Poesías (1913)
de Evaristo Carriego
LEYENDO A DUMAS
(Fragmento).


— Ya es hora, prima: las nueve.
Empieza, pues, la lectura.
Ruge el viento afuera: llueve,
y el viejo caño murmura
un son constipado... un son...
Empieza ya, que la abuela
te ha prometido atención.
Abre la dulce novela
donde tanta bella historia
nos cuenta el novelador,
que cuando uno hace memoria
no sabe cual es mejor:
El embozado que ama
a una que no conoce
y a quien dio cita la dama
cerca del Louvre, a las doce.
La cena de la hostería...

la hora... la callejuela...
¡Medrada la fantasía
y vacía la escarcela!
Cadetes, guardias, tizonas,
siempre en trances de estocadas
y venga oir las gasconas
ingenuas baladronadas.
Intrigas de cortesanos;
fastuosos, regios festines...
¡Qué altivos, qué soberanos
van los bravos paladines
pasando con sus sombreros
de multicolores plumas!
¡Ay, prima, los caballeros
amados del viejo Dumas!
Brunos los del Mediodía,
rubios los del Septentrión:
quién viene de Picardía
y quién del pais Bretón.
Hidalgüelos, segundones,
bolsa ruin y noble cuna...
Mienten bien los fanfarrones
lances de amor y fortuna.
¡Y es de ver! En el apuesto
continente, ¡qué jactancia!
Luce empenachado el gesto
de los soldados de Francia.
¡Qué de contar cosas bellas

en el patio del mesón,
frente a unas cuantas botellas
del buen vino borgoñón !
¡yino de Borgoña, sabio
vino que torna sutil
el ingenio, cuando el labio
dice una razón gentil;
vino de Borgoña, vino
que si se bebe una vez
nos deja como un divino
recuerdo de su embriaguez!




Abre la novela, amiga.
Nosotros te escucharemos:
Sabes que no nos fatiga
oir tu voz. Continuemos
el capítulo empezado
anoche, ese donde va
casi al fin de su reinado
Carlos IX de Valois.
Carlos nueve, rey poeta,
príncipe de noble raza,
que con palabra discreta
narra historias de la caza.
Rey cazador, rey trovero,
entendido en montería
que charla con su halconero

de achaques de cetrería
y hace versos con Ronsard.
Muchas veces él ha dicho
que quisiera ser juglar;
pero sólo es un capricho
de señor que se fastidia
presa de un sombrío encono,
quizá al ver cuanta perfidia
hay en torno de su trono,
cuantas mezquinas traiciones...
Fuera su vida serena
a no ser las ambiciones
de la casa de Lorena.
Caviloso, hosco, altanero,
no le mirase la corte
de venir el heredero
que no le da su consorte. —

Si es que al responder no intentas
burlarte, novelador:
¿de las cosas que nos cuentas
cuál de todas es mejor?
Narren prosas las odiosas
pasiones de Catalina.
¡Ah, las intrigas tortuosas
de su astucia florentina!
¡Margarita!... elogien versos
su belleza: canten liras,

pero no en votos adversos,
ni en cortesanas mentiras,
el nombre de la más bella
princesa de cuento en flor:
ninguna fué como ella,
sabia en latín y en amor.
No lució tan alta estrella
la constelación real:
repito que como ella
ninguna... No es madrigal.
¡Los secretos que no ignora
cierta azafata! Si hablara
y la oyesen, su señora
inclinaría la cara
avergonzada en el pecho. —
Mas no tema la realeza;
ni por femenil despecho
cometiera tal vileza.
Elogie la lira, alabe
el dulce rostro soñado
a la luz serena y suave
de su sonrisa.
A su lado
que antipático, que feo
personaje el de Alengón.
Me parece que le veo
meditando una traición.
Nunca tuviese enemigo

tan desleal el Bearnés:
mal hermano, mal amigo
y mal príncipe francés.
Da risa cuando concibe
empresas que él sueña grandes:
si a batallar se apercibe
— memorias mandan de Flandes -
casi no hay quien le venza,
¡vaya con el capitán!
y era nieto, ¡qué vergüenza!
del héroe de Marignán...

Llore el verso al gentilhombre
más cumplido y más galante
que en Provenza llevó nombre;
al amador más constante.
Lector el que le recuerde
téngale en memoria fiel:
presumido, pisaverde,
pero valiente doncel.
Resuelto, airoso, buen porte,
poeta y espadachín,
entró con mal pie en la corte
y fué trágico su fin.
¡Pobre Lamole! Verso, rima,
llorad por el caballero
vuestra canción...
— Sigue, prima.

— ¿Y aquel bravo compañero,
pelirrojo, vulgarote,
locuaz, pendenciero, que
mató uno que otro hugonote
en la San Bartolomé?
Siempre metido en pendencias
no dan poco que reir
sus airadas ocurrencias;
eso si, supo morir.

Monseñor, Duque de Guisa,
¿esa apostura bizarra
no merece una sonrisa
de la Reina de Navarra?
¡Ah, la sonrisa orgullosa
del dulce tiempo feliz,
cuando ella encontraba hermosa
la gloriosa cicatriz
que sobre el rostro persiste,
como un blasón de fiereza!
Se os ve serio, adusto, triste:
¿qué es de la vuestra grandeza?
Margarita... Ella no sabe!
Sólo por decir: ¡la vi!
mordido de duda grave
abandonasteis Nancy,
y os la halláis, — con cuanta pena,
monseñor! — de otro prendada...

A vos, duque de Lorena,
el de la cara cortada.
No ya caído el embozo,
solo, en la noche desierta,
ahogando vuestro ardor mozo
acecharéis cierta puerta.
¡No! Ya no furtivamente
a la hora de la queda,
a vuestro oído impaciente
llegará el rumor de seda
de un vestido:
« — Dios os guarde
monseñor... La noche es fría...
Vamos, seguidme, que es tarde... »
Voz juvenil que decía
con acento picaresco:
« — Dejad pasar, es amigo...»
al centinela tudesco
que vela junto al postigo
con soñoliento desgano.
Ya no como sombra vaga
cruzaréis, firme la mano
en el puño de la daga,
por desiertos pasadizos
de negruras torvas, hondas,
lejos de reitres y suizos
que, ya giradas sus rondas,
como al calor familiar

de las cosas de la tierra,
hablan del distante hogar
o de lances de la guerra.
No iréis, sigiloso el paso,
aunque marcial la apostura,
como marchando al acaso
de una trivial aventura,
sonriendo de cuando en cuando
a la azafata que os mira
a hurtadillas, suspirando:
(¿por qué será que suspira?)
Ni temiendo algún injusto,
algún celoso reproche
que os cause pena y disgusto
subiréis a media noche,
con rendido pensamiento,
por ignorada escalera
al retirado aposento
donde Margot os espera,
no sin que a su rostro asome
la inquietud y la emoción,
mientras Carlos juega al home
con Juan, duque de Crillón,
quien fácilmente se irrita
perdiendo algunos doblones,
en tanto Alenqón medita
en sordas conspiraciones
y la reina madre reza

sus oraciones nocturnas
porque huyan de su cabeza
las ideas taciturnas,
o, abandonando hace rato
el libro que no leía,
departe con su Renato
de alquimia y hechicería.
No ya por los corredores
de palacio habrán de ir luego
vuestros pasos sin rumores,
ni oiréis, apagado, el ruego:
— «Alzaos, duque, la espuela >,
— de la azafata que os guía
y que de todo recela: —
¡no os señale algún espía
a rufianescos aceros!
Se urden tantas emboscadas
que bien pueden sorprenderos
y daros de puñaladas...»

Margarita... Ella lo sabe:
sólo por decir «¡la vi!...>
mordido de duda grave
abandonasteis Nancy.
Ya no más iréis a verla
ni elogiará la azafata
vuestra ropilla gris perla
ni vuestra capa escarlata.

La azafata... Oh, su indiscreto,
su delicioso rubor...
Quizás pensaba en secreto:
— «¡Qué arrogante es Monseñor!...»