Las veladas del tropero/Las brutalidades de Plácido
LAS BRUTALIDADES DE PLACIDO
No porque lo mereciera, sino por haber nacido el 5 de octubre, se llamaba Plácido; y á pesar de ese nombre, por demás simpático y tranquilizador, no había en toda la Pampa gaucho más bruto.
Maltrataba á troche y moche los animales, sin conocer otro medio de imponerles su voluntad que los golpes y los castigos. De puro gusto les hacía sufrir, no teniendo mayor gozo que azotar brutalmente un caballo ó degollar despacito una oveja.
Hacía víctimas de su crueldad hasta á los inocentes bichos del campo matándolos aunque fueran animales inofensivos y hasta útiles, cuando los podía agarrar, y siempre con refinamientos que demostraban sus perversas inclinaciones, sus resabios de salvaje.
Para vivir es ley ineludible matar, pero el rey de la creación debe tratar á sus súbditos sin inútil rigor.
Los patrones sucesivos y ya numerosos de Plácido, pues en ninguna parte le podían aguantar las atrocidades que cometía, especialmente con los caballos de servicio, siempre le profetizaban que algún día, seguramente, se tendría que arrepentir de su brutalidad y que encontraría en sus mismos actos su castigo.
El se reía: alto, fuerte y morrudo, capaz, al parecer, de desafiar á cualquier fiera que se le hubiera metido por delante, era, al mismo tiempo, tan... prudente como cruel y fuerte. Se divertía en degollar con sanguinaria lentitud los capones para el consumo, pero muy bien se guardaba de hacer lo mismo con las vacunos, por bien asegurados que estuvieran, pues tienen astas y basta un movimiento en falso para recibir una cornada, ó por lo menos un golpe.
Con los hombres tampoco se atrevía, pues con bichos que usan cuchillo, es peligroso ser malo, y si más de una vez se divirtió en molestar ó maltratar á una criatura, sólo fué cuando bien sabía que nadie saldría á pedirle cuentas.
Sucedió, á veces, que se vengaron de él como pudieron, algunas de sus víctimas, pero muy débiles eran y faltas de medios para escarmentarlo de veras.
Un día, asimismo, en el corral, un capón que había visto de qué modo trataba á sus hermanos, se le vino encima de improviso, & todo correr, y le pegó en la rodilla una topada tan fuerte que, á pesar de no tener el agresor más que unas aspitas embrionarias, quedó Plácido en cama quince días, con la rodilla deshecha. Otro se le vino por detrás, mientras estaba señalando un cordero, pegándole de tal modo en el codo, que con el cuchillo se hirió bastante feo en la mano izquierda.
Muchos otros golpes recibió así, pero sin darse por entendido; quizá tampoco entendía, pues la sola excusa de su modo de ser no podía ser otra que su poca inteligencia.
Los caballos tienen más medios de defensa y también más inventiva que las inocentes «rabonas»; y por esto, Plácido, recibió de ellos muchas lecciones. Aunque fuera buen jinete, más de una vez no tuvo tiempo de salir parado, en ciertas rodadas tan repentinas y sin motivo que parecían dadas adrede para sorprenderlo. Tampoco siempre pudo evitar del todo algunas coces alargadas con tan buenas ganas, que si hubieran podido surtir todo su efecto, hubiera quedado con las piernas rotas y también la crisma.
Y hasta los bichitos de la llanura no dejaban de buscar los medios de vengarse de él y de sus crueldades; obrando á veces solos y por cuenta propia, otras, en gavillas, de la misma especie para vengar injurias que afectaban los sentimientos de honor ó de cariño de toda una familia, y también en coalición general para hacerle sentir que contra sus fechorías protestaba indignada la animalidad entera.
Desgraciadamente para ellos, la naturaleza los ha dotado mejor nara la defensa que para el ataque, pues aun los más dañinos son casi inofensivos para el hombre, y Plácido hubiera podido servir de ejemplo, para probar que este mismo es el animal más perverso de la Pampa. Si todavía hubieran podido, para vengar sus agravios, acometerlo en sus bienes, mutilizar sus animales por medio de enfermedades ó de privaciones, destruir sus plantaciones, hacer mermar sus mieses, talar sus campos, ó sembrarlos de yuyos venenosos, no les hubiera faltado ocasión de hacerle arrepentirse de su maldad; pero Plácido, gaucho ruin, no tenía más que el pellejo en propiedad con los harapos que lo cubrían.
Todo lo que le podían hacer era bien poca cosa; asimismo, más de una vez rodó, de noche, en cuevas desconocidas, de viscacha ó de peludo, cuevas que en minutos habían sido cavadas á su intención. Se despertó á menudo apestando á zorrino, ó con las botas agujereadas por las ratas y encontró, varias veces, todas sus huascas cortadas por el diente del zorro. Pero todo esto no hacía más que sobreexcitar su rabia y se vengaba él, á su turno, martirizando sus víctimas, ya con apariencia de pretexto.
Hasta que, cansados de sufrir, se juntaron una noche en asamblea general los delegados de las varias especies de seres vivientes, domésticos y silvestres, que pueblan, además del hombre, las pampas argentinas, y nombraron una comisión de los más ofendidos y de los más elocuentes para que fuese á tratar de conseguir de Mandinga para él un castigo ejemplar.
Mandinga necesita de los animales y particularmente de los bichos de la Pampa; le gusta servirlos y en ello se empeña, y como también es muy chusco, no le desagrada tener ocasión de reirse á expensas de algún cristiano, y les prometió que sin hacer morir á Plácido, lo iba á poner á raya.
A los pocos días, Plácido, que andaba medio á pie por haber deshecho á palos casi todos sus fletes, encontró en el campo un caballo obscuro, negro como tinta, al parecer manso, de muy buena laya, y de marca desconocida en el pago. Plácido lo arreó con su tropilla y pronto lo ensilló. Pero el obscuro tenía un defecto: era lerdo, y poco le gustaba á Plácido andar despacio, sobre todo para llevar lo más lejos posible un animal ajeno, de lo cual resultó que le empezó á menudear los rebencazos; pero más le pegaba, más lerdo se ponía el animal, y cuando redobló, se puso éste al tranco; y le pegó entonces con el mango, lo que hizo que se empacase. Plácido se eó, y furioso la emprendió con el obre animal á palos, hasta cansarse. No se movía el caballo; ciego de ira, el gaucho sacó el cuchillo y se lo plantó en la garganta, hundiéndolo hasta el corazón. Brotó la sangre en borbollones, y cosa rara, parecía salir con un ruido de carcajadas sonoras. El gaucho quedó atónito y vió que los ojos del animal, en vez de anublarse, le dirigían una mirada irónica, y que en vez de caer en el suelo, se iba esfumando poco a poco el obscuro, confundiéndose sus formas, cada vez más etéreas, con el ambiente luminoso que lo rodeaba, hasta desaparecer. Y al mismo tiempo, una voz le dijo á Plácido:—Hasta que dejes de ser un bruto, sentirás como si los recibieras tú, todos los golpes que de hoy en adelante des ó veas dar á los animales.
Se quedó pasmado el amigo Plácido. Sólo después de un gran rato, creyó que era alucinación, que no había oído nada, que todo era mentira, sueño, farsa. Sin embargo, no podía hacer menos de acordarse del hallazgo del obscuro, y del galope que había dado en él, y de la puñalada con que lo había muerto. Pero si fuera cierto, ahí estaría la osamenta, y no había en el suelo más que su recado; sin contar que la cincha, estaba cerrada, como si se hubiera resbalado por ella el caballo.
Ensilló otro animal de la tropilla, montó, y con un gesto de desprecio íntimo á todas estas «pavadas le pegó un chirlo. Y fué todo uno pegárselo y darse vuelta para ver quién le había pegado uno á él.
En el acto recordó las palabras amenazadoras de la voz misteriosa, y muy pensativo siguió al tranco largo trecho. Para volver á galopar, se contentó con apretar las rodillas y llevar adelante al caballo con un movimiento del cuerpo, alzando el rebenque sólo para arrear la tropilla. Un caballo se iba cortando; lo persiguió y lo juntó con los demás, y le iba á negar un rebencazo, cuando se acordó... y bajó la mano, contentándose con silbarle.
Desde ese día, Plácido empezó componerse rápidamente, pues cada vez que, olvidándose de la amenaza, castigaba un animal, aun con motivo, en el acto sentía él mismo la quemadura del rebencazo, y bien pronto perdió una costumbre que tan caro le costaba. Pero había otra cosa peor es que no sólo sentía los golpes que él mismo pegaba, sino también los que veía pegar por otros. Sufría en silencio, aunque bárbaramente á veces, pues por amor propio, no se atrevía á decir nada, temiendo que se burlasen de él y se contentaba con evitar en lo posible presenciar domadas de potros ó carreras, pues era para él suplicio demasiado fuerte recibir tantos rebencazos.
Pero una vez, ya no pudo resistir y gritó. De la pulpería donde se hallaba, iba á salir una galera, y al ponerse en marcha se empacaron dos de los escuálidos mancarrones atados á ella. Se empacaban únicamente porque estaban flacos, sin fuerza y horriblemente lastimados; un empacamiento lo más justificado; pero el mayoral y el cochero no lo entendían así, y empezaron entre ambos á hacer caer sobre los desgraciados animales una terrible tormenta de latigazos.
El pobre Plácido que miraba desprevenido, brincó como si hubiera sido él uno de los animales martirizados, y como no podía disparar por hallarse entre un alambrado y la galera, empezó á exigir á gritos de los conductores que dejasen de castigar tan bárbaramente sus caballos. Bastante se admiraron ellos de semejante intervención, pues lo conocían de tiempo atrás y no ignoraban la fama que tenía de incorregible bruto, y como seguían latigueando, y seguía él implorando su compasión, hasta con lágrimas en los ojos, acompañaban con risas cada chirlo que daban:
—¡Mirá quién, para prohibir que se castiguen los caballos empacadores!
Y seguían pegando no más, riéndose, y él brincando, llorando y pidiendo perdón... para los caballos, decía, para no confesar su terrible situación.
Acabó por arrancar la maldita galera, quedando Plácido, además de molido por los latigazos, chiflado por el mayoral y el cochero; pero desde aquel momento juró no dejar ya levantar la mano sobre un animal cualquiera sin oponerse con toda su fuerza moral y física á que lo castigasen. En los primeros tiempos, todos se reían de él, no pudiendo pensar que fuera por su propia cuenta, ni que le doliera toda brutalidad que presenciara; pero poco a poco, muchos de los á quienes así suplicaba ó amenazaba, pues hasta guapo parecía haberse hecho, dejaban de golpear sus animales y el ejemplo, poco a poco, cundía de tratarlos con paciencia. Y como Plácido ya no era el bruto de antes, su castigo tomó fin; pero no por esto dejó de ser por el ejemplo y la palabra, el apóstol de la mansedumbre hacia los animales, entre los gauchos con quienes trabajaba. A tal punto que cundió su fama y llegó á los oídos del doctor Albarracín quien, en recompensa, lo hizo nombrar socio honorario de la Sociedad Protectora de los Animales.