Las veladas del tropero/El hombre que hacía llover

El hombre que hacía llover

Don Benito era un pobre gaucho muy dado a la bebida. No tenía campo, ni hacienda, ni ganas de tenerlos, y bien podía haber sequía o crecidas, para él era lo mismo, pues, cuando donde se hallaba, las cosas andaban mal, echaba por delante los zainos y se mandaba mudar a otros pagos.

La sempiterna conversación de los hacendados sobre la lluvia y el buen tiempo lo tenía fastidiado, y si algún vasco ovejero te preguntaba si, a su parecer, pronto tendrían agua, solía contestar que con tal que no faltase la caña, no había por qué afligirse.

Una noche volvía a su guarida medio bamboleándose en el caballo, cuando, a la claridad de la luna, vio relucir en el pasto un objeto desconocido. Se apeó, lo alzó, lo miró, lo echó en el bolsillo del saco, y volvió a subir en el mancarrón.

Hacía como dos meses que no llovía; el cielo estaba más despejado que nunca, y, cosa rara, mientras alzaba el objeto y lo miraba rápidamente, se lo ponía en el bolsillo y volvía a montar, llovió un rato, cesó de llover, volvió a caer agua y paró otra vez.

-¡Oh! -pensó el gaucho-; ¿qué será esto? ¡Y moja esta agüita!... Lindo para el campo; les gustará a los vascos.

Y se fue; llegó al rancho, desensilló y colocando en una mesa el hallazgo, durmió como una piedra.

Al día siguiente, ya algo compuesto, volvió a mirar el objeto con más atención y pensó que debía de ser una de esas cosas como había visto en una estancia, para hacer llover: mómetro, rarómetro, no se acordaba bien.

-Y así es, no más, de fijo -murmuraba don Benito, acordándose que cuando lo encontró cayeron dos aguaceritos, cortitos, pero tupido uno de ellos.

-Éste debía de ser de los buenos. Los hay que sólo sirven -según dicen-, para marcar el tiempo que hace y el calor que hay; pero no hacen llover; y con tiritar o sudar y mirar el cielo, ya uno lo sabe todo; éste era otra cosa.

Para probarlo, salió al patio con la prenda. Era una tablita de metal, angosta y larga, con un tubito de vidrio en el medio, lleno de un líquido que, al menor movimiento, iba y venía.

Don Benito la tenía horizontalmente en la palma de la mano y la miraba con mucha atención, sin encontrarle nada de particular; sólo que, en vez de tener como la que antes había visto, rayitas y números, no tenía más que una muesquita en una de las puntas.

De un movimiento brusco la enderezó poniendo la muesca abajo, y en seguida empezó a llover a cántaros. Sorprendido por el agua, corrió al rancho, llevando ya horizontalmente la tablita, y antes que llegase a la puerta, que estaba cerquita, ya no llovía.

-¡Caramba! -exclamó.

Y volviendo a salir, enderezó otra vez la tablita, siempre con la muesca por abajo, y volvió a llover; la puso después con la muesca para arriba, y no solamente dejó de llover, sino que empezó a soplar un viento que todo lo secaba, mientras el sol se ponía ardiente; la colocó por fin en la palma de la mano, y el día se hizo apacible, primaveral. Hizo entonces con la tablita todos los movimientos posibles, y pudo comprobar que según ellos, o se desencadenaban los elementos y llovía torrencialmente, o llovía despacio o dejaba de llover y soplaba el viento con suavidad o con violencia. Y el gaucho se divirtió un gran rato con mover la tablita, ora despacio, ora bruscamente, por un lado y por otro, poniéndola de repente en las posiciones más contrarias, de modo que toda la vecindad, y esto en un radio de cincuenta leguas de pampa, más o menos, habría podido creer, de seguir el juego, que los elementos se habían vuelto locos y que estaba ya cercano el fin del mundo. Todos los trabajos habían quedado suspendidos, no sabiendo ya la gente asustada qué hacer ni qué pensar.

Por suerte duró poco, pues don Benito, bien enterado ya del poder extraordinario de la tablita de metal que tan casualmente había encontrado, pensó que algo más tenía que hacer con ella que divertirse, y resolvió ver si podía sacar para sí algún provecho de esas benéficas lluvias, de que a cada rato solían decir todos que eran patacones, y que, según parecía, podría distribuir a su antojo.

Guardó en el bolsillo del saco la tablita, y se fue para la pulpería. Allí, entre dos copas, empezó a asegurar con convicción que toda la noche llovería. Un hacendado contestó que sería muy bueno, pero que, a pesar de los aguaceritos imprevistos que habían caído aquella mañana, el tiempo no anunciaba agua.

-Pues yo le digo -porfió don Benito- que va a llover toda la noche.

-No va a llover nada -insistió el otro.

-¡Cien pesos a que llueve! -gritó don Benito.

-¿De dónde saca los cien? -le preguntaron.

-Respondo con mi tropilla, señor. Y por lo demás, va a llover: ¿no, le digo?

-¡Me gusta el hombre! -exclamó el estanciero-. Parece que fuera Dios. Bueno; ¡pago, por los cien!

-¡Pago! -dijo don Benito.

Y viéndose ya rico, pasó todo el día gastando en copas y en convidadas algo de lo que consideraba ya ganado.

A la oración, a pesar de no haber ni señas de tormenta, pidió con toda seriedad una bolsa y fue a tapar el recado en medio de las risas de los presentes. Pensaba, una vez en el patio y lejos de toda mirada indiscreta, sacar del bolsillo la tablita despacio, levantarla con precaución, para que primero viniese mansa el agua, y colgarla después en alguna pared, para que siguiese lloviendo fuerte hasta la madrugada, en que ya podría ir a cobrar los cien pesos.

Puso, no sin alguna emoción, la mano en el bolsillo del saco... ¡Nada!... no estaba la tablita. Quedó tieso: y busca que te busca, ¡nada! ¿Habría saltado del bolsillo a la venida? Don Benito no se acordaba muy bien si, desde entonces, la había o no sentido en el saco. Lo cierto es que no estaba y que en ninguna parte la podía encontrar. Se fue al rancho sin decir nada a nadie, y al día siguiente se mandó mudar, prefiriendo que lo tratasen en su ausencia de cualquier cosa, antes que entregar la tropilla, lo único que poseía. Se fue lejos; galopó leguas y leguas, y por todas las regiones que iba cruzando parecía llevar consigo la sequía. Y debía de ser así, pero no sabía don Benito a qué atribuirlo, cuando un día, al descolgar el saco para ponérselo, lo dejó caer entre una silla y la pared, y en seguida empezó a llover.

Sorprendido por ese aguacero tan repentino, no pudo menos de pensar que era producido por el misterioso talismán; alzó con precaución el saco, y cesó el agua; tanteó entonces por todas partes, recorriendo con la mano las costuras, y acabó por descubrir la tablita entre el forro y el paño. Al caer el saco, medio detenido por la silla, se había puesto parada y había llovido; al alzarlo, había vuelto a su posición horizontal y había cesado la lluvia. ¡Lo que son las cosas!

Don Benito, por supuesto, se alegró mucho de hallarse otra vez en posesión de la preciosa tablita, y quiso primero que todo el vecindario estuviese de parabienes; pero sea que fuese hombre de poco tino -lo mismo por lo demás, que sus desconocidos antecesores-, sea que los habitantes de la llanura fueran en aquel entonces unos majaderos, nunca supo contentarlos.

Nada más fácil, al parecer, que regar con moderación la tierra cada vez que lo necesita. Pues, señor, nunca acertaba.

Habiendo oído que, juntos, se quejaban por falta de agua, un agricultor y un estanciero, y deseoso de servirles, por ser buena gente, que siempre lo convidaba, colocó don Benito, sin decirles nada, su tablita de hacer llover con la muesca para abajo, y la dejó así dos días y dos noches. Llovió, naturalmente, una barbaridad; y después de haber vuelto a poner horizontalmente la tablita, se fue a la pulpería para gozar de la satisfacción de sus protegidos. Pero salió el del trigo con mil improperios contra el encargado de hacer llover, que nunca sabía lo que hacía, que echaba a perder los trigales con diluvios después de haberlos dejado secar, mientras que el hacendado hacía una mueca de desprecio por la poca agua que, según él, había caído.

Don Benito, durante un tiempo, hizo todo lo posible por contentar a todos, pero pronto vio que no era posible: el que estaba cosechando lino gritaba por una gota de agua que, por casualidad, cayera en su campo; el que tenía maíz sembrado clamaba, después del aguacero, por no haber tenido también aquella misma gota; el hacendado hubiera querido agua cada dos días en las lomas de su campo, sin que se mojasen los bajos. Los dueños de alfalfares siempre lloraban por agua, y cuando se la daba, nunca dejaba alguno de ellos de maldecirla por estar justamente a punto de segar o de emparvar.

Lo más lindo era que ni con sus propios caprichos salía bien don Benito. Habiendo el pulpero organizado para el domingo, unas grandes carreras, don Benito, siempre escaso de pesos, le pidió algo prestado, el día antes; el comerciante se lo negó. Don Benito se fue para su rancho, enojado, y al llegar, colgó la tablita con la muesca para abajo. Llovió toda la noche y todo el día siguiente; por supuesto, no hubo carreras, y el lunes se fue a la pulpería el gaucho, para gozar, calladito, del éxito de su travesura. Cuando entró, oyó que el pulpero a quien pensaba haber perjudicado tanto, exclamaba, contentísimo:

-¡Agua rica, que me ha salvado las cien cuadras de maíz que tengo sembradas en el puesto del Catalán!

Don Benito, renegando, resolvió desde entonces dejar entregado a sus más locas fantasías de borracho el manejo de la tablita: la colgaba patas arriba, la volvía patas abajo; de repente armaba una sequía bárbara, de repente hacía llover a cántaros. Pero, asimismo, al fin y al cabo, las quejas y las congratulaciones eran las mismas que antes.

Un día, con la manada, se le ocurrió dar a todos un chasco que quedase en la memoria de los hombres. Anunció en la pulpería, como si fuera profeta, un gran diluvio. Fue a su rancho, colgó en un rinconcito muy oscuro y muy escondido la tablita de metal, con la muesca para abajo, cerró la puerta y se fue a sesenta leguas de allí.

Llovió en toda la comarca, fuerte y parejo, todo el día y toda la noche, y siguió, sin parar, días y noches, fuerte y parejo.

Los campos, en su mayor parte, estaban anegados, las haciendas no cabían en las lomas y empezaban a morir. La situación era desesperante.

Pero del exceso del mal salió la salvación. El misterioso personaje que había perdido la tablita de hacer llover, andaba como loco por la pampa, buscándola.

Cuando supo del diluvio aquel, no tardó en sospechar lo que pasaba. Tomó secretamente sus informes. La desaparición de don Benito, después de su profecía, no dejó de llamarle la atención. Fue al puesto del gaucho, lo registró con ojo certero y no tardó ni dos minutos en encontrar, colgadita en la pared, con la muesca para abajo, su tan buscada tablita de hacer llover. La descolgó, le dio vuelta despacito y poco a poco la colocó al revés. Cesó el agua, sopló el viento, brilló el sol, y empezaron a respirar los pobres estancieros.

Don Benito, justamente, calculando que ya había durado bastante su amable chanza, se había puesto en viaje para venir a dar vuelta la tablita. Cuando llegó a la comarca que tan bien había regado, extrañó ver que no llovía más y que, con el soplo del pampero se empezaba ya a secar el campo. Enderezó para su rancho; pero tenía que vadear un arroyito, y el arroyito, por su culpa, se había vuelto un río, y don Benito, en un remolino, fue volteado del caballo, arrollado por las olas, y tragando en una sola vez más agua de lo que en toda su vida había tomado de caña, se ahogó.

Desde entonces, han tenido buen cuidado los encargados del manejo de las nubes, de no extraviar más sus tablitas de hacer llover; y si, de vez en cuando, por el modo con que molestan a los hacendados y agricultores, parecen haberse vuelto, ellos mismos, un poco locos y hasta perversos, a veces, sólo es que sufren ligeros descuidos o que ceden, sin pensar, a estos pequeños caprichos y fantasías, tan comunes y tan excusables, por lo demás, entre gente de gobierno.