Las veladas del tropero/El ojo filiador

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL OJO FILIADOR

—¡Miren que se van á sacar un ojo, muchachos, con esos alambres!—repetía por la vigésima vez don Natalio, cuando justamente uno de los dos niños, su propio hijo, pegó un grito de dolor y corrió hacia él, tapándose los ojos con las manos. Se entretenían, á pesar de las advertencias de don Natalio, en tirarse uno á otro los pedazos de alambre con que, momentos antes, habían cazado pajaritos; y, realizándose las previsiones del padre, había quedado Natalito tuerto del ojo izquierdo.

El otro muchacho, hijo de un vecino de por allí, se había mandado mudar al galope de su petizo hasta el rancho paterno, y al verlo todo avergonzado y ceñudo, el padre sospechó que había hecho alguna picardía. A fuerza de preguntas, acabó por saber lo que le había pasado, y tomando en una de las numerosas bolsitas que colgaban de las vigas del techo, unas semillas de zapallo, montó á caballo y se fué á lo de don Natalio.

Este, con resignación fatalista de buen gaucho, le contó el caso y le hizo ver el ojo de Natalito.

—¡Caramba, amigo!—dijo, al rato, el hombre,—el ojo está perdido, pero voy á tratar de remediar en parte el daño que, sin querer, ha hecho mi hijo.

Tomó algunas semillas de las que había traído, las carbonizó en las brasas, y, reducido el carbón á polvo, llenó con él un tubito de papel. Pronunció algunas palabras, hizo varios ademanes raros, y acercándose al chiquilín, le sopló de repente el polvo negro en el ojo sano. El resultado inmediato fué que, por un momento, quedó ciego del todo el muchacho; pero le duró poco la ceguera, y apenas había recuperado la vista, que fijando en el hombre su ojo único, dijo, con voz serena, al padre:

—Este hombre es bueno, tata; con el remedio que me hizo, no me duele más el ojo, y, con el otro, veo muchas cosas que antes no veía... ¡Qué de cosas veo, tata!—exclamó, admirado.

El vecino no disimuló la satisfacción que á su amor propio causaban estas palabras, y pidiendo otra vez disculpa por la torpeza de su hijo, prometió á Natalito que poco tendría que sufrir por haberse quedado tuerto.

Cierto es que el pobre muchacho no era, así, muy bonito, pero gracias al ingenioso curandero y á la virtud de su remedio, había adquirido el ojo que le quedaba una singular agudeza de visión. Era como si hubiera mirado con algún enorme lente todo lo que estaba cerca, ó con milagroso anteojo de larga vista lo que estaba distante.

El detalle más insignificante se volvía para él tan sugerente que parecía adivinar el pensamiento de los hombres y los súbitos impulsos del instinto en los animales; lo mismo que la mínima alteración en una planta, en su forma ó en su color, le daba á conocer los próximos caprichos de la naturaleza.

Parecían, para él, los ojos ajenos ventanas abiertas sobre los secretos ocultos en las cabezas; y no tardó en dar pruebas de su maravillosa aptitud.

Llegó, pocos días después, á casa de sus padres un tío de él.

Venía á preguntar si no habían visto su tropilla, desaparecida de la querencia el día antes, ó tenido noticia de ella. Don Natalio llamó al muchacho que había ido por la mañana á recoger la manada y le preguntó si algo sabía; y Natalito empezó á enumerar, como si los tuviera por delante, todos los animales que componían la tropilla, dando de cada pieza un detalle tan completo que el padre y el tío se quedaron asombrados. Sabían que conocía la tropilla, por haberla visto varias veces, pero no podían sospechar que tan bien la hubiera filiado. La verdad era que todo lo estaba leyendo clarito el muchacho en el pensamiento de su tío. Evocaba con seguridad infalible la yegua overa con su potranca de tres meses, overa también, pero más obscura y de manchas más pequeñas, y los ocho moros: éste, viejo ya, y medio maceta; aquél de cinco años, muy mosqueador, otro con su odio á los perros, y otro, especial para las pechadas; el de la clin obscura, tan fijo para el lazo, y uno, zarco; otro, muy bajo, y el último, parejero regular. Pintó después la marca y dos contramarcas que tenían dos de los caballos, comprados por el tío, y montando en su mancarrón, salió al campo, diciendo que lo esperasen un rato, que ya volvía.

Quedó ausente como un cuarto de hora y, cuando volvió, le dijo al padre:

—¿Te acuerdas, tata, ese hombre que vino aquí anteayer y sin bajarse, pidió un vaso de agua y preguntó por el rancho de don Tiburcio?

—Sí—dijo el padre.

—Bien pues, ese hombre es el que se lleva la tropilla de mi tío. Va montado en el mosqueador y arrea con los otros el propio caballo en el cual venía. Cruzó anoche por el esquinero del campo; va ligero y ya está como á doce leguas de acá. Divisé en la brillazón el color de su poncho, imitación vicuña con rayas verdes y coloradas, y así pude ver que estaba por pasar el Salado. Va en derechura al Azul; debe de vivir en las chacras de ese pueblo.

—¡Che!—dijo el tío, medio en broma,—¿no podrías decir también cómo se llama?

—No, tío—contestó muy serio el muchacho,—todavía no; pero no hemos de tardar en saberlo, si le seguimos el rastro como le acabo de decir, y lo mejor para esto será mandar al comisario del Azul un telegrama.

El tío, lleno de dudas, pero sugestionado de veras por la confianza con que hablaba el joven, fué á la estación más cercana y mandó el telegrama, dando las señas de la tropilla. El día siguiente, á la noche, estaba cenando la familia, cuando de repente, como si alguien le hubiera llamado, se levantó Natalito, agachándose en la puerta del rancho, miró un rato entre las tinieblas del campo y dijo á sus padres que habían quedado comiendo:

—Allá van pasando dos policianos; llevan para casa del tío la tropilla de moros.

—¡Pero, qué ojo tiene ese muchacho! ¿A dónde ves eso?—preguntó el padre; pues miraba él también y no podía ver nada.

No por esto dejó de ser cierta la noticia, como, por la mañana, lo supieron.

Natalito no había ido á la escuela, primero porque le quedaba muy lejos, y también porque, más que en los libros de letra menuda, le gustaba leer en el hermoso libro de la Pampa, tan lleno de imágenes y escrito para él, en letras tan grandes. Pero los progresos que así hacía fueron tan rápidos, que pronto lo conchabó un estanciero rico de la vecindad.

Sucedió que un gran temporal hizo mucha mixtura de haciendas, y que el patrón de Natalito salió él mismo á los apartes, llevando consigo á varios peones y á él de peón de mano.

El muchacho, por supuesto, no podía competir con los hombres para el lazo, ni para el trabajo material de apartar, y sólo ayudåba á parar rodeo.

Pero como los animales no habían todavía pelechado y la mixtura era grande, era muy difícil conocer las marcas, y el más gaucho á cada rato vacilaba. De la orilla del rodeo, Natalito, sin que se lo preguntaran, varias veces les gritó á los hombres si el animal que estaban revisando era ó no del patrón, y siempre acertaba; tanto que á éste le llamó la atención y que lo llamó:

—Vení, tuerto—le dijo, ya que tienes tan buen ojo, ayúdanos á apartar.

Natalito entró en el rodeo y pronto vieron que para él no había pelo de invierno, ni animal mal quemado; conocía en el acto la marca más indescifrable, como si estuviera pintada en papel blanco por el mejor dibujante, y bastaba que algún ternero orejano lo mirase de cierto modo para que adivinara que también había que apartarlo.

Todos quedaron admirados, y el patrón, encantado con su peoncito, pensaba:

—No tiene más que un ojo este muchacho, pero en él tiene una fortuna.

Y mientras así pensaba, Natalito miraba en los ojos de su patrón como por ventanas abiertas y leía en ellos mucha simpatía para él y, al mismo tiempo, mucho deseo de sacar de su habilidad el mayor provecho posible, de lo cual tomó nota.

Al volver á la estancia, el patrón lo dió al capataz de ayudante principal, y éste, que lo miraba con celos, trató de hacerle incurrir en faltas. Natalito apenas unas cuantas veces había visto el rodeo, cuando una mañana, el capataz con tono airado, rezongó:

—Aquí falta un novillo.

—Sí, señor—contestó en el acto el muchacho; falta el manos blancas.

—¿De dónde sabes que es él?—contestó asombrado el capataz.

—Es que vi cuando usted lo dejó allá, en el pajonal.

—¿Cómo pudiste ver, si no estabas conmigo?

—No sé, señor; tendré buena vista. Y, ahora mismo, lo estoy viendo. Está echado un poco adentro de la orilla del pajal. ¿No lo ve usted?

—¿Cuándo lo voy á ver si hay más de una legua y está escondido?

—Yo lo veo—afirmó el muchacho.

El capataz, que adrede, para probar la ponderada perspicacia de Natalito, había dejado cortarse entre las pajas el novillo, no insistió, pero quedó convencido de que con semejante ayudante no se podría él mismo descuidar mucho en el desempeño de sus tareas.

Algunos días después estaban con el patrón revisando las vacas, cuando á éste se le ocurrió—para ver,—preguntar á Natalito de cuántas cabezas constaba el rodeo.

El muchacho recorrió rápidamente con la vista el oleaje de los lomos, y contestó sin vacilar:

—Mil quinientas ochenta y dos.

—¿Todos de la marca?

—No, señor; hay ocho ajenos, de cuatro marcas distintas.

Y nombró á los dueños.

El patrón, reservando sus dudas, siguió:

—¿Cuántas vacas de vientre hay aquí mías?

—Señor—contestó sin turbarse Natalito;—son setecientas veinticuatro, entre vacas y vaquillonas.

E interrumpiendo al patrón que iba á hacerle más preguntas, agregó:

—Además, hay veinte toros, doscientos veinte novillos de tres años, doscientos sesenta toritos y novillos nuevos y trescientos cincuenta terneros del año. Puede usted contar; verá.

El estanciero creyó que era farsa, pero contó la hacienda y resultó cierto; y le preguntó entonces á Natalito:

—Dime, ¿cómo están los novillos de tres años?

El muchacho clavó la vista en algunos y dijo:

—Empiezan apenas á criar sebo, señor.

Y de repente quedó como sorprendido y exclamó:

—¡Patrón!¡se le van á enfermar muchos animales!

—¿En qué lo conoces?—preguntó asustado el otro.

—Es que veo correr y trabajar en la sangre de muchas vacas un hervidero de bichitos, de microbios, como dicen; y será bueno que usted no se descuide.

El patrón, alarmado, hizo venir en seguida un veterinario, y con vacunar toda la hacienda la salvó de una terrible epidemia de carbuncio que poco después azotó la comarca.

Como justamente estaba entonces el estanciero por comprar un toro importado de mucho precio, lo llevó consigo al precioso tuertito y hizo revisar, en Buenos Aires, unos animales que le ofrecían y le ponderaban, con mil certificados y constancias, y vió que muchos de ellos, á más de ser más viejos de lo que decían los papeles, eran tuberculosos. Es que donde fallaban los sueros, acertaba el ojo del muchacho, alcanzando á ver sin microscopio lo que debajo del cuero del animal estaba pasando.

Cada día se le hacía más valioso al estanciero el concurso de su peoncito y todos se lo envidiaban. En cualquier ocasión, el ojo tan lindamente filiador del muchacho le evitaba clavos ó le proporcionaba brillantes negocios. Nunca hubiera comprado animales á elección sino guiándose por las indicaciones de Natalito. Este era el que fijaba el número á apartar, después de haber visto el rodeo, y su ojo certero ni dejaba escapar un animal de las condiciones requeridas, ni dejaba que se pudiera apartar uno que no las tuviese todas. Para eliminar de una majada ó de un rodeo los animales que le quitaban la vista ó demoraban su refinamiento, ahí estaba Natalito, y las haciendas de su patrón mejoraban en todo sentido á ojos vistas.

Ya no había en la estancia más capataz que el muchacho, y quisieron algunos matreros aprovechar la oportunidad para hacer de las suyas. No sabían con qué policiano se las tenían que haber. Bastó que estuviera una vez en la pulpería, media hora, mirando jugar á las bochas, para conocer el peligro que amenazaba á la estancia. Allí había unos cuatro forasteros, reseros al parecer, que iban de tránsito, decían, volviendo á sus pagos, mucho más afuera, después de conducir una tropa á la capital. Parecía muy buena gente. El muchacho fijó un rato en cada uno de ellos su terrible ojo filiador y perspicaz, para el cual no había aires de inocencia que valieran; y sorprendiendo en el acto ciertas miradas, ciertos gestos y ademanes apenas esbozados que nadie más que él hubiera podido advertir, comprendió lo que era esa gente. Miró al campo: como á una legua de allí, habían dejado sus tropillas, pero no necesitaba él anteojos para distinguir las marcas y vió que eran casi todas adulteradas con quemaduras de alambres.

No les perdió desde entonces pisada á los hombres, y como los podía divisar, aun de noche, á varias leguas de distancia, era fácil para él tomarlos infraganti cada vez que querían pegar malón.

Tres ó cuatro veces trataron de llevarse, cortando los alambrados, buenas puntas de hacienda, pero siempre, en el mejor momento, les caía al encuentro una gavilla de peones de la estancia que, dirigiéndose hacia ellos, los obligaba á disparar y á dejar abandonado el botín. No tardaron en renunciar.

Natalito, mientras tanto, se iba haciendo mozo, y á pesar de tener en el ojo una fortuna, al decir de su patrón, no parecía pensar mucho en enriquecerse.

El estanciero, él, aprovechando sus conocimientos había prosperado en grande, pero como Natalito no parecía demostrar que estimara en algo sus servicios, ya que no pedía nada, no era, por supuesto, necesario hacerle pensar en ello. Pero es que Natalito tenía, al respecto, sus ideas.

El patrón tenía varias hijas muy bonitas, y la mayor de ellas no era del todo indiferente al muchacho. Cierto es que siendo tuerto y simple peón, no se hubiera atrevido en declararse, pero con el ojo famoso que le quedaba, había sondado hasta la puntita el corazón de la joven, y bien sabía que en él estaba grabada su imagen... de perfil. Es que ella sabía lo que valía Natalito; hacía años que lo conocía, acompañando á su padre con lealtad y empeño; y quizá también lo quería por otras razones, de estas que no conoce la razón y que, por esto mismo, son más invencibles aún.

Un día de gran fiesta, Natalito acompañó á su patrón á unas carreras que se corrían en la pulpería de la estancia y en las cuales figuraba un alazán muy bueno de la marca del establecimiento, vendido hacía un año á un carrerista de profesión.

El patrón, después de consultar con Natalito, había apostado en grande á favor del alazán; pero momentos antes de correrse la carrera, él mismo le dió aviso de que el corredor iba á trampear y perder la carrera de acuerdo con el dueño.

Tuvo tiempo todavía el estanciero de darse vuelta y no perdió nada; y como preguntara á Natalito cómo había sabido que iban á trampear, éste le contestó que alcanzaba, muchas veces, á ver lo que pensaba la gente.

—¿Y qué pienso yo en este momento?—le contestó en seguida el patrón.

—Usted, patrón, piensa que es una lástima que yo sea tuerto.

—¡Justito! ¡Caramba!

—Y otra lástima que yo no sea rico.

—¡Pero, amigo!—parece que lee.

—Y todo esto porque si no fuera tuerto y que fuera rico, trataría usted de casarme con su hija mayor.

—¡Pero qué muchacho diablo!—Es la verdad!

—Pues, señor; si tuviera mis dos ojos, no vería ni más ni menos que cualquier otro; y si no viese más que cualquier otro, usted no estaría tan rico.

—Cierto.

—Entonces, ¿por qué no dejaría usted que me casase con su hija?

—¡Oh! por mí, Natalito, no tendría inconveniente; pero ¡cuándo va á querer ella casarse con un tuerto!

—La podemos consultar.

—¿También habrá alcanzado á ver lo que piensa ella?

—¡Quién sabe, señor!

La consulta no fué larga, y bien sabía Natalito lo que contestaría la niña: consintió ella en tomarlo por esposo, porque juiciosamente pensaba que bien compensa el mérito algún defecto físico.