Las veladas del tropero/La olla de Gabino
La olla de Gabino
Había una vez en el campo un gaucho que se llamaba Gabino. Vivía con su mujer, Quintina, y sus dos hijos pequeños, en un rancho de mala muerte, cuidando su muy pequeña majada, algunas vacas y una manadita de yeguas. Eran pobres, pues el producto de sus pocos animales apenas les daba para los vicios, y a pesar de que economizaran la carne lo más que podían, la majada, lejos de aumentar, más bien se iba mermando, pues el escaso aumento tenía que pasar todo, y a veces algo más, por el asador o por la olla.
Pero no por esto se lamentaba Gabino; no soñaba con hacer fortuna, y mientras no llegara a faltar la carne, estaba lo más dispuesto a encontrar llevadera la vida, a pesar de todas las pequeñas miserias que consigo suele traer a los pobres y, según dicen, también a los ricos.
Quintina, su mujer, era más difícil de contentar, y siempre se quejaba de algo: del sol o del viento, cuando estaba lavando; del humo, cuando estaba cocinando; de que el capón era chico; de que la carne era flaca o demasiado gorda, o muy dura si era oveja vieja. Eternamente, retaba al marido o a los chicos; Gabino dejaba que retase; comprendía que, para ella, rezongar era consuelo para todos los males y que no pudiendo, como él, gozar de las exquisitas emociones de la taba, del truco y de las carreras, y otras diversiones de la pulpería, era muy natural que buscase su alivio por otro lado.
Sucedió que después de una sequía prolongada que había atrasado bastante las ovejas, vinieron lluvias interminables que las acabaron de embromar. La majada se puso a la miseria de sarna, porque con el agua y el barro del corral no se la podía curar, ni de manguera, por la mucha humedad. Y era todo un trabajo encontrar un animal siquiera medio bueno para comer. Hubo que hacer durar más días que nunca el capón que se carneaba, pues, de otro modo, pronto no hubiera habido carne en la casa. Gabino, muchas veces, tenía que apretar el tirador después de comer; y cuando medio muerto de hambre, se deslizaba hasta el alero para tratar de cortar, de la carne ahí colgada, con que hacer un churrasco, sin que lo viera la patrona, casi podía tener por seguro que la vigilante Quintina no lo iba a dejar aprovechar en paz el robo.
-¡Eso es!, comilón y haragán -le decía-: cómete la carne, nomás, ¡hombre!, que después, nosotros, las criaturas y yo, quedaremos mirando el gancho y con esto cenaremos. Si pronto vamos a quedar sin ovejas, con semejante apetito. Te lo pasas comiendo todo el día, como si fueras Anchorena. ¿Por qué no te comes un capón en cada comida, para acabar de una vez con la majada?
Don Gabino se callaba, envainaba la cuchilla, prendía un cigarro y se iba, medio triste por el hueco que sentía entre pecho y espalda.
Ya no se comía asado en la casa; Quintina había escondido el asador, diciendo que con carne flaca es mejor hacer puchero. Y Gabino se tenía que conformar, comprendiendo que era cierto y que, con todo, su mujer tenía razón. El asado es un lujo, un derroche que no permitían ya las circunstancias.
Una noche que, como de costumbre, la olla estaba en el fuego, Gabino, dejando el mate en la mesa, exclamó:
-Tengo un hambre que parecen dos.
-Voy a servir ya -contestó la mujer, y con el trinchante, empezó a sacar de la olla las presas de carne cocida que nadaban, escasas y pequeñas, en el caldo. Puso la fuente en la mesa, colocó en un banquito a las dos criaturas y les dio, a cada una, para que comieran con las manos, una presita y un pedazo de galleta, e iba a servir al impaciente Gabino, cuando se oyó, en el palenque, un débil: «Ave María», que hizo que aquel se levantara y asomara la cabeza a la puerta del rancho.
En el palenque, esperando la venia para apearse, estaba un gaucho viejo, viejísimo, forastero, seguramente, pues no se acordaba Gabino de haberle visto nunca por estos pagos. Su caballo, extenuado, al parecer, por los años y la flacura; su apero miserable, los harapos con que venía vestido, no dejaron a Gabino y a Quintina la mínima duda sobre su posición social y financiera.
-Bájeese, amigo, bájese -gritó, en seguida, Gabino. Y dando algunos pasos a su encuentro, lo invitó a entrar y a comer, si tenía ganas.
-¡Hombre! -contestó el viejo-, sin cumplimiento, aceptaré, pues tengo un hambre que parecen tres.
Quintina, al oír semejante declaración, lo miró con terror. Sumó, en su mente las dos hambres de Gabino con las tres del forastero y, agregándole la propia, calculó que no alcanzarían, por cierto, las tres presas flacas que quedaban en la fuente para tantas necesidades.
El resultado inmediato fue un rezongo vehemente, pero interior y callado, para evitar tormenta, pues si Gabino era lo más sufrido para lo que a él personalmente tocaba, no podía soportar que maltratasen al huésped, cualquiera que fuera.
Hizo sentar al viejo en su propio sitio, le dio su plato de latón y su cubierto, y apenas le hubo dicho: -¿Qué hace, señor?, sírvase-, que el forastero sacó de la cintura una cuchilla tremenda y, de la fuente, la presa más grande, empezando a comer con un formidable ruido de carrillos. Sus dientes, blancos, largos y sólidos, a pesar de la edad, mordían, desgarraban y molían que daba gusto; los dedos y el cuchillo ayudaban sin descansar y, en un abrir y cerrar los ojos, el hueso de espinazo que se había servido quedó limpito de carne. Lo sacudió fuerte, pegando con la muñeca derecha en el dorso de la otra mano, e hizo caer en el plato el tuétano; lo alzó con la punta de la cuchilla y se lo tragó, diciendo:
-Amigo, no hay que desperdiciar las cosas buenas, cuando son pocas.
Y sin dejar tiempo a doña Quintina de salir de su asombro, agarró otra presa.
-Con permiso -dijo. Pero bien se veía que con o sin permiso, lo mismo hubiera sido.
Quintina dio un codazo a su marido y lo miró, asustada, con tamaños ojos, y, sacudiendo la cabeza en dirección al viejo, pareció preguntarle tácitamente qué medidas pensaba tomar. Gabino la miró, riéndose, y le dijo en voz baja:
-Comeremos el hígado.
Se acordaba de que en el alero del rancho colgaba todavía de la costanera el hígado del capón, cuyos últimos restos estaba devorando el viejo; el hígado, es cierto, había sido algo decentado por los gatos y se empezaba a llenar de cresa, pero era tarde para carnear y para pensar en preparar otra cena. Al fin y al cabo, quedaba el caldo también, con arroz y zapallo; y con hacer sopa con una o dos galletas, no se iban a morir de hambre.
La mujer fue hasta el alero a buscar el hígado para hacer, con él, algún fritango ligero; pero se encontró con que una gata que tenía familia había dispuesto ya de él para los cachorros. Y doña Quintina volvió a la cocina con la única esperanza de poder siquiera apaciguar el hambre del matrimonio con caldo y galleta.
¡Desastre! Cuando llegó, el forastero voraz engullía, con la última migaja de la penúltima galleta que existiera en la casa, la última cucharada de caldo, el último átomo de zapallo y el último grano de arroz. Y el viejo, con la vista relampagueante, la cara toda colorada y relumbrosa, los labios y el bigote grasientos, la luenga barba blanca salpicada de las muestras de todo lo que se había tragado, hizo sonar la garganta con satisfacción, y pegando un puñetazo en la mesa, exclamó, riéndose:
-¡Gracias, patrona! ¡Ahora! sí, ¡caramba!, amigo, soy otro hombre. Con un buen jarro de agua... o de vino, mejor, si es que tiene, para asentar ese pequeño refrigerio, y ya le quedaré muy agradecido.
-¡Buen provecho! -murmuró doña Quintina, con el mismo tono con que hubiera dicho: ¡Revienta, animal!
En el fondo de la bolsa encontró ella una galleta, por suerte, y partiéndola, dio una mitad a Gabino y se comió la otra, diciendo despacio:
-Toma, pavo. Llénate con esto y cuidado con atorarte. Si quedas con hambre, bien tienes la culpa, por dejar que cualquiera de afuera te venga a aprovechar de semejante modo.
Don Gabino se reía. Mascaba, indiferente, la galleta que le había dado su mujer y, agarrando de un estante pegado a la pared una botella, la vació en un vaso que alcanzó a llenar y que tendió al forastero, diciéndole:
-Tome, amigo; todavía alcanza para un trago ese poco carlón que queda. Tómelo para completar la fiesta, y dispense la pobreza. La familia es poca; por esto, la olla es tan chica; otra vez que venga, llegue más temprano y haremos lo posible para tratarlo mejor.
-Déjese de cumplimientos, amigo -contestó el viejo-. He cenado muy bien. Con poco me contento.
-Si será sinvergüenza ese viejo cachafaz -dijo entre dientes Quintina.
Don Gabino se sonreía; le había hecho gracia la voracidad ingenua del viejo. No habría comido desde varios días el pobre. Y, al fin, ¡gran cosa!, pasarlo sin cenar, una noche, por casualidad. ¡Cuántas veces le habían sucedido ya antes!
Y viendo que el viejo, después de tomar unos mates y de fumar un cigarro, bostezaba como para desengancharse las mandíbulas, le ofreció tenderle cama en la cocina, lo cual aceptó el huésped, con la misma sencillez con que había comido toda la cena. Gabino fue a desensillarle el caballo, atando a éste con maneador largo para que pudiera comer y se cambiaron las buenas noches.
Esa noche, antes de dormir, doña Quintina hizo sentir a su marido todo el peso de su legítima indignación. Ser hospitalario y generoso, tener lástima a la vejez y a la pobreza le parecía muy bueno, pero con la condición de que la hospitalidad no le viniera a quitar a uno mismo ninguna comodidad; que no llegase la generosidad a disponer de lo necesario a la misma familia, sino apenas de lo superfluo; y también encontraba que la vejez y la pobreza poca alegría traen consigo, y que siempre basta de plagas, con las que uno tiene en casa.
Gabino, siempre indulgente, dejó correr el chorro, y cuando Quintina, como punto final, le quiso llamar la atención sobre el terrible ruido de trueno con que roncaba el viejo, que se oía desde la cocina y que les iba, decía ella, a quitar hasta el sueño, comprobó con cierta impaciencia que su marido también empezaba a roncar y no tuvo más remedio que agregar su nota de flauta al concierto.
El viejo era madrugador: con el alba se despertó y oyéndolo Gabino que andaba por la cocina, revolviéndolo todo, se levantó y se fue a juntar con él.
-Buenos días -le dijo el viejo, medio burlón-. ¿Cómo ha pasado la noche? ¿No sufrió de empacho?
-No, señor -contestó don Gabino; y para retrucar el envite, agregó-: ¿Tiene apetito esta mañana?
-¡Qué pregunta! Pues no; casi me muero de hambre, pero, antes de churrasquear, tomaremos unos mates. Andaba buscando la yerbera, sin poderla encontrar.
Gabino prendió el fuego, llenó la pava, arregló el mate, buscó la yerba y encargándole al viejo que cebara, se fue al corral a carnear un capón, el mejorcito que pudiera encontrar.
Cuando volvió, trayendo una paleta y algunas achuras para hacer un churrasco, el viejo, que seguía tomando mate, le dijo:
-Pues, amigo, usted se fue y me dejó sin pitar.
-Es cierto -contestó Gabino-, dispense.
Y, sacando la tabaquera y el papel, se lo dio todo al forastero, quien, después de prender un cigarro, siguió haciendo más y más cigarrillos, hasta acabar con todo el tabaco, y se los guardó todos en el bolsillo de la pechera. Gabino lo miraba con cierta admiración bondadosa, lo que viendo el viejo le tendió un cigarro, diciéndole:
-Fume, amigo; no haga cumplimientos.
Doña Quintina se levantó un poco más tarde, y se quiso volver loca, al ver al maldito viejo aquel, bien instalado en el fogón, comiendo, devorando, más bien dicho, toda la carne traída por Gabino, después de haber acabado con la yerba y con el tabaco, lo mismo que con la galleta y el vino, el día anterior.
Después de limpiarse las manos con el trapo, el forastero dejó entender que no le haría mal un trago de ginebra; pero no había en la casa, pues don Gabino no era aficionado a la bebida, y, sin insistir, se levantó el otro y declaró que ya se iba a marchar.
Quintina no pudo reprimir un suspiro de satisfacción, al oírlo, y hasta se asegura que dijo, como entre sí, pero no bastante para que el huésped no se volviera hacia ella, mirándola con cierto aire socarrón a la vez y severo:
-¡Anda al diablo, lombriz!
El viejo ensilló su caballo, ayudado por don Gabino, y en el momento de despedirse de éste, lo abrazó y le dijo:
-No me olvidaré de lo que usted ha hecho por mí. Cuente usted con un amigo que lo ha de ayudar en todo lo que pueda, y cuando algo le falte, acuérdese, nomás, de don Francisco.
Y se fue, al tranquito.
Gabino volvió del palenque, sonriéndose, como de graciosa parada, del ofrecimiento del viejo.
-Acuérdese de don Francisco, me dijo, cuando algo le falte -le contó a la mujer-, y que nunca se olvidará de lo que hicimos por él.
-Vaya con el viejo comilón y sinvergüenza -exclamó doña Quintina-; pues, yo tampoco me he de olvidar de él.
Y como miraban ambos para el campo, vieron con admiración que donde hubiera debido estar el viejito, sólo se divisaba como una nube luminosa que pronto desapareció sin que de «don Francisco» quedara ni la sombra.
-¡Don Francisco! ¿Don Francisco de qué será? -se preguntaba don Gabino, todo pensativo-. ¿Quién sabe si no será algún enviado de Mandinga? Aunque no parece; pues era risueño el viejito, y no parecía malo.
-Por mi parte -dijo Quintina-, pocas ganas tendré yo, cuando no tengamos nada que comer, de llamarlo para que nos venga a ayudar, con su apetito, a morirnos de hambre.
Y entrando en la cocina, empezó a preparar lo necesario para el almuerzo, aunque no fuera hora todavía, pues estaban ambos como fácilmente se comprende, con un hambre feroz.
Lavó la olla, le echó agua, la puso en el fuego y fue al alero a sacar carne. Cortó un cuarto del capón y, en pedazos, lo metió en la olla.
Mientras tanto, andaba Gabino buscando el tabaco para armar un cigarro; pero no quedaba más que el papel de estraza en que había sido envuelto. Se acordó que don Francisco se lo había llevado todo y se contentó con decir, sonriéndose:
-¡Qué don Francisco éste!
Y, al momento, vio con asombro que el papel de estraza, que tenía en la mano, se había llenado, ¡cosa extraña!, del mismo tabaco que acostumbraba fumar. Se le pusieron redondos los ojos, y, llamando a su mujer, le enseñó el atado. La mujer se quedó admirada, por supuesto; pero sin dar, por tan poco, su brazo a torcer, dijo:
-Bueno, pero te falta papel.
-Cierto -contestó el hombre-. ¿Qué hago?
-Pídeselo a don Francisco -le contestó, medio turbada-, para ver.
Y, sin vacilar, don Gabino llamó:
-Don Francisco, mande papel, pues, hombre.
Y mirando el atado que siempre tenía en la mano, vio, encima, un cuaderno de papel de fumar que parecía salir de la pulpería.
Quedaron, esta vez, atónitos ambos y no se atrevían a decir una palabra, temerosos de que tamaña brujería les resultase fatal. En silencio y sin querer acordarse de que también se les habían acabado la yerba, se sentaron a comer.
Cuando ya estaba Quintina sirviendo el puchero, entró una de las criaturas y pidió una galleta.
-¡Caramba! -dijo el padre-; galleta no hay; comimos anoche, la única que nos dejó don Francisco.
Y, al pronunciar esas palabras, oyó en un rincón de la pieza el ruido peculiar que hace la galleta bien seca al desmoronarse en la bolsa. Corrió don Gabino a su vez y se encontró con galleta para varios días.
Esta vez, no hubo duda ya que con don Francisco se podía realmente contar y se miraron los esposos con alegría sin reserva. Comieron con apetito y sólo fue cuando estuvieron cansados de comer que notaron que en la olla todavía quedaba con qué convidar a varias personas. Lo más raro es que, a pesar de ser bastante flaco el capón, el caldo era gordo y nutritivo, como si hubiera sido hecho con carne de vaca a pesebre.
Desde ese día por pequeña que fuera la olla, y por flacas que estuvieran las ovejas, nunca les faltó, para comer, carne abundante y gorda, como si manantial hubiese sido la olla. Mas, los dos niños crecieron, y su apetito, lo mismo; nacieron otros, y otros, hasta doce, entre varones y mujeres, y sin que se cambiase la olla, siempre alcanzaba para todos el puchero. Don Francisco no habían venido nunca más a visitarlos y, asimismo, era como si habitara en la casa. Era el invisible protector de la familia, y Quintina era la que más devoción le tenía. Comprendía ella, aunque no lo confesara, que había sido más generoso con ella todavía que con Gabino; pues por su mala voluntad hacia él, bien hubiera podido castigarla, como suelen hacer esos emisarios misteriosos, de poder sobrenatural, con los que los reciben mal. Le había tenido lástima y la había perdonado, y por esto su recuerdo era más sagrado para ella.
La majada aumentó sin cesar, pues el consumo era ínfimo y se iba paulatinamente haciendo rico don Gabino, bendiciendo al Cielo por haberlo hecho nacer hospitalario.
Nunca en vano llamaba al palenque ningún transeúnte; se tenía fe en la olla y se sabía que de ella siempre saldría carne para todos; y en caso de apuro, con llamar a don Francisco quedaba todo salvado.
Y vivieron así Gabino y Quintina, muchos años, rodeados de su numerosa prole, multiplicada con nietos, biznietos y tataranietos, criados todos en el respeto de las viejas costumbres hospitalarias de los antepasados, a las cuales debían su fortuna.
Pero, al cabo de muchos años, las generaciones que se sucedían creyeron que la olla no podía perder su maravillosa facultad, no acordándose ya a qué ni a quién la debían. Sólo sabían que había que invocar a «don Francisco» para conseguir que no se agotase su contenido. El puchero, por lo demás, poco le gustaba ya a esa gente que se había hecho delicada con la riqueza; y se reservaba la olla para los peones y los huéspedes pobres. Y como éstos abundaban, por supuesto, también llegó, con los años, el día en que el dueño de la olla, hombre de regular fortuna, se rehusó a recibir, ni en la cocina, a los pobres, diciendo, en su orgullo egoísta, que ya lo tenían fastidiado todos esos haraganes harapientos.
Una noche, un gaucho viejísimo tremoló, en el palenque, su débil «Ave María». Forastero debía de ser, pues el dueño de la casa no se acordaba haberlo visto nunca por esos pagos. Venía en un caballo flaco y mal aperado, y su chiripá roto, su poncho hecho trizas, sus alpargatas agujereadas cantaban, en coro lastimero, la miseria del pobre viejo. Pidió licencia para hacer noche.
El patrón vaciló; pues, aunque su resolución fuera de no dar hospitalidad ya a ningún pobre y que la pusiese en práctica desde tiempo atrás, de repente le pareció feo rechazar, así nomás, a ese desgraciado. Lo pensó un rato; hasta que habiendo logrado vencer ese amago de benevolencia, se dio vuelta las espaldas y, haciendo sonar los dedos, gritó a un peón:
-Dile que aquí no es fonda. ¡Que se vaya a la pulpería!
Y entrando en la cocina, se acercó al fogón para sacar una brasa y prender el cigarro. No se sabe cómo fue; mientras estaba ahí, oyó un ruidito, como de algo que se raja, y por una rendija abierta en la olla, todo el caldo se derramó y apagó el fuego, llenándose de humo la cocina.
-¡Mi olla! -gritó, desesperado, y en su mente atropellaron todos los recuerdos, las leyendas, los cuentos que sus abuelos y sus padres le habían hecho, cuando chico, de la preciosa olla y don Francisco.
Había gozado él de la olla mágica; había evocado a menudo, con los labios, al generoso protector de su familia, pero sin darse cuenta de que era preciso seguir mereciendo por su generosidad los favores concedidos a la generosidad de sus antepasados.
Comprendió en el acto el alcance de su falta y del castigo. Adivinó quién era el gaucho viejo y pobre a quien habían negado una presa de puchero: corrió, como loco, hasta el palenque, llamando a gritos con toda su fuerza:
-¡Don Francisco! ¡Don Francisco!
Pero sólo llegó para ver desaparecer paulatinamente una nube luminosa en el mismo sitio donde, en aquel momento, hubiera debido estar el viejito, trotando.
Volvió, llorando, para las casas. Trató de componer la olla con alambre, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles: hay cosas, en la vida, que no se componen.
Desde aquel día, volvió a entrar la necesidad en la casa. La majada fue siempre mermando, padre e hijos se dieron al vicio y a la desidia; todo se volvió desastre. A los huéspedes se les admitía, pero nunca alcanzaba la carne, y se les convidaba con caña, y surgían peleas, a veces sangrientas. Hasta que se derrumbó todo: bienes, hogar, familia, quedando tirada en un montón de basura la olla que había sido de don Gabino.