Lo prohibido : XXIII
De la más ruidosa y desagradable
trapisonda que en mi vida vi

de Benito Pérez Galdós
¡Qué mal concluyó para mí aquel condenado mes de Marzo! Todos los días que siguieron al de mi santo fueron aciagos. Ya era un disgusto con Villalonga; ya que se me perdía un billete de Banco en el Bolsín; ya que me machacaba un dedo en una puerta o se me volcaba la botella de tinta sobre la mesa. Añadid a esto que se me despidió la cocinera; que se me desalquilaron dos pisos; que el inquilino del tercero de la derecha por poco me pega fuego a la casa; que la hija del portero cayó mala con viruelas; que Partiendo del Principio me dijo que yo no sabía de la misa la media; que cogí un fuerte constipado; que el espadista Raimundo halló medio de sacarme dinero; que la liquidación de fin de Marzo no fue muy buena para mí, y comprenderéis que yo tenía razón para quejarme de la Providencia y poner el grito en el Cielo. Pero aún falta lo mejor, es decir, lo peor, y vais a saberlo: ni mi liquidación ni aquellas otras contrariedades me afectaron tanto como el golpe que recibí el 1º de Abril. La casa Hijos de Nefas, de que yo era socio comandatario, había suspendido sus pagos. Los negocios de Jerez iban de mal en peor; la crisis se agravaba, y tener dinero allí principiaba a ser peligroso. De la quiebra de los Nefas esperaba yo salvar algo; mas me inquietaba el no haber cobrado aún el trimestre vencido de mis arrendamientos. En fin, que aquello se ponía feo.
Viendo caer sobre mí tantos males, uno tras otro sin darme respiro, decía: «por fuerza tiene que caerme ahora algún bien muy grande». Y recordando la preciosa sentencia sperate miseri, cavete felices, añadía: «¡Si será que ahora me va a querer Camila...!». Porque con tal resarcimiento, ya daba yo por buenas todas las calamidades de fin de Marzo. Habíame vuelto muy supersticioso, creía en las compensaciones, en el ten con ten de los sucesos para formar este equilibrio que llamamos vida, y ved aquí cómo se me metió en la cabeza que Camila me iba a pagar al fin el grande amor, o mejor dicho, la demencia que yo sentía por ella.
Durante los días de Semana Santa, me entretuve, no sabiendo qué hacer, en continuar las Memorias principiadas en San Sebastián. Como desde el verano no había puesto la mano en ellas, costome algún trabajo coger la hebra del relato y avivar los fuegos interiores, que llamo inspiración por no saber qué nombre darles, y sin los cuales fuegos no es posible llevar adelante ningún trabajo literario, aunque en él, como sucede aquí, no tenga parte la invención. Tan buena traza me di que en cuatro o cinco noches y otras tantas mañanas despaché todo lo de la temporada en la capital de Guipúzcoa, mis trabajos bursátiles en Madrid, la pintura de las cosas y personas que observé en casa de María Juana, las filosofías de esta, y por último, la enfermedad de Eloísa. Aquí di punto, esperando los nuevos sucesos para calcarlos en el papel en cuanto ellos salieran de las nieblas del tiempo.
Poco o nada adelanté con Camila en aquellos santos días, porque a ella le dio por ir mucho a las iglesias y asistir al Miserere de la Capilla Real, visitar todos los sagrarios y andar las estaciones. Ella y su marido se pusieron de tiros largos, y no quedó monumento que no vieran. El viernes, de vuelta de aquellas correrías, estuvieron en casa, y la exploré por ver si se le había desarrollado la manía religiosa, para, en caso afirmativo, volverme yo beato también. Pero no; sus ideas no habían variado, y aun me pareció hallarla más librepensadora que antes. Tomaban ambos aquello como distracción gratuita, o como un medio de lucir los trapitos de cristianar.
«¿Estás escribiendo tus Memorias? -me dijo viendo las cuartillas sobre la mesa-. Estarás buena. Habrá ahí mucha papa... ¿Y di, me sacas a mí? ¿sacas a Constantino? Entonces, ¡qué gusto! nos haremos célebres. Y a propósito, me vas a hacer el favor de prestarme algunos libros. Nosotros no tenemos dinero para comprarlos. Mi marido, cuando nos casamos, no llevó a casa más que el Bertoldo, el Arte de torear, de Francisco Montes, las Mil y una barbaridades, dos o tres libros de su carrera, El mago de los salones y los Oráculos de Napoleón; en fin, cuatro porquerías. El otro día se los vendí todos a un prendero por cinco reales...
Díjele que mi biblioteca, escasa y desordenada, pero superior a la de todos los españoles ricos, estaba a su disposición. Contestome que no quería los libros para leerlos ella, pues no tenía tiempo de ocuparse en boberías, sino para que Constantino se entretuviera en sus ratos de ocio, que eran los más del año. Así se iría poco a poco desasnando y aprendiendo cosas, y no diría tantos disparates en la conversación. Miquis, recorriendo con vivo interés los rótulos de mi estante, demostraba sentir en su alma un gran apetito literario. ¡Qué bien le venía darse un verde! Su ignorancia era rasa. «Mi hombre -dijo Camila mirando la librería-, está más limpio que yo. Figúrate que soy una sabia a su lado. Ayer me disputaba que la Australia es una isla del Asia. ¿No es verdad que está en la Oceanía, y que no es isla sino continente, donde hay mucho salvaje? Y decía que Federico el Grande era Emperador y que lo llamaban Barbarroja, y que se debe decir carnecería y no carnicería... En fin, préstanos libros, y yo te respondo de que se le pegará algo, pues aunque tenga que abrirle algún agujero en la cabeza, él ha de aprender o no soy quien soy. No quiero más burros en mi casa. A ver, querido Cacaseno, echa un vistazo a estos letreros y escoge lo que mejor suene en tus orejas para que te civilices... ¿Qué es esto? Muller... Historia Universal. ¡Hala! te conviene. A ver si te lo tragas todo. Chaskepire... ¡inglés! Nos estorba lo negro, chico, y aunque estuviera en castellano, estas son muchas mieles para tu boca... Sigue mirando. No, no me cojas un verso porque te divido. Prosa, hijito, prosas claras que enseñen lo que se debe saber. Historia, y alguna novela para que me la leas a mí de noche. ¿Qué es esto? Life of... Esto es cosa de la jilife. Déjalo ahí. No va con nosotros. Don Quijote... ¡Hala! tu paisano; llévalo. ¿Y esto? Padre Rivadeneyra... Esto de padre me huele a religión... No te metas con eso. La Revolución francesa... Cógelo, cógelo...».
Constantino apartó muchas obras. Después cayó su esposa en la cuenta de que en vez de llevarse un quintal de papel, era mejor que fuese tomando los libros conforme los necesitasen. «¡Hala! carga con el Muller, y vete subiendo, ¡arre! -dijo a su marido, que obedeció. Quedose ella detrás, y cuando el otro estaba ya en la escalera, volviose hacia mí y me dijo con secreteo:
«No quería hablarte de esto delante de mi cara mitad; pero en dos palabras, ahora que él no nos oye...
-¿Qué? -preguntele con afán.
-Que me vas a dar toda la ropa que deseches. Yo veo que tú te haces muchos trajes muy buenos y que sólo te los pones un mes. Es un despilfarro. Yo aprovecharé para mi pobre Bertoldo lo que me quieras dar. Es una lástima que lo des todo a tus criados.
-Pero mujer, es humillarle...
-Déjate de monsergas... Me das unos pantaloncitos, o dos, o tres, y yo se los arreglo a él... Lo mismo te digo de algún chaqué o americana.
-Me parece que...
-Él no chista si yo se lo dispongo así. ¡Que es humillante...! Ríete de tonterías. Lo que yo quiero es no gastar dinero.
Pensé decirle que se encargara, por cuenta mía, toda la ropa nueva que quisiese; pero esto no habría pasado seguramente. Despedila en la puerta, y subiendo a escape la escalera, me saludó desde el segundo tramo con un gesto y una cabezada. No cerré mi puerta hasta que no sentí el golpe de la suya, cerrándose tras ella.
En Abril se me recrudeció de un modo espantoso aquel desatinado cariño que le puse a mi borriquita, y me dejé dominar y vencer de mi desvarío hasta llegar a un punto cercano a la imbecilidad. Ya no había fuerzas de la razón ni de la voluntad que me contuvieran. El no poseer lo que con tanto ardor deseaba poníame como tonto y en situación de hacer verdaderas sandeces. Mi amor propio, herido también, se daba a los demonios. Mi saber de negocios se oscureció, y el gusto de ganar dinero quedó reducido a muy secundario lugar. Desde que abría los ojos hasta que los cerraba, aquella maldita hembra salvaje, feliz, burlona y siempre incomprensible para mi ceguera intelectual, no se me apartaba del pensamiento. Iba conmigo al Bolsín y a la Bolsa y la veía en las figuras estampadas en talla dulce sobre el sobado papel de los billetes de Banco; y formaba parte de mí mismo, como un instinto, cual una idea innata que no se puede desechar. ¡Ay qué borriquita aquella! ¿Qué le había dado Dios para enamorarme así, con delirio y afanes de muerte? ¿Sería simplemente la falta de éxito lo que me arrebataba? ¿Se me quitaría aquel vértigo si viera satisfechas mis insensatas ansias?
Últimamente no hacía yo extremos delante de ella, porque solía enfadarse y ya tenía morros para muchos días. Díjome seriamente una vez que si continuaba con mis tonterías de la edad del pavo, se mudaría de casa, se marcharía de Madrid en caso necesario, pues no le era posible aguantarme más. Tuve que recoger vela, mucha vela, no menudear tanto mis visitas, y estas acortarlas todo lo que me era posible. Hallábame en su presencia algo cohibido, no sabiendo a veces qué decirle, pues de no vaciar lo que dentro tenía, mi estupidez era absoluta. ¿Hablar? ¿y de qué? Yo no sabía hablarle más que de una cosa, y esto me estaba vedado. Por lo cual valíame de mil subterfugios para decirle siempre lo mismo aparentando decirle otra cosa. ¡Maldita pasión aquella que no tenía ni el consuelo de ser sincera!
A solas me despachaba yo a mi gusto, caldeando el horno de mi pensamiento y haciendo vivir allí mi ilusión como si la incubara. Y tenía particular gusto en suponer siempre a Camila refractaria a mis sugestiones de amor ilícito. Mi fantasía me arreglaba las cosas de otra manera más gallarda. Ved aquí cómo. La borriquita no quería por ningún caso adulterizarse, como graciosamente había dicho a su hermana. Pero Constantino se moría, y muerto el obstáculo, casábame yo con ella, y vivíamos en paz y en gracia de Dios. De este modo venía a mí con el prestigio inmenso de una gran virtud, y yo me relamía de gusto pensando en la dicha de hacer pareja y familia con aquella encarnación de la alegría humana, con aquella siempre pura, picante y sabrosísima sal de la vida. Por este camino íbame siempre más contento y encandilado que por ningún otro de los que la imaginación me mostraba. ¡Sí, Camila viuda, Camila mi mujer, por la ley, por la Iglesia, con la mar de bendiciones sobre nuestras cabezas! Este era mi ardiente anhelo. Si al fin Dios me concedía tanta ventura, hallábame dispuesto a ser el hombre más religioso del mundo y a darme todos los golpes de pecho que fueran compatibles con la solidez de mi caja torácica.
Las consecuencias de este delirio no tardaban en sacarse por sí mismas, y se me aguaba la boca pensando en que de Camila y de mí había de nacer aquella serie de héroes por orden alfabético sin parar lo menos hasta la N. Tendríamos a Belisario, después a César, Darío, Epaminondas... hasta el mismísimo Napoleón. Pero ¡qué demonio! He aquí que una contrariedad grave surgía inesperadamente. Y si eran hembras, ¿qué nombres de heroínas les pondríamos? En fin, todo se arreglaría. Lo que importaba era que ella fuese mi mujer, y verla a mi lado para siempre, amándome con aquella constancia incomparable con que amaba a su burro. Y entonces yo me estaría a su lado todo el santo día, reiríamos, jugaríamos, constantemente ocupados en los dulces quehaceres domésticos, y encaminando y dirigiendo la heroica y alfabética prole.
Fijóseme entonces la idea de que todos los males nerviosos, fueran o no provenientes de la diátesis de familia, se me quitarían cuando me casara con ella. No más ruido de oídos, no más debilidad anémica. Mi mujer me infundiría su potente salud y hasta su hermosísimo apetito. Lo llamo así, porque una de las cosas, podéis creerlo, que más me encantaban en ella, era sus envidiables ganas de comer. No sé si los idealistas dirán, como ella, que esto es papa; pero tómenlo como quieran. El apetito de Camila, rayano en la voracidad, (si bien comía siempre con compostura y buenos modos) era para mí uno de sus principales hechizos. Lo he dicho antes y lo repito ahora para que nadie lo dude. Aquel buen diente me entusiasmaba; era algo tan resplandeciente en el orden físico como su conciencia en el orden moral; era el contrapeso de la misma conciencia, fenómeno que, armonizado con la paz interior, establecía en aquel privilegiado ser un hermoso y fecundo equilibrio.
Pues todos estos sueños míos venían a tierra en cuanto caía en la cuenta de que Miquis no se moría ni llevaba camino de eso. ¡Si estaba hecho un acebuche y no padecía la más ligera dolencia!... ¡Qué chasco me llevé un día! Subí, y la misma Camila me abrió la puerta. «No hagas ruido -me dijo-, que hoy no he dejado levantar a Constantino, porque ha pasado mala noche. Debe de ser un pasmo. Estuvo inquieto y con una punzadita en el costado que me alarmó.
-¿Qué me cuentas, hija, qué me cuentas?
-Pienso que le pasará. Le he dado mucha flor de malva, y he mandado llamar a Augusto.
Pensé que de aquel modo suelen empezar algunas pulmonías graves, de esas que despachan en tres días al hombre más robusto. «Si será, si será al fin...». ¡Ira de Dios! Al día siguiente estaba el manchego como si tal cosa, comiendo como un animal y rebosando vida.
No he vuelto a decir nada de aquel proyecto suyo de servir en un escuadrón de reserva. Como mi prima me dijo que ella también se iría a Burgos cosida a los faldones de su esposo, resolví no pedir el destino; pero deseando colocarle, solicité una plaza en la Dirección de Caballería, y entre el Ministro, que quería servirme, y Morla, que lo tomó casi como cosa suya, la cosa se hizo a principios de Abril. Marido y mujer me estaban muy agradecidos, y yo muy esperanzado con la seguridad de que mi hombre se pasaría en el Ministerio la mayor parte del día. Temí que en vista de su inutilidad le pusieran en la calle; mas no fue así. Él era naturalmente torpe; pero se aplicaba, ponía sus cinco sentidos en el trabajo y concluía por vencer su rudeza. Cuando estaba en casa, su mujer le ponía los libros en la mano, le mandaba leer y estudiar, tratándole como una madre vigilante y cariñosa trataría a un niño que está en vísperas de exámenes. «Cacaseno, lee; mira que no has de ser un podenco toda la vida. Es preciso saber algo, aunque no mucho, porque si fueras sabio, hijo, me apestarías.
-Pues te respondo de que no lo seré -solía él contestarle-. Estate tranquila.
Por el general Morla, que a petición mía tomó informes en la Dirección, supe, ¡oh sorpresa! que estaban contentos con él. Dejome esto turulato. El chico era trabajador, aplicadillo, y no tan torpe como yo creía. Su propia conversación revelábame a veces no sé qué progresos de cultura. Ya no decía tantísimo disparate; ya había aprendido a callarse cuando ignoraba una cosa, lo que no es mal principio de sabiduría, y aun de vez en cuando se atrevía a manifestar, poniéndose muy colorado, opiniones que encerraban, no diré que talento, pero sí buen sentido y una apreciación clara de las cosas.
«Hija, tu borrico se va volviendo una lumbrera -decía yo a Camila.
Y ella, reventando de vanidad, callaba.
«Constantino es un chico que vale. Durante algún tiempo su mérito ha estado oscurecido por falta de pulimento. En manos de una mujer de inteligencia, ese muchacho sería otra cosa.
Esto lo decía (habreislo comprendido), la pomposa María Juana, con cierto aplomo pedantesco y doctrinal. Aquel día había ido a ver a su hermana. La costumbre de esas visitas era reciente en ella, pues antes se pasaban meses sin que asomara las narices por allí. No una vez sola sino dos o tres expuso el generoso móvil que la guiaba al personarse en la humilde vivienda de su hermana menor, el cual no era otro que enseñar a esta algo de lo mucho que no sabía, infundiéndole ideas de orden y gobierno. «¿Pues sabes -le dijo Camila con buena sombra-, que si hubiera estado esperando por ti para aprender a gobernar mi casa ya estaría fresca?».
No dándose por vencida, María Juana afirmó que aunque su hermanita había aprendido bastantes cosas por sí, aún le faltaba mucho que saber. No era esto simple jarabe de pico, pues la sabia solía enviar aquellos días, cuando no los traía ella misma, regalos de poca importancia, pero muy de agradecer. A veces era un cacharrito para adornar la consola, piezas sueltas de ropa blanca y mantelería, cuchillos y tenedores, una cortina que a ella no le servía, una lámpara que le sobraba.
«Estoy asombrada -me dijo Camila-, de ver cómo se corre mi señora hermana.
Y casi nunca dejaba la ilustre señora de Medina de hacer escala en mi casa, al entrar en la de su hermana o al salir de ella. Siempre estaba de prisa, y todavía no se había sentado, cuando ya se quería marchar o al menos manifestaba intenciones de ello. ¡Y qué interés demostraba por mí! «Tú estás malo; a ti te pasa algo muy grave. Si no tienes absoluta franqueza conmigo, no podré acudir en tu socorro». Y mirándome con ojos dulces, no se hartaba de incitarme a la confianza. Quería una confesión total de mis belenes y aventuras; ansiaba saber hasta lo que nunca se dice, y érame forzoso obsequiarla con algunas mentiras para que me dejase en paz. Un día su vivo afecto resplandeció más desinteresado que nunca, llegando a decirme, no sin emplear bonitas circunlocuciones y perífrasis, que yo estaba en el caso de que se me aplicara el benéfico tratamiento que Madama Warens empleó con el pobre Juan Jacobo para apartarle del vicio. «¿Y quién es capaz de comprobar -añadió-, el inmenso sacrificio que esto entrañaba para la bondadosa Madama Warens? Nadie. Ni el mismo Rousseau juzga a aquella excelente señora con la benevolencia que se merece. ¡Qué difícil es penetrar el móvil de las acciones humanas! Ni las que parecen buenas ni las que parecen malas se pueden justipreciar por lo que resulta. Si la conciencia tuviera una cara suya, exclusivamente suya, veríamos cosas muy singulares. ¡Cuántos que pasan por grandes delincuentes o por monstruos de egoísmo serían vistos de otra manera!
Otras veces su tono era muy distinto, tirando a lacrimoso y pesimista. «No debo hacerme la ilusión de que pueda existir en el fondo de mi alma algo que me disculpe; ni menos dar a este algo un saborete de idealismo humanitario para que pase mejor. No pasa; es moneda falsa, y la suenan y miran allá arriba, y me la tiran a la cara diciendo: ¡señora, usted es una!... Me desprecio yo misma; tengo ratos de secreta tribulación y hasta me parece que soy peor que Eloísa, que es cuanto hay que decir». Contestábale yo con frases tan rebuscadas como las suyas, que de antemano preparaba, disimulando con palabrotas y epifonemas de las de repertorio el arrepentimiento que, al poco tiempo de haberme metido en el fregado, empezaba a sentir. Porque hay cargas que se hacen más ligeras cada día, y otras que empiezan livianas y son al poco tiempo insoportables. En cierto terreno, las filosofías, el discretismo y la tendencia a sacar las cosas de quicio, son lluvia importuna que ahoga la ilusión sin lavar el pecado. Y declaro ingenuamente que sobre todas las cosas que inquietaban mi espíritu en aquellos días, vino a molestarme y aburrirme la tenaz idea de hallar un modo hábil y delicado de romper lazos que me eran odiosos apenas establecidos. ¡Buena tenía yo la cabeza para sacar virutas de amor filantrópico y de psicologías enrevesadas que ni el Verbo las entendía! Ni qué otra cosa sino mareos podía producirme aquello de amarme por salvarme, y el sacrificio del honor pequeño al honor grande. A más de esto, aquellos en mal hora nacidos tratos se desvirtuaban a sí mismos por el sin número de precauciones, llevadas a un extremo ridículo, que inventaba mi prima como para expresar en forma práctica y visible sus escrúpulos de conciencia. Exageraba los peligros y aun parecía que los buscaba; creíase perseguida por fantasmas, y hablaba de sus terrores con cierta afectación dramática. ¡Y vuelta a insistir en lo de que su conciencia valía más que sus actos, en que quizás llevaba en su espíritu gérmenes de redención!
Para remate de todo este jaleo, hacía paralelos entre su marido y yo. ¡Ah! Por más que la personalidad física me diera a primera vista alguna ventaja, el otro valía más, ¡Qué diferencia entre el ser moral de uno y otro! Aquél sí que era hombre. Ella no le merecía. ¿Qué le había de merecer? Pero ya que no otra cosa, elevábase en cierto modo hasta muy cerca de él por la admiración que le inspiraba. Por fin, este sacro respeto sería la medicina que debía volver la perdida salud a su conciencia. ¡Y que yo no entendiera una palabra de estas cosas tan sabias! Declaraba, eso sí, con la mayor humildad, que me reconocía muy inferior moralmente al Sr. de Medina, y el secreto y maligno gozo de haberle jugado tan bonitamente la mala pasada no excluía la sinceridad de aquella declaración. «Me alegro que lo conozcas -decía ella-. Eso prueba que tu entendimiento no se ha extraviado. Esto pasará pronto, tiene que pasar. Ha sido uno de esos desvaríos que nacen de una buena intención, y son como una línea recta que se tuerce por querer ser demasiado recta. (El demonio me lleve si lo entendía yo). Desaparecerá seguramente este repliegue de nuestra vida sin dejar señal, y entonces haz por querer y reverenciar a Medina; ponle cariño, penétrate de su mérito colosal, tómale por modelo si puedes, constitúyete en su imitador hasta donde alcancen tus débiles fuerzas. Yo te alentaré, no te dejaré de la mano. ¡Feliz tú si consigues asimilarte aquellas virtudes...!». Y por aquí seguía. No me fiara yo de ciertas ventajas personales, que en rigor para nada valen. ¿Qué significan las prendas físicas? Absolutamente nada, pues son cosa que se deslustra y pierde con el tiempo. Lo que importa es la belleza del alma, ¡oh el alma!... ¡Pues no faltaba más sino que un buen palmito...! En fin, señores, que aquella sabia me tenía frita la sangre. Aquello no era vivir ni Cristo que lo fundó.
Todos los días veía a Medina en la Bolsa, paseándose de largo a largo, o arrimado al grupo de Ortueta, Barragán y otros. Hallábale ya más complaciente conmigo, dándome lugar a suponer desvanecidas ciertas prevenciones que contra mí nacieron en su alma. Como yo iba poco por su casa, siempre teníamos algo que hablar. «Me ha dicho mi mujer que poco a poco va metiendo en cintura a la pobre Camila y enseñándola a ser mujer de gobierno. Trabajillo le costará; pero como se le ponga en la cabeza... Ya, ya sé que ha colocado usted a Constantino en Guerra. Yo siempre lo he dicho: no es tan zoquete como han dado todos en creer... Pero vamos a lo que importa. ¿Toma usted a noventa y cinco, fin de mes?
Mis negociaciones de aquellos días, y no fueron pocas, hícelas con cierto aturdimiento, jugando por rutina o por querencia del oficio, muchas veces sin darme cuenta clara de la operación. Y es que mi chifladura por una parte, y por otra mi gran debilidad física, pusiéronme en un estado tal que sólo me faltaba hacer eses, andando por la calle, para parecerme a los borrachos. Por lo demás, el mismo entumecimiento cerebral, la misma oscuridad en las ideas, y sobre todo esto, una apatía y una desgana que me abrumaban. Cansado del bullicio del local y de su pesada atmósfera, íbame al rincón a hacer compañía al pobre Trujillo o a que me la hiciera él a mí. Hablábamos algo de negocios, aunque sin saber cómo salía a relucir la conversación de mujeres. Él no ponía en sus labios el nombre de Eloísa sin acompañarlo de grandes encomios y de acaloradas expresiones de desconsuelo. Indudablemente no era una santa, pero ¡qué ideal de mujer! Gozaba mucho visitándola, y departiendo un rato con ella, oyéndola no más, viéndole el metal de voz, como decía el infeliz. La contemplaba en su interior tal como había sido en mis tiempos, y no podía hacerse cargo de la desfiguración de su rostro. Para consolarle, díjele que Eloísa había recobrado por completo su hermosura, y era la misma de siempre. Arrojaba él entonces un suspiro muy grande a la atmósfera turbia y humosa del local, y parpadeaba mucho, como si quisieran sus ojos romper la niebla que los envolvía.
A la otra tarde hablamos de lo mismo; pero me dijo una cosa que me puso en ascuas y me llenó de confusión. «Ya sé -murmuró Trujillo, aplicando sus labios a mi oído- que se ha enredado usted con Camila. Debe de ser cosa antigua; pero hasta hace pocos días no ha salido en la Gaceta. Ya sabe usted que la Gaceta es la boca de la de San Salomó».
Faltome tiempo para negar aquello, que era una falsedad calumniosa. ¡Demasiado lo sabía yo! Mi corazón podría echarse fuera y publicar a chorros de sangre la inocencia de la pobre Camila. Por más que hice, no pude convencer a Trujillo. Creo que si llega a tener vista, me conoce en la cara que decía la verdad; con tanta fe, con tanto calor me expresaba yo. «Puesto que usted no lo quiere confesar -me dijo-, volvamos la hoja».
Mas yo no la quise volver, y otra vez hice el panegírico de la pobre calumniada, de aquella virtud que yo quería que no lo fuese en el momento mismo de tomar tan a pechos su defensa. ¡Sabe Dios que me hubiera sido muy grato mentir en tal ocasión! Tuve un rasgo de maldad, de esos que nacen del amor propio o de la miseria que llevamos dentro, como por fuera nuestra sombra, y eché a perder aquel ardiente elogio de la calumniada, diciendo esta gran tontería: «Créame usted, Manolo, mi prima Camila es una virtud intachable. Puede que no lo sea mañana, pero hoy por hoy lo es».
Y él, incrédulo siempre. ¿Es que aquella opinión era de las cosas que se caen de su peso? ¡Triste cargo de conciencia, sin comerlo ni beberlo, como se suele decir! Tal golpe me faltaba para llevarme al último grado de la confusión y del trastorno físico y moral. Con verdadero terror hallé en mi estado no sé qué semejanza con el de Raimundo en sus días de crisis. El furor imaginativo era síntoma de mi desorden como del suyo, porque últimamente di en la flor de forjar historias como las de él, y aun más extravagantes y pueriles todavía. Cáusame cierta vergüenza el tener que confesarme del pecado infantil de suponer lances que jamás pasan en la vida, y que ni aun en la literatura se ven ya, como no sea en romances de ciego, en aleluyas o en algún inocente libraco de los que leen las porteras en sus ratos de ocio. Figurábame ser príncipe disfrazado que salvaba a una joven desconocida. La joven me tomaba por pastor, y yo me volvía loco de amores por ella. Otras veces era ella mi salvadora asistiéndome en una grave enfermedad, y adiós disfraces y tapujos... Cuando la chica descubría que yo era príncipe, se le caían las alas del corazón pensando que no me había de casar con ella. Mucho lloro, pataleo y sofoquinas. Yo le guardaba la gran sorpresa para el final; y cuando se enteraba la pobre de que habría casorio, me quería comer a besos. Excuso decir que la tal soñada mujer mía era Camila. Y tras esta historia, la misma empezada por segunda y tercera vez, o bien otra nueva tan tonta, ridícula y disparatada como la anterior.
No puedo comparar mi espíritu sino a una cuerda muy estirada y vibrante que al menor choque o rozamiento respondía con ecos intensos, o bien con un son repentino que hacía saltar mi ser todo cual si estuviera montado sobre muelles. Para producir estas vibraciones en mí no eran necesarias causas mayores. Cualquier incidente sin importancia, la vista de un objeto que no tenía maldita relación con mi estado, un libro, una estampa, un árbol, el semblante de cualquier transeúnte, el oír una frase dicha al lado mío, heríanme y pulsábanme haciéndome sonar. Era una sacudida que me producía brevísimo rapto de júbilo, y en seguida sensación de tristeza, harto más larga y de variable intensidad, según los casos.
No me hice cargo de mi semejanza con Raimundo hasta un día que me tropecé con él en la calle de Alcalá, y me dijo, paseando juntos: «Anoche me acosté pensando que me había casado... mujer ideal, cosa rica... Imaginar un día de bodas con todos sus incidentes es cosa que le doy yo a cualquiera... Pues nada, que me lo creí. No pienses; todo era un delirar casto y platónico, la cosa más ideal que puedes figurarte. El relieve que las cosas tomaban en mi mente era tal, que llegué a coger miedo y encendí la luz. Porque en la oscuridad veía yo a mi novia como te estoy viendo ahora a ti. Era una criatura tan sumamente superferolítica y angelical, que la idea sólo de poner las manos en ella me parecía una profanación».
¡Y yo que imaginaba algo semejante! «Di -le pregunté-, ¿cómo estás del reblandecimiento?».
-Muy mal, chico, muy mal. Me parece que ya no escapo. ¿Por qué lo decías? ¿Acaso tú...?
-Pudiera ser.
-Prueba a ejercitarte en el triple trapecio... Es la mejor manera de conocer...
-¿Cómo es ese triquitraque que tú dices?...
Me lo espetó dos o tres veces, tropezando mucho; y fui tan necio que puse atención en aquella carraca, y cuando me quedé solo en casa lo repetí para observar si los músculos de la lengua me anunciaban desquiciamientos de mi sistema nervioso. Aquel día me inspiró tanta lástima Raimundo, pintome con tintas tan fúnebres la situación angustiosa de su erario, sin pedirme nada explícitamente, que le di una limosna. En mi furor imaginativo, llegué a figurarme que besaba el billete como los chiquillos mendigos besan el ochavo que se les arroja. Fuese contento y muy mejorado.
A casa de Camila subía yo muy poco. Habíame propuesto no asediarla más, y aguardar circunstancias que me fueran favorables. Alentaba yo la secreta convicción de que el día menos pensado todo había de variar; de que ocurriría una de esas repentinas vueltas del destino que nos sorprenden y nos dan hecho lo que poco antes nos pareciera imposible. Este presentimiento no se me quitaba de la cabeza. «Esperar, esperar -me decía-. En tanto, la Providencia o Satán trabajarán secretamente en favor mío».
Una mañana recibí en caja facturada en gran velocidad un regalo de mis amigas las Pastoras. Era una obra de arte, acuarela como de tres cuartas de ancho por dos de alto, pintada por Mary y dedicada a mí. Representaba un remanso, un molinito, sauces, chimenea humeante, y creo que había también unos niños y algún corderillo o dos. La cosa, ignoro por qué, resultaba de una moralidad edificante. Yo no sé cómo era; pero de allí se desprendía que debemos ser buenos. «Corro a enseñarle estas papas -dije; y cargando yo mismo la lámina subí.
La propia Camila me abrió la puerta. Estaba sola. Había despedido a la criada, y se veía en el caso de tener que hacer ella misma la comida. Otro quizás no la hubiera encontrado bella en aquella facha; pero a mí me pareció encantadora, ideal. Tenía puesta una falda vieja y el delantal blanco y azul; pañuelo liado a la cabeza a estilo vizcaíno; las mangas remangadas; el cuerpo con chambra no muy justa; sin corsé, porque el calor y la agitación del trabajo no se lo permitían; el seno bien tapadito, pero acusándose en toda la redondez gallarda de su sólida arquitectura. Tal figura se completaba con el calzado, que era un par de botas viejas de Constantino. «Mira qué patas tan elegantes tengo -me dijo adelantando un pie-. Como hoy estoy de faena, me pongo estas lanchas para no estropear mis botas ni ensuciar mis zapatillas.
En el pasillo, vimos el cuadro, pero a escape, porque ella no podía ausentarse de la cocina.
«Una de dos -me dijo-, o te recopilas o vienes para acá. No puedo recibirte en otra parte. Si quieres ayudarme a fregar o mondarme estas patatitas, no creas que me he de oponer.
Entré con ella en la cocina, y me senté en una silla que tenía el fondo hundido. Junto a esta silla había otra. El magnífico mueble que estaba a mi derecha era una tinaja; enfrente el fogón. Los elegantes vasares no ostentaban cacharritos japoneses ni porcelanas de Sajonia y Sevres, sino otros más útiles chismes, y además las cenefas de papel picado con figuras de toreros.
No sé qué vértigo me acometió al ver a Camila. Púsose a fregar la loza, diciendo: «Esa jirafa me dejó todo como ves, sin fregar... ¡qué tías!». Y yo miraba embebecido, miraba sus manos coloradas y frescas en el agua, el movimiento rítmico que hacían los dos picos de la chambra al compás de los ajetreos de las manos, y sobre todo contemplaba su cara risueña, de una lozanía y placidez que no se pueden expresar con palabras. Entrome fiebre, delirio; la cuerda de mi espíritu vibró como si quisiera romperse. No pude contenerme, ni se me ocurría emplear como otras veces rodeos e hipocresías de lenguaje. Llegueme a ella, llevándome mi silla en la mano izquierda; me senté junto al fregadero, todo esto rapidísimo... cogile un brazo y lo oprimí contra mi frente que ardía. La frescura de aquella carne y la dureza del codo, que fue lo que vino a caer sobre mi frente, producíanme sensación deliciosa. Todo pasó en menos tiempo del que empleo en contarlo, y mis palabras fueron estas: «Quiéreme, Camila, quiéreme o me muero. ¿No ves que me muero?
Apartose de mí, y con mucho alboroto de brazos y de palabras, me obligó a retirarme. «¡Miren el tísico este! Y si te mueres, ¿qué culpa tengo yo? ¡Ea! déjame trabajar. Si te pones pesadito, tendré que darte un tenazazo.
Después rompió a reír, y alargando el pie como si quisiera darme una puntera, se puso en jarras y me dijo: «Pero ven acá, grandísimo soso. ¿No se te quita la ilusión viéndome así? ¿O es que con esta lámina estoy a propósito para sorberle los sesos a un príncipe? Claro... ¿quién que vea este piececito de bailarina no se volverá tonto por mí? ¿Pues este talle de sílfide...? ¿y estas manos? Yo pensé que podría hacerle tilín al aguador; ¡pero a ti...! ¡Si creí que al verme ibas a salir escapado gritando que te habían engañado! ¡Y ahora te descuelgas otra vez con que me quieres! Tú estás chiflado de veras. Caballero, soy una mujer casada, y usted es un libertino; quite usted allá, so adúltero, que quiere adulterarme. Vaya usted noramala... ¡Que te estés quieto!
Esto lo dijo blandiendo las tenazas, cuando yo volví sobre ella a expresarle lo más de cerca posible la admiración que me producía.
«Descalábrame... Te diré siempre que te quiero, que te adoro, que estoy ya enteramente loco, y que me moriré pronto, rabiando de cariño por ti... -exclamé defendiéndome como podía de las tenazas-. Ya que no otra cosa, dame la satisfacción de decírtelo, y de decirte también que me entusiasmas, porque eres la mujer sublime, la mujer grande, Camililla. Mereces ser puesta en los altares; mereces que se te eche incienso, que los hombres se den golpes de pecho delante de ti, borrica del Cielo, con toda el alma y toda la sal de Dios.
Creo que me arrojé al suelo, que quise besarle aquellas desproporcionadas sandalias medio rotas, que me golpeó la cara con ellas sin hacerme daño, que le besé la orla de su falda, que la abracé vigorosamente por las rodillas, que la hice caer sobre mí, que nos levantamos ambos dando tumbos y apoyándonos en lo primero que encontrábamos. Tan transtornado estaba yo, que no me di cuenta de lo que hacía. Ella volvió a coger las tenazas y me amenazó tan de veras, que llegué a temer formalmente que me las metiera por los ojos.
Pausa, silencio. Yo en mi silla, recostándome con indolencia sobre la inmediata; ella destapando calderos, arrimando carbones, probando guisotes. Como si nada hubiera pasado, se puso a cantar en voz alta. Después me miró. «¿Qué todavía estás ahí? Pues sí; a mí no me pescas tú. Soy para mi idolatrado Cacaseno.
Y variando súbitamente de tono: «Si vieras qué sorpresa le tengo preparada hoy... ¡Porque yo le doy sorpresas; y me divierto más...! El mes pasado le di una... Voy a contártela. Tenía él un reloj muy malo, de plata, una cebolla que le regaló su tío el de Quintanar. Siempre andaba para atrás... en fin que no nos daba nunca la hora. Era preciso comprar otro reloj, y Constantino se desvivía por tener un remontoir bonito, ligero... Yo le decía que más adelante; pero él no tenía paciencia, ¡pobrecito! Todos los días me traía un cuento. «Camila, hoy los he visto a doce duros, muy lindos, en los Diamantes Americanos...». -«¿Pero hijo, y dónde están los doce duros?». Pues nos poníamos a juntar, peseta por aquí, dos perros por allá. Yo le quitaba a él y él me quitaba a mí, y poco a poco se iba reuniendo el dinero. Yo soy siempre la cajera. «Marcolfa, ¿cuánto tienes ya?». -« ¡No me marees, ya se completará!...». Por fin le digo un día: «Ya pasa de diez duros; la semana que entra te compro el remontoir». Pero aquí viene lo bueno. Verás cómo juego con él. Es un chiquillo. Reunidos los doce duros, le digo una mañana: «Chiquito, ¿no sabes lo que me pasa? que mi vestido azul está muy indecente. Me da vergüenza de sacarlo a la calle. No he tenido más remedio que comprarme once varas de merino para arreglarlo, y como no había de qué, he tenido que echar mano de los duros aquellos. Despídete por ahora de ese capricho. Dentro de tres o cuatro meses se verá». Él refunfuña un poco, arruga el entrecejo; pero enseguida se le pasa el enojo, y me dice que primero soy yo. ¡Pobretín! a la noche ya no se acuerda del dichoso remontoir sino cuando saca la cebolla para ver la hora, ¡y entonces echa un suspiro...! Y yo entre tanto, ¿qué crees que he hecho? He salido por la tarde, y más pronto que la vista, me he ido a la tienda y he comprado el reloj. Me lo traigo a casa, y mientras cenamos, le doy a mi marido bromas con el viejo, diciéndole: «Hijo, no tienes más remedio que apencar con tu patata». Cenamos, nos acostamos. Yo no sé cómo aguantar la risa, porque he cogido el reloj, y envuelto en un papel lo he metido bajo nuestras almohadas. Apenas recostamos la cabeza los dos... tin, tin, tin, tin. Me tapo bien la cara, mordiendo las sábanas para no reírme. Me hago la dormida, y le siento a él inquieto. «Camila, Camila, yo oigo un ruido...». Y yo callada, respirando fuerte, casi roncando... «Camila, Camila, ¿qué anda por ahí?». De repente hago como que me despierto sobresaltada y me pongo a gritar. «¡Ratones, ratones!... Mira, mira, uno me ha mordido la oreja...». Él se levanta... enciende la luz. Pero yo, no pudiendo ya tener la risa, le digo: «Por aquí, por aquí, entre las almohadas... ¡Ay, qué miedo!». Él, que empieza a conocer la guasa, mete la mano, y... «Chica, chica, ¿qué es esto?»... ¡Qué fiesta! ¡cómo gozo viendo su sorpresa, su alegría y los extremos de cariño que me hace! Volvemos a apagar la luz... y a dormir hasta por la mañana.
Yo, medio ahogado por el culebrón que se enroscaba en mí, no podía reír con ella. Por fórmula debí preguntarle si aquel día tenía dispuesta una nueva sorpresa, porque siguió su cuento de este modo: «Hoy le preparo una de órdago. Verás: hace tiempo que está deseando tener un barómetro aneroide. Desde que lee y se ha metido a sabio, le da por enterarse de cuándo va a llover. Yo le digo: «eso es muy caro. No pienses en ello. Que se te quite eso de la cabeza. ¡Ni que fuéramos príncipes!». Pero aguárdate. Hoy le he comprado ese chisme. Tiene dos termómetros por los lados, uno de agua encarnada, otro de agua plateada. Me costó seiscientos veinte reales, y lo tengo escondido para que no lo vea. ¡Cómo me voy a reír esta noche! Mira lo que he inventado. Pongo en el gabinete que está al lado de nuestra alcoba tres o cuatro sillas unas sobre otras, ato una cuerda a la de enmedio, la cual cuerda pasa por un agujerito de la puerta, y va a parar a la cabecera de nuestra cama. Cacaseno se acuesta; yo también. Apago la luz. De repente tiro de la cuerda, ¡cataplum! Figúrate qué estrépito. Yo me pongo a gritar: ¡ladrones, ladrones! Incorpórase él hecho un demonio, enciende la luz... ¡Jesús qué miedo! Salta de la cama, va a coger el revólver, y yo digo: «Ahí, ahí, en el gabinete están».
-Pero no veo la sorpresa.
-Es que la puerta del gabinete estará cerrada y en el pomo del picaporte habré colgado el barómetro; de modo que no tiene más remedio que verlo al querer entrar... Entonces suelto el trapo a reír; él comprende la broma y suelta el trapo también; y aquí paz y después gloria. Nos dormiremos como unos benditos, y hasta otra. No te creas; él también me da sorpresas a mí; pero no tiene ingenio para inventar cositas chuscas como yo. Cuando me regala algo lo trae escondido; pero en la cara le conozco que hay sorpresa. Frunce las cejas, alarga la jeta y dice con mucha mala sombra: «¡Vaya unas horas de comer! Esto no se puede aguantar». Yo, que leo en él, me hago también la enfadada, y me pongo a chillar: «Bertoldo, Cacaseno de mil demonios, si no te callas... Pero tú me traes algo, dámelo y no me tengas en ascuas». Entonces saca lo que esconde y me dice riendo: «Si es sorpresa...». Yo, de una manotada, ¡pim!... se lo arrebato...
No la dejé concluir. El deseo de estrecharla contra mí, de comérmela a caricias era tan fuerte, que no estaba en mi flaca voluntad el contenerlo; deseo casto por el pronto, aunque no lo pareciera, nacido de los sentimientos más puros del corazón; deseo que si con algo innoble se mezclaba era con la maleza de la envidia, por ver yo en poder de otro hombre tesoro como aquel. Y la cogí antes de que se me pudiera escapar, haciendo presa en ella con un furor nervioso que me dio momentáneo poder. «¡Quiéreme o te mato -le dije con desazón epiléptica, fuera de mí, atenazándola con mis brazos y dando hocicadas sobre cuantas partes suyas me cayeran delante de la cara-; quiéreme o te mato! Que todo no sea para él; algo para mí. Te estoy queriendo como un niño, y tú nada...
Habíais de ver la gran contienda entre los dos. Mi fuerza nerviosa se extinguía. Pronto pudo ella más que yo. Era mujer sana, dura, templada en el ejercicio y en la vida regular. Sus brazos no sólo se desprendieron de los míos sino que los dominaron. El aliento me faltaba por instantes; el pecho se me oprimía, más que con el poder de los brazos de ella, con la dilatación de no sé qué angustia interior, que era el sentimiento de mi fracaso. Por fin vencido, campeó ella sobre mí, y empujándome de un lado, me dejó caer sobre la otra silla. Las dos formaban como un sofá. Sus manos aprisionaron mis muñecas como argollas de hierro. ¡Una mujer tenía más fuerzas que yo, y me acogotaba como a un cordero! «¿Ves cómo te meto en un puño, tísico? ¡Si eres un muñeco; si no tienes sangre en las venas; si los vicios te tienen desainado! No sirves para una mujer de verdad, sino para esas tías tan tísicas, tan fulastres como tú... perdido».
La vi encenderse en verdadera cólera. Aquel manojo de gracias, aquel ramillete de chistes nunca se había presentado a mis ojos en la transformación fisiológica de la ira. En tal instante miréla por primera vez airada, y me acobardé cual no me he acobardado nunca. La vi palidecer, dar una fuerte patada; le oí tartamudear dos o tres palabras; levantó la pierna derecha, quitose con rápido movimiento una de aquellas enormes botas, la esgrimió en la mano derecha, y me sentó la suela en la cara una, dos, tres veces, la primera vez un poco fuerte, la segunda y la tercera más suave... Yo cerré los ojos y aguanté. Tan quemado estaba por dentro que me dolió poco... «¡Ay -exclamé-, si me mataras a zapatazos como se mata una cucaracha, qué favor me harías!»...
La vi volverse a calzar, sustentándose en un solo pie con extremada gallardía. Después se arregló el pelo y la chambra. Respiraba fuerte y se había puesto encarnada. Poco a poco aquella terrible y nunca vista cólera se iba disipando y Camila volvía a ser Camila. Una sonrisa le desfloró los labios, dándome a conocer que sentía cierto temor de haber pegado demasiado fuerte. Mirome con atención a punto que yo me llevaba las manos a la cara. «¿Qué tal, escuece? -me dijo-. Tú te tienes la culpa por pesado. Yo las gasto así. ¿Qué es eso? sangre. Me alegro; vuelve por otra. Así, así, quiero que lleves estampadas en tu hocico las suelas de mi marido.
Creédmelo, cuando no me eché a llorar en aquel instante como un ternero, es seguro que las fuentes del llanto estaban agotadas en mí. Y más me afligí viendo a Camila salir y volver con un vaso de agua y un trapo de hilo, el cual humedeció para lavarme la cara. Y se reía curándome. «No es nada, hijo, un pedacito de piel levantado. Otras te han sacado todo el cuero y no te has quejado... ¿A que no vuelves a atreverte conmigo? ¿Te das por vencido?».
-No; te quiero más cuanto más me pegues, y concluiré loco, saliendo a gritar por las calles que eres la mujer más sublime que he conocido...
-¡Claro!... como que me van a poner en la Biblia... ¡Ea! se acabaron las papas. Ahora me haces el favor de marcharte a tu casa. Tengo mucho que hacer y no estoy para espantajos.
-No me voy, Camila, sin una esperanza siquiera... promesa al menos...
-¿Promesa de qué? ¿Habrase visto tonto igual? Que me vuelvo a quitar la bota... Eres tan sin vergüenza, que por verme una pierna te ha de gustar que te pegue. Estos tísicos son así. Pues no, no te pego más; no me da la gana. Únicamente te desprecio... Con que ve despejando el terreno, si no quieres que se lo cuente a Constantino. Hasta aquí he sido prudente; pero me pones en el caso de no serlo. Si él sabe lo que me has dicho... ¡Jesús de mi alma, la que arma! Ya te estoy viendo volar hasta el techo.
-Pues díselo... cuéntale todo. En mi estado, deseo cualquier disparate...
-¿Sí? No lo digas dos veces. Mira que canto...
Estaba destapando pucheros. De pronto la vi atendiendo con cara de Pascua a cierto ruido en la escalera.
«Ya viene... es él... Le conozco en el modo de trotar. Sube los escalones de tres en tres... Compara, hombre, compara contigo, que cuando subes llegas aquí ahogándote, medio muerto. Lo que yo digo, la vida alegre...
Fuerte campanillazo anunció al amo de la casa que venía de la oficina. Corrió Camila a abrirle, y oí como una docena de besos fuertemente estampados, ósculos de devoción y fe, como los que dan las beatas, echando toda el alma, a las reliquias de un santo que hace muchos milagros. El burro entró en la cocina. «Hola, chico. ¿Tú por aquí?
«¿Qué me traes? -le dijo Camila.
-Nada más que estos jacintos.
-¡Qué bonitos y qué bien huelen! Ponlos en este jarro, por el pronto. Oye, dale uno a este estafermo, que bien se lo merece. Me estaba ayudando a poner los trastos en el vasar de arriba, y se le vino encima el caldero grande; mira la contusión que tiene en la mejilla... ¿Sabes de lo que hablábamos ahora?...
Otro campanillazo cortó el concepto de mi prima. «¿Qué iría a decir? -pensé yo, y ella dijo: «¿Quién será?».
Constantino fue a abrir, y oímos esta exclamación: «¡Oh, señora doña Eloísa!... ¿Usted por aquí?».
No sé por qué me dio mala espina la tal visita. Y mi corazonada se acentuó más cuando vi a Eloísa. Había recobrado su hermosura, y fuera de la palidez y demacración, no quedaban rastros en su cara del pasado arrechucho. Pero venía tan cejijunta, nos saludó a todos con tanta sequedad, me miraba de un modo tan extraño, que barrunté algo desusado, serio y muy desagradable. «Esta prójima, que muy rara vez viene aquí -pensé-, trae hoy alguna historia... Me las guillo».
A lo que le preguntamos sobre su salud, contestó Eloísa de mala gana y con impertinencia. Quería hablar de otra cosa. Pasó al comedor con Miquis y conmigo. Camila quedose en la cocina trasteando. «¿Qué hay de nuevo? -preguntó el manchego a su cuñada.
-¿Qué ha de haber? Que son ciertos los toros... -replicó mirándole con sorna.
Después se puso a decir chuscadas, que aparentemente no tenían malicia. Creí que me había equivocado y que Eloísa no llevaba el escándalo en su intención. No obstante, pareciome notar cierto dejo irónico en su alegría. Pero como pasaba tiempo sin que la conversación tomara mal sesgo, dije para mí: «Vaya; es manía. No hay nada de lo que sospechaba». Poco después, despedime de todos y me retiré.
Pero en la soledad de mi gabinete, paseándome de un ángulo a otro, con las manos en los bolsillos, la cabeza sobre el pecho, no podía apartar de mí la idea de que en el tercero pasaba o iba a pasar algo...
Y como mi espíritu adestrado en el imaginar no se paraba en barras, ved aquí las historias que me forjé en menos tiempo del que empleo en contarlas: «María Juana es la que ha echado a volar la especie de que yo tengo relaciones con Camila. Ella ha sido; me lo dice el corazón. Lo ha hecho por espíritu de hipocresía, por evitar que se sospeche de ella. Tal vez lo crea, en cuyo caso... Pero no, ¡qué disparate digo! Esto es un delirio; María no es capaz... Lo que hay es que se ha corrido esa voz, como se corren otras muchas, y Eloísa... ¡Ah! ya sé quién ha llevado el cuento a Eloísa. Ha sido Manolo Trujillo, ese bendito ciego... Y la prójima se ha puesto fuera de sí, ha sentido celos... ¡celos de hermana, que son los peores! Pero quia... imposible... Subiré a cerciorarme... No, no subo; allá se entiendan. Si no fuera por Camila, me importaría poco que la prójima armara cuantos escándalos quisiera... ¿Subiré? No, no subo. Tal vez sea todo figuración mía.
Mi inquietud creció de tal modo, que creí oír voces que se transmitían por el patio. Escuché... nada. Llamé a mi criado y le dije: «Mira, Ramón, te vas al cuarto tercero y dices que me he dejado allí un cuadro... Ya sabes, el que trajeron de la estación esta mañana en esa caja. Te lo bajas... Oye, oye; de paso observas si ocurre algo en la casa... Anda, anda.
A poco volvió Ramón, y me dijo:
«Señor, que se ha armado arriba una gresca de doscientos mil diablos.
-¿Qué dices?
-Lo que oye. La señorita Camila y la señorita Eloísa están hablando como rabaneras, y el señorito Constantino también hipa por su lado. No he podido traer el cuadro. Les hablaba y no me respondían, sino dale que te dale a las lenguas los tres a un tiempo... Desde la ventana del patio se oye. La vecindad está escandalizada.
Fui y oí. La voz de Camila descollaba; mas no entendí si era llanto o gritos de furor lo que hasta mí llegaba. «Me parece que se ha armado una buena, pero buena». Y volví a mi gabinete, donde intenté desgastar mi inquietud nerviosa paseándome. Esperaba y temía que alguna racha de aquel temporal del tercer piso bajara hasta mí. ¿Qué hacer? ¿Evitarla echándome a la calle y no pareciendo hasta la noche? No; mejor era esperar a pie firme la nube. Quizás mi presencia sería pararrayos que evitase una catástrofe... ¿Subiría? No, subir no, porque pudiera mi intervención ser perjudicial a la inocente Camila. Conveníame adoptar también una actitud de inocencia e ignorancia del asunto.
La racha que juzgué inevitable no tardó en venir. Fuerte campanillazo anunciome la cólera de Eloísa, que entró en mi casa y en mi gabinete en un estado de agitación que me puso medroso. Dejose caer en un sillón, como quien se desmaya, y era que le faltaba el aliento, a causa de la ira, y de la prisa con que había bajado.
Yo ni la miré siquiera. Oía su respiración como el mugido de un fuelle. Esperé a que resollara por la herida y a que su resuello se condensara en palabras. Podéis creérmelo; los pelos se me ponían de punta. Viendo que a ella todo se le volvía respirar fuerte y oprimirse el pecho con las manos, me planté delante y le dije:
«Vamos a ver, ¿qué es esto, qué ha pasado allá arriba?...
-Déjame, déjame... que tome aliento. Me estoy ahogando... he hablado mucho, he gritado... he sido una leona... ¡pero buena la he puesto a esa hipócrita, a esa...! me ha irritado tanto que la lengua se me fue... Si me oyes, te espantas... Luego esa hipócrita se desvergonzó... es una verdulera, yo otra... dos verduleras... Y el bruto allí, queriendo poner paz... ese ciervo estúpido... Estoy volada... deja que me serene... dame aire, aunque sea con... un periódico.
-No entiendo un palabra de lo que estás hablando -le dije abanicándola con el papel-. ¿En qué ha podido ofenderte la pobre Camila, que es un ángel?
Nunca dijera esto. Por la primera vez de mi vida vi a Eloísa en un arrebato de furor. Allí sí que se llevó la trampa a la señora española y lo que en finura, discreción y modales le había concedido Naturaleza. No quedó más que la prójima bien vestida. Puesta en pie, manoteando como si me quisiera sacar los ojos con sus dedos, el volcán de su alma reventó así:
«¡Hipócrita tú también!... Que te enredaras con otra... pase; ¡pero con mi hermana, con la hermana que más quiero...! Y ella es peor que tú, mil veces peor, porque se hace la tonta, la virtuosita. ¡Huf! qué serpentón debajo de aquella capita de tontunas. No hay santurronería más infame que la de estas que se hacen las graciosas, las aturdidas... Y tú, grandísimo apunte, no dirás ahora que has tenido buen gusto... Vas bajando, bajando; concluirás por las fregonas... ¡Ah! ¡qué cosas le dije... cómo la puse! Confieso que se me escapó la lengua; pero el furor me cegaba, por ser mi hermana... y a otra se lo paso, aunque me duela, pero a mi hermana no, ¡a mi hermana no, porque me duele horriblemente...! No te disculpes, no niegues... Si te conozco... ¡Ah! Camila te conviene porque es barata... ¡Y como nos hace el papel de la niña honradita, y a todos engaña con la comedia de estar enamorada de su pollino!... ¡Como si esto fuera posible...! Dios mío, qué criaturas tan farsantes has echado al mundo... ¡Que me haya jugado esta trastada mi hermana, la hermana que más quiero, la que tengo metida en el corazón!... ¡Y que me haya puesto en el caso de decirle las perrerías, las atrocidades que le he dicho!... ¡Oh! ¡Dios mío, qué desgraciada soy!...
Rompió a llorar afligida, con estrépito, cual si su indignación se resolviera bruscamente en arrepentimiento por las ignominias injustas que había dicho a su hermana. Viéndola yo en aquel camino, creí posible una solución pacífica, y en tono de prudencia le dije:
«Veo que al fin conoces que has dado una campanada. La cólera te cegó. Lo mejor es que subamos los dos, y pidas perdón a tu hermana por el escándalo que le has dado, haciéndote eco de una calumnia vil; porque sí, hija, sí, por el Dios que está en el Cielo te juro que Camila es tan querida mía como del Papa.
Esto la irritó de nuevo, destruyendo sentimientos de piedad que empezaban a obrar en ella como un bálsamo reparador, y echando lumbre por los inundados ojos y crispando los dedos, encarose conmigo y me echó esta rociada: «No sé cómo tienes alma para decirme lo que me has dicho, y como me mientes a mí, que he tenido siempre la debilidad de creerte. Hace tiempo que te estoy observando y que vengo diciendo: «ese se ha encaprichado por Camila». Pero después la exploraba a ella, y nada podía descubir... ¡Claro, hace tan bien sus comedias!... Mas ya no me engañáis los dos. Sois buen par de zorros... Pero, créelo, me he vengado bien. ¡Las cosas que le he dicho...! ¿Pues y a él? Le he calentado las orejas a ese venado, y le he puesto ante el espejo para que vea aquella cornamenta que le llega al techo...
Me pasó una nube por los ojos. Llamé todas las fuerzas de mi prudencia, porque de seguro iba a hacer un disparate. Y ella continuaba procaz, de esta manera:
«Y el muy animal, con todo su ramaje en la cabeza, negaba y te defendía, diciendo que eres ¡su amigo!... Este es un colmo, chico, el colmo... de la amistad, de la...
Cortó la frase, quedándose como perpleja, los ojos fijos con pensadora atención en el busto de Shakespeare que estaba sobre mi chimenea. Era el bronce que había pertenecido a Carrillo, y sin duda la vista de aquel objeto llevó su mente, por la filiación de las ideas, a cosas y sucesos de otros días. A mí me pasó lo mismo.
«Sí... claro... ya sé que los maridos te quieren... ¡Absurdo, asqueroso!... Como tienes ese ángel... parece que les embrujas y les das algún filtro...
Juzgad de mi paciencia, y ved qué dosis tan grande de esta virtud acumulé en mi alma, cuando no cogí el busto y se lo tiré a la cabeza a aquella mujer. Pero aunque no hice esto, la cólera se desató en mí, y con palabras cortadas por el veneno que me salía de dentro le dije:
«Constantino es mi amigo, y no tiene por qué avergonzarse, porque ni es ridículo ni cosa que lo valga, y el que diga lo contrario es un miserable.
-Pues yo lo digo -gritó ella con brío.
-Pues aplícate el cuento.
-Explícame eso, hombre... Da razones.
-No doy razones -exclamé ya fuera de mí, sin ver ni oír nada, más que el fulgor y el estallido de mi rabia-; ni tengo que añadir una palabra más, ni me importa que te convenzas o no, porque ahora mismo te pones en la calle.
-No me da la gana. Se va usted a donde quiera -vociferó ronca, mugiente-. ¿Me echarás tú?
-Lo vas a ver -dije cogiéndola enérgicamente por un brazo y llevándola hacia fuera, no sin tener que tirar fuerte.
En aquella lucha, cuyo recuerdo me espeluzna siempre, no oí más que estas tres palabras dichas en un aliento de agonía: «Eres un tío».
Creo que le respondí: «y tú una tal...». No estoy seguro de haberlo dicho. Ciego, con pegajosa y amarga espuma en la boca, abrí la puerta de la escalera y la eché fuera. Cuando di el golpe a la puerta, haciendo retumbar toda mi casa, cual si mi corazón estuviera unido a aquellas paredes, sentí penetrante frío en mi alma. La idea de mi brutalidad vino al punto a mortificarme. Pero me rehíce y me metí para adentro. La campanilla sonó con estruendo. Me pareció que tocaba más fuerte que todas las campanas de todas las iglesias de la cristiandad juntas. Eloísa llamaba con rabia, golpeando además la puerta con las manos. Aplicó sus labios a la rejilla de cobre, para gritar por allí otra vez: «¡tío, más que tío, canalla!».
«¿Abro? -me dijo Ramón alarmado.
No supe qué determinar.
«Abre, sí -respondí al fin-. Peor es que dé un escándalo en la escalera.
-La señorita María Juana -añadió mi criado-, ha subido hace un rato.
-Esta casa es hoy un infierno... ¡Maldita suerte mía! Abre, abre de una vez.
Retireme a la sala, y desde allí vi entrar a Eloísa. Dio algunos pasos, y cayó como un cuerpo muerto sobre el banco de recibimiento.
«Ramón... llévale un vaso de agua, si quiere, y tú, Juliana, auxíliala también. Puede que tenga un síncope. Le pasará... Y si no pasa que no pase... Allá se las componga.
Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Pareciome que Eloísa no tenía síncope; conservaba el sentido y lo que hacía era llorar, llorar mucho.
«Ramón... entérate de si la señorita tiene ahí su coche. Si no lo trajo, manda enganchar ahora el mío, y que la lleven a su casa.
-La señorita tiene abajo su coche.
-Bueno. Cierra la puerta para que no se enteren de estos escándalos los que suben y bajan.
Eloísa bebió un poco de agua. Sin duda se iba serenando. No podía ser menos. Estas iras pasan, y dejan en el espíritu un amargo y desapacible sabor, el recuerdo vergonzoso de las tonterías que se han dicho y de las brutalidades que se han hecho. Tras la cortina de la sala, espié yo los movimientos de mi prima, y lo que hacía y hasta lo que pensaba. La vi levantarse del duro banco, suspirar fuerte palpándose y oprimiéndose el pecho como si el corazón se le hubiera salido de su sitio y quisiera ponérselo donde debe estar. Vaciló entre pasar a la sala y marcharse; pero se decidió al fin por esto. ¡Qué alivio noté cuando la sentí bajar, apoyándose en el barandal y mirando mucho los pasos que daba! «La lección ha sido un poco fuerte -pensé-, pero es preciso, es preciso...».
¡Gracias a Dios que estaba solo! ¡qué día! No había tenido tiempo de saborear aquel descanso, cuando... ¡Jesús mío! la campanilla. La oía sonar, agujereándome el cerebro, y decidí arrancarla de su sitio, hacerla mil pedazos para que no repicara más. «¿Apostamos a que es María Juana?». Porque sí, la campanilla sonaba con todo el estudio y la convicción de una campanilla ilustrada que sabe a quién anuncia. Era ella, no podía ser otra.
Entró en mi gabinete, y ¡qué cara traía, qué golpe de quevedos, qué mirar justiciero! Era una sibila de aquellas que pintó Miguel Ángel para expresar lo feas que se ponen las mujeres guapas cuando se enfadan y hacen profecías. En verdad, señores, lo extremadamente serio de aquel rostro prodújome efectos contrarios a los que él quería producir... Por poco suelto la risa. «¿Qué hay? -le pregunté afectando calma.
-¿Qué ha de haber? Pues nada que digamos. Vengo de arriba. Un zafarrancho espantoso. Las consecuencias de tu carácter, de tu temperamento... ¡Y ha habido una persona tan inocente que creyó posible curarte, enmendar lo que tiene sus raíces en el fondo de la naturaleza, y hacer de un demonio un hombre...! La que tal pensó es más digna de lástima que las otras dos infelices, y por lo mismo que puso sus miras más arriba es la que ha caído más bajo... Estoy tan avergonzada por mí como por ti... Yo al menos tengo conciencia y veo mi bochorno; pero tú, ¿qué ves?... Eres un depravado, un monstruo, un condenado en vida. Daría... no sé qué por ver en ti un rasgo de nobleza. Pero no, no lo veré, porque no puedes dar sino frutos amargos... Has prostituido a la tontuela de Camila, quitándole lo único que tenía, que era su inocencia; has cubierto de ignominia al pobre Constantino, que es un alma de Dios, el ángel de los topos... ¡y tú tan fresco!... Responde, hombre, discúlpate, da a entender siquiera que hay en ti un resto de pudor, de dignidad, de cristianismo...
Hubiera podido contestarle muchas cosas y volver por la honra de su hermana; ¿pero a qué decir lo que no había de ser creído? Hallábame tan irritado, que no sabía resolver aquellas cuestiones sino cortando por lo sano. Me incomodó la sibila con su áspero sermoneo, tanto o más que Eloísa con sus procacidades. Ante ella me sentí igualmente brutal que ante la otra, y ciego la cogí por un brazo lo mismo que había cogido a la prójima, diciendo con la ronquera de mi sofocante ira:
«¿Sabes que no tengo ganas de música, de filosofías ni de estupideces? ¿Sabes que te voy a poner ahora mismo en la calle, porque no puedo aguantar más, porque estoy hasta la corona de ti y de tu hermana?
Y haciéndolo como lo decía, tiré de aquella gallarda mole, que se dejó llevar aterrada, trémula, balbuciendo no sé qué conceptos trágicos, muy propicios del caso y de su austera moral. Hícela salir, y cerré de golpe. María Juana no gritó en la escalera como su hermana. Con decoro aceptaba la expulsión y se vengaba con su dignidad. Era muy sabia y muy prudente para proceder de otra manera. Marchose callada, haciéndose la víctima grandiosa y buscando lo sublime, que no sé si encontraría. Bajó las escaleras pausada y gravemente, como si fuera ella la razón desterrada y yo el error triunfante... «¡Ramón!
-¿Qué, señor?
-Te nombro mastín -dije, delirando-, ponte en la puerta, y al primer Bueno de Guzmán que entre, me lo destrozas a mordidas.
Nada, que aquel día me había yo de volver loco. Bien caro pagaba mis enormes culpas. Sonó la fatídica campana otra vez... Ramón entró en mi gabinete, y me dijo muy apurado: «Señor, D. Constantino es el que llama. ¿Le abro?
-Sí, hombre... ábrele... en canal... Quiero decir, ábrele la puerta. Que entre; veremos por dónde tira.
Y cuando Miquis llegó a mi presencia estaba yo tan fuera de mí, que si me dice algo ofensivo, caigo sobre él y me mata o le mato.
«¡Hola! ¿Qué hay? -le pregunté, resuelto a afrontar la situación, cualquiera que fuese.
Constantino estaba pálido y muy agitado. Parecía rebuscar en su mente las palabras con que debía empezar.
«Tú traes algo -le dije-. Vomita esa bilis... franqueza, amigo. Luego me tocará hablar a mí.
Sus labios rompieron tras un esfuerzo grande. De la confusión de su mente y de las arrugas de su entrecejo brotaron estas cláusulas amargas:
«Pues... horrores en casa... Eloísa... Me han vuelto loco... ¡Que mi mujer me engaña! ¡qué tú...! Camila se defiende. Yo no sé lo que me pasa; tengo un infierno en mi cabeza... porque si creo la que me dicen de mi mujer, la mato, y si creo lo que ella me dice, mato a sus hermanas...
-No mates a nadie, no mates, hijo, y aguarda un poco.
-Porque yo vengo aquí -gritó como un energúmeno, poniéndose rojo y manoteando fuerte-, yo vengo aquí para decirte que, ya sea mentira, ya sea verdad, no hay más remedio sino que o tú me rompes a mí la cabeza o yo te la rompo a ti.
Sentí al oír esto ¿qué creéis? ¿indignación? no; ¿despecho? tampoco. Sentí entusiasmo, ardiente anhelo de soluciones grandes y justicieras; y aquello de pegarnos los dos tan sin ton ni son no me pareció un disparate. Yo también quería sacudirle de firme o que él me sacudiera a mí. Gesticulando como un insensato y no menos energúmeno que él, me puse a gritar:
«Tú eres un hombre, Constantino... Eso, eso; o romperte el bautismo o que me lo rompas tú a mí. Te tengo ganas, ¿sabes? eres lo que más me carga en el mundo... para que lo sepas.
-Pues cuanto más pronto mejor -gritó él haciéndome el dúo con furia igual a la mía.
-Eso, eso... Ha llegado la ocasión que yo quería. Ahora nos ajustaremos las cuentas, y déjate de armas blancas... pistola limpia y a la suerte.
-Como quieras.
-Y no es por poner en claro la honra de tu esposa. ¡Estaría bueno que dependiera de nuestra puntería! Tu mujer, para que lo sepas, bruto, es la gran mujer. Ni tú ni yo la merecemos... Nos pegamos porque te tengo ganas, ¿sabes? Tu conciencia te dirá quizás que no me has ofendido. ¡Ah! tonto, ¿ves estas magulladuras que tengo en la cara? ¿Lo ves, lo ves? Pues esto, pedazo de bárbaro, es la impresión de las suelas de tus botas. Tu mujer me ha abofeteado, no con las manos, que esto habría sido un favor, sino con tus herraduras, animal... Y ahora, tú, tú me lo has de pagar.
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