigo diciendo que me aficioné a la compañía de aquel buen hombre, por cierta consonancia que entre él y yo encontraba. En cada uno de los dos había una cuerda que respondía con simpáticos ecos a las ideas del otro. O ambos estábamos igualmente idos de la cabeza, o éramos tan chocho el uno como el otro, y por ende igualmente pueriles. De esta compañía salió el consuelo para entrambos: éramos dos columnas caídas que nos dábamos mutuo apoyo. Con cualquier sandez que él contara me tendía yo de risa, y yo no tenía más que abrir la boca para verle reír a él. Yo le buscaba y él me buscaba a mí. Nos íbamos de paseo, a ver gentes y tipos y reírnos de ellos, encontrando placer vivísimo en la sátira social que sin cesar afluía de nuestros inocentes labios. Enlazados nuestros brazos, porque mi buen tío tembliqueaba un poco y yo no estaba muy seguro de piernas, nos íbamos por las calles principales, o bien al Prado y Retiro, con mi coche detrás, para meternos en él cuando nos cansáramos. Por las noches nos metíamos en los teatros de funciones por horas, porque los dramas y comedias serias nos apestaban. Lo que D. Rafael se divertía con las piezas cómicas no es para contado. Reía a carcajadas, y los chistes menos agudos le hacían impresión atroz. Sus sensaciones eran completamente infantiles; sentía como los seres que empiezan a vivir. Noté una noche que a mí también me hacían gracia los sainetes, pero mucha gracia, y que me daban ganas de alborotar como un chico. «¡Si estaré yo tan lelo como este pobre hombre! -me decía-. Pero ¡ay! cuando me quedaba solo y me metía en mi casa, entrábame una tristeza tal que hacía proyectos absurdos de aislamiento y hasta de suicidio.
En Eslava nos tropezamos con mi tío Serafín, que se nos unió, y desde aquella noche fue de nuestra partida. A la mañana siguiente fuimos los tres juntos al relevo de la guardia, y seguimos a un regimiento al compás de la música. Mi tío Serafín confesaba con encantadora ingenuidad que él tenía que contenerse para no ir delante de los cornetas, en el tropel de inquietos y entusiastas muchachos. No paraban aquí nuestras puerilidades, pues nos sentábamos los tres en los puestos del Prado a beber un vaso de agua con anises, y cuando en cualquier calle pasábamos por junto a una obra en que estuvieran subiendo un sillar, nos deteníamos y no abandonábamos el plantón hasta ver la piedra en su sitio. D. Serafín era inspector de construcciones, y nos daba cuenta del estado de todas las de Madrid, así públicas como particulares.
Dicho se está que pasábamos un rato junto a la jaula de los monos en la Casa de Fieras y que le hacíamos la visita de ordenanza al león. Otras veces tirábamos hacia la Cuesta de la Vega, a ver el viaducto por arriba y por abajo, o a formar en el apretado corrillo de espectadores que presenciaba el juego de la rayuela en las Vistillas. Éramos los tres tristes triunviros trogloditas de la cencerrada de Raimundo. Pero lo más salado de nuestros paseos era cuando el tío Serafín guipaba a una criada bonita. Veíamosle todo carameloso y encandilado, avivando el paso y queriendo que lo aviváramos también nosotros. «¿Habéis visto?... ¡Qué mona!... ¿No reparasteis qué ojos me echó?». Y seguíamos tras la fugitiva, hasta que la perdíamos de vista. «¡Buen par de pillos sois! -decía mi tío Rafael, dejándose llevar, renqueando-; ¡pero qué pillos! Este Serafín es de la piel del Diablo... No perdona casada ni doncella...».
Para distraerlos a ellos y distraerme yo, les llevé algunos domingos a los toros. Tomaba un palco, y nos metíamos en él los tres, con más algún otro amigo. Mi tío Rafael se entusiasmaba con todos los incidentes de la lidia, y de sus ojos salían ríos. Serafín no hacía más que guipar a derecha e izquierda, buscando las caras bonitas. En la Plaza fue, bien lo recuerdo, donde Severiano me dio la noticia de que el marqués de Flandes se había declarado también huido. «¿A qué me vienes a mí con esos cuentos? ¡Ni qué me importa a mí...!». Pero aunque yo no quería saber nada, me contó la anécdota del día. No era preciso bajar mucho la voz, porque don Rafael, entusiasmado con su homónimo Lagartijo, no oía lo que en el palco se hablaba. «Pues sí, Manolo Flandes ha salido para Francia con las manos en la cabeza, dejando muchos créditos sin pagar. La pobre Eloísa se encuentra otra vez en las uñas de los ingleses, y me temo que de esta vez me la han de ahogar de veras... Apencará al fin por Sánchez Botín, uno de nuestros primeros reptiles, y sin género de duda el primero de nuestros antipáticos...».
Mandele que se callara. A la salida de la plaza nos encontramos a Sánchez Botín, que vino a saludarnos. Debí estar grosero con él. Era un hombre que me repugnaba lo indecible; odiábale sin saber por qué, pues jamás me hizo daño alguno. Era, sin género de duda, lo peorcito de la humanidad. Si hay seres que nos dan a entender nuestra afinidad con los ángeles, aquel nos venía a revelar el discutido y no bien probado parentesco de la estirpe humana con los animales. Viéndole y tratándole, me entusiasmaba yo con el Transformismo y me volvía darwinista, sin que nadie me lo pudiera quitar de la cabeza... Luego nos encaramos con Torres, que se vino a mi coche... Otro animal; pero inteligente y, si se quiere, simpático. Aquella tarde le vi más soberbio, fachendoso y soplado que nunca, vendiendo a todos protección, hablando muy alto con grosera petulancia. Me convidó a comer; mas no acepté. Prefería divertirme con mis queridos viejos niños, y nos fuimos a un restaurant, donde estuvimos hasta la hora de irnos a Lara. Mi tío Rafael se durmió en el palco como un bendito. Su hermano también tenía sueño; pero con aquello del guipar se despabilaba... «Nada, nada -les dije, al fin de la pieza-, un huevecito y a la cama».
Aquella chochez prematura en que me encontraba habría durado mucho tiempo sin los sacudimientos que tuve en los últimos días de aquel mes. Fueron como latigazos que me despertaron, volviéndome a la vida normal y razonable. Medina, a quien encontré en la calle de Carretas una mañana, me dijo: «Si el Perpetuo se hace a 60 a fin de mes, como creo, liquidaremos admirablemente. Por esta vez, ese perdonavidas de Torres no pondrá una pipa en Flandes, como dice Barragán. Aquella tarde volví a la Bolsa. Corrían voces de que la liquidación del mes sería peliaguda, y estábamos a 28, víspera de San Pedro. El Perpetuo, que el 15 había estado por debajo de 59, se sostenía en 59,75, con tendencias a ponerse en 60. Partiendo del Principio aseguraba que le veía en 60,20, y Medina, ocultando su complacencia con la máscara de una frialdad estudiada, afirmaba lo mismo. El 30 se notaron violentísimos esfuerzos para producir una baja; pero sin resultado. París venía firme, y aquí abundaban las órdenes de compra. Torres se descolgó aquel día más risueño que nunca, tuteando al lucero del alba, echando el brazo por encima del hombro a sus amigos de este y el otro corro. El 31 no le vimos; Medina y Cecilio Llorente secreteaban. Este había hecho con Torres una gran jugada, de la que resultó que habiendo quedado el Perpetuo a 60 en cifra redonda, Gonzalo tenía que abonarle, por diferencias, más de un millón de pesetas. Yo perdía con el mismo Cecilio y otros unas setecientas mil; pero Torres me había de dar a mí doscientos mil duros. Era el mayor pellizco que yo había tenido entre mis uñas desde que andaba en aquellos trotes.
El 1.º de Julio, día de liquidación, fui al Bolsín en donde me encontré a Medina, que hablaba con Cecilio Llorente con cierto misterio. Mandáronme que me acercara y a las primeras palabras que les oí vislumbré que no estaban tranquilos. El cobrador de Torres, un tal Rojas, no parecía; pero lo más grave era que tampoco estaba Samaniego, nuestro agente. «¿Quién liquida por Torres?» gritó Llorente con todo el registro de su gruesa voz. Silencio en las mesas. Al fin vimos llegar a Samaniego, el cual, por más que quiso disimularlo, traía en su rostro algo que no nos gustó. Díjonos que había visto a Torres la noche antes, y que no se había mostrado muy inquieto por las dificultades de su liquidación. «Liquidará pasado mañana lunes o el martes -aseguró al cabo-. Lo tengo por indudable. Es que le coge una porción de millones de reales, y por bien que le vaya, siempre necesita un día o dos para prepararse».
Por la tarde, vino Medina a mi casa, y me dijo que estuvo en la de Torres y que había observado allí algo de tapujo. El criado no quiso abrirle, diciendo por el ventanillo que su señor había salido. Por fin abrieron, y la señora tampoco estaba en casa. «Es raro -observó Cristóbal pensativo-, porque en ocasiones semejantes Gonzalete ha sabido dar la cara y pedir las prórrogas con la frente alta». Acordeme de que mi operación no había sido publicada, (era la primera que hacía en estas condiciones de informalidad) y me corrió un poco de frío por el espinazo. Mis distracciones, mis chocheces, la exaltación enfermiza de mis pensamientos amorosos tenían la culpa de aquel lance. «Esto sólo le pasa a un anémico», fue lo primero que se me ocurrió. Pero aún esperaba una solución feliz, pues si en asuntos del corazón dominaba en mí el más negro pesimismo, en negocios era cada vez más optimista y todo lo veía transparente y rosado. Tranquilicé a Medina; pero él no las tenía todas consigo.
Y por fin saliste de la serie tenebrosa del tiempo, día 2 de Julio, el más horrible y ceñudo de los días nacidos, a pesar de decorarte con toda la gala de la luz y cielo de Madrid. Me acuerdo de que fue uno de esos días en que esta Corte parece que despide centellas de sus techos, de sus agudos pararrayos, de las regadas berroqueñas de su suelo, de los faroles de sus calles, de las vitrinas de sus tiendas y de los siempre alegres ojos de sus habitantes. Salí de mañana a dar una vuelta por el Retiro y a ver el vigoroso claro oscuro de aquellos árboles cuyo verde intenso parece que azulea, a mirar este cielo que de tan azul parece un poco verde. Quise recrearme en aquella placidez matutina, oyendo los toques de misa, que suenan como altercado aéreo entre torre y torre, disputándose los fieles; viendo a las devotas madrugadoras que de las iglesias salen con su librito en una mano y en otra las violetas o rosas que han comprado en la puerta; atendiendo al vocear soez y pintoresco de los vendedores ambulantes. Cuando regresé, ya se oían algunos de esos pianos de manubrio que son la más bonita cosa que ha inventado la vagancia. Dan a Madrid la animación de una tertulia o baile de cursis, en que todo es bulla, confianza, ilusión juvenil, compás de habaneras y polkas, sin que falten tactos atrevidos y equívocos picantes. Estos pianos, el toque de las esquilas eclesiásticas, que tañen todos los días y los domingos atruenan, el ir y venir de gente que no hace más que pasear, y otros mil perfiles característicos de un pueblo en que toda la semana es domingo, eran para mí la expresión externa del vivir al día y de esa bendita ignorancia del mañana sin la cual no hay felicidad que sea verdadera.
Y en aquel caso el mañana era para mí de importancia grandísima. A pesar de los pesares, no estaba yo muy inquieto y confiaba en que liquidaríamos pronto sin dificultad. Habíame sentado tan bien el paseo, que hasta apetito tenía, cosa muy rara en mí. Pero cuando entré en mi casa, ¡Dios mío lo que me esperaba! Era María Juana, desconcertada, impaciente. Encontrémela en mi gabinete, y desde que la vi entrome un miedo que no sé definir. Echome los brazos al cuello y me apretó mucho. Sus labios estaban secos, su frente parecía una placa de bruñido marfil, su voz temblaba al decirme:
«Me vas a probar ahora que eres valiente.
-¿Y cómo? -le pregunté sin serlo, pues se me abatieron los ánimos.
-Soportando la mala noticia que te voy a dar. No he querido que lo supieras por otro conducto... Quería yo darte esta prueba de amistad, y que me vieras compartiendo tu desgracia... Aún hay esperanzas; aún puede ser...
-Dímelo de una vez... No me mates a fuego lento. Ese...
-Lo has adivinado... ¡Ah! Se me figura que en mi frente traigo escrito: Torres... Es un trasto. Anoche ha desaparecido de Madrid.
Declaro sin vanidad que no me quedé tan aterrado como parecía natural. Recibí sereno el golpe, y no vi la cosa enteramente perdida.
«Pero hay de qué echar mano. Tiene fincas...
-¡Ay! ¿Tu operación fue publicada? Creo que no. La de Medina sí. ¿En qué estabas pensando? Las pérdidas de Medina no son grandes y él espera sacar algo. Tú pleitearás... ya sabes lo que son los pleitos.
Al oír esta palabra fatídica, pleito, fue cuando me sentí realmente acobardado. Se me arrugó el corazón y pasome un velo negro por delante de los ojos. Me senté. Mi prima me puso su mano blanda en la frente, y se lo agradecí de veras, porque recibí en ello un gran consuelo.
«Hay que llevarlo con paciencia -dije besándole la mano-. Estas son las resultas de... Cabeza trastornada, bolsa escurrida... Hija mía, el amor es muy mal negociante.
-Todavía, todavía no debes darte por perdido en este asunto -dijo ella interesándose vivamente por mí-. ¿Cuánto das tú por diferencias?
-Unos ciento cuarenta mil duros.
-¿Cuánto te tenía que dar Torres a ti?
-Espéluznate... ¡Doscientos mil!
Después de que estas dos cifras vibraron en el aire, hubo un largo y lúgubre silencio, durante el cual las cifras parecían seguir vibrando. ¡Oh! Dios, todas mis aritméticas habían venido a parar en aquel cataclismo... y los números ¡ay! eran el alfanje que me segaba el cuello.
María Juana, compadecida, no quería dejarme entregado a la desesperación, y acompañando sus palabras de entrañables caricias, me dijo:
«Ahora vendrás conmigo... no quiero dejarte solo. Cristóbal te espera; él me mandó que viniera a darte la noticia y que te llevara a casa para acordar entre los dos lo que debéis hacer. También irá Cecilio Llorente, que coge el cielo con las manos.
-¿Pero estás tú segura de que Torres ha desaparecido, o es suposición...?
-¡Ah! hijo mío, sobre ese particular no tengas duda. La pobre Paca ha estado en casa llorando como una Magdalena. ¡Infeliz mujer! Gonzalete escribió una carta en que dice que no puede pagar. Sólo ha dejado unas pocas Cubas, un talonario del Banco y lo que había en la casa...
-No le dejaremos ni una astilla...
-¡Oh! -exclamó María sin poder evitar que una chispa de júbilo cruzara por su rostro-, lo que es ahora el espejo biselado irá pian pianino caminito de mi sala... Vámonos, vámonos; serénate, y se procurará que el mal, ya que no puede evitarse, sea la menor cantidad de mal posible. La vida humana tiene estas caídas; pero también ofrece grandes consuelos donde menos se espera. Yo no soy pesimista; creo en las reparaciones providenciales, y al dolor lo tengo por una sombra. ¿Existiría si no existiera luz?
Tanta sabiduría me habría quizás entusiasmado en otra ocasión. En aquella, tristísima, sonaba en mis oídos como el ruido de una lluvia importuna, de esas lluvias que se inician cuando vamos muy bien vestidos por la calle, y además hacen la gracia de cogernos sin paraguas.
Todo lo que hablamos aquel día Medina, Llorente y yo, subsiste en mis recuerdos de un modo caótico. Imposible determinarlo ahora. Sólo puedo sacar de aquella nebulosa jirones sueltos, palabras e ideas desgarradas, con las cuales me sería difícil componer un inteligible discurso... Samaniego, la fianza de Samaniego... ¿En dónde estaba Samaniego?... ¿Huido también?... Acción judicial... unas operaciones publicadas y otras no... la casa de la Ronda... Si Torres se presentaba, esperanzas de arreglo, aunque todos renunciáramos a la mitad de nuestro crédito; si no... ¡Ah! Gonzalete no podía acabar en bien... Y vuelta a la casa de la Ronda, a la fianza de Samaniego... a la honradez de Samaniego que se tenía por indudable.
Lo que sí recuerdo bien es que, como yo dijera que al día siguiente vendería mis Obligaciones de Osuna, ambos me miraron, quedándose pasmados y con la boca abierta.
«¿Pero no vendió usted sus Osunas? -gritó Medina persignándose-. Hijo mío, ahora sí que ha hecho usted un pan como unas hostias.
Volví a sentir el frío aquel por el espinazo.
-Pero usted está ido, amigo mío -observó Llorente-; permítame que se lo diga.
-Esta es la más negra -murmuró Medina rascándose la oreja-. ¿Pero no le dije a usted...?
-Perdone usted; a mí nadie me ha dicho nada.
-Perdone usted...
-Hombre, que no.
-¡Dale! Se lo dije a usted el mes pasado, yendo juntos a la Bolsa en mi coche. Se lo volví a decir el jueves por la noche cuando me lo encontré en la calle del Arenal en compañía de mi suegro y su hermano Serafín. Le llamé a usted aparte y le dije: «Venda sin perder un momento las Osunas... corren malos vientos».
En efecto, vino a mi memoria el hecho que Medina afirmaba. Me lo había dicho, sí; pero yo, completamente ido, según ellos, y con el cerebro como una jaula, de la cual se me escapaban las ideas en figura de mosquitos, no había vuelto a pensar en semejante cosa.
«¿Pero qué hay con las Osunas?... -pregunté ansioso.
-Ahí es nada; un bajón horrible.
-Ayer las ofrecían a 55, y nadie las quería.
-Mañana las darán a 30, y será lo mismo.
-¿Pero qué hay?
-Un lío de mil demonios. Que ha desaparecido de la noche a la mañana la garantía territorial. ¡Ay Jesús, qué hombre este! Hace días se empezó a susurrar; pero hoy lo sabe todo el mundo. ¿No ha ido usted esta semana al escritorio de Trujillo?
-No.
-¿Ni al Bolsín?
-Tampoco.
-¿Ni al Círculo de la Unión Mercantil?
-Tampoco.
-Pues entonces, ¿adónde ha ido usted, hombre de Dios, y qué ha sido de su vida?
Diome vergüenza de contestar la verdad, que era esta: «He estado en la Casa de Fieras del Retiro, en el relevo de la guardia de Palacio y por las calles viendo subir sillares a las casas en construcción». El maldito amor habíame trastornado el seso, sembrando en mi cerebro un berenjenal. Las berzas del idiotismo, no las flores de la exaltación poética, eran lo que en mi caletre nacía. Cuando me retiré de allí, deseando la soledad para entregarme a la meditación de mi desgracia, para chocar alguna idea con otra y sacar un poco de luz, María Juana salió a despedirme, y me secreteó esto, cariñosamente consternada: «Pero tú estás sorbido... ¿no te acuerdas? El viernes, cuando nos vimos, ¿sabes?... te dije que vendieras las Osunas si las tenías... Yo había oído ciertas conversaciones. ¿Es posible que no te hicieras cargo? ¿Qué grillera tienes dentro de esa cabeza?».
-No sé... déjame... creo que estoy loco.
-¿Pero no lo recuerdas?
-Sí, me acuerdo y no me acuerdo... No sé... déjame... ¡Lo que a mí me sucede...!
Salí de aquella casa como alma que lleva el Diablo, y me metí en la mía, zambulléndome de golpe en mi soledad, lago turbio de tristeza, miedo y desesperación. Tiempo hacía que yo apenas dormía; pero aquella noche, cosa en verdad muy extraña, apenas me arrojé sobre mi cama, vestido, quedeme dormido como un borracho. Ello debió de durar una hora nada más; fue sueño estúpido, sedación repentina y enérgica de los encabritados nervios. Luego desperté como quien no había de volver a dormir en toda su vida. ¡Despierto para siempre! Tal fue la sensación de mi cerebro y mis párpados. Y era temprano; las diez apenas. Oí el piano de Camila, que sin duda tenía tertulia de parientes ¡Oh, qué atroz envidia me inspiró aquella casa!... ¡Cuánto habría dado por poder subir, penetrar y decirles: «¡aquí vengo a que me queráis, a que seamos buenos amigos! Estoy arruinado, solo, triste, y necesito calor de amistad. No os haré daño alguno, no turbaré vuestra paz; seré juicioso, con tal de que me dejéis sentarme en una silla a vuestro lado y miraros...». Porque me pasaba una cosa muy extraña. Desde que me entraron las chocheces, les quería a los dos, a Camila, como siempre, con exaltado amor, a Constantino con no sé qué singular cariño entre amistoso y fraternal. Los dos me interesaban... Deseaba con toda mi alma hacer las paces con ellos, y arrimarme al fuego de su sencillo hogar, lo más digno de admiración que hasta entonces había visto yo en el mundo.
Lo mismo fue cesar el piano que ponerme yo a hacer la liquidación de mi fortuna, paseo arriba, paseo abajo. Al separarme de Eloísa, mis nueve millones de reales habían quedado reducidos a menos de siete. Las ganancias de Enero y Febrero me habían redondeado los siete, y un poco más. Pero luego la quiebra de Nefas me dejaba en los seis y medio. Por fin la catástrofe de fin de Junio hacíame perder, por la mala fe de un truhán, cuatro millones de ganancia; y como yo tenía que dar, por mis diferencias, ciento cuarenta mil duros, si Torres no me pagaba, esta suma era mi pérdida efectiva. Porque yo no había de tomar las de Villadiego, como el otro, dejando a mis acreedores con un palmo de narices. La depreciación de las Osunas, que tomé al tipo de 97,50 y habían descendido de golpe a 38, acababa de anonadarme. Mi activo quedaría pronto reducido exclusivamente a la casa, los créditos de Jerez y lo que había colocado tres meses antes en la hipoteca de mi amigo para cancelar sus ruinosos empréstitos.
Por la mañana, después de pasarme toda la noche sin pegar los ojos, mandé un recado a Severiano para que fuese a verme. No tardó en acudir a mi cita. Yo tenía un humor endemoniado, y le recibí con aspereza. Mas era él de tan buena pasta, que me soportó con paciencia. Pintele mi situación, de la cual él alguna noticia tenía ya, y concluí conminándole de este modo: «Vas a reunir todo el dinero que puedas y a traérmelo. No te pido imposibles; no te pido que me devuelvas en tres días los ochenta mil duros que te presté sobre las Mezquitillas. Pero búscame y facilítame lo que puedas en esta semana. Echando mano de cuanto tengo disponible, no me basta para saldar mi liquidación. He de pagar además dos letras de Tomás de la Calzada, que acepté el viernes, y que me vencen a los quince días. Es el dinero de las Pastoras... ¿Con que has oído? ¿Cuánto me puedes dar?».
-Nada -replicó con lacónica serenidad, sin inmutarse.
-¡Y lo dices con esa calma! Severiano, tú tomas esto como cosa de juego. ¿No me ves con el agua al cuello?
-A mí me llega a la coronilla -díjome con la misma pachorra, señalando lo más alto de su cabeza.
-¿No tienes quien te preste?
-¡Yo! -exclamó con el acento que se da a lo inverosímil-. ¡Yo quien me preste!...
-Pues nada, como quiera que sea, tienes que buscarme dinero. Empeña la camisa.
-La tengo empeñada -replicome con cierto estoicismo de buena sombra.
-Vamos, no bromees... mira que... Vende tus caballos.
-Los he vendido... Hace tres días que estoy saliendo en los de Villamejor.
-Pues vende las Mezquitillas... Véndelas. Yo necesito mi dinero.
-Estarás turulato. Tratamos por cinco años.
-Es verdad; pero tú, viéndome como me ves, debes sacarme de este atolladero, poniendo en venta la finca. Villamejor te la compra.
-Pero no me da sino cuatro millones de reales y vale siete... No pienses por ahora en eso.
-Pues tú verás lo que tienes que hacer -chillé exaltándome-. Es forzoso que vengas en mi auxilio. ¿No tienes siquiera medio de reunir doce, quince, diez y ocho mil duros?
Echose a reír. Yo estaba volado, con gana de darle de bofetones, y echarle a puntapiés.
«Pero ven acá, perdido, ladrón -le dije cogiéndole por las solapas-. ¿Qué has hecho de tu patrimonio?... ¿En qué gastas tú el dinero? ¿Es lo que lo tiras a puñados a la calle, o qué haces?
Enardecíame la sangre su estoicismo que no era estudiado sino muy natural, aquella calma filosófica y sonriente con que oía hablar de mi ruina y de la suya. Le vi sentarse, cruzar una pierna sobre otra, encender un cigarro. Y entonces se explayó y me hizo la pintura de su catástrofe y de las causas de ella, concretando y detallando los hechos con un análisis sereno y flemático que me dejó pasmado. Y la causa madre no necesitaba él declararla para que yo la supiese. Era la señora, aquel voraz apetito que estaba dispuesto a tragarse todas las fortunas que se le pusieran delante y a digerirlas, quedándose dispuesto para una nueva merienda. ¡Ay, qué señora aquella! Su colección de piedras preciosas era hermosísima. Los brillantes sirviéronle de aperitivo para comerle a Severiano seis casas de Sevilla y Jerez, y su participación en la mina Excelsa de Linares. Para que se vea el extremo de ignominia a que hubo de llegar mi amigo con su ceguera estúpida, su vanidad y su lascivia, diré que no sólo sostenía la casa aquella en su organización pública y regular, sino que tenía que atender a los despilfarros del marido. Cuando este necesitaba dinero, poníase tan pesado que su mujer se veía en el caso de pedir billetes a Severiano y dárselos al otro para que fuera a gastárselos con mozas del partido en el Cielo de Andalucía. «¿Pero es posible -le dije clamando como si tuviera en mí la autoridad de la religión y la justicia-, que hayas sido tan imbécil...? ¿Qué hay dentro de esa cabeza, sesos o serrín?
-¡Y tú me predicas... tú!... -objetó echándose a reír.
-Hombre -repliqué algo desconcertado-, yo he hecho tonterías... pero no tantas...
-Has hecho más, más; y lo verás prácticamente, porque yo me he salvado y tú no.
-¿Qué quieres decir?
-Que yo, al verme en medio de la mar salada, ahogándome, he tropezado con una tabla y me he agarrado a ella, mientras que tú...
No comprendí al pronto qué tabla podía ser aquélla.
«No tengas cuidado ninguno por la hipoteca de las Mezquitillas. Dentro de unos meses, te daré tu dinero, duro sobre duro...
-¡Ah, pillo!... te casas con alguna rica.
Echose a reír y me dijo:
«Es un secreto. No me hagas preguntas.
-Y la otra ¿lleva con paciencia tu esquinazo?
-¿Y qué remedio tiene?... -me dijo alzando los hombros y riéndose tanto, tanto, que yo también me reí un poco.
-La verdad es -observé con sinceridad que me salía de lo mejor del alma-, la verdad es que somos unos grandes majaderos.
-Lo somos tanto -afirmó él entusiasmándose-, que nos debían vestir con roponcito y chichonera, ponernos en la mano un sonajero y echarnos a paseo llevados de la mano por una niñera... Es lo que nos cuadra. Los bebés tienen más sentido que nosotros. Pero ¡ay! yo aprendí ya; tú eres el que no quiere abrir los ojos.
Demasiado abiertos los tenía a la realidad espantable de mi ruina, para ver otra cosa que esta no fuese. Reiteré la urgencia de que me buscase dinero, y él insistió en la imposibilidad de hacerlo, dándome algunos detalles que me lo probaron bien. La complicación de sus trampas y las menudencias de algunas de ellas era tal, que sólo el Saca-mantecas podía ponérsele en parangón por aquel importante concepto. «Con decirte -me susurró al oído con cierta vergüenza-, que estoy dando sablazos de diez duros, y que anoche me salvó de un conflicto... cáete de espaldas... te lo digo para que te partas de risa... ¿Quién creerás? Tu primo Raimundo».
No me partí de risa; lo que hice fue ver con colores más negros mi situación.
-Bien puedes ir ahora mismo a ver a Villalonga y decirle que si no me paga esta semana los ocho mil duros que me debe, le llevo a los tribunales.
-Pues ya puedes irle llevando, porque no tiene una mota.
-Que la busque...
-Ese es otro que tal... También la señora...
-Más bien las... Ese las tiene por gruesas...
Y corrió en busca de Villalonga, el cual vino a ofrecérseme para todo aquello que no fuese dar dinero. En cuanto a buscarlo por cuenta mía, ya era otra cosa. Los dos se pusieron a mis órdenes, incapaces de servirme de otro modo por la gran crujía que estaban pasando. «¡A pagar!» fue mi idea fija en aquel día y los siguientes. Todos los valores que yo tenía no me bastaron, y hube de negociar unas letras a cargo de mis acreedores de Jerez. Además de lo que tenía comprometido en la quiebra de Nefas, mis arrendatarios y los compradores de mis existencias me debían aún más de treinta mil duros. Por fin pagué, y quedeme tan ancho, la conciencia en paz, el ánimo herido de profunda aflicción. Tras ella vino un fenómeno singular, odio cordial a todos mis amigos, conocidos y parientes. Entrome como un furor antihumanitario, ganas de reñir con cuantas personas me habían rodeado en aquellos turbulentos años de Madrid. Sólo dos seres se exceptuaban de esta horrible, encarnizada animadversión. Pero los demás ¡María Santísima! qué aborrecimiento y ojeriza me inspiraban. Sólo la idea de que Eloísa o María Juana irían a visitarme, infundíame el deseo instintivo de coger un palo y esperarlas detrás de la puerta para descargárselo encima cuando entraran. A mi tío me lo encontré en la Puerta del Sol, y echome el brazo por el hombro. Me desasí con grosería y eché a correr diciendo: «Viejo loco, vete al Limbo y déjame en paz».
Raimundo se me presentó en casa el miércoles por la mañana, y yo mismo le puse en la calle, gritando: «Perdido, lárgate de aquí y no vuelvas más. No quiero verte, ni a ti ni a ninguno de tu pícara casta». A Ramón encargué que si iba la señorita María Juana o el señor de Medina, les dijera que yo no estaba en casa, ni en Madrid, ni en el mundo... ¡Y los que yo quería ver no llamaban a mi puerta ni hacían caso de mí! ¿Por ventura ignoraban mi desdicha? El jueves, al salir del Banco, vi a Constantino que salía con un amigo del café de Santo Tomás. Mirome y le miré. Yo no llevaba el revólver; si en aquel momento se llega a mí y me acomete, me dejo pegar. Yo no tenía fuerzas ni para darle un pellizco que le pudiera doler. Pero su mirada no parecía muy hostil. Mirele con sincera amistad, y con voces de mi alma le dije: «Ven acá, fiera, y estréchame la mano; ven y llévame a tu cueva, donde viven los únicos seres que respeto y admiro. Quiero arrodillarme delante de tu mujer y decirle que la adoro como se adora a los seres divinos, aunque se lo tenga que decir con permiso tuyo y para tu conocimiento y satisfacción...».
Pero el bruto no vino hacia mí. De buena gana habría yo ido hacia él. Cuando quise hacerlo, ya le había perdido de vista. Viéndome tan solo, tan aburrido, atormentado por la necesidad de encontrar calor de vida espiritual en algún sitio, me dije aquella tarde: «Suceda lo que quiera, yo subo. Si me reciben, porque me reciben; si me tiran por las escaleras abajo, porque me tiran. No puedo vivir así con este negro vacío en mi alma y este afán de que alguien me quiera».
Los dos, he de repetirlo, mujer y marido me interesaban sin saber por qué, y yo anhelaba ser amigo de entrambos, pero amigo leal... ¡Oh, no me creerían cuando esto les dijese! Y si se lo decía mucho y con esa ingenuidad elocuente que sale del corazón, ¿por qué no me habían de creer? Lo intentaría al menos.
Subí por la tarde. El corazón me palpitaba con tanta fuerza que no tuve aliento ni para preguntar a la criada que me abrió si estaban sus amos. La criada no me entendía; repetí mi frase. Constantino salió al pasillo, y oí su voz enérgica que dijo: «Cierre usted la puerta». La puerta vino sobre mí con estrépito. ¡Ay, cómo me quedé! ¿Qué haría? ¿Volver a llamar o retirarme? Esto era lo mejor. Di media vuelta; pero en aquel instante sentí en mi alma sacudida violenta y me entró un frenesí de no sé qué pasión, rabia, amor, envidia o simplemente brutal apetito de destrucción. Nunca me había yo visto en semejante estado. Diéronme ganas de derribar la puerta a puñetazos y de pedir hospitalidad como la piden los bandidos, a tiros y puñaladas. La ferocidad que en mí se despertó fue soplo tempestuoso que barrió de mi cerebro toda idea razonable. Me convertí en un insensato; apliqué los labios a la rejilla y me puse a dar voces: «Idiotas, ¿por qué me cerráis la puerta? Si vengo a pediros que me queráis, que me dejéis ser vuestro amigo. ¿Os he hecho algún daño? ¡Mentira... farsantes... embusteros! Echáis facha con la virtud y sois... cualquier cosa».
Y la puerta no se abría. Creí sentir cuchicheos tras la rejilla. Mi demencia, lejos de aplacarse con aquella pausa, creció tomando otro giro. De la locura pasé a la tontería y a un enternecimiento estúpido. Ciego volví a agarrarme al llamador y debí de morder la rejilla de cobre, porque me quedó después fuerte sensación de dolor en los dientes. «Camila -grité-, ábreme. Si no pretendo que seas mi querida... Déjame entrar, y tu marido y yo te adoraremos de rodillas... te pondremos en un carro, y uncidos los dos tiraremos de ti... ¡burro él, burro yo! Queredme o me mato; queredme los dos...».
Y nada, no abrían ni contestaban. Di otra vez la media vuelta notando en mí amagos de serenidad. Vi un poco la tontería que estaba haciendo. Noté en mi cara humedad tibia, y llevándome a ella la mano, me la mojé. La humedad, brotando de mis ojos, bajaba hasta mis labios, donde la pude gustar. Era salada. El corazón se me quería partir al mismo tiempo que empecé a sentir vergüenza de lo que estaba haciendo... ¡Oh, Dios mío! Creí escuchar carcajadas de Camila tras de la puerta, y también las risas del bruto...
Comencé a bajar; pero cuando iba por la segunda curva de la escalera, creí que esta se enroscaba en torno mío; eché las manos adelante; el barandal se me fue de las manos, el escalón de los pies, y ¡brum!... me desplomé. Lo último que sentí fue el estremecimiento de toda la espiral de la escalera bajo mi peso... Perdí toda noción de vida.
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XXIII XXIV XXV