Lo prohibido : II
Indispensables noticias de mi fortuna,
con algunas particularidades acerca de la familia de mi tío
y de las cuatro paredes de Eloísa

de Benito Pérez Galdós
Voy a hacer la declaración exacta de la fortuna que yo poseía cuando me establecí en Madrid. Este es un dato importante por todos conceptos y que debo exponer con la mayor claridad, aunque no sea sino para desmentir las absurdas consejas que corrían como dogma evangélico acerca de mi capital, y según las cuales (obra de la excitada fantasía de tanto hambriento), yo era puesto en la misma categoría rentística de los Larios de Málaga, López de Barcelona, Misas de Jerez, Céspedes, Murgas y Urquijos de Madrid.
Vais a ver lo que yo tenía.
Al desaparecer del mundo comercial la casa que giraba con mi firma, celebré un convenio con los Hijos de Nefas, que se hicieron cargo de todos mis negocios mercantiles, para unirlos a los de su casa, quedando además encargados de liquidar los asuntos pendientes. Según mi cuenta, la liquidación arrojaría unos cuarenta mil duros a mi favor, que los referidos Hijos de Nefas se reservarían, puesto que yo entraba a formar parte de la casa como socio comanditario.
Las viñas arrendadas podían capitalizarse en otros cuarenta mil duros. Lo que obtuve de las vendidas, de las existencias cedidas a diferentes casas y de créditos realizados subía a más de cien mil, que iría recibiendo en Madrid, según convenio, en los plazos trimestrales y en letras sobre Londres. Pensaba emplear este dinero, conforme lo fuera cobrando, en valores públicos o en inmuebles urbanos.
Producto de ventas anteriores y de la legítima de mi madre, tenía yo en Londres diez y siete mil libras, parte situadas en casa de Mildred Goyeneche, parte empleadas en renta inglesa del 3 por 100. Estos setenta y cinco mil duros, unidos a lo anterior, hacen ya doscientos cincuenta y cinco mil. Debo añadir un pico que tenía en París en poder de Mitjans, y que le ordené empleara en renta francesa de 41/2 por 100, con el cual pico mi cuenta anda muy cerca ya de los seis millones de reales.
Aún había más. En Obligaciones de Banco y Tesoro, 3 por 100 consolidado, Ferros, Obligaciones sobre Aduanas, Resguardos al portador de la Caja de Depósitos tenía más de ochenta mil duros efectivos. Toda esta diversidad de papeles la había comprado mi padre, y yo la conservaba, esperando que se realizase la feliz unificación que me había anunciado mi tío, y con la cual cesaría el mareo que me producía tal balumba de títulos y la desigualdad laberíntica de sus valores.
Ítem: cuarenta acciones del Banco de España que mi padre había comprado, por dicha mía, cuando estaban a tres mil reales, y que al fin del 80 valían cuatrocientos cincuenta duros, dándome un capital efectivo de diez y ocho mil duros. Añadiendo a lo expuesto varios créditos pequeños de seguro cobro y existencias en metálico, salían en cifra más o menos redonda unos nueve millones de reales, que bien manejados podían darme de treinta a treinta y cinco mil duros de renta. Esta es la verdad de mi tan cacareada riqueza, que algunos, especialmente los que deliran con el dinero ajeno, no pudiendo delirar con el propio, hacían subir a un par de millones de pesos. En esto de apreciar el caudal de los ricos que viven con holgura, he notado siempre una tendencia a la hipérbole que produce grandes perturbaciones en la vida económica de la capital, por los grandes chascos que suelen llevarse las industrias y los comercios nacidos al calor de tan necio optimismo. No necesito encarecer lo bien recibido que fui en toda clase de círculos. Los que esto lean comprenderán al punto que teniendo yo lo que en claros números queda dicho, y suponiéndome el vulgo mucho más aún, no me habían de faltar relaciones. No necesitaba ciertamente buscarlas; ellas venían solas, me perseguían, me acosaban con descargas de saludos, invitaciones y cortesanías. Prendas personales de que no quiero hablar afianzaron y remataron mi éxito. Las amistades formaron pronto en derredor mío espesa red, contribuyendo no poco a ello la familia de mi tío, muy conocida en la Corte y relacionada con lo mejor, así por el parentesco que mi tía Pilar tenía con familias ilustres, como por el roce constante de su marido con personas y personajes de todas las clases sociales.
En el principal de mi casa no reinaba siempre una paz perfecta. No pocas veces, al subir a casa del tío, asistí contra mi voluntad a escenas dramáticas. Un día vi a Eloísa llorando cual si le ocurriera una gran desgracia, y a su mamá tratando de calmarla con la aplicación simultánea de varios antiespasmódicos. Estaba en meses mayores y podría sobrevenir una catástrofe. No pude conseguir que me enterasen del motivo de semejante duelo, ¡tan afanadas parecían ambas! Pero Camila, que estaba en el comedor besando al gato y arañando a su marido, púsome al corriente de los trágicos sucesos. La noche antes María Juana, Camila y el esposo de Eloísa habían tenido una discusión un poco agria sobre cosas políticas. Hubo algunas expresiones acaloradas... Pero el prudente Medina cortó la disputa con discretas y conciliadoras razones. Lo malo fue que al día siguiente la renovaron las dos mujeres. Palabra tras palabra, ambas hermanas se encendieron poco a poco en ira, y oyéronse conceptos un tanto vivos... «Los Carrillos eran unos hambrones aduladores»... «Los Medinas unos tíos ordinarios de la Cava Baja»... «La marquesa de Cícero había sido una acá y una allá»... «Los maragatos, en cambio, vendían pescado»... «Los Carrillos eran revolucionarios porque no tenían una peseta»... «Los Medinas no eran nada porque no tenían entendimiento»... En fin, mil tonterías. Eloísa, menos fuerte que su hermana en la polémica, se embarullaba, tenía rasgos de ira infantil, concluyendo por echarse a llorar. Sentí mucho haber perdido la escena, pues llegué cuando la tempestad había pasado, y sólo se oían truenos lejanos. En el gabinete de la derecha de la sala, la pobre Eloísa daba respiro a su corazón oprimido, diciendo entre sollozos: «Me alegraría de que viniese una revolución... grande, grande, para ver patas arriba a tanto... idiota». En el gabinete de la izquierda, María Juana, mal sentada en una silla, el manguito en una mano, el devocionario en otra, la cachemira cogida con imperdible y abierta como una cortina para mostrar su bien formado pecho, el velo echado atrás, las mejillas pálidas, la nariz un poco encendida a causa del frío, los quevedos (que empezaba a usar por ser algo miope) calados y temblorosos sobre la ternilla, los pies inquietos estrujando la lana de una piel de carnero, hacía constar la urgente necesidad de una revolución... grande, grande, que acabara de una vez para siempre con los... me parece que dijo «los mamalones que viven a costa del prójimo».
«Pero, señoras -dije yo interviniendo y pasando de un gabinete a otro para ponerlas en paz-. ¿Qué piropos son esos y qué furor de revoluciones ha entrado en esta casa?...
Por fin, después de que las aplaqué burlándome de sus antojillos demagógicos, les dije: «Hoy es mi cumpleaños. Convido... Todo el mundo a almorzar en Lhardy.
(Gran sensación, tumulto, preparativos, sonrisas que brillaban tras un velo de lágrimas, gorjeos de Camila, alegría y reconciliaciones.)
Los móviles de estas domésticas jaranas no eran siempre políticos. Otro día Camila, después de llamar hipócrita a su hermana mayor, rompió a chillar como un ternero, jurando que no volvería a poner los pies en aquella casa. Averiguada la razón de este tumulto y de las contorsiones que mi primita hacía, resultaba ser celillos del papá. Sí, mi tío, al decir de Camila, quería más a María Juana que a sus demás hijos, distinguiendo comúnmente a aquella con mil cariñosas preferencias; de donde se deducía que mi tío no era un modelo de imparcialidad paterna, como hasta entonces habíamos venido creyendo. Siempre que las hermanas altercaban sobre cualquier asunto, por nimio que fuera, como por ejemplo, la elección de un color para vestido, cuál teatro era más bonito, si había llovido este año más que el pasado, el padre apoyaba ciegamente el partido de María Juana. «Un padre debe querer a sus hijos por igual -decía Camila aquel día entre sollozos y lágrimas». Más tarde vine a saber que todo aquel alboroto fue por un paquete de caramelos de la Pajarita. Otras veces la grave causa era «si tú me quitaste el periódico cuando yo lo estaba leyendo», o bien «que yo no fui quien dejó la puerta abierta, sino tú», o cosa por el estilo.
Debo decir, en honor de la verdad, que pasaban también semanas enteras sin que la paz se turbase, viviendo todos, padres, hijos, hermanas y yernos en aparente concordia. Siempre habría sido lo mismo si mis tíos hubieran establecido en la casa, antes de quela prole creciera, una estrecha disciplina. Mas no lo hicieron así. Era mi tía Pilar una excelente señora; pero de tan flojo carácter, que sus hijos, y aun los criados, y hasta el gato, hacían de ella lo que querían. Mi tío no se cuidó nunca de sus hijos más que para comprarles dulces y llevarles un palco para que fueran al teatro algún domingo por la tarde. Todo el día estaba en la calle, y los festivos solía ir de caza al coto que en sociedad con varios amigos tenía arrendado.
Mi primo Raimundo, de quien no he hablado aún, vivía en completa paz con mis tres primas, pues había adoptado en todos los asuntos domésticos un temperamento flemático, y aunque su mamá tenía marcadas preferencias por su único varón, este, que era insigne filósofo, como se verá más adelante, cuidaba de no hacerlas patentes delante de sus hermanas para aprovecharlas mejor.
He dicho que en Enero del 81 dio a luz Eloísa el primer nieto que tuvieron mis tíos. El tal absorbía por completo la atención de toda la familia. Abuelos, tías y madre eran pocos para mimarle. Las funciones de su organismo nuevecito, al estrenar la vida y ensayarse en los procederes elementales del egoísmo humano, preocupaban hondamente a todos los de casa.
A las inocentes brutalidades de aquel cachorro de hombre se les daba la importancia de verdaderas acciones humanas. No hay para qué hablar de la fama que tenía. Había corrido la voz de que era un rollo de manteca, y además muy mala persona, es decir, que ya tenía sus malicias, y se valía de ingeniosas tretas para hacer su gusto. Todos los recién nacidos gozan de esta opinión desde que respiran; todos son guapos, robustos y muy pillos. Y sin embargo, todos son lo mismo, feos, flácidos, colorados, más torpes que los niños de los animales y siempre mucho menos graciosos. Del de Eloísa se contaban maravillas. Era un granuja. A los dos meses ya protestaba contra las horas metódicas a que le daba el pecho el ama, y quería atracarse sin orden ni tasa. Era, pues, un gastrónomo y un libertino. A los cuatro meses mostraba su desagrado a algunas personas, y pataleaba cuando quería que le paseasen. Tenía la poca vergüenza de reírse de todo, y cuando le ponían un reloj en la oreja, se la echaba de listo, como diciendo: «Ya, ya sé lo que es eso; a mí no me la dan ustedes». A los cinco meses era realmente una preciosidad. Se parecía a su mamá. Salía a los Buenos de Guzmán en la figura y en el carácter. El ama relataba mil incidentes y malicias que indicaban el talento que iba a sacar. Algunas noches había conciertos, a que felizmente no asistía yo. Para impedirle que durmiera de día, le paseaban por la casa, le bajaban alguna que otra vez a la mía, y procuraban entretenerle haciéndole fijar la vista en objetos de colores vivos. Cuando se cansaba, restregábase el hocico con los puños cerrados que parecían dos rosas sin abrir, y a veces me obsequiaba con una sonata de las mejores suyas. Alguna vez le cogía yo en mis brazos y le paseaba, procurando que se fijara en una lámpara colgante, objeto al cual repetidas veces consagraba una atención profunda como de persona inteligente. Parecía decir: «Vean ustedes... estas son las cosas que a mí me gustan...». No sé en qué consistía que en mis brazos se tranquilizaba casi siempre. Sin duda sentía hacia mí una respetuosa estimación que no le inspiraba el ama. Mirábame con atónita dulzura, mascando sosegadamente un aro de goma y arrojando sobre mi pecho las babas que no podía recoger su babero. Con aquella muda saliva me decía sin duda: «estoy pensando, aquí para mis babas, que usted y yo vamos a ser muy buenos amigos.
Todos le querían mucho, y yo también, correspondiendo a la confianza y consideración que le merecía. Ved aquí cuán fácilmente me asimilaba los sentimientos de la familia, porque mi carácter fue siempre, salvo en las ocasiones de mal nervioso, refractario a la soledad. No me gustaba vivir en lo interior de aquella república, pero sí en sus agradables cercanías. Poco apoco fui acostumbrándome al calor lejano de aquel hogar. Así lo quería yo: bastante cerca para matar el frío, bastante lejos para que no me sofocara. Mis tíos, mis primas, los maridos de mis primas y el retoño aquel baboso me interesaban ya y eran necesarios en cierto grado a mi existencia.
Pero he de confesar que Eloísa era, de todos ellos, la que se llevaba la mejor parte de mis afectos. Solía consultarme sobre cosas de su exclusivo interés; y yo, que todo el invierno lo empleé en instalarme bien y cómodamente, pues era muy tardo y dificultoso en elegir los muebles, le pedía un día y otro el concurso de su buen juicio y de su gusto supremo para aquel fin. Entre paréntesis, diré que yo decoraba mi casa con lujo, adquiriendo todo lo bonito y elegante que encontraba en las tiendas, y haciendo traer directamente algunos objetos de París y Londres. Soltero, rico y sin obligaciones, bien podía darme el gusto de engalanar suntuosamente mi vivienda, y ser, conforme lo exigía mi posición social, amparo de las artes y la industria. Desconfiando siempre de mí mismo en materia de gusto artístico; me sometía al parecer de Eloísa, y nada se ponía en las paredes de mi casa sin que antes pasase por la prueba de su entendida crítica. Comprendí que ella gozaba extraordinariamente en ello, y como había tela de donde cortar, yo adquiría, adquiría cada vez mejores y más escogidas cosas.
Mi afecto hacia ella era de una pureza intachable; tan así que gozaba oyéndola elogiar a su marido. Díjome un día: «El pobre Pepe vale bastante más de lo que creen papá... y los amigos de casa. Tiene inteligencia; pero la pobreza y su poca salud le acobardan mucho». Otro día me dijo con acento bastante triste que estaba hastiada de vivir en casa de sus padres, que además de la idea de serles gravosa, le mortificaba la falta de independencia; que deseaba ardientemente tener su casa, casa propia, sus cuatro paredes, para vivir solita con su marido y con su hijo. Con la renta de Pepe no había que contar para este propósito tan honrado y tan legítimo, pues la paga del ministerio y el producto de unos foros gallegos que además disfrutaba, apenas eran suficientes para vestirse ambos y para el ama y algunas menudencias.
«Oye lo que ocurre -me dijo otro día, en ocasión que subí a su casa para que me hiciera el favor de elegirme unas alfombras-. A ver qué opinas. El ministro de Ultramar, que es muy amigo nuestro... anoche comieron él y papá en casa de la de San Salomó... ha ofrecido a Pepe un buen destino en Cuba. Dice papá que si tiene arreglo puede sacar en un par de años cien mil duros... sin hacer cosas malas, se entiende. Otros han traído más en mucho menos tiempo. ¿Te parece que debe aceptar? En toda la noche no he podido dormir pensando en esto, pues si por un lado quisiera resolver este acertijo de nuestro modo de vivir, por otro no me haría maldita gracia separarme de mi marido... Y lo que es irme yo a América... al pensarlo, no son plumas sino nidos de avestruces lo que siento en mi garganta. El pobre Pepe no tiene salud para aquellos climas... Y al mismo tiempo no sé... ¡La idea de verle entrar en casa acompañado de cien mil duros...! Es terrible alternativa esta, ¿no es verdad? Parece que la marquesa de Cícero está ahora muy fuerte. ¿Qué opinas tú? ¿Debemos aceptar el destino?
Esta inesperada consulta me puso en gran perplejidad. Pero mi buen juicio y mi conciencia que, teóricamente al menos, estaba llena de rectitud, inspiráronme pronto la respuesta. No, Pepe no debía exponerse a los peligros de la fiebre amarilla... no faltaba más. ¡Qué sería de su pobrecita mujer, sola y muerta de pena en Madrid!... Por ningún caso. Estaría siempre en un puro afán, pensando si le daba o no le daba el vómito, y de correo en correo su vida sería un martirio de incertidumbre... ¿Y todo por qué? Por una riqueza ilusoria... Pepe era decente y honrado, y no sabría centuplicar, como otros, los gajes de su empleo. «Ríete -le dije- de esas ganancias, sin hacer cosas malas. Pepe se volverá a España con las manos tan limpias como su conciencia, y los bolsillos más limpios aún...». Añadí que la Providencia se encargaría de arreglar aquel asunto mejor que el ministro de Ultramar. Por más que dijeran, Angelita Caballero no podía ya vivir mucho. Yo la había visto el día antes en su carruaje, hecha una hoz, tan encorvada que parecía estar besándose las rodillas... Paciencia, paciencia y calma.
Esto ocurría en Mayo; lo recuerdo, porque después de aquella conferencia fuimos todos, Camila inclusive, a casa de María Juana, a ver pasar la gran procesión del Centenario de Calderón. Los prudentes consejos que di a Eloísa fueron bien acogidos por ella y aceptados con alma. Aquel día y los siguientes estuve pensando cuán fácil me sería realizar el noble sueño de mi prima, pues con parte de lo que yo gastaba en superfluidades, habría bastado para que ella tuviese aquellas cuatro paredes suyas que la traían tan desazonada. Pero esto era tan irregular y contravenía de tal modo las leyes sociales, que no era posible expresarlo ni aun como un ofrecimiento de pura fórmula, de esos que previamente sabemos no serán aceptados. Hablar de tal cosa habría sido imperdonable falta de delicadeza. Calleme, pues, repitiendo para mi sayo una cosa que más de una vez había oído de labios de la propia Eloísa en sus horas de tristeza, y era que los bienes de la tierra están muy mal repartidos.
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