Lenguaje de las estaciones/En el invierno

En el invierno

:::::I


El monte

            Siguiéndole en la ladera
hasta ojearlo en el soto,
cumpliera el guarda su empeño
como debe un hombre mozo.
que si el jabalí en la huida
arrojaba espuma a chorros,
con eso y dejar el rastro
me habréis frustrado el propósito.
Dijéraos la experiencia
que (mientras abren un foso,
al romper los ventisqueros,
y al cruce de los arroyos),
si pisan los caracoles,
marcan poco más que el corzo,
y, si el viento bate, arrasa
la nieve, y se cubre el hoyo.
-«Señor, cargó la cellisca;
»iba con dos mil demonios
»huyendo, y mostraba un cerro
»tan alto como el de un toro...»
-Por si hay días de fortuna,
que se logran dentro el chozo,
quédese el guarda del monte
calentándose al rescoldo.

¡Ah, de la tropa que marcha
en día tan borrascoso,
el hielo y el sudor juntos
en los azotados rostros!...
¡Lleváis perdida la senda!
-Para advertencias yo sobro:
damos pique a unos forzados
por delitos espantosos,
que rompieron la cadena
no lejos de estos contornos.
Cinco son los malhechores:
si los viste, suelta el soplo;
pero si no los has visto,
paisano, como supongo,
puedes tomar la del humo,
como dicen dijo el otro.

-No los vi, señor sargento,
mal que me habléis de ese modo,
pues si vos mandáis soldados,
el tiempo os mandará pronto...
Cuidad, si es caso, volver
sobre vuestros pasos...
-Lo oigo.
Y siguiéronle en silencio
nueve hombres respetuosos,
el hielo y el sudor juntos
en los azotados rostros.




-¡Alto! ¡A la gente que llega
sois extraños!...
-¡No haya enojo!...
Gente honrada, caballero:
un obispo, tres canónigos
y el cura de la parroquia
que suministra el santo óleo.
-Es su escopeta mojada
la carabina de Ambrosio;
pero su merced la ponga
donde no nos haga el coco.
-Es que a la capa del cielo
no hay quien le coja el embozo,
y la manta de la nieve
mala manta es para el hombro.
-Si su merced nos cobija,
cuente nos hace el negocio,
y a cambio le enseñaremos
el refrán que gasta el moro.

-Cuidad de llevar la cuenta
desque toquéis aquel olmo;
de frente, a mil pasos justos,
hay un peñasco y un tronco:
el tronco tapa una cueva;
entradla, y en un recodo
hallaréis de mis pastores
el hato... y adiós...
-Acoto,
con el conque de que aprenda
el refrán que gasta el moro.
Dice el gitano cuatrero
mirando por su mondongo:
«Donde comas, no hagas daño,»
y aquí, sin ser roba-potros,
somos, como si dijéramos,
agradecidos de estómago.
Su merced, que tiene pesquis,
sáquele la púa al trompo.
Los que fían en Mahoma
nunca ponen en remojo
la espingarda, por si acaso
Mahoma se vuelve tonto;
y dicen: «Sal prevenido
»para ir a caza del lobo
»como si fueras a hallarte
»con el león...» Ahí va el cobro
de la deuda que tuvimos
con su merced: vale el oro
algo menos que un consejo
para casos que no nombro:
y acabo, y para que entienda
lo que vale el ser rumboso,
quiero pagarle con sobras,
y allá van cinco de corto.
Este mundo es un fandango,
cada cual baila a su modo,
y aquel que anda sin pareja
parece que está de bolo.


Partiéronse los bandidos
menos fieros que orgullosos,
y oí plañidos de hembra,
gritos histéricos, roncos.
¡En la soledad las lágrimas!
¡El dolor!... y el mundo sordo,
mientras la nieve caía
en silencio copo a copo.

-«Madre de estos pobres niños,
»más desnudos que andrajosos;
»mujer, cuyo llanto acusa
»ser madre, mientras que el rostro
»y los arrugados pechos
»y los cabellos canosos
»dijeran a quien tus gritos
»no oyó, que das testimonio
»de la ancianidad que siente
»su ruina y, con desdoro
»del sexo, muestra sus miembros
»al hombre en feos despojos
»del tiempo; vieja fecunda,
»madre de estos temblorosos
»niños, que juntan sus lágrimas
»a las que vierten tus ojos:
»¿Quién os dejó en este sitio
»vil traidor, o vil medroso?»
-«Señor, en el mundo estamos;
»dad a mis hijos socorro:
»ellos, acaso algún día,
»os lo paguen a su modo.
»Lleváralos yo en mi vientre,
»a mis hijuelos hermosos,
»al calor que allí sentían
»antes de escuchar su lloro...
»¡Los hijos en las entrañas
»de la madre pesan poco!
»Como los parí desnudos,
»con mi cuerpo los arropo,
»pues a cubrirnos no bastan
»los harapos que recojo.
»Hemos de andar el camino,
»y, aunque los alterno y pongo,
»a veces en mis caderas,
»a veces sobre mis lomos,
»nos rinden en la jornada
»el sol, la nieve o el lodo.
»¡Pocos dolores de madre
»sintió la que pare sólo,
»y hambrientos no ve a sus hijos
»arrastrarse, por un sorbo
»de agua o por triste pedazo
»de pan que desechan otros!..
»Ibamos, señor, en busca
»de la caridad de todos.»
-«Tened mi pan, hijos míos:
»Madre, aliéntate; yo tomo
»tus dos hijos en mis brazos;
»sígueme a un abrigo próximo.»
Y los niños inocentes,
flacos, comidos de piojos,
mordían el pan, mirándose
envidiados y envidiosos.

-«Guarda del bosque, si deja
»del jabalí fatigoso
»la pista, atienda a estos niños
»y, hasta que yo vuelva, acójalos.»


Sentí tristeza en el alma:
reinaba un silencio insólito
en la región del desierto,
debajo un cielo de plomo.
El viento plegó las alas:
se pararon los arroyos;
los árboles, que dormían
cual gigantes sigilosos,
parecióme contemplaban
la naturaleza atónitos...
Y tarde, de vez en cuando,
de las selvas en el fondo,
agobiados por el peso
de la nieve, los hojosos
álamos se desgajaban
con gemido perezoso.-
Vi a los míseros soldados...
¡No volvían más que ocho!

-«¿Por dónde vais, mis amigos?
»Perdidos sois, yo os lo abono,
»si no consentís ahora
»la salvación que os propongo.»
Respondió el de más aliento:
-«Su merced mande a su antojo:
»de los santos de la corte
»celestial, es San Antonio
»el santo que más atiende
»de los santos que conozco.»
Yo le dije: Santo mío,
haz que se nos coma el lobo,
o que venga a socorrernos
el que nos cantó el responso...,
cuando vio que le dejábamos
como quien escucha un loro.
A su merced le ha traído
ese santo milagroso,
y por el mismo le ruego
nos aloje junto al horno,
porque traemos pasadas
las penas del purgatorio.-
¡Mal haya quien fía hombres
a comandantes bisoños!
Murió el sargento Carranza;
mató el perro el cabo Romo;
los dos sin sacar las fuerzas
por ser unos hombres flojos,
y quedáronse espasmados
sonriendo como bobos.-
Visto el sálvese quien pueda,
su servidor, Juan Cebollo,
que fue rabadán de cabras
antes de llevar el chopo,
y hoy luce una cruz de mérito
con quince reales de momio,
tomó el mando de estos chicos,
que, aunque parezcan modorros,
tienen más pies que el Sargento:
y hablar del cabo me ahorro
con decir «cabo de pluma,»
que es decir de paso corto.
Su merced les pase lista,
que a sus órdenes los pongo:
siete son, y mi persona
ocho, número redondo.


Súbito se oyó distante
siniestro tiro dudoso,
señal de quien pide auxilio,
traición de facinerosos.
Al disparo respondimos
con disparos, y remotos
los ecos de las cavernas,
invisibles, misteriosos
centinelas del desierto,
do el miedo finge los monstruos,
caminaban a perderse
hacia términos ignotos.-
Siguiéronme los soldados,
e iba el jefe, Juan Cebollo,
rezando el «Santa María»
con acento fervoroso,
alternando el «Dios te salve,»
que prorrumpían en coro
los restantes compañeros...,
y así llegamos al chozo.

¡He aquí el valle de miserias!
¡He la humanidad!... ¿Qué somos?
¡La fraternidad no fuera
ni la caridad tampoco,
a no ser valle de lágrimas
la tierra que nos da apoyo!
¡La misericordia nace
de nuestros dolores propios!


¡Cristiana melancolía,
dolor con íntimo gozo!
La piedad, en la inclemencia,
no lleva al altar sus votos;
mas trueca en templo los ámbitos
del invierno rigoroso
quien dio lenguas al desierto
nos dio la oración, y el sordo
rumor de las soledades
habla de Dios a su modo.

II


El hogar

¿Ves, hermana, cómo acude
tras la aflicción el consuelo,
sin que el corazón se advierta
ni lo procure el deseo?
Antes, al volver la vista
a la cruz del cementerio,
vertías acerbas lágrimas
con amargo desaliento;
y hoy, con los ojos enjutos,
pronunciando el Padre-nuestro,
han apartado tus manos
la nieve del santo suelo,
donde de nuestros mayores
yacen los mortales restos,
cuyas almas inmortales
te bendicen desde el cielo.
Se han cambiado tus sollozos
y los ayes de tu pecho
en plácidas melodías
que acusan otros afectos...
Y esa misma cantilena
del ángel que guarda el sueño
de los niños, la aprendiste
en el regazo materno.
Nuestra madre te la dijo,
abrigándote en su seno,
con arrullo de paloma
cuando ampara sus hijuelos.
Y la rueca, con sus flores
de siempreviva al extremo,
y el huso de plata fina,
con la inicial de su dueño;
ese infatigable huso
que tus delicados dedos,
tras levísimo chasquido,
lanzan con ágil gracejo,
y ese copo bien peinado
del lino de nuestro huerto,
que vas desatando en hebras
de finísimo cabello;
la rueca, el huso y el lino
son que allá en mejores tiempos,
al compás de las canciones
del ángel que guarda el sueño,
sirvieron a nuestra madre,
al arrimo de este fuego,
para hilar blancas madejas
de que luego se tejieron
las sábanas de tu cuna
y las de mi breve lecho.-
¡Oh, piadosa hermana mía!
¡Cuán dulce contentamiento
sentimos las dos ahora
en el altar del recuerdo;
en este hogar heredado,
llama de calor perpetuo
que avivaban nuestros padres
y sus padres encendieron!...
¡Así nosotros, hermana,
venturosos herederos
de sus cristianas costumbres,
de su hacienda y de su techo,
podamos legar el fruto
de sus honrados consejos
a hijos dignos de nosotros
y dignos de sus abuelos!
Que en mal hora los que heredan
olvidan sus venideros;
y los que son en el mundo,
porque sus mayores fueron,
poderosos en riqueza,
en la ostentación egregios,
y disipan en festines,
bajo artesonado regio,
hacienda que no fundaron
con su ciencia ni su esfuerzo,
afrentan en ocio impuro
honor que no merecieron.-
Yo, a ejemplo de nuestros padres,
hermana mía, prefiero
a manjares no soñados
por el natural deseo,
frugal mesa abastecida
para el preciso sustento,
con los frutos generosos
que rinde al trabajo el suelo:
y, al mirarlos sazonados
con la forma en que nacieron,
servidos en blanca loza
sobre limpísimo lienzo,
digo con gozo en el alma,
y en quien soy los ojos puestos:
«Aves son de mis corrales,
»que en mis corrales nacieron;
»corderos de mis ovejas;
»caza que abatí en su vuelo;
»vino tinto de mi viña,
»trasegado, limpio, añejo;
»verduras de mi cercado,
»y frutas de mis ingertos...»
Así Dios no me perdone,
hermana, si te exagero:
pero, si se me obligase
a optar entre dos extremos:
vivir sobrado de fausto
fuera del hogar doméstico,
o empobrecer mi comida
aquí, al amor de este fuego,
¡hermana! Dios no me ayude
si no es verdad que prefiero
a dejar mi amado asilo
un negro pan de centeno,
con las frutas arrugadas
que guardas para el invierno.
Mas ya advierto que vencimos
esta velada de enero;
y, pues nos anuncia el gallo
que ha dormido el primer sueño,
hermana, arropa la lumbre
con la ceniza, y dejemos
la guarda de nuestro ejido
a mi leal compañero.
Ni asechanzas de la envidia
ni injustas venganzas temo;
pues, al fin, no tiene el hombre
mejor amigo que el perro.