Lo prohibido: 01
I
editarEn Septiembre del 80, pocos meses después del fallecimiento de mi padre, resolví apartarme de los negocios, cediéndolos a otra casa extractora de Jerez tan acreditada como la mía; realicé los créditos que pude, arrendé los predios, traspasé las bodegas y sus existencias, y me fui a vivir a Madrid. Mi tío (primo carnal de mi padre) D. Rafael Bueno de Guzmán y Ataide quiso albergarme en su casa; mas yo me resistí a ello por no perder mi independencia. Por fin supe hallar un término de conciliación, combinando mi cómoda libertad con el hospitalario deseo de mi pariente; y alquilando un cuarto próximo a su vivienda, me puse en la situación más propia para estar solo cuando quisiese o gozar del calor de la familia cuando lo hubiese menester. Vivía el buen señor, quiero decir, vivíamos en el barrio que se ha construido donde antes estuvo el Pósito. El cuarto de mi tío era un principal de diez y ocho mil reales, hermoso y alegre, si bien no muy holgado para tanta familia. Yo tomé el bajo, poco menos grande que el principal, pero sobradamente espacioso para mí solo, y lo decoré con lujo y puse en él todas las comodidades a que estaba acostumbrado. Mi fortuna, gracias a Dios, me lo permitía con exceso.
Mis primeras impresiones fueron de grata sorpresa en lo referente al aspecto de Madrid, donde yo no había estado desde los tiempos de González Bravo. Causábanme asombro la hermosura y amplitud de las nuevas barriadas, los expeditivos medios de comunicación, la evidente mejora en el cariz de los edificios, de las calles y aun de las personas, los bonitísimos jardines plantados en las antes polvorosas plazuelas, las gallardas construcciones de los ricos, las variadas y aparatosas tiendas, no inferiores, por lo que desde la calle se ve, a las de París o Londres, y, por fin, los muchos y elegantes teatros para todas las clases, gustos y fortunas. Esto y otras cosas que observé después en sociedad, hiciéronme comprender los bruscos adelantos que nuestra capital había realizado desde el 68, adelantos más parecidos a saltos caprichosos que al andar progresivo y firme de los que saben a dónde van; mas no eran por eso menos reales. En una palabra, me daba en la nariz cierto tufillo de cultura europea, de bienestar y aun de riqueza y trabajo.
Mi tío es un agente de negocios muy conocido en Madrid. En otros tiempos desempeñó cargos de importancia en la Administración; fue primero cónsul, después agregado de embajada; más tarde el matrimonio le obligó a fijarse en la corte; sirvió algún tiempo en Hacienda, protegido y alentado por Bravo Murillo, y al fin las necesidades de su familia le estimularon a trocar la mezquina seguridad de un sueldo por las aventuras y esperanzas del trabajo libre. Tenía moderada ambición, rectitud, actividad, inteligencia, muchas relaciones; dedicose a agenciar asuntos diversos, y al poco tiempo de andar en estos trotes se felicitaba de ello y de haber dado carpetazo a los expedientes. De ellos vivía, no obstante, despertando los que dormían en los archivos, impulsando a los que se estacionaban en las mesas, enderezando como podía el camino de algunos que iban algo descarriados. Favorecíanle sus amistades con gente de este y el otro partido, y la vara alta que tenía en todas las dependencias del Estado. No había puerta cerrada para él. Podría creerse que los porteros de los ministerios le debían el destino, pues le saludaban con cierto afecto filial y le franqueaban las entradas considerándole como de casa. Oí contar que en ciertas épocas había ganado mucho dinero poniendo su mano activa en afamados expedientes de minas y ferrocarriles; pero que en otras su tímida honradez le había sido desfavorable. Cuando me establecí en Madrid, su posición debía de ser, por las apariencias, holgada sin sobrantes. No carecía de nada, pero no tenía ahorros, lo que en verdad era poco lisonjero para un hombre que, después de trabajar tanto, se acercaba al término de la vida y apenas tenía tiempo ya de ganar el terreno perdido.
Era entonces un señor menos viejo de lo que parecía, vestido siempre como los jóvenes elegantes, pulcro y distinguidísimo. Se afeitaba toda la cara, siendo esto como un alarde de fidelidad a la generación anterior, de la que procedía. Su finura y jovialidad, sostenidas en el fiel de balanza, jamás caían del lado de la familiaridad impertinente ni del de la petulancia. En la conversación estaba su principal mérito y también su defecto, pues sabiendo lo que valía hablando, dejábase vencer del prurito de dar pormenores y de diluir fatigosamente sus relatos. Alguna vez los tomaba tan desde el principio y adornábalos con tan pueriles minuciosidades, que era preciso suplicarle por Dios que fuese breve. Cuando refería un incidente de caza (ejercicio por el cual tenía gran pasión), pasaba tanto tiempo desde el exordio hasta el momento de salir el tiro, que al oyente se le iba el santo al cielo distrayéndose del asunto, y en sonando el pum, llevábase un mediano susto. No sé si apuntar como defecto físico su irritación crónica del aparato lacrimal, que a veces, principalmente en invierno, le ponía los ojos tan húmedos y encendidos como si estuviera llorando a moco y baba. No he conocido hombre que tuviera mayor ni más rico surtido de pañuelos de hilo. Por esto y su costumbre de ostentar a cada instante el blanco lienzo en la mano derecha o en ambas manos, un amigo mío, andaluz, zumbón y buena persona, de quien hablaré después, llamaba a mi tío la Verónica.
Mostrábame afecto sincero, y en los primeros días de mi residencia en Madrid no se apartaba de mí, para asesorarme en todo lo relativo a mi instalación y ayudarme en mil cosas. Cuando hablábamos de la familia y sacaba yo a relucir recuerdos de mi infancia o anécdotas de mi padre, entrábale al buen tío como una desazón nerviosa, un entusiasmo febril por las grandes personalidades que ilustraron el apellido de Bueno de Guzmán, y sacando el pañuelo me refería historias que no tenían término. Conceptuábame como el último representante masculino de una raza fecunda en caracteres, y me acariciaba y mimaba como a un chiquillo, a pesar de mis treinta y seis años. ¡Pobre tío! En estas demostraciones afectuosas, que aumentaban considerablemente el manantial de sus ojos, descubría yo una pena secreta y agudísima, espina clavada en el corazón de aquel excelente hombre. No sé cómo pude hacer este descubrimiento; pero tenía certidumbre de la disimulada herida cual si la hubiera visto con mis ojos y tocado con mis dedos. Era un desconsuelo profundo, abrumador, el sentimiento de no verme casado con una de sus tres hijas; contrariedad irremediable, porque sus tres hijas ¡ay dolor! estaban ya casadas.
II
editarEn la primera ocasión que se presentó, mi tío habló de sus tres yernos con muy poco miramiento. El uno era egoísta, el otro pobre y vanidoso, el tercero una mala persona. De confidencia en confidencia llegó hasta las más íntimas y delicadas, acusando a su esposa de precipitación en el casorio de las hijas. De esto colegí que mi tía Pilar, señora indolentísima y de cortos alcances, por quedarse libre y descansar del enfadoso papel de mamá casamentera, había entregado a sus niñas al primer hombre que se presentó, llovido en paseos y teatros. También pudo ser que ellas se sobrepusieran a la disciplina paterna, apegándose al primer novio que les deparó la ilusión juvenil.
No habían pasado quince días de mi instalación cuando me puse malo. Desde niño padecía yo ciertos achaquillos de hipocondría, desórdenes nerviosos, que con los años habían perdido algo de su intensidad. Consistían en la ausencia completa del apetito y del sueño, en una perturbación inexplicable que más parecía moral que física, y cuyo principal síntoma era el terror angustioso, como cuando nos hallamos en presencia de inevitable y cercado peligro. Con intervalos de descanso melancólico, mi espíritu experimentaba aquel acceso de miedo inmenso que la razón no podía atenuar, ni la realidad visible combatir; miedo semejante al que sentiría el que cayéndose sobre la vía férrea y no pudiendo levantarse, viera que el pesado tren se acercaba, le iba a pasar por encima... Cuando me ponía así, la vista de personas extrañas me excitaba más. Dábanme ganas de pegar a alguien o de injuriar por lo menos a los que me visitaban, y padecía mucho conteniéndome. Por esta razón no quería recibir a nadie, y mi criado, que ya conoce bien este flaco mío y otros, no dejaba que llegase a mi presencia ni una mosca. Difícil era en Madrid extremar la consigna. Ni valían estos rigores con mi tío, el cual, atropellando la guardia, se colaba de rondón en mi gabinete. Y era que creía de buena fe llevarme en sus largos discursos la mejor medicina de mi mal; jactábase de conocerlo a fondo, y en vez de hablarme de cosas que engañosamente llevaran mi espíritu a esfera distinta de mi padecer, estimaba más eficaz encararlo con este, hacerle meter la cabeza en él valientemente, como se corrige a los caballos espantadizos, acercándolos a los mismos objetos de que huyen. Díjome primero en su festivo exordio, que aquello era el mal del siglo, el cual, forzando la actividad cerebral, creaba una diátesis neuropática constitutiva en toda la humanidad. Esto se lo había dicho Augusto Miquis la noche antes. Por eso lo sabía y lo repetía como papagayo, sin entender una jota de medicina. En lo que principalmente hacía hincapié mi tío Rafael, era en dar a mi dolencia la importancia histórica de un mal de familia, que se perpetuaba y transmitía en ella como en otras el herpetismo o la tisis hereditaria.
«Todos padecemos en mayor o menor grado -me dijo amplificando mucho la relación que voy a extractar-, los efectos de una imperfeccioncilla nerviosa, cuyo origen se pierde en la crónica oscura de los primeros Buenos de Guzmán de que tengo noticia. En nuestra familia ha habido individuos dotados de cualidades eminentes, hombres de gran talento y virtudes; pero todos han tenido una flaqueza: llámala, si quieres, chifladura; bien pasión invencible que les ha descarrilado la vida, bien manía más o menos rara que no afectaba a la conducta. A unos les ha tocado el daño en el cerebro, a otros en el corazón. En algunos se ha visto que tenían una organización admirable, pero que les faltaba, como se suele decir, la catalina. Por esto, abundando tanto en nuestra familia las altas prendas de entendimiento y de carácter, ha habido en ella tantos hombres desgraciados. No han faltado en la raza tragedias lastimosas, ni enfermedades crónicas graves, ni los manicomios han carecido en sus listas del apellido que llevamos. En cuanto a las mujeres, las ha habido ilustrísimas por la virtud, algunas heroicas, pero también las hemos tenido de temperamentos tan exaltados, que más vale no hablar de ellas.
Parecíame algo fantástico lo que me contaba aquel hablador sempiterno, que por lucir el ingenio, era capaz de alimentar su facundia con materiales de invención. «Usted hubiera sido un gran novelador -le dije, y él, acercándose más a mí, prosiguió de este modo:
«Recorre la historia de la familia en los individuos más cercanos, y verás cómo hay en ella una singularidad constitutiva que viene reproduciéndose de generación en generación, debilitándose al fin, pero sin extinguirse nunca. ¡Ah! nosotros los Buenos de Guzmán somos muy célebres. Si contara lo que sé de todos, no acabaría en tres meses. Sólo diré que mi abuelo, bisabuelo tuyo, era un hombre que a lo mejor se envolvía en una sábana y andaba de noche por las calles de Ronda haciendo de fantasma para asustar al pueblo. -Tu abuelo, hermano de mi padre, se hizo construir un panteón magnífico para él solo, quiero decir, que ninguna otra persona de la familia se había de enterrar en él. Pero en el testamento dispuso que le fueran poniendo al lado los cuerpos de todos los niños pobres que se murieran en Ronda. Y así se hizo. En treinta años fueron sepultados allí más de doscientos cadáveres de ángeles. El tal tenía pasión por los niños ajenos. Acusábasele de haber aumentado considerablemente la raza humana, pues fue el primer galanteador de su tiempo. -Tu tío Paco, hermano también de mi padre, no tuvo otra manía que criar gallinas y encuadernar. Coleccionaba papeletas de entierro y hacía libros con ellas. -Tu papaíto, hijo del del panteón, merece capítulo aparte. Fue el hombre más guapo de Andalucía. A él has salido tú, y llevas su retrato en la cara. Fue también el primer enamorado de su tiempo, y jamás puso defecto a ninguna mujer, porque le gustaban todas, y en todas encontraba algún incitativo melindre, que dijo el otro. Cuando se casó con la inglesa, tu madre, creímos que se corregiría, pero ¡quia! tu mamá pasó muchas amarguras. Demasiado lo sabes.
«Vamos ahora a mi rama. Mi padre se sabía el Quijote de memoria, y hacía con aquel texto incomparable las citas más oportunas. No había refrán de Sancho ni sentencia de su ilustre amo que él no sacase a relucir oportuna y gallardamente, poniéndolos en la conversación, como ponen los pintores un toque de luz en sus cuadros. Cito esto porque también corrobora lo que voy contando. Hacía excelentes cometas y compuso una obra sobre los alfajores de la tierra. -De mis hermanos algo sabes tú; pero algo puedo añadir a tus noticias. Javier fue la esperanza de mi padre. Era precocísimo; tuvo como tú esas melancolías, ese temor de que se le caía encima un monte. De pronto le entró la manía mística, dando en la flor de tener éxtasis y visiones. Mi padre, que quería fuese marino, se disgustó. No había más remedio que meterle en la Iglesia. Estudió en el Seminario de Baeza, cuatro años, hasta que... Ya sabes que se fugó del Seminario y se casó con una aldeana. Fue dichoso, tuvo después mucha salud y no padecía más que unos fuertes ataques de dentera que le hacían sufrir mucho. Su mujer paría siempre gemelos. -Mi hermano Enrique tenía un carácter grave, prodigiosa habilidad mecánica, delicadezas de mujer y un horror invencible a las aceitunas. Sólo de verlas se ponía malo. Hizo de corcho el famoso Tajo y el puente de Ronda. Mi padre quería que fuese a estudiar a Sevilla; pero repugnábanle los libros. Enamorose perdidamente de una joven de buena familia. Eran novios y no había inconveniente en que se casaran. Pero de la noche a la mañana, Enrique empezó a caer en melancolías. Le acometió la idea de que no podía casarse, por carecer de facultades varoniles. ¡Pobre Enrique! Acabó en el manicomio de Sevilla a fines del 54. -Mi hermana Rosario no dio más señales de la infección hereditaria que el tener toda su vida violentísimo odio a los perros. No los podía ver, y lo mismo era oír un ladrido que ponerse a temblar. Casó con Delgado, y en su hijo Jesús aparece pujante el mal. Tú no le has visto. Es un ser inocentísimo, que se pasa la vida escribiéndose cartas a sí mismo.
«De mis hermanos sólo quedamos Serafín y yo. Serafín fue siempre el más robusto de todos. Era un mocetón, la gala de Ronda y el primer alborotador de sus calles de noche y de día. Por su vigorosa salud y su constante buen humor, parecía tener completos los tornillos de la cabeza. Pusiéronle a estudiar marina en San Fernando, y se distinguió por su aplicación y laboriosidad. Salió a oficial el 43, y su carrera ha sido muy brillante. Estuvo en Abtao, en el desembarco de África, en el Pacífico. Hoy es brigadier retirado y vive en Madrid, donde no hace más que pasearse. Tú le conoces. ¿Pero a que no sabes todavía en qué consiste y de qué manera tan extraña se ha manifestado en él, al cabo de la vejez, esa maldita quisicosa que no ha perdonado a ningún Bueno de Guzmán? Te lo diré en confianza. Cuando le trates más, verás en Serafín el hombre más completo que puedes figurarte, el tipo del caballero atento, discreto y cumplido, el veterano valiente y pundonoroso, y seguirás teniéndolo en el más elevado concepto hasta que descubras su flaco, el cual es de tal naturaleza, que casi me da vergüenza hablar de él. Pues Serafín ha adquirido la maña... no me atrevo a llamarla de otro modo... de coger con disimulo tal o cual objeto que ve en las casas de visita, metérselo en el bolsillo... ¡y llevárselo! No sabes los disgustos que hemos tenido... Nada, no te lo explicas, ni yo tampoco, ni él mismo sabe dar cuenta de cómo lo hace y por qué lo hace. Es un misterio de la Naturaleza, una aberración cerebral... Veo que te pasmas... Pues nada; entra mi hombre en una librería, acecha el momento en que los dependientes están distraídos, agarra un libro, se lo guarda en el bolsillo del carrik, y abur. En varias casas ha cogido chucherías de esas que ahora se estila poner sobre los muebles, y hasta perillas de picaportes, aldabas de puertas, tapones de botellas... Me ha confesado que siente un placer inmenso en esto; que no sabe por qué lo hace, que es cosa de las manos... qué sé yo... mil desatinos que no entiendo».
Bien podría ser la relación de mi tío, como he dicho antes, puramente fantástica, una de esas improvisaciones que acreditan el numen de los grandes habladores; pero fuese verdad o mentira, a mí me entretenía y agradaba en extremo. Pendiente de sus palabras, sentía yo que estas se acabasen y con ellas la historia, cuyos pormenores referentes a dolencias ajenas eran eficaz bálsamo de la mía. Parecíame que faltaba aún lo más interesante, esto es, saber en qué grado estaban mi propio tío y su descendencia tocados del mal de familia, o si por ventura se habían librado ya de tan pertinaz enemigo. Echose a reír llorando cuando le manifesté esta curiosidad, y prosiguió de este modo:
III
editar«Me parece, querido, que soy yo, entre todos los Buenos de Guzmán, el que menor lote ha sacado de esa condenada maleza. La actividad de mi vida, el afán diario de los negocios, la aplicación constante del espíritu a cosas reales me han preservado de graves desórdenes. Sin embargo, sin embargo, no ha sido todo rosas. En ciertas ocasiones críticas, a raíz de un trabajo excesivo o de un disgusto, he sentido... así como si me suspendieran en el aire. No lo entenderás, ni lo entiende nadie más que yo. Voy por la calle, y se me figura que no veo el suelo por donde ando; pongo los pies en el vacío... Al mismo tiempo experimento la ansiedad del que busca una base sin encontrarla... Pero ando, ando, y aunque creo a cada instante que me voy a caer, ello es que no me caigo. La suspensión, como yo llamo a esto, me dura tres o cuatro días, durante los cuales no como ni duermo; luego pasa y como si tal cosa. -En mis hijos, he observado fenómenos diferentes. Raimundo tiene indudablemente un gran desequilibrio en su organismo. No puedo menos de relacionar su carácter con el de otros Buenos de Guzmán, que habiendo tenido, como él, imaginación vivísima, gran aptitud teórica para todas las ramas del saber humano, no han servido para maldita cosa ni supieron hacer nada de provecho. Así es mi hijo Raimundo: un pasmoso talento improductivo, un árbol hermosísimo, cuya pingüe cosecha de flores se pudre antes de ser fruto. De niño era el prodigio de la casa. Híceme la ilusión detener un hijo que llegaría a los puestos más altos de la Nación. Pero creció, y me encontré con un soñador, con un enfermo de hidropesía imaginativa. No le falta un tornillo; yo creo que le sobra. En aquella cabeza hay algo de más. Tres o cuatro cerebros dentro de un cráneo no pueden funcionar sin estorbarse y producir un zipizape de todos los demonios.
«Paso a mis tres hijas. En ellas observo el maleficio de familia tan gastado ya, que es como un agente químico, cuyas propiedades se extinguen y acaban con el mucho uso. Y eso que son mujeres, y en opinión mía (que será un disparate fisiológico, pero es una opinión) las mujeres tienen más nervios que los hombres. Ninguna de las tres ha presentado hasta ahora desconciertos nerviosos que me pongan en cuidado, a excepción de aquellos que vienen a ser como de rúbrica en el bello sexo y sin los cuales hasta parece que perdería parte de sus encantos. María Juana, mi primogénita, es una mujer como hay pocas. ¡Qué buen juicio, qué seriedad de carácter, qué vigor de creencias y opiniones! Te digo que me tiene orgulloso. De cuando en cuando le entran misantropías, cefalalgias, y sufre la inexplicable molestia de cerrar fuertemente la boca por un movimiento instintivo que no puede vencer. Ha tratado de dar explicaciones de lo que siente; pero lo único que le he podido entender es que se figura tener un pedazo de paño entre los dientes y que se ve obligada, por una fuerza superior a su voluntad, a masticarlo y triturarlo hasta deshacer el tejido y tragarse la lana. Fíjate bien y verás que es un suplicio horrible. Desde que se casó, estos ataques son poco frecuentes.
«La complexión de Eloísa es menos vigorosa que la de su hermana mayor. Guapa como pocas, cariñosísima, dulce, sensible hasta no más, por la menor cosa se altera. Se apasiona pronto y con vehemencia, y en sus afectos no hay nunca tibieza. Era de niña tan accesible al entusiasmo, que no la llevábamos nunca al teatro, porque siempre la traíamos a casa con fiebre. Gustaba de coleccionar cachivaches, y cuando un objeto cualquiera caía en sus manos lo guardaba bajo siete llaves. Reunía trapos de colores, estampitas, juguetes. Cuando ambicionaba poseer alguna chuchería y no se la dábamos, por la noche le entraba delirio. Sufría la privación en silencio; pero el anhelo de su pobre almita se pintaba en sus lánguidos ojos. De mujer nos ha sorprendido con una simpleza que a veces me parece ridícula, a veces digna de la más viva compasión. Tiene horror a las plumas, no a las de escribir, sino a las de las aves, y por tanto horror a todo lo volátil. Pregúntale sobre esto, y te dirá que la acompaña casi constantemente, pero unos días más que otros, la penosa sensación de tener una pluma atravesada en la garganta sin poder tragarla ni expulsarla. Es terrible, ¿verdad? Se pone nerviosísima a la vista de un canario. En la mesa no hay quien le haga comer de un ave, por bien asada que esté. Hasta las plumas con que se adornan los sombreros le hacen mal efecto, y como pueda las destierra de su cabeza... A veces nos reímos de ella por esto, a veces la compadecemos. Es un ángel de bondad, y su marido (a ti te lo digo en confianza), no merece tal joya.
«Por último, mi hija Camila, la menor de las tres, es la menos favorecida en dotes morales. No es esto decir que sea mala. ¡Oh! no, no la juzgues por la apariencia. Como era la más pequeña, la hemos mimado más de la cuenta y nos ha salido mal educada. Parece una loca, parece más bien casquivana y superficial; pero yo sé que hay en ella un gran fondo de rectitud. No puedes figurarte la pena que siento cuando oigo decir que Camila acabará en un manicomio. ¡Qué injusticia! Los que tal dicen no la conocen como la conozco yo. Esas prontitudes suyas, esas extravagancias, esas sinceridades tan chocantes y a veces de tan mal gusto, no son más que chiquilladas que se le irán curando con la edad. Tres meses ha que se nos casó. Creo que este matrimonio ha sido algo prematuro; pero se puso la niña en tales términos, que una mañana me espeluznó Pilar contándome que la había sorprendido preparando una toma de fósforos disueltos en agua... Ya sentará la cabeza. Si es forzoso que también descubra y señale en Camila una puntada de neurosis, no encuentro otra más merecedora de tal nombre que querer a ese bruto...».
Al llegar aquí, la facundia de aquel gran hablador, engolosinada por la sangre de uno de sus yernos, a quien acababa de morder, la emprendió con los tres a un tiempo, dejándoles al fin bastante magullados. Hizo luego de mí, sin venir a cuento, elogios que me avergonzaron. Yo era, según él, un hombre como se ven pocos en el mundo, por las dotes físicas y por las morales. De todo este panegírico saqué otra vez en limpio, leyendo en la intención y en el desconsuelo de mí tío, que este habría deseado que sus tres hijas fuesen una sola, y que esta hija única suya hubiera sido mi mujer.
Fenómeno singular, que recomiendo a los médicos para que se acuerden de él cuando les caiga un caso de neurosis: Lo mismo fue acabar mi tío aquel prolijo cuento, historia o pliego de aleluyas de la calamidad que te aflige ¡oh perínclita raza de los Buenos de Guzmán! me sentí aliviadísimo de la parte que me correspondía por fuero de familia, y este alivio fue creciendo en términos que un rato después me encontraba completamente bien. El ataque había pasado como nube arrastrada por el viento.
IV
editarRatos muy buenos pasaba yo en casa de mi tío, donde nunca faltaba animación. Eloísa vivía con sus padres; Camila en un tercero de la misma casa, pero todo el santo día lo pasaba en el principal; María Juana, que habitaba en el barrio de Salamanca, hacía largas visitas a la casa de Recoletos. Viéndolas allí a todas horas alrededor de su madre, charla que charla, unas veces riendo, otras disputando sobre cualquier tema de actualidad, se habría podido creer que eran solteras, si la presencia de los respectivos consortes no lo desmintiese.
Pocas mujeres he visto más arrogantes que María Juana. Era una belleza estatuaria, diosa falsificada, clasicismo vestido, si los mármoles admitieran el corsé de ballenas y las telas modernas. Desde que la conocí, inspirome más admiración que estima, pues algo va de escultura a persona. Su airecillo presuntuoso no fue nunca de mi agrado. Por aquellos días no había empezado a engordar todavía, y así su engreimiento no tenía la encarnación monumental que ha tomado después. Su marido me fue más simpático. Pareciome un hombre de gran rectitud, veraz, sencillo, con cierta tosquedad no bien tapada por el barniz que le daba su riqueza; callado, prudente, modesto en todo, y muy principalmente en la estatura, pues era uno de los hombres más pequeños que yo había visto. Cuando paseaba con su mujer, por cada dos pasos que ella daba, él tenía que dar tres. Después supe que no era ambicioso, que no aspiraba a ser padre de la patria, ni a fatigar a los órganos de la publicidad con la repetición de su nombre; lo que me sorprendió, pues es de hombres chicos el apetecer cosas altas. Gustaba de la vida oscura, arreglada y cómoda, y sus ideas, poco brillantes, giraban dentro del círculo estrecho del ya anticuado criterio progresista; pero siendo el tal una de las personas que con más sinceridad deploraban los males del país, no tenía la petulancia de creerse llamado, como otros campeones del vulgo, a remediarlos por sí mismo. Contáronme que su origen era humilde. Su padre, que había hecho mucho dinero con los transportes en la primera guerra civil, usaba siempre en Madrid el pintoresco traje de Astorga.
Muerto su padre, Cristóbal Medina heredó con sus dos hermanos una pingüe fortuna. Casó con mi prima dos años antes de mi venida a Madrid, y hasta entonces no habían tenido sucesión, ni después la han tenido tampoco. Viviendo en plácida armonía, en su casa todo era orden y método. Gastaban mucho menos de lo que tenían y no se señalaban por su generosidad. Así llegó la malicia a tacharlos de sordidez y del prurito de alambicar, apurar y retorcer demasiadamente los números. No sé si era esta u otra la causa de que tuvieran algunos enemigos, gente quizás desgobernada y maldiciente que persigue con sátiras de mal gusto a los que no tiran el dinero por la ventana. Una señora muy conocida que fue compañera de colegio de mi prima y después, por ciertas cuestiones, ha trocado su cariño en odio implacable, le puso un apodo que por suerte no ha prevalecido sino en el círculo de los envidiosos. Recordando que al padre de Cristóbal se le conocía hace cuarenta años por el ordinario de Astorga, dio aquella mala lengua en llamar a María Juana la ordinaria de Medina.
En cuanto al mérito intelectual de esta, bastaba tratarla un poco para descubrir en ella ideas muy juiciosas, por ejemplo: dar más valor a las satisfacciones de una conducta honrada que a los vanos éxitos de la vida oficial; preferir los moderados goces de una fortuna bien distribuida a los regocijos escandalosos con que algunas casas ocultan sus trampas y su ruina. De sus conversaciones se desprendía un tufillo puritano, una filosófica reprobación de las farsas sociales, guerra sorda a los que suponen más de lo que son y gastan más de lo que tienen. Pagaba su tributo a la sátira corriente, que se ha hecho amanerada de tanto pasar y repasar por labios españoles, quiero decir, quedaba curso a esas resobadas frases que parecen un fenómeno atmosférico, porque las hallamos diluidas en el aire de nuestro aliento y en las ondas sonoras que nos rodean: «¡Oh! si aquí se trabajara; si no hubiera tanto vago, tanto noble arruinado que vive del juego, tanto abogadillo cesante o ambicioso que vive de las intrigas políticas...!». Debo añadir que María Juana había adquirido, no sé si en libros o en algún periódico, ciertas menudencias de saber político, religioso y literario, que eran la admiración mayor de todas las admiraciones que su marido tenía por ella. El amor de Medina principiaba en ternura y acababa en veneración, motivada sin duda por la superioridad de ella en todos los terrenos. Tenía este matrimonio muchas y buenas relaciones. ¿Cómo no tenerlas si eran ricos, cuando hasta los más necesitados y humildes se codean aquí con los poderosos, con tal que sepan envolver su miseria en el paño negro de una levita?
V
editarMi prima Eloísa era tan guapa como su hermana mayor, y mucho, pero mucho más linda. María Juana era una belleza marmórea; mas Eloísa pareciome obra maestra de la carne mortal, pues en su perfección física creí ver impresos los signos más hermosos del alma humana, sentimiento, piedad, querer y soñar. Desde que la vi me gustó mucho, y la tuve por mujer sin par, lo que todos soñamos y no poseemos nunca, el bien que encontramos tarde y cuando ya no podemos cogerlo, en una vuelta inesperada del camino. Cuando vi aquella fruta sabrosa, otra la tenía ya en la mano y le había hincado el diente.
Al poco tiempo de tratarla mis simpatías se avivaron, y me confirmé en la idea de que sus hechizos personales eran simplemente el engaste de mil galas inestimables del orden espiritual. Figureme hallar en su cara no sé qué expresión de dolor tranquilo, o bien cierto desconsuelo por verse condenada a la existencia terrestre. Parecía estar diciendo con los ojos: «¡Qué lástima que yo sea mortal!». Al menos así me lo hacía ver mi exaltada admiración. Pronto creí notar en ella un gusto exquisito, un discernimiento admirable para juzgar casi todas las cosas, sin pedantería ni sabiduría, tan natural y peregrinamente como cantan los pájaros, no entendiendo de música. Igual admiración me produjo el sentido práctico que a mi parecer mostraba en las cuestiones y disputas con su mamá y hermanas. Quizás estaba yo alucinado al creer que Eloísa tenía siempre razón.
La diligencia con que sabía atender al aseo, al arreglo y a la apropiada colocación de todas las cosas me cautivaba más. A medida que iba yo teniendo más confianza con ella, mostrábame nuevas notas de su carácter, en consonancia con las armonías del mío. En su ropero y en una hermosa cómoda antigua tenía colecciones bonitísimas de encajes, de abanicos, de estampas y algunas alhajas de mérito artístico. Al enseñarme aquellos tesoros con tanto amor guardados, solía dejar entrever desconsuelo de que no fueran mejores y de no tener objetos sobresalientes por la riqueza del material y el primor de la obra. El «si yo fuera rica» esa expresión, esa queja universal que sale de los labios de toda persona de nuestros días (y de estos alientos se forma la atmósfera moral que respiramos), brotaba de los suyos con entonación tan patética, que me causaba pena. Por otras conversaciones que tuvimos hube de atribuirle notable aptitud para apreciar el valor de las acciones humanas, teniendo, por tanto, andada la mitad del camino de la virtud. Todo esto pensaba yo en mi entusiasmo caballeresco y silencioso por aquella perla de las primas. Habríame parecido un ideal humanado, criatura superior a las realidades terrestres, si estas no estuvieran por aquellos meses inscritas y como estampadas en su contextura mortal. Cuando aquella divinidad me fue conocida, se hallaba en estado interesante. No sé decir si me parecía que ganaba o perdía en ello su carácter ideal. Creo que a ratos la rebajaba a mis ojos y a ratos la enaltecía, aquella prueba evidente de la reproducción de sus gracias en otro ser.
Una mañana, a los cuatro meses de vivir yo en Madrid, mi criado, al despertarme, díjome que aquella noche la señorita Eloísa había dado a luz un robusto niño con toda felicidad. Grande alegría en la casa. Yo también me alegré mucho. Sentía hacia la que ya era mamá un cariño leal y respetuoso, verdadero cariño de familia, sin mezcla de maldad alguna.
El marido de mi prima Eloísa era noble, quiero decir, aristócrata. Pertenecía a una de esas familias históricas que con los dispendios de tres generaciones han concluido en punta. Pepe Carrillo (Carrillo de Albornoz) había venido haciendo momos a mi primita desde que ella estaba en el colegio y él en la Universidad. Si se amaron o no formalmente, no lo sabía yo entonces. Sólo me consta que fueron novios más o menos entusiasmados como unos ocho años, y que cumplieron todo el programa de cartitas, soserías y de telegrafía pavisosa en teatros y paseos. Carrillo era pobre por sí; pero tenía en perspectiva la herencia de su tía materna, Angelita Caballero, marquesa de Cícero, que era muy anciana y estaba ciega y medio baldada. Esta condición de presunto heredero de un título y de un capital le hizo interesante a los ojos de mis tíos. Casó con Eloísa cuando esta había cumplido veinticuatro años. Cuando le conocí, estaba el infeliz atenido a un triste sueldo en el ministerio de Estado; pero la esperanza de la herencia le daba alientos para conllevar su vida oscura.
Tenía buena estampa, fisonomía agradable, maneras distinguidísimas; pero una salud tan delicada y una naturaleza tan quebradiza, que la mitad del año estaba enfermo. Respecto a su saber intelectual y moral, debo decir que mis primeras impresiones le fueron muy favorables. Carrillo era un joven estudioso, discreto, y que anhelaba sin duda honrar la clase a que pertenecía. Quería contarse entre esa docena de personas tituladas que no satisfechas con saber leer y escribir, aspiran a reconstituir la nobleza como una fuerza social y a rehacer esta importante rueda para engranarla en la mecánica política de la Nación. Carrillo, en sus horas de soledad doliente, leía a Erskine May y a Macaulay, deseando saciar en tan ricas fuentes su sed del conocimiento de un sistema admirable, que entre nosotros es pura comedia. Su conversación me declaraba un juicio claro, con pocas ideas propias, pero con aprovechada asimilación de las ajenas.
Pronto hube de observar contraste chocante entre aquel marido de una de mis primas y el marido de la otra, Cristóbal Medina. Este mostraba simpatías hacia instituciones contrarias en absoluto a la humanidad de su origen, y dejaba entrever exagerados respetos hacia las clases históricas y castizamente conservadoras, mientras que Carrillo, aristócrata de sangre, no ocultaba su querencia a los sistemas cuyo verbo es la sanción popular. Su mujer le daba alas para esto, poniendo el sello simpático de la aprobación femenina a un orden de ideas que, aun fundadas más bien en lecturas recientes que en añeja convicción, siempre son generosas. Alguien afirmaba que aquel liberalismo del buen Carrillo era un fenómeno de pobreza y señal de lo mucho que tardaba en morirse la marquesa de Cícero, siendo muy probable que todo cambiaría cuando hubiera cuartos que conservar. En aquellos días yo no había podido juzgar aún por mí mismo de asunto tan importante.
VI
editarVoy ahora con mi prima Camila, la más joven de las tres. Desde que la vi me fue muy antipática. Creo que ella lo conocía y me pagaba en la misma moneda. A veces parecía una chiquilla sin pizca de juicio, a veces una mala mujer. Serían tal vez inocentes sus desfachateces, pero no lo parecían, y el parecer dicen que en achaque de moral no es menos importante que la moral misma. Era una escandalosa, una mal educada, llena de mimos y resabios. No debo ocultar que a veces me hacía reír, no sólo porque tenía gracia, sino porque todo lo que sentía lo expresaba con la sinceridad más cruda. El disimulo, que es el pudor del espíritu, era para ella desconocido, y en cuanto a las leyes del otro pudor, venían a ser, si no enteramente letra muerta, poco menos. No podré pintar el asombro que me causó verla correr por los pasillos de su casa con el más ligero vestido que es posible imaginar. Un día se llegó a mí en paños, no diré menores, sino mínimos, y me estuvo hablando de su marido en los términos más irrespetuosos. A veces, después de correr tras las criadas y hacer mil travesuras, impropias de una mujer casada, se ponía a tocar el piano y a cantar canciones francesas y españolas, algunas tan picantes, que, la verdad, yo hacía como que no las entendía. A lo mejor, cuando parecía sosegada, se oía un gran estrépito. Estaba en la cocina jugando con las criadas. Su mamá la reñía sin enfadarse, consintiéndole todo, y aseguraba que era aquello pura inocencia y desconocimiento absoluto del mal. Otras veces dábale por ponerse triste y llorar sin motivo y decir cosas muy duras a su marido, a sus padres mismos, a sus hermanas, a mí, quejándose de que no la queríamos, de que la despreciábamos. Mi tía Pilar, alarmándose al verla así, mandaba preparar abundante ración de tila. Eran los nervios, los pícaros nervios.
Tenía la mala costumbre de hacer desaires a respetables amigos de la casa. Era por esto muy temible, y sus padres pasaron sonrojos por causa de ella. Tenía flexible talento de imitación; remedaba graciosamente la voz y el gesto de todos los de la casa, y de los parientes, amigos y allegados; sabía hablar como las chulas más descocadas y como las beatas más compungidas. Cuando estaba de vena era una comedia oírla.
Era la menos guapa de las tres hermanas, bastante morena, esbeltísima, vigorosa, saludable como una aldeana, y se jactaba de que jamás un médico le había tomado el pulso. Su agilidad era tan notable como aquella coloración caliente, sanguínea de su piel limpia y tostada, indicio de un gran poder físico. Sus ojos eran grandes, profundamente negros y flechadores, como algunos que solemos ver cuando visitamos un manicomio. Francamente, me pareció que si no era loca le faltaba muy poco. Yo sentía miedo al oírle conceptos y reticencias que nunca están bien en boca de una señora. No podía soportar aquel carácter, que era la negación de todo lo que constituye el encanto de la mujer. La discreción, la dulzura, el tacto social, el reposo del ánimo, el culto de las formas éranle extraños. Considerábala como la mayor calamidad de una familia, y al hombre condenado a cargar semejante cruz, teníale por el más infeliz de los seres nacidos.
El nazareno de aquella cruz era un joven oficial de Caballería, llamado Constantino Miquis, de familia manchega, hermano de Augusto Miquis, médico de fama. Al tal le consideré, desde que le vi, destituido de todo mérito, de toda prenda seductora y de todo atractivo personal que pudieran encender el cariño de una joven. Por no tener nada, no tenía ni dinero, pues habiéndose casado a disgusto de su familia, esta no le daba socorro alguno. Matrimonio más disparatado no creí yo que pudiera existir. Sin duda en aquella extravagante prima mía las acciones debían de ser tan absurdas como las palabras y los modos. No podía explicarme su casamiento sino por un desvarío cerebral, por la falta absoluta del tornillo o tornillos que tan importante papel hacían, según mi tío, en la existencia de los Buenos de Guzmán. A poco de ver y oír al oficialete, preguntábame yo con asombro: «Pero esta condenada, ¿qué encontró en tal hombre para enamorarse de él?». Porque Constantino era feo, torpe, desmañado, grosero, puerco, holgazán, vicioso, pendenciero, brutal. Lo único que podía yo alegar en favor suyo, dudando mucho de que fuese un mérito, era su constitución no menos vigorosa que la de mi prima, y la humildad con que se sometía a todos los caprichos de ella. No sabía nada de nada; sólo entendía de hacer planchas gimnásticas, tirar al florete y montar a caballo. El deseo que yo tenía de ver justificada de algún modo la ilusión de Camila, llevábame a dar a aquellas habilidades físicas más valor del que tienen como adorno de la persona; pero ni aun poniendo a los acróbatas y gandules de circo sobre todos los demás hombres, lograba yo motivar razonablemente la inclinación de mi prima. ¡Misterios del cariño humano, que a menudo va por sendas tan contrarias a las de la razón! Contáronme que mis tíos se opusieron al casamiento; pero que la niña manejó con tal arte el resorte de sus nervios, mimos, y de sus temibles espontaneidades, que los papás hubieron de ceder por miedo a que llegara el caso de llamar al doctor Ezquerdo. Cuando tuve confianza con ella, le decía yo: «Vamos a ver, Camila, sé franca conmigo. ¿Por qué te enamoraste de Constantino? ¿Qué viste, qué hallaste, qué te gustó en él para distinguirle entre los demás y entregarle tu corazón?». Y ella, con naturalidad que me confundía, replicaba: «Pues le quise porque me quiso, y le quiero porque me quiere».
Dijéronme que después de casada, las rarezas de mi prima habían tenido alguna ligera modificación. «¡Pues buena sería antes!» pensaba yo. A su marido le trataba, delante de todo el mundo, con extremos y modales chocantes. Unas veces le daba besos y abrazos públicamente; otras le decía mil perrerías, tirábale del pelo y aun le pegaba, gritando: «Quiero separarme de este bruto... ¡Que me lo quiten!...». Pero el estado pacífico era el más común, y las breves riñas paraban pronto en reconciliaciones empalagosas con besuqueo y tonterías poco decentes a mi ver.
El oficialete era una alhaja. Quejábase con insolente amargura de estar muy atrasado en su carrera. «Pero usted -le preguntaba yo-, ¿qué ha hecho? ¿En qué acciones de guerra se ha encontrado? ¿Cuáles son sus servicios?». Al oír esto un día, mirome de tal modo que pensé iba a sacar el sable y a pegarnos a todos los presentes. Pero lo que hizo fue soltar una andanada de groseras injurias contra toda la plana mayor del ejército. Francamente, me daba tanto asco, que le volví la espalda sin decirle nada. No le creía merecedor ni aun de la impugnación de sus estupideces. María Juana, que estaba allí, díjome aparte con mal contenida ira: «Siento no ser hombre... para darle dos bofetadas».